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       HOMBRES CAMINO A LA IGUALDAD 
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Este artículo está concebido como 
un instrumento de ayuda a los hombres que se acercan a los planteamientos del 
movimiento de hombres por la igualdad. Se hace un recorrido por los distintos 
estadios por los que hemos atravesado muchos de los hombres que ya nos 
consideramos parte del mismo, en la idea de que, bastantes de los hitos de este 
camino han sido los mismos o similares, en buena parte de nosotros. 
Considero mi propio proceso 
personal como el mejor referente que puedo utilizar para aportar luz sobre este, 
no siempre cómodo,  replanteamiento 
global de lo aprendido. Son dos las vías por las que, mayoritariamente, se 
acercan los hombres a los planteamientos igualitarios; procesos de cambio 
normalmente enmarcados en momentos de crisis vitales y la toma de conciencia por 
“ósmosis”, bajo la influencia de las compañeras en distintos movimientos 
sociales. Por supuesto, en la práctica se dan muchas situaciones muy distintas y 
complejas. Por ejemplo, es habitual que ese proceso de “ósmosis” se dé en casi 
todos los casos. Muy a menudo, las mujeres nos influyen decisivamente. 
Los principios básicos de nuestro 
movimiento pueden concretarse en que somos pro-masculinos, anti-homófobos y 
pro-feministas (o feministas). Alrededor de ellos y de nuestra especial relación 
con el movimiento feminista, se establece una discusión en la que aparecen 
nuestros principales referentes teóricos... y también algunos de nuestros 
grandes retos, como, por ejemplo, el construir nuestra propia historia para 
evitar que, en lo sucesivo, siga ocurriendo que esos compañeros que se nos 
acercan, sigan creyendo que están descubriendo el mediterráneo. El 
mediterráneo ya está descubierto. 
¿Soy un hombre por la igualdad? 
Con esta frase comienza el apartado dedicado a obtener nuestro perfil básico. Se 
hace elaborando un decálogo de los hombres por la igualdad. 
Espero que sirva.
Hace algunos días tuve una larga 
charla con un hombre que está viviendo un proceso personal de descubrimiento y 
acercamiento al movimiento de hombres por la igualdad. Durante la conversación, 
tuve la impresión de estar escuchándome a mi mismo hace unos años. Me pregunté, 
entonces, sobre la posibilidad de que aquello no fuese casualidad. Haciendo 
memoria sobre otros encuentros con hombres en circunstancias similares, percibí 
una cierta repetición, una pautas que, parece ser, seguimos muchos de los 
hombres que recorremos este camino de cambio. 
Sentí la responsabilidad que 
tenemos los hombres que ya estamos en este movimiento, de ir generando 
conocimiento. En este caso concreto, creo que tenemos la obligación moral de 
favorecer el tránsito hacia nuestras posiciones de todos aquellos hombres que, 
en algún momento de su vida, se encuentren en la encrucijada de tener muchas 
preguntas -y muy pocas respuestas- acerca de sí mismos y de cómo son, sienten y 
se comportan en función de su condición masculina, con interrogantes acerca de 
cómo y hasta qué grado, les determina el hecho de ser hombres. 
Cada cual tiene que recorrer su 
propio camino. Eso es cierto. Vale para los procesos intelectuales y, 
especialmente, para los vitales. El camino hacia la igualdad tiene ambos 
componentes; el intelectual, porque exige dar cuerpo a una serie de inquietudes 
y sensaciones que nos acometen hostigando nuestras, más o menos, cómodas 
posiciones de hombres acogidos a lo políticamente correcto, y sobre todo, el 
vital, porque todos esos hitos intelectuales deben llevar aparejados, 
necesariamente, transformaciones personales. 
Y si bien es cierto que cada cual 
debe recorrer su propio camino, también es verdad que si alguien aporta un poco 
de luz al mismo, igual los que vienen detrás no tienen que tropezar con todas y 
cada una de las mismas piedras que sus predecesores. De esta manera, se ha 
construido durante milenios la cultura humana, primero de forma oral y, ahora 
por exigencias obvias, de manera escrita. Seamos capaces de transmitir un 
conocimiento que, en algún grado, sea aprovechable por otras personas.
Ese es el motivo que me ha 
llevado a ponerme delante del ordenador y afrontar la elaboración de este 
documento. Hay una mezcla de testimonio personal con reflexión intelectual. No 
está mal. Me recuerda bastante a lo que hacemos en mi grupo de reflexión de 
hombres. Cuando nos planteábamos qué íbamos a hacer y el enfoque con que íbamos 
a tratar los temas, nos dimos cuenta que no nos servía lo uno sin lo otro. Los 
hombres somos muy buenos razonando, moviéndonos en lo intelectual y, además, 
tenemos una tendencia natural a irnos hacia ese terreno poco comprometedor. 
Precisamente por eso, pensábamos en aquél entonces, también necesitábamos de lo 
personal. Era necesario que lo hablado estuviera directamente conectado con 
nuestras entrañas y nuestro corazón. Algo de eso hay aquí. 
¿Por qué y cómo, los hombres nos 
acercamos a posiciones igualitarias? ¿qué nos provoca ese cambio personal?. 
No hace mucho, charlando con una 
amiga de juventud, coincidíamos en que ninguno de los dos interiorizamos durante 
la infancia y la adolescencia, determinados estereotipos de género. En eso nos 
sentíamos diferentes a la mayoría. 
¡Ojo, con esto no quiero decir 
que en mí no se den la mayoría de los valores sexistas hegemónicos ni que yo no 
haya desarrollado conductas y actitudes es esa línea! Ni mucho menos. Desde aquí 
y ahora, quiero decir que, a pesar de dedicarme a este tema, aún sigo 
sorprendiéndome, mucho más a menudo de lo que quisiera, con conductas y 
tendencias claramente heredadas de la tradición patriarcal en la que fui 
educado. 
Lo que sí quiero decir es que 
nunca me sentí a gusto, cuando niño, en la exigencia de fortaleza y vigorosidad 
que se nos plantea a los varones desde muy tempranas edades. Siempre tuve la 
sensación de que mi padre debía sentirse muy frustrado por mi escasa 
predisposición a la agresividad, mis nulas cualidades de liderazgo y mi clara 
tendencia a la sensibilidad e inseguridad internas. Más tarde, con el paso de 
los años, atisbé que, aún dentro de su propia alienación patriarcal, el hombre 
no me pedía muchas de las cosas que yo me autoexigí. Los estereotipos de género 
actuaron ahí con fiera contundencia, determinando una relación que no se dio, 
como en la mayoría de los casos sucede entre padres e hijos, de forma directa y 
suficientemente llena como para contrarrestar lo que cada uno había 
asumido que esperaba el otro. 
