ACECHANTE EN EL UMBRAL

 

Fue con ya dos centurias de difunta que la madre del futuro volvió a asesinar al fruto de su vientre. Para entonces, la teniente Ripley ni siquiera era del todo mujer y lo que tuviera de humano era apenas reminiscencia; de todos modos, en ella se mantenía una de las escasas figuras de lo trágico que produjera en su epílogo el siglo veinte.

Ripley y el Alien venían agonizando en un residual combate intergaláctico, ella para cancelar lo venidero, la criatura –indescifrable, devastadora– para regenerarlo. Para entonces estaban en la cuarta versión, desde el inaugural y octavo pasajero de Ridley Scott; ya Ripley, refractaria a acarrear un alien en su vientre, se había suicidado. Pero a esas alturas tampoco la muerte era capaz de darle un final a la saga, acaso porque en esa resignación que eran los años noventa, que administraban coletazos de modernidades, ni se daba la posibilidad de seguir ni oportunidad se abría –tampoco– para la clausura.

Hasta despellejar los ollejos, una de las versiones más burdas de la maquinaria retro insistía en reciclar una arenilla de lustros idos y sepultados. Y en tanto Ripley, clonada junto a su monstruo a partir de una ínfima traza de sangre, sostenía un nuevo episodio de su epopeya sideral, allá en un pequeño geoide, la Tierra, se habían acabado las novedades.

Por entonces, evaporada la guerra fría, el planeta había sido acordonado por satélites y terminales de computadora. Ese mutante que para entonces era Ripley había sido reactivado, junto con su criatura, por un proyecto acaso esperanzador para los terráqueos. Cierta compañía, que arma ejércitos, lanza naves al infinito y posee intereses opacos, esperaba rescatar gracias al Alien nuevas aleaciones, vacunas, o una solución postrimera para la guerra urbana.

Como cualquier recién llegada al tercer milenio, la resurrecta heroína debe aprender las cosas de nuevo. Como Frankenstein, el primer monstruo de la genealogía, está hecha de partes heterogéneas y de a poco va asimilando el lenguaje que los demás han heredado. Lo hace sin comprender del todo, sin tampoco resignarse, a pesar de que en vida –en su otra vida, cerrada doscientos años atrás– su vientre, anidando un bebé Alien, tuvo la potestad de dar a luz a la especie renovadora que habría de dar fin a la extenuada humanidad.

Se había sentido humana en demasía –recordatorio de la madre de Ricardo III que aborrece el fruto de sus entrañas– y dio un paso que creyó inalienable al autoinmolarse, disolviéndose junto con su criatura en un flujo candente para dar fin a la saga y a toda expectativa de recuperación de lo venidero. Pero tuvo que aprender Ripley (homófona del re–play) a deletrearse una vez más y con ello a descubrir que tampoco la soberanía de la autoextinción era dable. Es concebible que haya sospechado su resurrección como producto no de un plan macabro sino del reflejo aletargado de algún cerebro monótono que la exponía, una vez, otra vez, una más, al polvo de las estrellas. Un reflejo que, a pesar de ella misma, la había amonedado como la madre del monstruo, como si en su fecundidad mitológica a la dispersión del universo se hubiera añadido una constelación irrisoria, la de una teniente intergaláctica que apenas parpadea al confrontar esa lumbre que adviene a la retina, que impacta ahora pero que fue emitida hace billones de años. Comprendió tal vez Ellen Ripley que sus amodorrados pestañeos obedecían a una lucerna carente de historia, a la que si algún tiempo le es adjudicable será y fue previo a que a la renacida le crearan su planeta nativo, la Tierra, anterior a los primeros monstruos, que se llamaron dinosaurios, preliminar a cualquier ADN o al más mínimo barrunto de palabra.

Entonces tal vez recordó que, fenecida o resurrecta, su biografía y la de su cría abyecta no eran más que bagatelas de una épica cansina y probablemente desesperada. Habrá por lo menos prefigurado la teniente su condición de figurín de cinematógrafo, de sueño pastoso de una década superpoblada de humanos y yerma de proyectos.

