HOMBRES POR LA IGUALDAD
EXCMO. AYUNTAMIENTO DE JEREZ   DELEGACION DE SALUD Y GENERO

HOMBRES CAMINO A LA IGUALDAD
Antonio García Domínguez (antonio@ahige.org).
Presidente de AHIGE (http://www.ahige.org/)

Resumen

Este artículo está concebido como un instrumento de ayuda a los hombres que se acercan a los planteamientos del movimiento de hombres por la igualdad. Se hace un recorrido por los distintos estadios por los que hemos atravesado muchos de los hombres que ya nos consideramos parte del mismo, en la idea de que, bastantes de los hitos de este camino han sido los mismos o similares, en buena parte de nosotros.

Considero mi propio proceso personal como el mejor referente que puedo utilizar para aportar luz sobre este, no siempre cómodo,  replanteamiento global de lo aprendido. Son dos las vías por las que, mayoritariamente, se acercan los hombres a los planteamientos igualitarios; procesos de cambio normalmente enmarcados en momentos de crisis vitales y la toma de conciencia por “ósmosis”, bajo la influencia de las compañeras en distintos movimientos sociales. Por supuesto, en la práctica se dan muchas situaciones muy distintas y complejas. Por ejemplo, es habitual que ese proceso de “ósmosis” se dé en casi todos los casos. Muy a menudo, las mujeres nos influyen decisivamente.

Los principios básicos de nuestro movimiento pueden concretarse en que somos pro-masculinos, anti-homófobos y pro-feministas (o feministas). Alrededor de ellos y de nuestra especial relación con el movimiento feminista, se establece una discusión en la que aparecen nuestros principales referentes teóricos... y también algunos de nuestros grandes retos, como, por ejemplo, el construir nuestra propia historia para evitar que, en lo sucesivo, siga ocurriendo que esos compañeros que se nos acercan, sigan creyendo que están descubriendo el mediterráneo. El mediterráneo ya está descubierto.

¿Soy un hombre por la igualdad? Con esta frase comienza el apartado dedicado a obtener nuestro perfil básico. Se hace elaborando un decálogo de los hombres por la igualdad.

Espero que sirva.

Bienvenido al movimiento de hombres por la igualdad

Hace algunos días tuve una larga charla con un hombre que está viviendo un proceso personal de descubrimiento y acercamiento al movimiento de hombres por la igualdad. Durante la conversación, tuve la impresión de estar escuchándome a mi mismo hace unos años. Me pregunté, entonces, sobre la posibilidad de que aquello no fuese casualidad. Haciendo memoria sobre otros encuentros con hombres en circunstancias similares, percibí una cierta repetición, una pautas que, parece ser, seguimos muchos de los hombres que recorremos este camino de cambio.

Sentí la responsabilidad que tenemos los hombres que ya estamos en este movimiento, de ir generando conocimiento. En este caso concreto, creo que tenemos la obligación moral de favorecer el tránsito hacia nuestras posiciones de todos aquellos hombres que, en algún momento de su vida, se encuentren en la encrucijada de tener muchas preguntas -y muy pocas respuestas- acerca de sí mismos y de cómo son, sienten y se comportan en función de su condición masculina, con interrogantes acerca de cómo y hasta qué grado, les determina el hecho de ser hombres.

Cada cual tiene que recorrer su propio camino. Eso es cierto. Vale para los procesos intelectuales y, especialmente, para los vitales. El camino hacia la igualdad tiene ambos componentes; el intelectual, porque exige dar cuerpo a una serie de inquietudes y sensaciones que nos acometen hostigando nuestras, más o menos, cómodas posiciones de hombres acogidos a lo políticamente correcto, y sobre todo, el vital, porque todos esos hitos intelectuales deben llevar aparejados, necesariamente, transformaciones personales.

Y si bien es cierto que cada cual debe recorrer su propio camino, también es verdad que si alguien aporta un poco de luz al mismo, igual los que vienen detrás no tienen que tropezar con todas y cada una de las mismas piedras que sus predecesores. De esta manera, se ha construido durante milenios la cultura humana, primero de forma oral y, ahora por exigencias obvias, de manera escrita. Seamos capaces de transmitir un conocimiento que, en algún grado, sea aprovechable por otras personas.

Ese es el motivo que me ha llevado a ponerme delante del ordenador y afrontar la elaboración de este documento. Hay una mezcla de testimonio personal con reflexión intelectual. No está mal. Me recuerda bastante a lo que hacemos en mi grupo de reflexión de hombres. Cuando nos planteábamos qué íbamos a hacer y el enfoque con que íbamos a tratar los temas, nos dimos cuenta que no nos servía lo uno sin lo otro. Los hombres somos muy buenos razonando, moviéndonos en lo intelectual y, además, tenemos una tendencia natural a irnos hacia ese terreno poco comprometedor. Precisamente por eso, pensábamos en aquél entonces, también necesitábamos de lo personal. Era necesario que lo hablado estuviera directamente conectado con nuestras entrañas y nuestro corazón. Algo de eso hay aquí.

Recordando mi propio proceso

¿Por qué y cómo, los hombres nos acercamos a posiciones igualitarias? ¿qué nos provoca ese cambio personal?.

No hace mucho, charlando con una amiga de juventud, coincidíamos en que ninguno de los dos interiorizamos durante la infancia y la adolescencia, determinados estereotipos de género. En eso nos sentíamos diferentes a la mayoría.

¡Ojo, con esto no quiero decir que en mí no se den la mayoría de los valores sexistas hegemónicos ni que yo no haya desarrollado conductas y actitudes es esa línea! Ni mucho menos. Desde aquí y ahora, quiero decir que, a pesar de dedicarme a este tema, aún sigo sorprendiéndome, mucho más a menudo de lo que quisiera, con conductas y tendencias claramente heredadas de la tradición patriarcal en la que fui educado.

