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HOMBRES CAMINO A LA IGUALDAD
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Este artículo está concebido como
un instrumento de ayuda a los hombres que se acercan a los planteamientos del
movimiento de hombres por la igualdad. Se hace un recorrido por los distintos
estadios por los que hemos atravesado muchos de los hombres que ya nos
consideramos parte del mismo, en la idea de que, bastantes de los hitos de este
camino han sido los mismos o similares, en buena parte de nosotros.
Considero mi propio proceso
personal como el mejor referente que puedo utilizar para aportar luz sobre este,
no siempre cómodo, replanteamiento
global de lo aprendido. Son dos las vías por las que, mayoritariamente, se
acercan los hombres a los planteamientos igualitarios; procesos de cambio
normalmente enmarcados en momentos de crisis vitales y la toma de conciencia por
“ósmosis”, bajo la influencia de las compañeras en distintos movimientos
sociales. Por supuesto, en la práctica se dan muchas situaciones muy distintas y
complejas. Por ejemplo, es habitual que ese proceso de “ósmosis” se dé en casi
todos los casos. Muy a menudo, las mujeres nos influyen decisivamente.
Los principios básicos de nuestro
movimiento pueden concretarse en que somos pro-masculinos, anti-homófobos y
pro-feministas (o feministas). Alrededor de ellos y de nuestra especial relación
con el movimiento feminista, se establece una discusión en la que aparecen
nuestros principales referentes teóricos... y también algunos de nuestros
grandes retos, como, por ejemplo, el construir nuestra propia historia para
evitar que, en lo sucesivo, siga ocurriendo que esos compañeros que se nos
acercan, sigan creyendo que están descubriendo el mediterráneo. El
mediterráneo ya está descubierto.
¿Soy un hombre por la igualdad?
Con esta frase comienza el apartado dedicado a obtener nuestro perfil básico. Se
hace elaborando un decálogo de los hombres por la igualdad.
Espero que sirva.
Hace algunos días tuve una larga
charla con un hombre que está viviendo un proceso personal de descubrimiento y
acercamiento al movimiento de hombres por la igualdad. Durante la conversación,
tuve la impresión de estar escuchándome a mi mismo hace unos años. Me pregunté,
entonces, sobre la posibilidad de que aquello no fuese casualidad. Haciendo
memoria sobre otros encuentros con hombres en circunstancias similares, percibí
una cierta repetición, una pautas que, parece ser, seguimos muchos de los
hombres que recorremos este camino de cambio.
Sentí la responsabilidad que
tenemos los hombres que ya estamos en este movimiento, de ir generando
conocimiento. En este caso concreto, creo que tenemos la obligación moral de
favorecer el tránsito hacia nuestras posiciones de todos aquellos hombres que,
en algún momento de su vida, se encuentren en la encrucijada de tener muchas
preguntas -y muy pocas respuestas- acerca de sí mismos y de cómo son, sienten y
se comportan en función de su condición masculina, con interrogantes acerca de
cómo y hasta qué grado, les determina el hecho de ser hombres.
Cada cual tiene que recorrer su
propio camino. Eso es cierto. Vale para los procesos intelectuales y,
especialmente, para los vitales. El camino hacia la igualdad tiene ambos
componentes; el intelectual, porque exige dar cuerpo a una serie de inquietudes
y sensaciones que nos acometen hostigando nuestras, más o menos, cómodas
posiciones de hombres acogidos a lo políticamente correcto, y sobre todo, el
vital, porque todos esos hitos intelectuales deben llevar aparejados,
necesariamente, transformaciones personales.
Y si bien es cierto que cada cual
debe recorrer su propio camino, también es verdad que si alguien aporta un poco
de luz al mismo, igual los que vienen detrás no tienen que tropezar con todas y
cada una de las mismas piedras que sus predecesores. De esta manera, se ha
construido durante milenios la cultura humana, primero de forma oral y, ahora
por exigencias obvias, de manera escrita. Seamos capaces de transmitir un
conocimiento que, en algún grado, sea aprovechable por otras personas.