Allá, en la concavidad sin fronteras del espacio, sus aliados están a punto de emprender el regreso en una nave averiada, el come back al planeta Tierra, si bien Ripley, fiel a su ananké, una vez más quedó enclaustrada junto a su monstruo, que ahora, como ella, es hembra y es madre, pero que le suplica con buche de bebe. Fue entonces que la heroína, advirtiendo que incluso el suicidio se le ha vuelto inútil, invita a la inmolación a su progenie. Con dulzuras y complicidades de madre va acercando al Alien hacia una brecha para que la mera negatividad del vacío la succione. La criatura, viscosa, dócil, aferrada al aliento de la progenitora más que a una portañuela de la nave, siente el desgarrón de sus vísceras succionadas por lo vacuo, cómo sus fibras de organismo en expansión se van centrifugando hasta que, nada más un pellejo, con las mandíbulas desencajadas al borde del puchero, se resigna a la revelación. Algo a la criatura le ha dicho por fin que no es tanto por Alien, ni por monstruo, ni por depredador, ni por hijo díscolo, ni siquiera por biología potente e intratable que se está dilapidando. Está siendo eviscerada porque ella, el Alien, es nada más metáfora de algo que en cierto planeta mínimo y desencantado han estado formulando los humanos, y así la criatura, sin conseguir despedirse de su madrecita, termina por disolverse como polvillo en el fondo de la noche.

 

En efecto, la saga de la teniente intergaláctica abre un resquicio por donde atisbar cierta gesticulación de occidente en los últimos lustros del siglo de las comunicaciones. Por presencia o ausentismo, el transcurrir de esta epopeya alienígena va dando cuenta de más de una melancolía, de fisuras de la imaginación, de mutaciones en la episteme de una edad. Desde su inicio en 1979, siguiendo por sus espaciadas secuelas, la saga de Ripley y el Alien resultó un desafío para cineastas que, dentro de los tiránicos marcos del entretenimiento, tropezaron con paradigmas atendibles. Ninguno de sus realizadores fue un improvisado; por el contrario, tanto al inicial Ridley Scott como a Cameron, como a Fincher o al director de Alien IV: Resurrección, el francés Pierre Jeunet, se les pueden consignar fantasmagorías sugestivas y precisas, ajenas a la aporía reproductora de la teniente. Probablemente sin recordarlo, los directores y guionistas de la serie Ripley han repetido el ejercicio de las novelas de caballería: los personajes no varían, sí en cambio lo hacen sus escribas, quienes retoman la narración donde el precedente la ha dejado y van estirando el ciclo, sin importar, por ejemplo, que en un punto sus dos protagonistas ya se hubieran pulverizado. También porque, como las caballerescas –que alimentaron la imaginación de su edad antes de que les fuera llegado su Quijote–, la narrativa del Alien es una membrana que a un tiempo vela y absorbe las pulsaciones de mundos inminentes.

Reiteran estas películas suspensión y encandilamiento al confrontarnos con los rebordes de esa obstinación, lo humano. Motor de semejante insistencia, sin duda, el acierto de Scott al dar con una imagen desbordante, refractaria a clausurarse con los facilismos de la muerte. El Alien, residente de un futuro no tan remoto, se había convertido en inquilino del presente, reapareciendo en la pantalla como el ogro ritual del cuento de hadas, con su tracción de miedo atávico, con su renuencia a ser asimilado, a que lo familiaricen o digieran.

Lidiar con ese endriago es hacerlo con expectativas y desasosiegos, con un desfondarse de la modernidad, con la ausencia de épicas alternativas. Porque en Ripley no se repite San Jorge, ni en la criatura incontinentable es posible recordar al Dragón –ni siquiera a lobizones de ocasión. Es el Alien la máscara mareante de la alteridad más radical, el otro sin ojos, sin rostro, que nos acecha una vez finiquitadas las fábulas del origen. Es que esta ajenidad se alimenta del vacío que dejó la historia con teleología, dato que verifica cada uno de sus episodios en la ausencia de figuras paternas, aquellas que por milenios fue construyendo la historia patrilineal como marcas de linaje. No hay en la narrativa del Alien protopatrias, no hay génesis, no fundadores; no comparecen fines que no sean inmediatos y, a secas, triviales.

Nunca en la serie se implanta un nuevo orden; sólo un deambular de sonámbulos por lo inabarcable del universo. Tampoco hay coartada para recuperar, siquiera de manera tangencial, las ordalías de algún pueblo de Israel peregrinando en el desierto hasta que les sea dado lo prometido. Ni siquiera exilio; incluso es trabajoso recuperar un diseño historizable: salvo los destellos biográficos de Ripley, no hay luego ni antes; sucede un ahora nomás en la platitud de los años luz. Por eso para Ripley y su criatura es lícito el renacimiento, la reconexión en esa latencia sin término en que se ha escapado, como el gas, el tramo final del siglo veinte.