Lo que sí quiero decir es que nunca me sentí a gusto, cuando niño, en la exigencia de fortaleza y vigorosidad que se nos plantea a los varones desde muy tempranas edades. Siempre tuve la sensación de que mi padre debía sentirse muy frustrado por mi escasa predisposición a la agresividad, mis nulas cualidades de liderazgo y mi clara tendencia a la sensibilidad e inseguridad internas. Más tarde, con el paso de los años, atisbé que, aún dentro de su propia alienación patriarcal, el hombre no me pedía muchas de las cosas que yo me autoexigí. Los estereotipos de género actuaron ahí con fiera contundencia, determinando una relación que no se dio, como en la mayoría de los casos sucede entre padres e hijos, de forma directa y suficientemente llena como para contrarrestar lo que cada uno había asumido que esperaba el otro.

Me rebelaba ya desde niño, ante el etiquetamiento fácil que se nos hacía. Las niñas era así y, sobre todo, yo era de tal manera. Si jugaba con alegría y excitación por la presencia de una visita inesperada, se me tachaba rápidamente de “bruto”. A mi, que me consideraba la más sensible de las flores del jardín, se me confundía con un espino, simplemente por ser niño.

Nunca me sentí superior a las niñas, ni más tarde en mi juventud, a las chicas. Nada más lejos de mi pensamiento. Aunque claro, también he de decir que mi nivel de conciencia sobre las fuerzas que se movían en mi yo interior, sobre las relaciones causa-efecto y sobre el origen y verdadera naturaleza de mis sentimientos, estaba muy lejos de ser el adecuado. Como todo varón, aprendí desde muy niño a taparme a mi mismo, negándome una buena parte de mis sentimientos, cargando por ello, con la inevitable consecuencia de convertirme, con el paso de los años, en un gran desconocido para mi mismo. Este fue un largo y doloroso camino que, más tarde, tuve que desandar.

Por esto mismo no caigo en contradicción si digo, de buena fe, que desde siempre me sentí de igual a igual con las mujeres y, a la vez, afirmo que aún hoy, me sigo descubriendo muchos tics machistas aprehendidos desde mi más tierna infancia.

Como muchos otros hombres de los que coincidimos en las posiciones igualitarias, tradicionalmente me he relacionado mejor con las mujeres. Conectaba con ellas, mientras que con ellos, sencillamente, no tenía de qué hablar. Tenía amigas y ningún o un escasísimo número de amigos. Esto se fue dando cada vez más y, al llegar a la treintena, apenas si me relacionaba con hombres. Mi mundo era plenamente femenino y yo me identificaba, o creía que lo hacía, totalmente con sus valores.

Sin embargo, hubo un momento, allá en los primeros años de mi tercera década, en que empecé a sentirme incómodo. Cada vez me encontraba con más mujeres que no aceptaban ese pacto implícito. Ellas sí que consideraban que había diferencias y actuaban en consecuencia. Se organizaban, discutían y posicionaban como grupo, desde una perspectiva que, a mi entender, me excluía por ser varón.

Además, empecé a percibirme, en ocasiones, injustamente tratado. A menudo sentía que se me prejuzgaba como machista aún sin conocerme o que, se aprovechaba la más mínima e insignificante ocasión, para colocarme la etiqueta de tal.

Mi relación con las mujeres, hasta entonces, había sido, en lo personal, excelente. Sin embargo, no era tanto así en lo social, aunque de eso no tomé conciencia hasta más tarde. Para mi propia sorpresa, comprendí que lejos de haberles otorgado mi total aceptación y apoyo en cumplimiento de mis principios ético-políticos, en realidad había desarrollado hacia las feministas actitudes y sentimientos de distancia, incomprensión y miedo. Sentía, además, una cierta agresividad en ellas. También una continuada culpabilización que acababa por invadirme sin yo saber exactamente por qué.

En realidad, y visto desde ahora, todo tenía su lógica. Si yo nunca asumí para mí las diferencias, difícilmente pude aceptar que me las asignaran otras personas y, especialmente, cuando me eran devueltas en forma reivindicativa y culpabilizadora hacia todo un género en el que se me incluía y con el que, sin embargo, yo no me identificaba. Desde el punto de vista de las otras personas, de las mujeres a las que me refiero, pasado el tiempo veo lógico su comportamiento, tan acostumbradas como estaban a tener que desenvolverse en espacios ajenos y extraños, ariscos y propicios a negarles los más mínimos derechos. Ahora pienso que si yo hubiese sido mujer, seguro que hubiese actuado como ellas.

Más tarde llegó la percepción de que los hombres nos estábamos perdiendo bastantes cosas. Quería para mi el sentido de identidad, la capacidad de autoanálisis y comprensión de su situación que veía en las mujeres. Quería su complicidad, sus habilidades personales y sociales, sus capacidades para querer y quererse. También para sufrir y expresar lo que sentían.

Era una clara situación de descontento personal. En esa encrucijada, mi pareja, una mujer a la que debo muchas cosas, me apuntó la posibilidad de que buscara un espacio en el que compartir con otros hombres y poder volcar aquellas preguntas que no tenían respuesta. Ella hacía tiempo que acudía a un grupo de mujeres. A mi me pareció, al principio, una idea tan interesante como difícil de llevar a la práctica. ¿Hombres reuniéndose para hablar de sí mismos y de todo aquello que yo sentía? ¿dónde se había visto eso?

Descubriendo la perspectiva de género

Pocos hombres descubren la cuestión de género. Pareciera que el género, como concepto y realidad que determina nuestras vidas, no nos afecta. Esas, dirán muchos, son más bien cosas de mujeres. La realidad es que ellas sí que llevan decenios transformándose personal y socialmente a raíz y a través del descubrimiento y aplicación a sus vidas, de dicho concepto.

Al igual que hacemos con otras muchas cosas, parece que los hombres no percibimos la importancia del género. Como en tantos otros aspectos, jugamos al macabro y peligrosísimo juego de ignorar la realidad o, mejor dicho, de huir de ella a través de simular que estamos por encima de...

En nuestras vidas cotidianas, en nuestra casa, en el trabajo, etcétera, igualamos mentalmente género con mujer. En el mejor de los casos, me refiero a ese pequeño porcentaje de hombres que no ve con desconfianza el avance de la mujer, género es una idea positiva que están utilizando ellas para avanzar y conquistar la igualdad. Para esos hombres, género significa esfuerzo para dejar atrás nuestros privilegios patriarcales, pero poco más.