Me rebelaba ya desde niño, ante 
el etiquetamiento fácil que se nos hacía. Las niñas era así y, sobre todo, yo 
era de tal manera. Si jugaba con alegría y excitación por la presencia de una 
visita inesperada, se me tachaba rápidamente de “bruto”. A mi, que me 
consideraba la más sensible de las flores del jardín, se me confundía con un 
espino, simplemente por ser niño. 
Nunca me sentí superior a las 
niñas, ni más tarde en mi juventud, a las chicas. Nada más lejos de mi 
pensamiento. Aunque claro, también he de decir que mi nivel de conciencia sobre 
las fuerzas que se movían en mi yo interior, sobre las relaciones causa-efecto y 
sobre el origen y verdadera naturaleza de mis sentimientos, estaba muy lejos de 
ser el adecuado. Como todo varón, aprendí desde muy niño a taparme a mi mismo, 
negándome una buena parte de mis sentimientos, cargando por ello, con la 
inevitable consecuencia de convertirme, con el paso de los años, en un gran 
desconocido para mi mismo. Este fue un largo y doloroso camino que, más tarde, 
tuve que desandar. 
Por esto mismo no caigo en 
contradicción si digo, de buena fe, que desde siempre me sentí de igual a igual 
con las mujeres y, a la vez, afirmo que aún hoy, me sigo descubriendo muchos 
tics machistas aprehendidos desde mi más tierna infancia. 
Como muchos otros hombres de los 
que coincidimos en las posiciones igualitarias, tradicionalmente me he 
relacionado mejor con las mujeres. Conectaba con ellas, mientras que con ellos, 
sencillamente, no tenía de qué hablar. Tenía amigas y ningún o un escasísimo 
número de amigos. Esto se fue dando cada vez más y, al llegar a la treintena, 
apenas si me relacionaba con hombres. Mi mundo era plenamente femenino y yo me 
identificaba, o creía que lo hacía, totalmente con sus valores. 
Sin embargo, hubo un momento, 
allá en los primeros años de mi tercera década, en que empecé a sentirme 
incómodo. Cada vez me encontraba con más mujeres que no aceptaban ese pacto 
implícito. Ellas sí que consideraban que había diferencias y actuaban en 
consecuencia. Se organizaban, discutían y posicionaban como grupo, desde una 
perspectiva que, a mi entender, me excluía por ser varón. 
Además, empecé a percibirme, en 
ocasiones, injustamente tratado. A menudo sentía que se me prejuzgaba como 
machista aún sin conocerme o que, se aprovechaba la más mínima e insignificante 
ocasión, para colocarme la etiqueta de tal. 
Mi relación con las mujeres, 
hasta entonces, había sido, en lo personal, excelente. Sin embargo, no era tanto 
así en lo social, aunque de eso no tomé conciencia hasta más tarde. Para mi 
propia sorpresa, comprendí que lejos de haberles otorgado mi total aceptación y 
apoyo en cumplimiento de mis principios ético-políticos, en realidad había 
desarrollado hacia las feministas actitudes y sentimientos de distancia, 
incomprensión y miedo. Sentía, además, una cierta agresividad en ellas. También 
una continuada culpabilización que acababa por invadirme sin yo saber 
exactamente por qué. 
En realidad, y visto desde ahora, 
todo tenía su lógica. Si yo nunca asumí para mí las diferencias, difícilmente 
pude aceptar que me las asignaran otras personas y, especialmente, cuando me 
eran devueltas en forma reivindicativa y culpabilizadora hacia todo un género en 
el que se me incluía y con el que, sin embargo, yo no me identificaba. Desde el 
punto de vista de las otras personas, de las mujeres a las que me refiero, 
pasado el tiempo veo lógico su comportamiento, tan acostumbradas como estaban a 
tener que desenvolverse en espacios ajenos y extraños, ariscos y propicios a 
negarles los más mínimos derechos. Ahora pienso que si yo hubiese sido mujer, 
seguro que hubiese actuado como ellas. 
Más tarde llegó la percepción de 
que los hombres nos estábamos perdiendo bastantes cosas. Quería para mi el 
sentido de identidad, la capacidad de autoanálisis y comprensión de su situación 
que veía en las mujeres. Quería su complicidad, sus habilidades personales y 
sociales, sus capacidades para querer y quererse. También para sufrir y expresar 
lo que sentían. 
Era una clara situación de 
descontento personal. En esa encrucijada, mi pareja, una mujer a la que debo 
muchas cosas, me apuntó la posibilidad de que buscara un espacio en el que 
compartir con otros hombres y poder volcar aquellas preguntas que no tenían 
respuesta. Ella hacía tiempo que acudía a un grupo de mujeres. A mi me pareció, 
al principio, una idea tan interesante como difícil de llevar a la práctica. 
¿Hombres reuniéndose para hablar de sí mismos y de todo aquello que yo sentía? 
¿dónde se había visto eso?
Pocos hombres descubren la 
cuestión de género. Pareciera que el género, como concepto y realidad que 
determina nuestras vidas, no nos afecta. Esas, dirán muchos, son más bien cosas 
de mujeres. La realidad es que ellas sí que llevan decenios transformándose 
personal y socialmente a raíz y a través del descubrimiento y aplicación a sus 
vidas, de dicho concepto.
Al igual que hacemos con otras 
muchas cosas, parece que los hombres no percibimos la importancia del género. 
Como en tantos otros aspectos, jugamos al macabro y peligrosísimo juego de 
ignorar la realidad o, mejor dicho, de huir de ella a través de simular que 
estamos por encima de... 
En nuestras vidas cotidianas, en 
nuestra casa, en el trabajo, etcétera, igualamos mentalmente género con mujer. 
En el mejor de los casos, me refiero a ese pequeño porcentaje de hombres que no 
ve con desconfianza el avance de la mujer, género es una idea positiva que están 
utilizando ellas para avanzar y conquistar la igualdad. Para esos hombres, 
género significa esfuerzo para dejar atrás nuestros privilegios patriarcales, 
pero poco más. 
Y, sin embargo, todo un mundo 
nuevo se abre ante nosotros cuando nos auto-aplicamos la perspectiva de género. 
Si analizamos nuestra historia personal desde este novedoso –para los hombres- 
punto de vista, muchos interrogantes encuentran, por fin, respuesta; las 
conductas, los sentimientos, los pensamientos, las relaciones, las reacciones, 
las represiones... 
Esto fue lo que nos ocurrió a los 
hombres que iniciamos aquel proceso de reunirnos y crear un espacio de 
intercambio vital. Me estoy refiriendo, por supuesto, a mi Grupo de Reflexión de 
Hombres. Si bien al principio, la idea era hablar de nosotros mismos, de ver qué 
nos estaba ocurriendo, de apoyándonos como personas pertenecientes al mismo 
sexo, pronto descubrimos que para poder adentrarnos en todo ello, era necesario 
manejar el innovador –para nosotros- concepto de género. Sorprendidos, vimos que 
pertenecíamos a un mismo género y que teníamos pautas comunes por ello. Unos y 
otros coincidíamos en hechos y circunstancias desde nuestra infancia. 