 

Retirada

Menos incluso se da la utopía roussoniana de una madre educando a un hijo y recuperando las raíces primordiales, acaso porque Rousseau la fabuló como contraépica a un orden establecido en el que había padres, como Aquelquetodolopuede y su testaferro el monarca. Hay aquí una madre cuyo sudor se ha vuelto ácido, hay un engendro no deseado y las diversas huellas, impalpables como el polvo estelar, de la retirada del Padre.

En esta retirada, en esta insonora catástrofe, el Padre se ha difuminado arreando las marcas que lo volvían reconocible. Como las babas y viscosidades que deja a su paso el Alien, el Padre abandonó en su mudanza la fantasmagoría de sus instituciones, los residuos de su cultura, la flábil tela de araña de sus reglas y ordenanzas. Dejó su estela, pero no ofrece su corpacho visible, apedreable, su rostro abominable, totalitario, despótico.

No asombra por tanto que, más bien como síntoma tardío de un repliegue efectuado con la debida antelación, en los años noventa se registrara la epifanía de su abandono. Sin él se aniquila el futuro, o al menos su urgencia; el pasado pierde distancia, se achata contra el presente. Como en una mezcladora de cemento y grano –distraída, impenitente– el pretérito se amalgama en ciertos monstruos retro (que ajenos no son a la cancelación de las generaciones).

 

Advenimientos, monsergas

En el vacío provocado por este alejamiento se encarama una figura plural, la de los hermanos mayores. Estos no pueden llegar a ser –ni siquiera lo pretenden– modalizaciones del ojo panóptico que vislumbrara Orwell en 1984. Se trata de una especie algo azarosa llegada para regentear el fin del parricidio, una no-epopeya que testimonia el congelamiento de la juventud y el fin de las generaciones.

Mentes y brazos mozos, aptos para derribar al pater y roturar –sobre sus cenizas– mundos nuevos, patrias renovadas, lenguajes urgentes, hicieron la épica de la modernidad. Eran jóvenes quienes organizaban revoluciones para derribar, y suplantar, la monserga que los oprimía, con el proyecto de instaurar en su lugar una monserga o presente más novedoso. Un presente de expectativas, sostenido por una consumación futura, que reclamaba, a su turno, una pronta revuelta (porque desde la caída del Padre-de-todos-los-Padres, en la guillotina, el Padre no puede hablar sino del futuro). Y eran jóvenes en razón de que invertían, porque proyectaban su épica a lo venidero. Las reglas de la historia involucraban una goal line a ser alcanzada; el Espíritu, siempre entre fundas, habría de llegar a la revelación; el arte, encorsetado por reglas despóticas, sería instrumento de la libertad más rampante. El presente no era más que peaje, en oportunidades gravoso, para un advenimiento deslumbrante. Sin embargo, llegada la hora, llegado el milenio, en el recodo final del siglo XX el Espíritu adviene subrepticio; sólo ha dejado su proyección deshilachada, autoparódica, irrisoria; como el Padre, y como cierta creatura estratosférica, sólo deja el reflujo chirle de su retirada. En los puntos donde se rastree su epifanía habrá de encontrase su vacante, y en ella el terreno anegado donde chapotean los hermanos mayores.

 

Big brothers

Sin duda, la última épica del siglo estuvo en la revolución cultural de los sesenta. Su anclaje más visible, el rock and roll, fue hijo ralentado de la sordera de los bombarderos y del Armagedón de hongos fascinadores que florecieran sobre Hiroshima y Nagasaki: la revuelta de los últimos jóvenes, que terminaron construyendo el museo de la juventud porque el Padre ya no estaba. Contra las estrecheces de quienes desparramaban Napalm sobre Asia llegó la insurrección, la fiesta caliente de los sesenta. Pacifismo y desarme, pero también apoyo a los aguerridos antiimperialistas de cualquier mundo tercero o segundo. Permivisividad sexual y soltura del cuerpo opuestos a los diseños de la moralina familiar. Integración étnica replicando a la segregación adjuntada al caleidoscopio de la psicodelia que entintaba la letanía de ese disatisfactorio modo de vida americano, inoculado por la televisión. Sacudones de melenas andróginas –empréstito de indígenas de piel de cobre– y también cantos Hari Krishna para proclamar que las juventudes absorbían de todas las culturas para rebelarse contra el Gran Padre Blanco.