Y, sin embargo, todo un mundo nuevo se abre ante nosotros cuando nos auto-aplicamos la perspectiva de género. Si analizamos nuestra historia personal desde este novedoso –para los hombres- punto de vista, muchos interrogantes encuentran, por fin, respuesta; las conductas, los sentimientos, los pensamientos, las relaciones, las reacciones, las represiones...

Esto fue lo que nos ocurrió a los hombres que iniciamos aquel proceso de reunirnos y crear un espacio de intercambio vital. Me estoy refiriendo, por supuesto, a mi Grupo de Reflexión de Hombres. Si bien al principio, la idea era hablar de nosotros mismos, de ver qué nos estaba ocurriendo, de apoyándonos como personas pertenecientes al mismo sexo, pronto descubrimos que para poder adentrarnos en todo ello, era necesario manejar el innovador –para nosotros- concepto de género. Sorprendidos, vimos que pertenecíamos a un mismo género y que teníamos pautas comunes por ello. Unos y otros coincidíamos en hechos y circunstancias desde nuestra infancia.

Así, empezamos a ver desde esta nueva perspectiva a nuestros padres y madres, las relaciones que mantuvieron, contemplándolas como personas producto de una época fuertemente patriarcal y sexista. Y no sólo es pasado. Este proceso, también nos permite reubicarnos en cuanto a nuestras actuales relaciones; con nuestras parejas, nuestros/as hijos e hijas –con los que tenemos la tendencia a reproducir las relaciones que tuvimos con nuestros padres-, con los grupos de iguales, etc.

Otros temas que pronto surgieron fueron; la sexualidad, el poder, la competitividad, la búsqueda del éxito, el miedo, la culpa, la homosexualidad, nuestras relaciones con las mujeres, los sentimientos y, en general, nuestro mundo afectivo-relacional...

Y, por supuesto, llegados a esta situación, decir que el otro gran descubrimiento fue el doloroso tema de la gravísima discriminación que históricamente han sufrido y, aún hoy padecen, las mujeres. Nos dimos cuenta que no se puede hablar de hombres, de masculinidad y de género, sin hablar también de sexismo, discriminación, patriarcado, feminismo, igualdad, etc.

No quiere esto decir que antes no tuviéramos conciencia de los problemas de la mujer. Sí, sí que la teníamos, pero desde más cercana a lo intelectual. Desde ahí, reconocíamos los derechos de las mujeres, al igual que lo podríamos hacer con los de los negros o la población del tercer mundo. Desde la intelectualidad y, por tanto, con cierta lejanía. Sin sentir el dolor que significa ser de segunda clase, el pertenecer a un mundo hecho por y para hombres.

Este fue el punto de reencuentro con las mujeres que luchan activamente a favor de la igualdad. Con ellas y con su movimiento; el feminismo. Personalmente, pasé de sentirme ajeno hacia aquellas posiciones feministas que consideraba extremas, a asumirlas plenamente teniendo la convicción de que ser feminista, era la más adecuada opción para cualquier mujer de nuestro tiempo. Y, por primera vez, me sentí, yo mismo, feminista (o pro-feminista, como se le quiera llamar).

Una doble vía

Por lo que yo sé y he podido comprobar por mi experiencia personal, hay una doble vía de entrada al movimiento de hombres por la igualdad. Algunos hombres llegan por una, otros por la otra. Muchos traen en sus alforjas elementos de ambas.

La primera de ellas sería la de aquellos hombres que descubren la cuestión de género después de determinados procesos personales que habitualmente están relacionados con momentos de crisis vitales. En estos casos, el recorrido es, siempre, muy similar; una serie de preguntas sin respuesta, sensaciones inquietantes y desagradables, desorientación, pérdida, quizás angustia.

Es muy habitual, en estos casos, que se pase por una etapa de sublimación de lo masculino. Hay que comprenderlo. Por primera vez en nuestras vidas, tenemos identidad como género. Hay un reencuentro –casi mejor un encuentro- con la masculinidad. Después de mucho tiempo sintiéndonos culpables por muchas cosas y negándonos a nosotros mismos, encontramos algo positivo en el hecho de ser hombre.

Y en ese reencuentro, algunos podemos perdernos, al menos, momentáneamente. Es cuando podemos acercarnos a las posiciones de otras corrientes del movimiento de hombres (que no sólo está compuesto por los hombres por la igualdad). Me refiero, por ejemplo, al movimiento mito-poético de Robert Bly y compañía, que tiene como base la búsqueda de la esencia masculina, enalteciendo determinados valores tradicionales a través de los arquetipos mitológicos.

Estos hombres no son antifeministas, pero están lejos de buscar activamente la igualdad. No la atacan, pero tampoco la defienden y eso, en la práctica, cuando se trata de situaciones de discriminación, es permitirla y hasta favorecerla, porque los grupos oprimidos necesitan de todo el apoyo para salir de la situación en que se encuentran. 

No debemos llevar el reencuentro con nosotros mismos hacia un excesivo realce de lo masculino, pues inequívocamente, eso nos conducirá, aunque sea de forma implícita, a una cierta subvaloración de lo femenino. Como mínimo, crea distancia y la distancia, según nos demuestra la historia, genera discriminación y desigualdad.

Algunos hombres se quedan en estas posiciones y, otros, esperemos que los más, comprenden y están de acuerdo con lo expuesto anteriormente y dan el paso necesario.