Así, empezamos a ver desde esta 
nueva perspectiva a nuestros padres y madres, las relaciones que mantuvieron, 
contemplándolas como personas producto de una época fuertemente patriarcal y 
sexista. Y no sólo es pasado. Este proceso, también nos permite reubicarnos en 
cuanto a nuestras actuales relaciones; con nuestras parejas, nuestros/as hijos e 
hijas –con los que tenemos la tendencia a reproducir las relaciones que tuvimos 
con nuestros padres-, con los grupos de iguales, etc. 
Otros temas que pronto surgieron 
fueron; la sexualidad, el poder, la competitividad, la búsqueda del éxito, el 
miedo, la culpa, la homosexualidad, nuestras relaciones con las mujeres, los 
sentimientos y, en general, nuestro mundo afectivo-relacional... 
Y, por supuesto, llegados a esta 
situación, decir que el otro gran descubrimiento fue el doloroso tema de la 
gravísima discriminación que históricamente han sufrido y, aún hoy padecen, las 
mujeres. Nos dimos cuenta que no se puede hablar de hombres, de masculinidad y 
de género, sin hablar también de sexismo, discriminación, patriarcado, 
feminismo, igualdad, etc. 
No quiere esto decir que antes no 
tuviéramos conciencia de los problemas de la mujer. Sí, sí que la teníamos, pero 
desde más cercana a lo intelectual. Desde ahí, reconocíamos los derechos de las 
mujeres, al igual que lo podríamos hacer con los de los negros o la población 
del tercer mundo. Desde la intelectualidad y, por tanto, con cierta lejanía. Sin 
sentir el dolor que significa ser de segunda clase, el pertenecer a un mundo 
hecho por y para hombres. 
Este fue el punto de reencuentro 
con las mujeres que luchan activamente a favor de la igualdad. Con ellas y con 
su movimiento; el feminismo. Personalmente, pasé de sentirme ajeno hacia 
aquellas posiciones feministas que consideraba extremas, a asumirlas plenamente 
teniendo la convicción de que ser feminista, era la más adecuada opción para 
cualquier mujer de nuestro tiempo. Y, por primera vez, me sentí, yo mismo, 
feminista (o pro-feminista, como se le quiera llamar).
Por lo que yo sé y he podido 
comprobar por mi experiencia personal, hay una doble vía de entrada al 
movimiento de hombres por la igualdad. Algunos hombres llegan por una, otros por 
la otra. Muchos traen en sus alforjas elementos de ambas. 
La primera de ellas sería la de 
aquellos hombres que descubren la cuestión de género después de determinados 
procesos personales que habitualmente están relacionados con momentos de crisis 
vitales. En estos casos, el recorrido es, siempre, muy similar; una serie de 
preguntas sin respuesta, sensaciones inquietantes y desagradables, 
desorientación, pérdida, quizás angustia. 
Es muy habitual, en estos casos, 
que se pase por una etapa de sublimación de lo masculino. Hay que comprenderlo. 
Por primera vez en nuestras vidas, tenemos identidad como género. Hay un 
reencuentro –casi mejor un encuentro- con la masculinidad. Después de mucho 
tiempo sintiéndonos culpables por muchas cosas y negándonos a nosotros mismos, 
encontramos algo positivo en el hecho de ser hombre. 
Y en ese reencuentro, algunos 
podemos perdernos, al menos, momentáneamente. Es cuando podemos acercarnos a las 
posiciones de otras corrientes del movimiento de hombres (que no sólo está 
compuesto por los hombres por la igualdad). Me refiero, por ejemplo, al 
movimiento mito-poético de Robert Bly y compañía, que tiene como base la 
búsqueda de la esencia masculina, enalteciendo determinados valores 
tradicionales a través de los arquetipos mitológicos. 
Estos hombres no son 
antifeministas, pero están lejos de buscar activamente la igualdad. No la 
atacan, pero tampoco la defienden y eso, en la práctica, cuando se trata de 
situaciones de discriminación, es permitirla y hasta favorecerla, porque los 
grupos oprimidos necesitan de todo el apoyo para salir de la situación en que se 
encuentran.  
No debemos llevar el reencuentro 
con nosotros mismos hacia un excesivo realce de lo masculino, pues 
inequívocamente, eso nos conducirá, aunque sea de forma implícita, a una cierta 
subvaloración de lo femenino. Como mínimo, crea distancia y la distancia, según 
nos demuestra la historia, genera discriminación y desigualdad. 
Algunos hombres se quedan en 
estas posiciones y, otros, esperemos que los más, comprenden y están de acuerdo 
con lo expuesto anteriormente y dan el paso necesario. 
Dentro de esta primera vía, no 
siempre los caminos son iguales, ni siquiera parecidos. Así me lo hace ver uno 
de los compañeros al que pasé este escrito para que lo revisase. Víctor Rosales, 
mexicano actualmente residente en París y compañero del grupo virtual de hombres 
que, recientemente, ha nacido a partir de la lista de discusión de AHIGE, hace 
esta interesantísima aportación: 
“Personalmente comencé con el 
profeminismo para agradar a las mujeres, era una herramienta que utilizaba para 
ponerme una etiqueta de bueno, de revolucionario. Recuerdo que pasábamos horas, 
varias parejas de amigos, discutiendo sobre temas de género. A mi me gustaba 
encender las mechas que prendía a las mujeres y ponían en jaque a los hombres. 
Sin embargo, también en la treintena me doy cuenta que mi lucha era muy 
superficial. Es decir que era una identidad que tomaba para ganar amigas. Con la 
problemática y la crisis de pareja me di cuenta de lo macho que soy y de como no 
es fácil tomar el toro por los cuernos cuando es uno quien está en el ruedo. El 
peligro de mi situación es que mi idea de la desigualdad no esta asimilada en lo 
profundo de mi ser. Mi discurso era profeminista pero mis actitudes y mi vida 
eran machistas. Cuando se cae uno del pedestal se da uno cuenta lo complicado 
que es cambiar el mundo y se pregunta uno si realmente es eso lo que quiere. 
Como sea mi lucha de genero aunque fuera de forma superficial fue dando frutos, 
en mi relación de pareja y eso me permite continuar en la lucha sólo que ahora 
mi visión es más reservada. He dejado de ver la lucha de género como un ideal 
total y ahora pienso que es semi-utópico en el corto plazo, sobretodo en la 
sociedad mexicana que es muy diferente a las sociedades en europea”. 
El otro modo de acercarse al 
movimiento de hombres por la igualdad es la toma de conciencia social y/o 
política por un fenómeno de ósmosis. Son hombres organizados en sindicatos, 
partidos políticos u ONGs, con una amplia conciencia sobre los derechos 
sociales. En algún momento, reciben la demanda de sus compañeras de 
solidarizarse con la problemática de la mujer. 