Nadie ignora que esa agitación atronadora fue epifenómeno de un movimiento más envolvente, que en muchos puntos reclamaba el entronizamiento de la imaginación y un ataque encarnizado a todo síntoma de autoritarismo (persistente avatar del Padre). De todas formas, fueron las estrellas de rock los héroes más sobreexpuestos –y tal vez los más angélicos– de aquellos días. Cada nuevo disco era considerado por sus seguidores mojón en un itinerario que habría de conducir hacia una dimensión novedosa, o al menos hacia otra parte. En su búsqueda y estridencia, se convertía a los rockeros en adelantados, en chamanes; faros en un laberinto que incluía happy endings. Aquellos militantes del estrépito nunca habrían de llegar a Padres ni a inaugurar un futuro; no sólo porque pretendían el futuro ya, now, ahorita mismo, sino porque nadie les dio una batalla en regla.

En su ascensión, el rock contó sus mártires imprescindibles, que le dieron un anclaje de épica pretérita, una institucionalización alternativa, de fraternidad. Pero cuando sus guerreros pretendieron arrasar con todo a fuerza de disonancias y sacudidas de pelvis se descubrieron combatiendo en la oquedad. Con los bolsillos pesantes como yunques y los rostros hipotecados en la fama desmesurada, ingresaron a una cripta gelatinosa que los bienvenía y succionaba para que las décadas fueran gastándolos, enmoheciéndolos, mientras las sobredosis se seguían llevando a algunos como para dar cuenta de que, aunque ya a nadie le importara y el combate se diera contra fantasmas, se seguía peleando.

Según el certero vaticinio de Chuck Berry, el rock había llegado para quedarse. Lo que fue desafío se tranformó en jingle, soundtrack de celuloide biodegradado, compás publicitario para galletitas y condones, para juegos de azar de pasivos y planes de jubilación. Como el Alien por las tuberías, se infiltró por todos los rincones y respiraderos. Como el Alien, también, terminó por volatilizarse.

Es de sospechar que fue con maravilla y resignación que las estrellas sobrevivientes de aquella pseudobatalla se descubrieron voces clamantes en los playones de los noventa. Multimillonarios de ilusiones hiperdevaluadas, hijos pródigos del furor sesentista que devinieron hermanos mayores de una edad de huérfanos, fueron testigos de cómo Nirvana y el grunge, el único evento rockero después de los ochenta, ya para 1994 se habían inmolado en el bebé alien de la década, al que se conoció como Kurt Cobain (quien dejó una viuda voraz y también rockera luego de que, entre otros escándalos, al matrimonio le fuera negada la tenencia de su hija).

En el sacrificio de Cobain, que prefirió citar a alguien y autoextinguirse como un fósforo, se ritualizó el desfondamiento de la última épica. Para entonces la única novedad estaba en que los héroes centrifugados en la implacable maquinaria de residuos y reciclajes en que se empaquetaban los productos culturales– se oxidaban cada vez más rápido.

Se podría incluir el del australiano Hutcens, líder de INXS, en un martirologio cuyo fin parece estar en dar combustión residual a la letanía del rock and roll. Retiradas de criatura extenuada para abrir cancha a los sobrevivientes, organismos tal vez más habituados a convivir con la oxidación y el desgaste.

La máquina caníbal y recicladora –no parricida– sobreprodujo con una puntualidad feroz. Para los días en que se apagó Nirvana ya era impensable discriminar en términos de generaciones o épicas. Para entonces, quienes biológicamente eran abuelos, padres o nietos compartían el mismo sistema de referencias y valores. (no había quién no hubiera cabeceado con los Stones, o no hubiera reafirmado se crecimiento en Los Picapiedras) Ya era el imperio de la inmediatez y la instantaneidad de los hipervínculos, el mestizaje global en ausencia del Gran Padre Blanco.