Dentro de esta primera vía, no siempre los caminos son iguales, ni siquiera parecidos. Así me lo hace ver uno de los compañeros al que pasé este escrito para que lo revisase. Víctor Rosales, mexicano actualmente residente en París y compañero del grupo virtual de hombres que, recientemente, ha nacido a partir de la lista de discusión de AHIGE, hace esta interesantísima aportación:

“Personalmente comencé con el profeminismo para agradar a las mujeres, era una herramienta que utilizaba para ponerme una etiqueta de bueno, de revolucionario. Recuerdo que pasábamos horas, varias parejas de amigos, discutiendo sobre temas de género. A mi me gustaba encender las mechas que prendía a las mujeres y ponían en jaque a los hombres. Sin embargo, también en la treintena me doy cuenta que mi lucha era muy superficial. Es decir que era una identidad que tomaba para ganar amigas. Con la problemática y la crisis de pareja me di cuenta de lo macho que soy y de como no es fácil tomar el toro por los cuernos cuando es uno quien está en el ruedo. El peligro de mi situación es que mi idea de la desigualdad no esta asimilada en lo profundo de mi ser. Mi discurso era profeminista pero mis actitudes y mi vida eran machistas. Cuando se cae uno del pedestal se da uno cuenta lo complicado que es cambiar el mundo y se pregunta uno si realmente es eso lo que quiere. Como sea mi lucha de genero aunque fuera de forma superficial fue dando frutos, en mi relación de pareja y eso me permite continuar en la lucha sólo que ahora mi visión es más reservada. He dejado de ver la lucha de género como un ideal total y ahora pienso que es semi-utópico en el corto plazo, sobretodo en la sociedad mexicana que es muy diferente a las sociedades en europea”.

El otro modo de acercarse al movimiento de hombres por la igualdad es la toma de conciencia social y/o política por un fenómeno de ósmosis. Son hombres organizados en sindicatos, partidos políticos u ONGs, con una amplia conciencia sobre los derechos sociales. En algún momento, reciben la demanda de sus compañeras de solidarizarse con la problemática de la mujer.

Si antes hablaba de que no todos los hombres que descubren la cuestión de género acaban asumiendo plenamente los planteamientos de los hombres por la igualdad, en esta segunda vía, esos casos son amplia mayoría, pues son los más los hombres que juegan, sin ningún tipo de contradicción personal, a ese doble papel tan diferente entre lo público y lo privado, del que se habla en otra parte de este texto.

Sin embargo, sí que hay muchos hombres que, a partir de estas situaciones, inician procesos de cambio personal que incluyen la asunción de la igualdad como principio básico en sus vidas y lo llevan a la práctica. Son hombres que, como es fácil imaginarse, sufren una amplia transformación en este proceso que les lleva, entre otras muchas cosas, a descubrir la cuestión de género también para sí mismos.

Herencia culpabilizante

Los hombres no somos culpables de los 50.000 años –mas o menos- de Patriarcado. Lo que sí somos, es responsables si lo reproducimos en nuestras vidas. No podemos cargar con las injusticias que promovieron nuestros antepasados.

Esta es una idea de gran importancia a la hora de acometer el camino hacia la igualdad. La culpabilidad nos constriñe y, en definitiva, impide el cambio. La responsabilidad, por el contrario, nos hace más fuertes, nos convierte en directores de nuestros propios actos y de sus consecuencias. La culpabilidad es un lastre que viene del pasado, la responsabilidad es un motor que mira hacia el futuro.

Con la responsabilidad podemos iniciar, con garantías, el camino de la de-construcción interior de los estereotipos de género, de los valores patriarcales que todos hemos asimilado desde nuestra primera infancia. Con la responsabilidad, podemos empezar a construirnos de nuevo, libres de trabas sexistas.

Además, hay que añadir una segunda idea. Todos y todas somos hijos e hijas del Patriarcado. Nosotros solemos poner esta frase en letras mayúsculas en la pizarra, cuando impartimos nuestros seminarios.  Nadie está libre de estereotipos sexistas. Nadie está por encima de los demás. Ningún hombre. Tampoco el que da el curso. Tampoco las mujeres están libres de ello. Ellas también han sido socializadas en determinados valores y tienden, al igual que nosotros, a reproducirlos. Esto ocurre así, preferentemente, cuando nos encontramos en situaciones de especial inseguridad y/o ante las que no tenemos experiencias personales previas.

Esa sí es nuestra responsabilidad. Es la gran tarea que primero hemos de acometer al iniciar el camino hacia la igualdad. Debemos realizar una labor de auto-exploración para el reconocimiento de los múltiples espacios interiores que tenemos contaminados de sexismo. Es un proceso, a veces doloroso pero siempre enriquecedor.

Somos pro-masculinos y anti-homófobos

Como indica Michael Flood en su artículo “Tres principios para hombres”, los hombres por la igualdad tenemos tres principios básicos; pro-masculino, pro-feminista y pro-homosexual (o anti-homófobo, prefiero yo decir).

Ser pro-masculino significa, según Flood, “ser positivo respecto a los hombres; creer que los hombres podemos cambiar; apoyar los esfuerzos de cada hombre por lograr un cambio positivo. Significa construir relaciones íntimas y alianzas de apoyo entre hombres. Es reconocer los muchos actos de compasión y nobleza de los hombres. Es resistirnos a sentir desesperanza respecto a los hombres y a descalificarnos, y es rechazar la idea de que los hombres somos intrínsecamente malos, opresivos o sexistas.”

Se trata de un cambio radical con respecto al lugar de donde solemos venir muchos de nosotros, que se sitúa más bien en el rechazo y la distancia con respecto a lo masculino. Esto se da así porque en esos momentos, estamos en el entendimiento que sólo existe lo que conocemos por modelo tradicional masculino. No vislumbramos alternativa alguna.

Sin embargo, cuando descubrimos otras formas de ser hombre, entonces comprendemos lo importante que es sentirse a gusto perteneciendo al género masculino, pensar en positivo con respecto a nosotros mismos y nuestros congéneres. Recuperar la confianza en el hombre. Este punto es muy importante, pues nos dota de positivismo. A menudo, nuestro discurso ha de ser, obligatoriamente, muy crítico para con los hombres y, sin esa fuente de sentimientos y fuerzas favorables a lo masculino, fácilmente podríamos caer en la distancia y la incomprensión hacia los otros hombres. Y viceversa.

Ser pro-homosexual, indica Michael Flood, “significa comprometernos a desafiar la homofobia y el prejuicio y la opresión contra las personas homosexuales. Significa estar conscientes de las experiencias de los homosexuales y las lesbianas, y dejarnos informar por los análisis que ellos y ellas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser pro-homosexual significa reconocer el papel de la homofobia en las operaciones de la masculinidad, y formar relaciones íntimas y de apoyo con los hombres, heterosexuales y demás”.