Si antes hablaba de que no todos 
los hombres que descubren la cuestión de género acaban asumiendo plenamente los 
planteamientos de los hombres por la igualdad, en esta segunda vía, esos casos 
son amplia mayoría, pues son los más los hombres que juegan, sin ningún tipo de 
contradicción personal, a ese doble papel tan diferente entre lo público y lo 
privado, del que se habla en otra parte de este texto. 
Sin embargo, sí que hay muchos 
hombres que, a partir de estas situaciones, inician procesos de cambio personal 
que incluyen la asunción de la igualdad como principio básico en sus vidas y lo 
llevan a la práctica. Son hombres que, como es fácil imaginarse, sufren una 
amplia transformación en este proceso que les lleva, entre otras muchas cosas, a 
descubrir la cuestión de género también para sí mismos.
Los hombres no somos culpables de 
los 50.000 años –mas o menos- de Patriarcado. Lo que sí somos, es responsables 
si lo reproducimos en nuestras vidas. No podemos cargar con las injusticias que 
promovieron nuestros antepasados. 
Esta es una idea de gran 
importancia a la hora de acometer el camino hacia la igualdad. La culpabilidad 
nos constriñe y, en definitiva, impide el cambio. La responsabilidad, por el 
contrario, nos hace más fuertes, nos convierte en directores de nuestros propios 
actos y de sus consecuencias. La culpabilidad es un lastre que viene del pasado, 
la responsabilidad es un motor que mira hacia el futuro. 
Con la responsabilidad podemos 
iniciar, con garantías, el camino de la de-construcción interior de los 
estereotipos de género, de los valores patriarcales que todos hemos asimilado 
desde nuestra primera infancia. Con la responsabilidad, podemos empezar a 
construirnos de nuevo, libres de trabas sexistas. 
Además, hay que añadir una 
segunda idea. Todos y todas somos hijos e hijas del Patriarcado. Nosotros 
solemos poner esta frase en letras mayúsculas en la pizarra, cuando impartimos 
nuestros seminarios.  Nadie está 
libre de estereotipos sexistas. Nadie está por encima de los demás. Ningún 
hombre. Tampoco el que da el curso. Tampoco las mujeres están libres de ello. 
Ellas también han sido socializadas en determinados valores y tienden, al igual 
que nosotros, a reproducirlos. Esto ocurre así, preferentemente, cuando nos 
encontramos en situaciones de especial inseguridad y/o ante las que no tenemos 
experiencias personales previas. 
Esa sí es nuestra 
responsabilidad. Es la gran tarea que primero hemos de acometer al iniciar el 
camino hacia la igualdad. Debemos realizar una labor de auto-exploración para el 
reconocimiento de los múltiples espacios interiores que tenemos contaminados 
de sexismo. Es un proceso, a veces doloroso pero siempre enriquecedor.
Como indica Michael Flood en su 
artículo “Tres principios para hombres”, los hombres por la igualdad tenemos 
tres principios básicos; pro-masculino, pro-feminista y pro-homosexual (o 
anti-homófobo, prefiero yo decir). 
Ser pro-masculino significa, 
según Flood, “ser positivo respecto a los hombres; creer que los hombres podemos 
cambiar; apoyar los esfuerzos de cada hombre por lograr un cambio positivo. 
Significa construir relaciones íntimas y alianzas de apoyo entre hombres. Es 
reconocer los muchos actos de compasión y nobleza de los hombres. Es resistirnos 
a sentir desesperanza respecto a los hombres y a descalificarnos, y es rechazar 
la idea de que los hombres somos intrínsecamente malos, opresivos o sexistas.” 
Se trata de un cambio radical con 
respecto al lugar de donde solemos venir muchos de nosotros, que se sitúa más 
bien en el rechazo y la distancia con respecto a lo masculino. Esto se da así 
porque en esos momentos, estamos en el entendimiento que sólo existe lo que 
conocemos por modelo tradicional masculino. No vislumbramos alternativa alguna. 
Sin embargo, cuando descubrimos 
otras formas de ser hombre, entonces comprendemos lo importante que es sentirse 
a gusto perteneciendo al género masculino, pensar en positivo con respecto a 
nosotros mismos y nuestros congéneres. Recuperar la confianza en el hombre. Este 
punto es muy importante, pues nos dota de positivismo. A menudo, nuestro 
discurso ha de ser, obligatoriamente, muy crítico para con los hombres y, sin 
esa fuente de sentimientos y fuerzas favorables a lo masculino, fácilmente 
podríamos caer en la distancia y la incomprensión hacia los otros hombres. Y 
viceversa.
Ser pro-homosexual, indica Michael Flood, “significa 
comprometernos a desafiar la homofobia y el prejuicio y la opresión contra las 
personas homosexuales. Significa estar conscientes de las experiencias de los 
homosexuales y las lesbianas, y dejarnos informar por los análisis que ellos y 
ellas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser pro-homosexual 
significa reconocer el papel de la homofobia en las operaciones de la 
masculinidad, y formar relaciones íntimas y de apoyo con los hombres, 
heterosexuales y demás”.
Durante milenios, los hombres 
hemos ido aumentando, de generación en generación, la homofobia entre nuestras 
filas. Hasta tal punto esto ha sido así, que el odio hacia todo lo homosexual se 
ha convertido en una de las bases sobre las que se sustenta el patriarcado y, 
dentro del mismo, el modelo tradicional masculino. 
Esta homofobia nos ha limitado 
enormemente a todos. Ni que decir tiene que los más perjudicados han sido las 
personas homosexuales, que se convirtieron en grandes marginados sociales. Pero 
también el resto hemos sufrido las gravísimas consecuencias de ese miedo 
descontrolado hacia todo tipo de roce, de intimidad y cercanía entre hombres. 
Por todo lo expuesto, cuando 
defendemos los derechos de los homosexuales, además de estar respondiendo a una 
injusticia hiriente, nos estamos ayudando a nosotros mismos. Estamos avanzando 
hacia nuestra propia liberación. 
En principio, el de la 
homosexualidad es uno de los temas más asumibles por los hombres que inician su 
cambio hacia la igualdad. Nos resulta fácil proclamar el derecho de las personas 
a su propia opción sexual y el que no haya ningún tipo de discriminación alguna 
por ello. Pero todo esto no es más que una falacia. En realidad, el miedo a la 
homosexualidad está profundamente arraigado en todos nosotros y resulta muy 
difícil, no ya desprenderse de esos perjuicios, sino tan siquiera 
identificarlos. 
¿Cuántos de nosotros, si no, 
reaccionaríamos con normalidad ante un hijo/a homosexual? ¿cuántos de nosotros 
no nos sentimos incómodos ante cualquier roce o cercanía física de otro 
hombre? ¿cuántos estamos dispuestos a dormir en la misma cama, ante unas 
circunstancias que así lo exigieran, con otro hombre? ¿y si pensamos que el otro 
es homosexual? ¿por qué si no, los homosexuales siguen teniendo enormes 
problemas y hay tantos, aún, dentro de ese enorme armario, que más bien parece 
un pozo negro sin fondo?. Buenas preguntas para tratar en una reunión de nuestro 
grupo de hombres...