Terminada la interdicción paterna se secretó la confusión del incesto mediático. Los adolescentes de 1997 y los abuelos Rolling Stones, que salían a anillar el globo en giras espasmódicas, se confundían en escenarios babilónicos, coreando una gesticulación, una gana recalentada, una lembranza. El precio exorbitante para este happening estaba en que los Stones se estiraran prodigiosamente –porque nadie tenía mejores noticias– y salieran disfónicos, exudando ácido, a declamar por vez ene que no estaban satisfechos ni en Ohio, ni en Buenos Aires ni en Tokio o Praga. No se los puede considerar redivivos porque para entonces eran un souvenir de ellos mismos, su propia secuela, un ajado recordatorio de que alguna vez habían existido tiempos más venturosos en que los adolescentes contaban con una figura a la cual detestar. Astros supérstites de la última revuelta que se reencendían para salir a dar testimonio y, con su girar y girar, y con carne de hermanitos menores o de aliens púberes, ponían la piedra final al museo de la juvenud.

 

Advenedizos

La última década del siglo se desayunó de la victoria paradójica de los sesentistas; aquella revuelta contra todas las formas de la autoridad había triunfado de modo tan impalpable como drástico. El Padre había pasado a retiro, pero nadie había conseguido descorrer el ectoplasma de sus instituciones. El gran garante de la continuidad, Daddy, se había ausentado, pero seguir era una fatalidad. Su vacante fue ocupada por unos advenedizos desganados, poco interesados en épicas teleológicas que –sin embargo– asumieron la continuidad de la rotación planetaria.

Es éste el ámbito de los hermanos mayores, esos desestabilizadores que, de forma deslumbrante o velada, estaban destinados al terrorismo, a jaquear sin pausa los simulacros que legara el Padre en su faltazo. No cargan en sus hombros futuro alguno, son meramente tránsfugas; han accedido a un orden de sombras –sin el ritual de haber matado un rival– básicamente por inercia. Pilotean la ingrávida nave de los desencantos, sin haber sido educados para el pilotaje; exhibirán a cambio –y a perpetuidad– un rictus admonitorio, para que no se desaperciba que, si bien son forasteros, si bien ponen ojos de intruso frente a una cabina de mando, en caso de que ellos no lo hicieran nadie más comparece para hacerse cargo.

Este hermano es el héroe de lo vacuo, el parvenu que llegó invariablemente desde otro lugar y amenaza sin pausa con retirarse. Anda de paso, pero está ahí. Son los Stones aceptando el doblez de momias y neomensajeros del rock’n roll, pueden ser también una androide con sentimientos que ayuda a Ripley a defender a los humanos, llamada Call, pero puede serlo asimismo el presidente de los Estados Unidos, porque es liberal y porque se hizo cargo de administrar los noventa, con cara y ansias de bebote Su nombre Bill (William) Clinton sería un accidente si no fuera vinculable a un estado sumergido como Arkansas y a una mujer incluso más liberal que él, con nariz colorada, con piernas de campesina, con nombre Hillary.

Junto a esa esposa, Clinton llegó desde el sur y desde los sesenta a hacerse cargo del capitolio de los puritanos, la ex mayoría moral. En él está el estigma del advenedizo que arriba a un trono bajo protesta: si ha tomado las riendas de ese coche desbocado no debería infligírsele la rémora puritana con que se enfardaba a los mandatarios estadounidenses del pasado. Apostado en su trono de náilon, en el que nadie cree pero que alguien debe ocupar, Bill, el tránsfuga, será un excelente administrador, a condición de practicar ciertas picardías que no se toleraban en los jerarcas.

Porque Bill, humano y no prócer, tiene debilidad (como cualquier hermano que está grande) porque le chupen la pija.

Por fortuna para el globo Bill es pícaro (fuma marihuana pero asegura no inhalar) pero se mantiene heterosexual, porque sorprendido exponiendo su clarinete para que una manceba practique arpegios non sanctos, habrá de verse forzado –así la recua de pendejos y hermanos menores lo dejan en paz– a bombardear países que ni le van ni le vienen. En caso de que las mayorías morales y anacrónicas de su país lo sorprendieran, por ejemplo, con un macho afroamericano, las consecuencias para el planeta serían inmedibles.

Una succión al hermano mayor puede desquiciar al orbe porque, desde que Berry arreciara con su rock and roll, estos hermanos llegaron para sacudir y desestabilizar.

Ahí descansa la cualidad trágica de los hermanos más viejos. Están pero no, estorban pero es como que no lo hicieran, viven a pesar de ellos mismos. Una fuerza –la retirada del Padre– los propulsa. Como nunca podrán sostener el fantasma de instituciones inservibles (pero jugarán a apuntalar sus mamposterías) serán terroristas. Un pie dentro, otro más allá, patinan en las adherencias que heredaran de esos aliens, el padre ido y la criatura por venir. Son regentes impacientes, se podría decir que aniñados.