Durante milenios, los hombres hemos ido aumentando, de generación en generación, la homofobia entre nuestras filas. Hasta tal punto esto ha sido así, que el odio hacia todo lo homosexual se ha convertido en una de las bases sobre las que se sustenta el patriarcado y, dentro del mismo, el modelo tradicional masculino.

Esta homofobia nos ha limitado enormemente a todos. Ni que decir tiene que los más perjudicados han sido las personas homosexuales, que se convirtieron en grandes marginados sociales. Pero también el resto hemos sufrido las gravísimas consecuencias de ese miedo descontrolado hacia todo tipo de roce, de intimidad y cercanía entre hombres.

Por todo lo expuesto, cuando defendemos los derechos de los homosexuales, además de estar respondiendo a una injusticia hiriente, nos estamos ayudando a nosotros mismos. Estamos avanzando hacia nuestra propia liberación.

En principio, el de la homosexualidad es uno de los temas más asumibles por los hombres que inician su cambio hacia la igualdad. Nos resulta fácil proclamar el derecho de las personas a su propia opción sexual y el que no haya ningún tipo de discriminación alguna por ello. Pero todo esto no es más que una falacia. En realidad, el miedo a la homosexualidad está profundamente arraigado en todos nosotros y resulta muy difícil, no ya desprenderse de esos perjuicios, sino tan siquiera identificarlos.

¿Cuántos de nosotros, si no, reaccionaríamos con normalidad ante un hijo/a homosexual? ¿cuántos de nosotros no nos sentimos incómodos ante cualquier roce o cercanía física de otro hombre? ¿cuántos estamos dispuestos a dormir en la misma cama, ante unas circunstancias que así lo exigieran, con otro hombre? ¿y si pensamos que el otro es homosexual? ¿por qué si no, los homosexuales siguen teniendo enormes problemas y hay tantos, aún, dentro de ese enorme armario, que más bien parece un pozo negro sin fondo?. Buenas preguntas para tratar en una reunión de nuestro grupo de hombres...

Feministas y/o profeministas: feminismo de la igualdad, feminismo de la diferencia

Según Flood, “Ser pro-feminista significa, fundamentalmente, comprometernos a desafiar la opresión de las mujeres, el sexismo y la injusticia por razón de género. Es estar conscientes de las experiencias de las mujeres y dejarnos informar por los análisis que las feministas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser pro-feministas significa tratar de desarrollar formas de masculinidad no opresivas y relaciones no sexistas con las mujeres”.

Los hombres por la igualdad somos feministas -o pro-feministas, como se quiera-. Como en otros temas, tampoco aquí tenemos tan siquiera un acuerdo en la nomenclatura a utilizar. Hay quien dice que los hombres no podemos ser feministas, pues esa posición está reservada a las mujeres y hay quien dice que sí, que una persona, independientemente de su sexo, es feminista cuando reconoce que las mujeres, por el mero hecho de serlo, siguen viviendo hoy día en una situación de discriminación ante la que estamos obligados/as a actuar positivamente para resolverla.

Yo me sitúo más cerca de esta segunda opción, aunque tengo una tendencia natural a no entrar en este tipo de batallas lingüísticas que no me parecen, al menos en estos momentos, prioritarias ni excesivamente constructivas.

En cualquier caso, el ser pro-feministas ha sido uno de nuestras señas de identidad históricas. No hay que olvidar que nacimos al amparo de este movimiento y que sin su sustancia, no se nos podría comprender. Personalmente, me siento plenamente identificado con la tradición social e intelectual del movimiento feminista.

Sin embargo, la relación de los hombres de la igualdad con el feminismo es, cuanto menos, compleja. Del propio feminismo recibimos a veces mensajes de desconfianza, incomprensión y/o simplemente, desconocimiento. No es paranoia, es realidad. No hace mucho, me encontré dando una charla junto con una compañera de amplia trayectoria en el movimiento. Al preguntar a la organización quién hablaba antes, la respuesta era que habían pensado que mejor yo, pues así ella tendría la oportunidad de “responder” a lo que yo dijera. Sin duda, esto se hizo sin ninguna maldad, pero ahí está la desconfianza. Es evidente que esas mujeres desconocían nuestros orígenes e historia.

De alguna manera, estamos siempre siendo examinados por el feminismo en una continua comprobación de la ortodoxia y adecuación de nuestros planteamientos. Tal es así que a menudo, nos vemos en la obligación de ser “más papistas que el papa”, sin atrevernos a salirnos ni un ápice del modelo generalmente aceptado ante el temor de ser tachados, rápidamente, de machistas clandestinos, camuflados bajo el traje de la igualdad.

De esto modo, los recorridos intelectuales, críticas y autocríticas, que sí se pueden permitir entre las mujeres pertenecientes a ese movimiento nos están, en buena medida, vedados. Además, es fácil que muchos de nosotros caigamos a veces en un cierto seguidismo acrítico que en nada beneficia a nadie. Nunca podemos aplicar el “todo vale” por mucho que venga de donde viene. Todo esto ha supuesto un enorme peso que ha resultado, sin duda, excesivo para los débiles hombros del movimiento de hombres por la igualdad.

Quiero hacer una especial referencia a uno de los autores que, a mi entender, mejor ha tratado este espinoso tema. Se trata de Victor Seidler, profesor de Teoría social en la Universidad de Londres y autor, entre otros libros, de “La sinrazón masculina”. En el mismo, Seidler, hace un breve recorrido histórico de la relación del movimiento de hombres por la igualdad con el feminismo. Al principio, dice, no se comprendía que algunos hombres buscaran, además de dar su total apoyo a las reivindicaciones a favor de la igualdad, una especie de vía propia, que se concretaba en un intento de conocer mejor todo lo que significa y rodea a la masculinidad.

En aquella época, se igualaba masculinidad al concepto de poder de los hombres sobre las mujeres y, por tanto, lo que había que hacer en ese sentido era destruir y no había nada que buscar. Afortunadamente, hoy día esto ya no es así y cada vez está más generalizada la idea de que es necesario profundizar en la masculinidad para conocer mejor los mecanismos, las relaciones causas-efectos y, en general, todo lo que el patriarcado ha hecho de los hombres.