Según Flood, “Ser pro-feminista 
significa, fundamentalmente, comprometernos a desafiar la opresión de las 
mujeres, el sexismo y la injusticia por razón de género. Es estar conscientes de 
las experiencias de las mujeres y dejarnos informar por los análisis que las 
feministas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser 
pro-feministas significa tratar de desarrollar formas de masculinidad no 
opresivas y relaciones no sexistas con las mujeres”. 
Los hombres por la igualdad somos 
feministas -o pro-feministas, como se quiera-. Como en otros temas, tampoco aquí 
tenemos tan siquiera un acuerdo en la nomenclatura a utilizar. Hay quien dice 
que los hombres no podemos ser feministas, pues esa posición está reservada a 
las mujeres y hay quien dice que sí, que una persona, independientemente de su 
sexo, es feminista cuando reconoce que las mujeres, por el mero hecho de serlo, 
siguen viviendo hoy día en una situación de discriminación ante la que estamos 
obligados/as a actuar positivamente para resolverla. 
Yo me sitúo más cerca de esta 
segunda opción, aunque tengo una tendencia natural a no entrar en este tipo de 
batallas lingüísticas que no me parecen, al menos en estos momentos, 
prioritarias ni excesivamente constructivas. 
En cualquier caso, el ser 
pro-feministas ha sido uno de nuestras señas de identidad históricas. No hay que 
olvidar que nacimos al amparo de este movimiento y que sin su sustancia, no se 
nos podría comprender. Personalmente, me siento plenamente identificado con la 
tradición social e intelectual del movimiento feminista. 
Sin embargo, la relación de los 
hombres de la igualdad con el feminismo es, cuanto menos, compleja. Del propio 
feminismo recibimos a veces mensajes de desconfianza, incomprensión y/o 
simplemente, desconocimiento. No es paranoia, es realidad. No hace mucho, me 
encontré dando una charla junto con una compañera de amplia trayectoria en el 
movimiento. Al preguntar a la organización quién hablaba antes, la respuesta era 
que habían pensado que mejor yo, pues así ella tendría la oportunidad de 
“responder” a lo que yo dijera. Sin duda, esto se hizo sin ninguna maldad, pero 
ahí está la desconfianza. Es evidente que esas mujeres desconocían nuestros 
orígenes e historia. 
De alguna manera, estamos siempre 
siendo examinados por el feminismo en una continua comprobación de la ortodoxia 
y adecuación de nuestros planteamientos. Tal es así que a menudo, nos vemos en 
la obligación de ser “más papistas que el papa”, sin atrevernos a salirnos ni un 
ápice del modelo generalmente aceptado ante el temor de ser tachados, 
rápidamente, de machistas clandestinos, camuflados bajo el traje de la igualdad. 
De esto modo, los recorridos 
intelectuales, críticas y autocríticas, que sí se pueden permitir entre las 
mujeres pertenecientes a ese movimiento nos están, en buena medida, vedados. 
Además, es fácil que muchos de nosotros caigamos a veces en un cierto seguidismo 
acrítico que en nada beneficia a nadie. Nunca podemos aplicar el “todo vale” por 
mucho que venga de donde viene. Todo esto ha supuesto un enorme peso que ha 
resultado, sin duda, excesivo para los débiles hombros del movimiento de hombres 
por la igualdad.
Quiero hacer una especial referencia a uno de los 
autores que, a mi entender, mejor ha tratado este espinoso tema. Se trata 
de Victor Seidler, profesor de Teoría social en la Universidad de Londres y 
autor, entre otros libros, de “La sinrazón masculina”. En el mismo, Seidler, 
hace un breve recorrido histórico de la relación del movimiento de hombres por 
la igualdad con el feminismo. Al principio, dice, no se comprendía que algunos 
hombres buscaran, además de dar su total apoyo a las reivindicaciones a favor de 
la igualdad, una especie de vía propia, que se concretaba en un intento de 
conocer mejor todo lo que significa y rodea a la masculinidad.
En aquella época, se igualaba masculinidad al 
concepto de poder de los hombres sobre las mujeres y, por tanto, lo que había 
que hacer en ese sentido era destruir y no había nada que buscar. 
Afortunadamente, hoy día esto ya no es así y cada vez está más generalizada la 
idea de que es necesario profundizar en la masculinidad para conocer mejor los 
mecanismos, las relaciones causas-efectos y, en general, todo lo que el 
patriarcado ha hecho de los hombres.
El propio Seidler, ya en el año 1991 defendía estas 
posiciones con textos como éste, extraído del artículo “Hombres en el feminismo” 
de Imelda Whelehan, traducido por el compañero de heterodoxia, Txema Espada: 
“En este colectivo (Talón de Aquiles), no estamos de acuerdo con los hombres 
que dicen que el movimiento de hombres, como el nuestro, no tiene derecho a 
existir, excepto quizás en un papel auxiliar de servicio al movimiento de las 
mujeres. Vemos esta actitud parcializada, como otro aspecto más de la 
culpabilización y auto-negación que hemos arrastrado desde nuestro nacimiento. 
También refleja el menosprecio por otros hombres diferentes. Y, en su forma 
extrema, llega a convertirse en otra forma de dependencia de las mujeres, 
haciendo que éstas hagan todo el trabajo para producir los cambios que 
necesitamos. Los hombres pueden colocar al feminismo en un pedestal igual que en 
general hacen con las mujeres”.
Volviendo al hilo conductor que 
nos lleva, hay que decir que es habitual que buena parte de los hombres por la 
igualdad, pasemos por diversas etapas en nuestra relación con el feminismo. 
Desde una distancia previa que es 
la habitual, se produce siempre el acercamiento,  aunque no siempre éste se da de la misma 
manera. Aquí siguen apareciendo los fantasmas que arrastra el feminismo desde 
hace decenios y, ante ellos, lo primero que hay que decir es que radical viene 
de raíz que es desde donde hay que cambiar esta sociedad y que, por tanto, yo me 
considero feminista radical. Es mi forma de contrarrestar esa amarga coletilla, 
que se utiliza a menudo para negar lo innegable; la necesidad de que todos y 
todas prestemos un contundente apoyo a la lucha contra la discriminación. 
Al principio, muchos hombres nos 
dicen, sí, yo también me considero pro-feminista, pero no me gusta el feminismo 
radical. Yo, además, de explicarles lo anterior, les pido que me cuenten cuántas 
veces se han tenido que enfrentar a esas supuestas energúmenas violentas que 
pueblan los espacios feministas radicales. Personalmente, nunca me he topado con 
ellas. Todo al contrario, lo que más me suelo encontrar son mujeres altamente 
comprensivas y dispuestas a cooperar con toda aquella persona que se brinde a 
unirse a la lucha contra la desigualdad. 