Si un mérito tuvo el affaire sexual de mister Bill, el presidente, fue poner en evidencia el vaciamiento de ese apéndice blando, insignificante y molesto que legara el partriarca en retiro. Bill es concupiscente pero no llega a ser concubino, ya que no copula; deja que el excedente que le dio su calidad de varón elegible sea succionado por algunas mujeres. Su semen de jerarca no tiene más fin que la dilapidación, que el alivio. Ha puesto en evidencia que, si bien mantiene pesantez, hace ya tiempo que el falo (al menos desde que papá inició ese largo viaje) carece de sentido. También aquí sus virtudes terroristas: evidencia lo que ha perdido sentido, lo que es mera ruina, institución en estado terminal.

Como todo terrorista, su vigencia es súbita. Llegó para menoscabar, para apuntar y hacer blanco –no importa cuál. Vino al reino sin padre menos para destruir que para desestabilizar, para denunciar silenciosamente que, sin los proyectos del padre, no hay qué no haya quedado expuesto al accidente, al blooper espectacular. En lugar de teleologías quedaron programas de máquina, y en esa medida los hermanos mayores son virales: carcomen los pilares en tanto fingen sostenerlos.

No son la architemida bomba de neutrones; agreden como el descompensante gas nervioso. Tampoco es su meta la agresión sin sentido; su inconfesa expectativa está en generar, como por equívoco, como por ensayo y error, órdenes alternativos, tal vez menos sofocantes.

 

El terror

Allá, en su galaxia, revoloteando alrededor de su sol, en medio de una cadena de derrumbes financieros la Tierra asistió relamida, vía satélite, al melodrama del desequilibrio. Acorralado por un acusador republicano, el presidente Bill decidió que no había más salida que publicitar su vida sexual. A los reyes franceses del Viejo Orden la mojigatería del burgués los había defenestrado acusándolos de inmoralidades; a William Clinton una monserga fundamentalista, de exaltados evangélicos, lo forzó a exponer sus canas al aire y a todos los monitores del mundo. Bill, con mohínes de María Antonieta, admitió ciertas relaciones poco apropiadas con una becaria de la Casa Blanca, llamada Mónica, dejó constancia de su fastidio, se declaró perseguido, solicitó un perdón mendaz y Hillary se lo otorgó. Acto seguido, levantó un dedo e hizo explotar algunos puntos de Sudán y Afganistán, combinatoria desquiciante que una hermandad islámica (al tiempo que llamaba a atacar Estados Unidos y a cualquier cruzado con legiones musulmanas de hombres–bomba) no dudó en etiquetar como Operación Mónica.

(La hermandad no tiene dificultad para medir a otro tirabombas, tampoco para satanizarlo ni seguir las disciplinas de la autoinmolación; sabe también que, ido el Padre, lo que permanece es el confundidor, el hermano mayor, desde siempre díscolo, rigiendo las platitudes de este mundo)

 

Parálisis

Quedaba sentenciada la volatilidad del orden planetario, esa borboteante pax americana administrada por hermanos mayores. Estados Unidos no podría –como tampoco había podido– asumir el Imperio: su épica demócrata, de nación joven emancipada del imperio –o padre– británico, se lo inhibía. Podría fungir como un hermanote cariacontecido que liderara, transitoriamente, el quehacer global, pero carecía de un discurso –o soberanía– que le permitiera sostenerlo.

En tanto, los claudicantes imperios de otrora, al favor de reliquias como las Naciones Unidas, reactivaban simulacros de entendimiento con los estados de invención y desquicio del Africa no sahariana o con el inexpugnable hieratismo de los chinos. Comunidad de estados inoperantes, fraternidad descarriada bajo la censura de la hermandad del Consejo de Seguridad, de las agrupaciones económicas regionales, todos paralíticos ante la ubicuidad del verdadero Alien, de ese flujo demoledor, inarbitrable, sin ojos ni mirada.

 

La criatura

Ante ésta todos se sometían. Era un organismo dotado de mente propia e impredecible, de extensión inabarcable. Se trataba de la mucilaginosa deriva del capital, de esa criatura devoradora y antojadiza a la que se le cargan las soluciones, apta sólo –sin embargo– para recetar catástrofes.