El propio Seidler, ya en el año 1991 defendía estas posiciones con textos como éste, extraído del artículo “Hombres en el feminismo” de Imelda Whelehan, traducido por el compañero de heterodoxia, Txema Espada:En este colectivo (Talón de Aquiles), no estamos de acuerdo con los hombres que dicen que el movimiento de hombres, como el nuestro, no tiene derecho a existir, excepto quizás en un papel auxiliar de servicio al movimiento de las mujeres. Vemos esta actitud parcializada, como otro aspecto más de la culpabilización y auto-negación que hemos arrastrado desde nuestro nacimiento. También refleja el menosprecio por otros hombres diferentes. Y, en su forma extrema, llega a convertirse en otra forma de dependencia de las mujeres, haciendo que éstas hagan todo el trabajo para producir los cambios que necesitamos. Los hombres pueden colocar al feminismo en un pedestal igual que en general hacen con las mujeres”.

Volviendo al hilo conductor que nos lleva, hay que decir que es habitual que buena parte de los hombres por la igualdad, pasemos por diversas etapas en nuestra relación con el feminismo.

Desde una distancia previa que es la habitual, se produce siempre el acercamiento,  aunque no siempre éste se da de la misma manera. Aquí siguen apareciendo los fantasmas que arrastra el feminismo desde hace decenios y, ante ellos, lo primero que hay que decir es que radical viene de raíz que es desde donde hay que cambiar esta sociedad y que, por tanto, yo me considero feminista radical. Es mi forma de contrarrestar esa amarga coletilla, que se utiliza a menudo para negar lo innegable; la necesidad de que todos y todas prestemos un contundente apoyo a la lucha contra la discriminación.

Al principio, muchos hombres nos dicen, sí, yo también me considero pro-feminista, pero no me gusta el feminismo radical. Yo, además, de explicarles lo anterior, les pido que me cuenten cuántas veces se han tenido que enfrentar a esas supuestas energúmenas violentas que pueblan los espacios feministas radicales. Personalmente, nunca me he topado con ellas. Todo al contrario, lo que más me suelo encontrar son mujeres altamente comprensivas y dispuestas a cooperar con toda aquella persona que se brinde a unirse a la lucha contra la desigualdad.

También está el debate entre el feminismo de la igualdad y el de la diferencia. Sin entrar en detalles pues no es objeto de este trabajo, sí que hay que advertir, para el tema que nos trae, los peligros de perderse en los brazos, aparentemente más acogedores, del feminismo de la diferencia. 

Si los hombres por la igualdad queremos entrar ahí, me parece a mí que debemos hacerlo con prudencia y siendo conscientes de las posibles factores determinantes de nuestro posicionamiento. Y esto no necesariamente contradice lo anterior, simplemente, quiero decir que no podemos adoptar posturas fáciles sino que éstas han de estar bien fundamentadas en nuestro pensamiento y sentimiento.

La idea del feminismo de la diferencia puede ser, a priori, más atractiva. Nos permite acogernos a esa diferencia y esto nos da mucho juego. Pero por ahí y si no andamos avispados, algunos de nosotros, especialmente al principio de nuestro recorrido igualitario, pudiéramos empezar a justificarnos determinadas cosas. Si no se acompaña de un amplio sentido autocrítico, esa diferencia puede convertirse, fácilmente, en desigualdad. Evidentemente, no para las teóricas de dicha postura ni las mujeres que la defienden, pero sí para algunos de nosotros.

El feminismo de la igualdad es, quizás, más árido, menos complaciente. No nos deja ningún resquicio tras el que ocultarnos. Quizás por eso, a mi me atrae más. Me siento más a gusto con sus planteamientos. Pienso que es muy buen  -y muy sano- ejercicio mental, el situarnos ahí, haciendo un esfuerzo por identificarnos, por meternos en la piel de las compañeras que luchan, día a día, contra un mundo absolutamente androcéntrico, en el que tienen que “pelear” cada pequeña conquista.

Pero, además, también me sitúo ahí por convicción. Cada vez estoy más convencido que nacemos prácticamente iguales y que es la sociedad la que nos va moldeando hacia la diferencia desde ya, los primeros días de nuestra vida. Es el eterno debate entre lo cultural/aprendido y lo genético/biológico. ¿Qué es sexo y qué es género? En cualquier caso, estamos tan lejos de conseguir una sociedad que no nos determine hasta el extremo, que no podemos siquiera atisbar lo que quedaría en nosotros y nosotras si recibiéramos una verdadera educación en igualdad.

Victoria Sendón habla, en su artículo titulado “¿Qué es el feminismo de la diferencia?”, de la sexualidad como de uno de los elementos primarios que marcan y justifican esa diferencia. Bien, pero... ¡es tanto el camino que nos queda por recorrer hasta que lleguemos a la deseada situación de encontrarnos con nuestro verdadero yo, también en el tema sexual! ¡cuántas capas de miedos, imposiciones y estereotipos acumulamos en nosotros/as mismas/os!.

Tanto en el tema sexual como en el resto, yo no veo las diferencias. Son meramente culturales. Existen en la actualidad, pero son producto de los procesos de socialización altamente sexistas por el que todos y todas atravesamos. Por ello, nuestro objetivo debe ser superarlas, no adaptarnos a ellas. Y, en todo caso, el día que lleguemos a nuestro objetivo de haber construido una sociedad en la que se hayan superado plenamente los estereotipos de género, entonces podremos seguir nuestras respectivas construcciones personales ya cada uno/a investigando sus particulares caminos, tanto en lo sexual como en el resto de los espacios vitales que nos conforman.

Los grupos de hombres

Tradicionalmente, el movimiento de hombres por la igualdad se ha articulado a través de los grupos de hombres. Esto no es casual y tiene una clara explicación en las causas que nos llevan –o mejor dicho, nos traen-, en el tipo de personas que solemos acercarnos a este tema y en las necesidades que nos mueven.