También está el debate entre el 
feminismo de la igualdad y el de la diferencia. Sin entrar en detalles pues no 
es objeto de este trabajo, sí que hay que advertir, para el tema que nos trae, 
los peligros de perderse en los brazos, aparentemente más acogedores, del 
feminismo de la diferencia.  
Si los hombres por la igualdad 
queremos entrar ahí, me parece a mí que debemos hacerlo con prudencia y siendo 
conscientes de las posibles factores determinantes de nuestro posicionamiento. Y 
esto no necesariamente contradice lo anterior, simplemente, quiero decir que no 
podemos adoptar posturas fáciles sino que éstas han de estar bien fundamentadas 
en nuestro pensamiento y sentimiento. 
La idea del feminismo de la 
diferencia puede ser, a priori, más atractiva. Nos permite acogernos a esa 
diferencia y esto nos da mucho juego. Pero por ahí y si no andamos avispados, 
algunos de nosotros, especialmente al principio de nuestro recorrido 
igualitario, pudiéramos empezar a justificarnos determinadas cosas. Si no se 
acompaña de un amplio sentido autocrítico, esa diferencia puede convertirse, 
fácilmente, en desigualdad. Evidentemente, no para las teóricas de dicha postura 
ni las mujeres que la defienden, pero sí para algunos de nosotros. 
El feminismo de la igualdad es, 
quizás, más árido, menos complaciente. No nos deja ningún resquicio tras el que 
ocultarnos. Quizás por eso, a mi me atrae más. Me siento más a gusto con sus 
planteamientos. Pienso que es muy buen  
-y muy sano- ejercicio mental, el situarnos ahí, haciendo un esfuerzo por 
identificarnos, por meternos en la piel de las compañeras que luchan, día a día, 
contra un mundo absolutamente androcéntrico, en el que tienen que “pelear” cada 
pequeña conquista. 
Pero, además, también me sitúo 
ahí por convicción. Cada vez estoy más convencido que nacemos prácticamente 
iguales y que es la sociedad la que nos va moldeando hacia la diferencia desde 
ya, los primeros días de nuestra vida. Es el eterno debate entre lo 
cultural/aprendido y lo genético/biológico. ¿Qué es sexo y qué es género? En 
cualquier caso, estamos tan lejos de conseguir una sociedad que no nos determine 
hasta el extremo, que no podemos siquiera atisbar lo que quedaría en nosotros y 
nosotras si recibiéramos una verdadera educación en igualdad. 
Victoria Sendón habla, en su 
artículo titulado “¿Qué es el feminismo de la diferencia?”, de la sexualidad 
como de uno de los elementos primarios que marcan y justifican esa diferencia. 
Bien, pero... ¡es tanto el camino que nos queda por recorrer hasta que lleguemos 
a la deseada situación de encontrarnos con nuestro verdadero yo, también en el 
tema sexual! ¡cuántas capas de miedos, imposiciones y estereotipos acumulamos en 
nosotros/as mismas/os!. 
Tanto en el tema sexual como en 
el resto, yo no veo las diferencias. Son meramente culturales. Existen en la 
actualidad, pero son producto de los procesos de socialización altamente 
sexistas por el que todos y todas atravesamos. Por ello, nuestro objetivo debe 
ser superarlas, no adaptarnos a ellas. Y, en todo caso, el día que lleguemos a 
nuestro objetivo de haber construido una sociedad en la que se hayan superado 
plenamente los estereotipos de género, entonces podremos seguir nuestras 
respectivas construcciones personales ya cada uno/a investigando sus 
particulares caminos, tanto en lo sexual como en el resto de los espacios 
vitales que nos conforman.
Tradicionalmente, el movimiento 
de hombres por la igualdad se ha articulado a través de los grupos de hombres. 
Esto no es casual y tiene una clara explicación en las causas que nos llevan –o 
mejor dicho, nos traen-, en el tipo de personas que solemos acercarnos a este 
tema y en las necesidades que nos mueven. 
Ya sea porque descubrimos todo el 
nuevo mundo que significa aplicar la cuestión de género a nuestras vidas, ya sea 
porque necesitamos hablar de algo que nos pasa y que no sabemos muy bien qué es, 
lo cierto es que, habitualmente, hemos tendido a crear un espacio común con 
otros hombres con los que poder intercambiar nuestros pensamientos y 
sentimientos. 
Esto en sí mismo es ya algo muy 
novedoso. Los hombres tenemos muchas relaciones sociales, pero muy pocas de 
ellas con la suficiente cercanía y complicidad como para poder intercambiar 
nuestras inquietudes personales. O, al menos, muy pocas de ellas se dan con 
otros hombres, sí más con mujeres. Esto tampoco es casualidad. Es producto de 
nuestra educación, de la competitividad con que solemos relacionarnos, del miedo 
a la cercanía, de nuestra incapacidad para mostrar la debilidad –y menos a 
nuestros competidores-, de nuestra falta de habilidades relacionales cuando se 
trata de hablar de cosas íntimas... Hay muchos porqués que espero poder analizar 
más detalladamente en otro momento. 
Dar el paso de empezar a reunirse 
con otros hombres es, en sí mismo, un hecho notablemente innovador que rompe con 
la tradición masculina, que hace que tengamos una visión claramente 
individualista de nuestro devenir vital; bajo la que se supone que nosotros 
debemos ser capaces de resolver nuestros problemas por nosotros mismos. Por 
cierto, que por el tratamiento que se da a este tema –y a otros también- es muy 
recomendable la lectura del libro de Anthony Clare “Hombres, la masculinidad en 
crisis”. 
Volviendo a mi experiencia 
personal, he de decir que cuando empezamos a reunirnos en nuestro grupo de 
hombres, no teníamos ni idea de que estábamos siguiendo los pasos que otros 
muchos antes ya habían dado. Esto habla bien de nosotros en cuanto a nuestra 
intuición del camino a seguir y no tan bien, por nuestra considerable 
desinformación sobre el mundo en que nos estábamos metiendo y la propia historia 
del movimiento de hombres por la igualdad. 
El grupo nos ayuda en muchos 
sentidos. Nos apoya en nuestros momentos de crisis y dudas, nos gratifica en 
nuestros avances y nos refuerza en nuestros posicionamientos que, a menudo, son 
difíciles de mantener fuera de él porque –no debemos olvidar-  nos movemos en un mundo en el que los 
hombres por la igualdad aún somos una inmensa minoría. 
Un grupo de hombres se convierte 
en un motor que catapulta a sus miembros a nuevos escenarios de búsqueda, de 
libertad y de desarrollo personal. En nuestro caso, todos hemos cambiado 
mientras recorríamos este camino que nos ha hecho más conscientes de nosotros 
mismos y del mundo que nos rodea. 