Dinero lavado y electrónico arrasando como la última ola, golpeteando y rajando con sus cartílagos las bóvedas del milenio, aullando por un finale.

(en los noventa, los terrícolas quedaron expuestos al blooper global, a la irresponsabilidad del accidente magno: apagón de computadoras con pocos dígitos, inapresables monedas electrónicas, inundaciones que desfinancian. Quentin Tarantino, cineasta menor con rostro desorbitado, llegó, por un tris, a dar una estética del blooper, pero por supuesto eso no habría de prosperar)

 

Coda clandestina

En esta orfandad de hermanos díscolos, sea por su transitoriedad o su impotencia para proyectarse hacia atrás o hacia lo venidero, las especulaciones volvieron a perder la medida, como sucediera con la llegada del mundo virtual. Se lo imaginó –para variar, se lo utopizó– como un sucedáneo frío de la psicodelia, como la consolidación irresponsable de la gran aventura que nos fuera vedada. Fue sin embargo un anticlímax, de inmediato domesticado en un quehacer de atolondrados o inquietos navegantes de internet (la cotidiana orgía de la información).

Cuanto más se lo esperaba más decepcionó. La realidad virtual hizo su no irrupción entre bastidores, con la modestia servil de las procesadoras de alimentos. Transformó la vida, pero de forma inapreciable: no era parte de un gran espectáculo y desencantaba. Casi cumplió con el aviso de Eliot: si dio con el fin de un mundo, lo hizo clandestinamente.

 

Organismos ciegos y prepósteros

El futuro o el mero discurrir del tiempo no son inocentes de cierta tradición, del modo de cernirlos en escritura. Es de recibo considerar que, al borde de una manera de escribir en occidente aguarda invariable la clausura, la desconexión, la muerte. Su narrativa lineal, urgida por inicios y finales, remite a una cancelación, acaso porque por siglos occidente ha concebido la escritura como borroso facsímil del pensamiento –y a éste como propiedad exclusiva de los humanos.

También el advenimiento del Alien implica el difuminarse de una frontera, la que solía discriminar entre la res que piensa y aquella otra, extensa. La criatura, sin ojos ni mirada, es un organismo pensante, sin embargo no predecible. Tampoco es segmentable, continentable en vasijas de sentido predeterminados; no es posible distinguir si llegó de lo venidero o si aguardaba en su madriguera –el caos del universo– desde las borrascas del origen. Lo suyo es extrañeza invencible, prepóstera.

Aquello prepóstero es lo tradicionalmente considerado absurdo, insultante, demoníaco. Debería arribar luego, en la cronología, en el sucederse de generaciones, pero aparece antes, o a la inversa, concurre (ése, sabido es, era el estresante drama de Edipo, confuso al descubirse hermano de sus hijos, cuñado de sus tíos y tío de sus nietos). Sin las reliquias del Padre, sus dictados y genealogías, cualquier ordenación se pierde, pero a cambio lo prepóstero es ganable. En esa medida, el riesgo de una escritura en parte sedicente al unívoco discurrir de los relojes no deja de ser un albur, una contingencia atendible. Sin dictarle a priori un sentido, tampoco un final, acompasando la pulsación de la escritura –su ceguera, su deriva– se puede tropezar con un texto bizarro: tal vez haya por aquí una aproximación a la retroescritura.

Carece –la mencionada retroescritura– de filiación y, en términos convencionales, se trata de un desbarajuste genérico. Su ámbito es el descampado: reactivada en esta última pieza, que es a la vez aquella que, en el espacio físico de un libro, carece de precedente, sólo es secuela de lo que viene a continuación. Tal vez esta pieza, tenga como módica iluminación el haber sospechado que se trata de un procedimiento: un frotarse de la escritura con otros textos, como piedras en pos de una chispa. Si la hay, o si falta, eso la retroescritura, que es invidente, no podrá anticiparlo.

La retroescritura creció a su albedrío (como se sabe, en un mundo sin origen ni metas la pregunta no es por qué, la pregunta es por qué no) y tuvo a partir de 1993 el distingo de irrumpir, en forma de fragmentos y mientras se desarrollaba, dentro de cierta empresa en retrospectiva entrañable: La República de Platón. Al igual que esa república letrada, supo desvanecerse, o aguardó latente la convocatoria del algo.

Se reenciende ahora, gracias a quellos que leen, como se prueba a continuación.

 

Montevideo, julio-setiembre de 1998

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