Ya sea porque descubrimos todo el nuevo mundo que significa aplicar la cuestión de género a nuestras vidas, ya sea porque necesitamos hablar de algo que nos pasa y que no sabemos muy bien qué es, lo cierto es que, habitualmente, hemos tendido a crear un espacio común con otros hombres con los que poder intercambiar nuestros pensamientos y sentimientos.

Esto en sí mismo es ya algo muy novedoso. Los hombres tenemos muchas relaciones sociales, pero muy pocas de ellas con la suficiente cercanía y complicidad como para poder intercambiar nuestras inquietudes personales. O, al menos, muy pocas de ellas se dan con otros hombres, sí más con mujeres. Esto tampoco es casualidad. Es producto de nuestra educación, de la competitividad con que solemos relacionarnos, del miedo a la cercanía, de nuestra incapacidad para mostrar la debilidad –y menos a nuestros competidores-, de nuestra falta de habilidades relacionales cuando se trata de hablar de cosas íntimas... Hay muchos porqués que espero poder analizar más detalladamente en otro momento.

Dar el paso de empezar a reunirse con otros hombres es, en sí mismo, un hecho notablemente innovador que rompe con la tradición masculina, que hace que tengamos una visión claramente individualista de nuestro devenir vital; bajo la que se supone que nosotros debemos ser capaces de resolver nuestros problemas por nosotros mismos. Por cierto, que por el tratamiento que se da a este tema –y a otros también- es muy recomendable la lectura del libro de Anthony Clare “Hombres, la masculinidad en crisis”.

Volviendo a mi experiencia personal, he de decir que cuando empezamos a reunirnos en nuestro grupo de hombres, no teníamos ni idea de que estábamos siguiendo los pasos que otros muchos antes ya habían dado. Esto habla bien de nosotros en cuanto a nuestra intuición del camino a seguir y no tan bien, por nuestra considerable desinformación sobre el mundo en que nos estábamos metiendo y la propia historia del movimiento de hombres por la igualdad.

El grupo nos ayuda en muchos sentidos. Nos apoya en nuestros momentos de crisis y dudas, nos gratifica en nuestros avances y nos refuerza en nuestros posicionamientos que, a menudo, son difíciles de mantener fuera de él porque –no debemos olvidar-  nos movemos en un mundo en el que los hombres por la igualdad aún somos una inmensa minoría.

Un grupo de hombres se convierte en un motor que catapulta a sus miembros a nuevos escenarios de búsqueda, de libertad y de desarrollo personal. En nuestro caso, todos hemos cambiado mientras recorríamos este camino que nos ha hecho más conscientes de nosotros mismos y del mundo que nos rodea.

Quiero recomendar un libro que es una estupenda guía para grupos de hombres. Se titula “Rehacerse hombres. Cómo dar nuevos sentidos a la masculinidad”, su autor es Juan Carlos Kreimer y está publicado por Planeta. Lamentablemente, a estas altura no es fácil de conseguir, pero merece la pena intentarlo.

Pendiente queda el debate de si, además de necesarios, los grupos de hombres son suficientes. Me refiero a la necesidad, para mi evidente y para otros no tanto, de articular el movimiento de hombres a través de organizaciones que den una proyección pública a todo lo que ocurre en el ámbito privado de nuestros grupos de reflexión. Pero ya digo, ese debate es para otro día.

Descubriendo el Mediterráneo

Cuando los seis hombres que decidimos reunirnos por primera vez, hace ahora unos tres años,  nos vimos las caras para hablar de nosotros mismos, teníamos la sensación de estar haciendo algo realmente nuevo. Las personas que teníamos alrededor, especialmente las mujeres, estaban intrigadas. ¿De qué vais a hablar? ¿qué vais a hacer? ¿cómo acabará esto?.

Era la misma sensación que deben sentir los exploradores ante la certeza de estar pisando tierras jamás vistas por el ojo humano. Algo totalmente novedoso... ¡hombres reuniéndose con otros hombres para hablar de ellos mismos, de sus cosas, de sus problemas!. Sin duda, estábamos descubriendo algo nuevo.

Luego resultó que lo que habíamos descubierto era el Mediterráneo. Quiero decir con esto que el camino que nosotros habíamos empezado a recorrer, con la sensación de estar rompiendo con muchas cosas –eso era cierto- y de estar realizando una iniciativa totalmente novedosa –esto sí que no lo era- ya había sido recorrido por otros hombres en muchas ocasiones.

El movimiento de hombres por la igualdad nació a principios de los setenta en los países nórdicos al amparo o impulsado por las fuerzas que se generaron a raíz del resurgimiento del movimiento feminista, en plena segunda oleada del mismo.

En España, los primeros grupos de hombres datan de mediados de la década de los ochenta, en las ciudades de Valencia y Sevilla. Desde entonces, han surgido –y desaparecido muchos de ellos- grupos de hombres por diversas ciudades españolas, hasta llegar a una cifra actual que podríamos estimar cercana a la veintena. También hay que citar algunas otras iniciativas más amplias e intentos de establecer sistemas de coordinación entre las distintas realidades, pero que, lamentablemente, no han cuajado.

No es necesario explicar la importancia de que alguien documente históricamente todos estos hechos que aquí sólo se apuntan. Me constan algunos intentos. En este sentido, quiero destacar los escritos de Luis Bonino, que recomiendo desde aquí para cualquiera que quiera conocernos un poco mejor y tomar conciencia de nuestra breve y exigua, pero al fin y al cabo, existente historia.

Esto es muy importante para, entre otras cosas, que no siga ocurriendo que los hombres que inician el proceso de acercamiento, sigan pensando que están haciendo algo totalmente novedoso. Que no sigamos todos, cada vez, descubriendo el Mediterráneo.

Necesitamos nuestra historia. Todos los movimientos, todas las realidades que se generan en el seno de la sociedad, necesitan raíces para tomar cuerpo y consolidarse. Pero, especialmente, nosotros, debido a nuestra estructural debilidad.

Durante años y decenios, al feminismo se le negó la suya. Era una forma de anularlo, de negar su existencia. No creo que nadie esté haciendo lo propio con nosotros. Realmente no hace falta puesto que –aún- no significamos un problema para nadie. Lo que determina esta situación es, más bien, nuestra propia debilidad estructural y, eso sí, una característica muy propia de todos los hombres; una descarada falta de humildad que nos hace creernos, a poco que seamos un poco espabilidados, los mejores de la clase y del mundo entero.