Quiero recomendar un libro que es 
una estupenda guía para grupos de hombres. Se titula “Rehacerse hombres. Cómo 
dar nuevos sentidos a la masculinidad”, su autor es Juan Carlos Kreimer y está 
publicado por Planeta. Lamentablemente, a estas altura no es fácil de conseguir, 
pero merece la pena intentarlo. 
Pendiente queda el debate de si, 
además de necesarios, los grupos de hombres son suficientes. Me refiero a la 
necesidad, para mi evidente y para otros no tanto, de articular el movimiento de 
hombres a través de organizaciones que den una proyección pública a todo lo que 
ocurre en el ámbito privado de nuestros grupos de reflexión. Pero ya digo, ese 
debate es para otro día. 
Cuando los seis hombres que 
decidimos reunirnos por primera vez, hace ahora unos tres años,  nos vimos las caras para hablar de 
nosotros mismos, teníamos la sensación de estar haciendo algo realmente nuevo. 
Las personas que teníamos alrededor, especialmente las mujeres, estaban 
intrigadas. ¿De qué vais a hablar? ¿qué vais a hacer? ¿cómo acabará esto?. 
Era la misma sensación que deben 
sentir los exploradores ante la certeza de estar pisando tierras jamás vistas 
por el ojo humano. Algo totalmente novedoso... ¡hombres reuniéndose con otros 
hombres para hablar de ellos mismos, de sus cosas, de sus problemas!. Sin duda, 
estábamos descubriendo algo nuevo. 
Luego resultó que lo que habíamos 
descubierto era el Mediterráneo. Quiero decir con esto que el camino que 
nosotros habíamos empezado a recorrer, con la sensación de estar rompiendo con 
muchas cosas –eso era cierto- y de estar realizando una iniciativa totalmente 
novedosa –esto sí que no lo era- ya había sido recorrido por otros hombres en 
muchas ocasiones. 
El movimiento de hombres por la 
igualdad nació a principios de los setenta en los países nórdicos al amparo o 
impulsado por las fuerzas que se generaron a raíz del resurgimiento del 
movimiento feminista, en plena segunda oleada del mismo. 
En España, los primeros grupos de 
hombres datan de mediados de la década de los ochenta, en las ciudades de 
Valencia y Sevilla. Desde entonces, han surgido –y desaparecido muchos de ellos- 
grupos de hombres por diversas ciudades españolas, hasta llegar a una cifra 
actual que podríamos estimar cercana a la veintena. También hay que citar 
algunas otras iniciativas más amplias e intentos de establecer sistemas de 
coordinación entre las distintas realidades, pero que, lamentablemente, no han 
cuajado. 
No es necesario explicar la 
importancia de que alguien documente históricamente todos estos hechos que aquí 
sólo se apuntan. Me constan algunos intentos. En este sentido, quiero destacar 
los escritos de Luis Bonino, que recomiendo desde aquí para cualquiera que 
quiera conocernos un poco mejor y tomar conciencia de nuestra breve y exigua, 
pero al fin y al cabo, existente historia. 
Esto es muy importante para, 
entre otras cosas, que no siga ocurriendo que los hombres que inician el proceso 
de acercamiento, sigan pensando que están haciendo algo totalmente novedoso. Que 
no sigamos todos, cada vez, descubriendo el Mediterráneo. 
Necesitamos nuestra historia. 
Todos los movimientos, todas las realidades que se generan en el seno de la 
sociedad, necesitan raíces para tomar cuerpo y consolidarse. Pero, 
especialmente, nosotros, debido a nuestra estructural debilidad. 
Durante años y decenios, al 
feminismo se le negó la suya. Era una forma de anularlo, de negar su existencia. 
No creo que nadie esté haciendo lo propio con nosotros. Realmente no hace falta 
puesto que –aún- no significamos un problema para nadie. Lo que determina esta 
situación es, más bien, nuestra propia debilidad estructural y, eso sí, una 
característica muy propia de todos los hombres; una descarada falta de humildad 
que nos hace creernos, a poco que seamos un poco espabilidados, los 
mejores de la clase y del mundo entero.
¿Soy un hombre por la 
igualdad? 
Después de hacer este breve 
repaso a los “principios” del movimiento de hombres por la igualdad, alguien 
podría hacerse las siguientes pregunta, ¿soy yo un hombre por la igualdad? ¿en 
qué grado es necesario tener asumido todo lo aquí expuesto, para poder 
considerarse integrante del mismo? ¿basta, acaso, el simple deseo o una actitud 
positiva o son necesarios, por el contrario, largos años de reflexión y 
transformación personal?. 
Lo primero que hay que decir es 
que, ante todo, debemos evitar toda tentación de crear una casta de hombres 
puros. Los hombres por la igualdad no somos especiales, no somos mejores y, 
mucho menos, superiores. Lo que sí somos, al menos por ahora, es diferentes a la 
mayoría de los hombres. Nada más. 
Nosotros decimos que los hombres 
por la igualdad nos distinguimos, en primer lugar, porque aplicamos el refrán de 
que hechos son amores y no buenas razones. Por sus hechos, los 
reconoceréis. No se puede ser un hombre por la igualdad y, paralelamente, seguir 
intentando mantener una posición de privilegio, por ejemplo, en el espacio 
privado del hogar. Como decía un compañero, “lo que hay que hacer con la 
lavadora es empezar a ponerla... y nada más. El resto son tonterías”. 
Un hombre por la igualdad se 
distingue por su compromiso personal y social. Y no me refiero con esto a que 
tengamos, necesariamente, que practicar ningún tipo de militancia. Es más bien 
una aplicación del principio feminista de que lo personal también es político. 
No puede haber diferencias, no puede haber contradicciones sangrantes entre lo 
que se proclama y lo que se hace. Ahí es donde se sitúan esa mayoría de hombres 
a la que no pertenecemos. Ellos han aprendido a mantener un discurso 
políticamente correcto en torno al tema de la igualdad, pero en la 
práctica, intentan guarecerse de tantos cambios como está provocando la lucha de 
las mujeres contra su discriminación. Mantienen una actitud que podríamos 
resumir en “con la que está cayendo, a ver si consigo no mojarme 
demasiado, o lo que es lo mismo, a ver si en mi ámbito personal y privado, 
consigo no aplicar lo que predico con tan buenas palabras. 
¿Es un hombre por la igualdad 
aquel que está en la fase de revalorización de lo masculino y haya olvidado o 
aliviado su dedicación y atención sobre la discriminación que sufren las 
mujeres? Pues depende de cuándo, dónde y hasta qué punto. Nuestro apoyo al 
feminismo, el sentirnos parte de dicho movimiento, es una de nuestras señas de 
identidad. Pero hay que comprender esas diferentes fases por las que puede 
atravesar un hombre camino a la igualdad; ese deslumbramiento ante el 
descubrimiento del propio género, de todo lo que significa lo masculino. No en 
todos los momentos se puede atender por igual a todos los frentes. 