¿Soy un hombre por la igualdad?

Después de hacer este breve repaso a los “principios” del movimiento de hombres por la igualdad, alguien podría hacerse las siguientes pregunta, ¿soy yo un hombre por la igualdad? ¿en qué grado es necesario tener asumido todo lo aquí expuesto, para poder considerarse integrante del mismo? ¿basta, acaso, el simple deseo o una actitud positiva o son necesarios, por el contrario, largos años de reflexión y transformación personal?.

Lo primero que hay que decir es que, ante todo, debemos evitar toda tentación de crear una casta de hombres puros. Los hombres por la igualdad no somos especiales, no somos mejores y, mucho menos, superiores. Lo que sí somos, al menos por ahora, es diferentes a la mayoría de los hombres. Nada más.

Nosotros decimos que los hombres por la igualdad nos distinguimos, en primer lugar, porque aplicamos el refrán de que hechos son amores y no buenas razones. Por sus hechos, los reconoceréis. No se puede ser un hombre por la igualdad y, paralelamente, seguir intentando mantener una posición de privilegio, por ejemplo, en el espacio privado del hogar. Como decía un compañero, “lo que hay que hacer con la lavadora es empezar a ponerla... y nada más. El resto son tonterías”.

Un hombre por la igualdad se distingue por su compromiso personal y social. Y no me refiero con esto a que tengamos, necesariamente, que practicar ningún tipo de militancia. Es más bien una aplicación del principio feminista de que lo personal también es político. No puede haber diferencias, no puede haber contradicciones sangrantes entre lo que se proclama y lo que se hace. Ahí es donde se sitúan esa mayoría de hombres a la que no pertenecemos. Ellos han aprendido a mantener un discurso políticamente correcto en torno al tema de la igualdad, pero en la práctica, intentan guarecerse de tantos cambios como está provocando la lucha de las mujeres contra su discriminación. Mantienen una actitud que podríamos resumir en “con la que está cayendo, a ver si consigo no mojarme demasiado, o lo que es lo mismo, a ver si en mi ámbito personal y privado, consigo no aplicar lo que predico con tan buenas palabras.

¿Es un hombre por la igualdad aquel que está en la fase de revalorización de lo masculino y haya olvidado o aliviado su dedicación y atención sobre la discriminación que sufren las mujeres? Pues depende de cuándo, dónde y hasta qué punto. Nuestro apoyo al feminismo, el sentirnos parte de dicho movimiento, es una de nuestras señas de identidad. Pero hay que comprender esas diferentes fases por las que puede atravesar un hombre camino a la igualdad; ese deslumbramiento ante el descubrimiento del propio género, de todo lo que significa lo masculino. No en todos los momentos se puede atender por igual a todos los frentes.

¿Se puede ser un hombre por la igualdad y no ser pro-feminista? Planteado así, en términos absolutos, la respuesta ha de ser, necesariamente, negativa. Realmente no lo sé. Sí puedo decir lo que aplico en mi vida diaria. Yo no puedo esperar, lógicamente, que todos los hombres que se acercan a nosotros (a nuestra Asociación, AHIGE) se proclamen convencidamente feministas. Esto suele ser fruto de un proceso, más o menos largo, que viene después.

Sin embargo, muchos de ellos, por sus prácticas, sí que son hombres por la igualdad. No aplican ningún tipo de discriminación, les ofende verlas allí donde se producen y mantienen una actitud activamente igualitaria en sus vidas. En estos casos, ¿quién somos nosotros para poner o quitar méritos, para conceder o denegar carnets de igualitarios?

¿Se puede ser hombre por la igualdad y homófobo a la vez? Evidentemente, no, pero como ya dije antes ¿quiénes de nosotros no mantiene, en su interior, una parte de rechazo y miedo a la homosexualidad? Por supuesto esto debe ser siempre una tarea urgente y de primer orden en nuestro continuado proceso de deconstrucción de modelos tradicionales, pero bien con que sea así. No podemos pedir almas inmaculadas.

¿Se puede ser un hombre por la igualdad y no creer en los hombres, en su capacidad de cambio? Pues razonadamente, tampoco... pero todos hemos pasado por esos posicionamientos y a todos nos invade, de vez en cuando, la rabia y la vergüenza para con nuestros congéneres. Pienso, por ejemplo, en la violencia de género o, más sencillamente, en la estupidez y brutalidad de la que solemos hacer gala.

Para terminar, me atrevo a incluir un breve esquema-resumen, en el que indicar, con las salvedades y comprensiones hacia las distintas fases y posiciones en que cada uno pueda encontrarse en cada momento, que un hombre por la igualdad sería aquél que:

Como ha indicado otro compañero del grupo virtual de hombres, Jon Ander Landazabal, a estos diez puntos lo podemos denominar, el Decálogo de los hombres por la igualdad.

Espero que sirva

Como dije al principio, el objetivo principal al escribir este artículo, ha sido construir una herramienta que ayude a los hombres que se acercan a nuestras posiciones igualitarias, uniendo en un mismo texto, buena parte de las claves –intelectuales y personales- que van a tener que tocar a lo largo de su –cada uno tendrá que hacer el suyo- camino.

Por mi parte, he de decir –y reconocer- que por momentos, me he situado en muchos de los rincones aquí brevemente iluminados. Casi siempre he defendido mis posiciones con convicción y ardor, en la creencia de que estaba en lo correcto. Ahora sigo haciendo lo mismo, aunque la diferencia es que la convicción, es más bien, la de que yo también estoy en el camino y que seguirán cambiando muchas cosas dentro y fuera de mi.

Lo importante es mantener una actitud constructiva que nos permita dar con el conjunto de intereses y principios sobre los que basar el proyecto en común de avanzar hacia una sociedad en la que los roles y estereotipos de género consigan ser superados definitivamente, construyendo un mundo de plena igualdad y libertad.

Junio de 2003

Antonio García Domínguez (antonio@ahige.org). Presidente de AHIGE (http://www.ahige.org/)