¿Se puede ser un hombre por la 
igualdad y no ser pro-feminista? Planteado así, en términos absolutos, la 
respuesta ha de ser, necesariamente, negativa. Realmente no lo sé. Sí puedo 
decir lo que aplico en mi vida diaria. Yo no puedo esperar, lógicamente, que 
todos los hombres que se acercan a nosotros (a nuestra Asociación, AHIGE) se 
proclamen convencidamente feministas. Esto suele ser fruto de un proceso, más o 
menos largo, que viene después. 
Sin embargo, muchos de ellos, por 
sus prácticas, sí que son hombres por la igualdad. No aplican ningún tipo de 
discriminación, les ofende verlas allí donde se producen y mantienen una actitud 
activamente igualitaria en sus vidas. En estos casos, ¿quién somos nosotros para 
poner o quitar méritos, para conceder o denegar carnets de igualitarios? 
¿Se puede ser hombre por la 
igualdad y homófobo a la vez? Evidentemente, no, pero como ya dije antes 
¿quiénes de nosotros no mantiene, en su interior, una parte de rechazo y miedo a 
la homosexualidad? Por supuesto esto debe ser siempre una tarea urgente y de 
primer orden en nuestro continuado proceso de deconstrucción de modelos 
tradicionales, pero bien con que sea así. No podemos pedir almas inmaculadas. 
¿Se puede ser un hombre por la 
igualdad y no creer en los hombres, en su capacidad de cambio? Pues 
razonadamente, tampoco... pero todos hemos pasado por esos posicionamientos y a 
todos nos invade, de vez en cuando, la rabia y la vergüenza para con nuestros 
congéneres. Pienso, por ejemplo, en la violencia de género o, más sencillamente, 
en la estupidez y brutalidad de la que solemos hacer gala. 
Para terminar, me atrevo a 
incluir un breve esquema-resumen, en el que indicar, con las salvedades y 
comprensiones hacia las distintas fases y posiciones en que cada uno pueda 
encontrarse en cada momento, que un hombre por la igualdad sería aquél que: 
Se acepta a sí mismo como producto de un proceso de 
  socialización claramente marcado por los valores patriarcales y ha iniciado un 
  camino personal de búsqueda y replanteamiento interno de sus valores, 
  esquemas, mecanismos, conductas y pensamientos sexistas. 
  
Mantiene una actitud de cambio en sus relaciones 
  con las mujeres, en las que ya no tolera ningún tipo de desigualdad en razón 
  del sexo. Esto se plasma, por ejemplo, en una absoluta corresponsabilidad en 
  el ámbito familiar y doméstico. En el plano laboral, no acepta que se den 
  situaciones de discriminación hacia sus compañeras de trabajo. 
  
Apoya activamente las justas reivindicaciones de 
  las mujeres contra el sexismo. Comprende que no basta con las palabras y que 
  es necesario que los hombres se posicionen activa y públicamente, mostrando su 
  posicionamiento sobre el tema. 
Está aprendiendo a aceptarse a sí mismo como el 
  resultado de la interacción de su yo intelectual y su yo afectivo-emocional. 
  Y, por tanto, a verse como un ser sensible, afectivo y, sobre todo, 
  vulnerable. Además, está intentando superar su tradicional aislamiento 
  emocional. 
Ha iniciado un proceso de replanteamiento de la 
  relación con sus hijos e hijas (en el caso de ser padre). Ya no acepta 
  continuar con un papel secundario en este tema e intenta que esa relación sea 
  más completa, aprendiendo a implicarse directamente con ellos y ellas. 
  
Intenta ir superando el miedo y el rechazo ante 
  situaciones de cercanía y complicidad con otros hombres. Comprende que la 
  compañía y la ayuda de otros hombres le es necesaria para su correcto 
  desarrollo vital. Acepta que necesita su apoyo y está aprendiendo a no verlos 
  como competidores. 
Avanza en un proceso de renovación de su 
  sexualidad, intentando reaprender a vivir una sexualidad más natural y plena 
  sin los determinantes que el modelo tradicional masculino le ha impuesto. Se 
  trata de una sexualidad más completa, en la que también intervenga su yo 
  afectivo-emocional, en una armoniosa conjunción con los componentes 
  físico-hormonales de su deseo sexual. Intenta desvincular sexualidad y poder, 
  intenta rechazar los modelos y valores pornográficos que tanto desvirtúan sus 
  vivencias más íntimas. 
Ha comenzado a cambiar su actitud hacia la 
  homosexualidad, reconociendo que las personas homosexuales han sufrido, 
  tradicionalmente y aún hoy, una gravísima situación de discriminación que ha 
  de ser combatida activamente. Analiza su relación personal con este tema. 
  
Y, por supuesto, ha adoptado una actitud de 
  tolerancia cero hacia la violencia de género que ejercen los hombres sobre las 
  mujeres. Ha comprendido que “el silencio nos hace cómplices” y mantiene una 
  posición de lucha activa contra esa lacra. 
En definitiva, es un hombre que tiene un proyecto 
  de cambio personal y lo está llevando a la práctica. Esto le lleva a 
  replantearse una gran parte de sus posiciones, actitudes y conductas, que 
  entiende están determinadas por su proceso de socialización sexista y 
  patriarcal. Su objetivo es construir una sociedad en igualdad en la que se 
  haya conseguido superar los roles de género y, para ello, entiende que primero 
  ha de cambiar él. 
Como ha indicado otro compañero 
del grupo virtual de hombres, Jon Ander Landazabal, a estos diez puntos lo 
podemos denominar, el Decálogo de los hombres por la igualdad. 
Como dije al principio, el 
objetivo principal al escribir este artículo, ha sido construir una herramienta 
que ayude a los hombres que se acercan a nuestras posiciones igualitarias, 
uniendo en un mismo texto, buena parte de las claves –intelectuales y 
personales- que van a tener que tocar a lo largo de su –cada uno tendrá 
que hacer el suyo- camino. 
Por mi parte, he de decir –y 
reconocer- que por momentos, me he situado en muchos de los rincones aquí 
brevemente iluminados. Casi siempre he defendido mis posiciones con convicción y 
ardor, en la creencia de que estaba en lo correcto. Ahora sigo haciendo lo 
mismo, aunque la diferencia es que la convicción, es más bien, la de que yo 
también estoy en el camino y que seguirán cambiando muchas cosas dentro y fuera 
de mi. 
Lo importante es mantener una 
actitud constructiva que nos permita dar con el conjunto de intereses y 
principios sobre los que basar el proyecto en común de avanzar hacia una 
sociedad en la que los roles y estereotipos de género consigan ser superados 
definitivamente, construyendo un mundo de plena igualdad y libertad.
Junio de 2003
Antonio García Domínguez (antonio@ahige.org). Presidente de AHIGE (http://www.ahige.org/)