Ese es el motivo que me ha
llevado a ponerme delante del ordenador y afrontar la elaboración de este
documento. Hay una mezcla de testimonio personal con reflexión intelectual. No
está mal. Me recuerda bastante a lo que hacemos en mi grupo de reflexión de
hombres. Cuando nos planteábamos qué íbamos a hacer y el enfoque con que íbamos
a tratar los temas, nos dimos cuenta que no nos servía lo uno sin lo otro. Los
hombres somos muy buenos razonando, moviéndonos en lo intelectual y, además,
tenemos una tendencia natural a irnos hacia ese terreno poco comprometedor.
Precisamente por eso, pensábamos en aquél entonces, también necesitábamos de lo
personal. Era necesario que lo hablado estuviera directamente conectado con
nuestras entrañas y nuestro corazón. Algo de eso hay aquí.
¿Por qué y cómo, los hombres nos
acercamos a posiciones igualitarias? ¿qué nos provoca ese cambio personal?.
No hace mucho, charlando con una
amiga de juventud, coincidíamos en que ninguno de los dos interiorizamos durante
la infancia y la adolescencia, determinados estereotipos de género. En eso nos
sentíamos diferentes a la mayoría.
¡Ojo, con esto no quiero decir
que en mí no se den la mayoría de los valores sexistas hegemónicos ni que yo no
haya desarrollado conductas y actitudes es esa línea! Ni mucho menos. Desde aquí
y ahora, quiero decir que, a pesar de dedicarme a este tema, aún sigo
sorprendiéndome, mucho más a menudo de lo que quisiera, con conductas y
tendencias claramente heredadas de la tradición patriarcal en la que fui
educado.
Lo que sí quiero decir es que
nunca me sentí a gusto, cuando niño, en la exigencia de fortaleza y vigorosidad
que se nos plantea a los varones desde muy tempranas edades. Siempre tuve la
sensación de que mi padre debía sentirse muy frustrado por mi escasa
predisposición a la agresividad, mis nulas cualidades de liderazgo y mi clara
tendencia a la sensibilidad e inseguridad internas. Más tarde, con el paso de
los años, atisbé que, aún dentro de su propia alienación patriarcal, el hombre
no me pedía muchas de las cosas que yo me autoexigí. Los estereotipos de género
actuaron ahí con fiera contundencia, determinando una relación que no se dio,
como en la mayoría de los casos sucede entre padres e hijos, de forma directa y
suficientemente llena como para contrarrestar lo que cada uno había
asumido que esperaba el otro.
Me rebelaba ya desde niño, ante
el etiquetamiento fácil que se nos hacía. Las niñas era así y, sobre todo, yo
era de tal manera. Si jugaba con alegría y excitación por la presencia de una
visita inesperada, se me tachaba rápidamente de “bruto”. A mi, que me
consideraba la más sensible de las flores del jardín, se me confundía con un
espino, simplemente por ser niño.
Nunca me sentí superior a las
niñas, ni más tarde en mi juventud, a las chicas. Nada más lejos de mi
pensamiento. Aunque claro, también he de decir que mi nivel de conciencia sobre
las fuerzas que se movían en mi yo interior, sobre las relaciones causa-efecto y
sobre el origen y verdadera naturaleza de mis sentimientos, estaba muy lejos de
ser el adecuado. Como todo varón, aprendí desde muy niño a taparme a mi mismo,
negándome una buena parte de mis sentimientos, cargando por ello, con la
inevitable consecuencia de convertirme, con el paso de los años, en un gran
desconocido para mi mismo. Este fue un largo y doloroso camino que, más tarde,
tuve que desandar.
Por esto mismo no caigo en
contradicción si digo, de buena fe, que desde siempre me sentí de igual a igual
con las mujeres y, a la vez, afirmo que aún hoy, me sigo descubriendo muchos
tics machistas aprehendidos desde mi más tierna infancia.
Como muchos otros hombres de los
que coincidimos en las posiciones igualitarias, tradicionalmente me he
relacionado mejor con las mujeres. Conectaba con ellas, mientras que con ellos,
sencillamente, no tenía de qué hablar. Tenía amigas y ningún o un escasísimo
número de amigos. Esto se fue dando cada vez más y, al llegar a la treintena,
apenas si me relacionaba con hombres. Mi mundo era plenamente femenino y yo me
identificaba, o creía que lo hacía, totalmente con sus valores.
Sin embargo, hubo un momento,
allá en los primeros años de mi tercera década, en que empecé a sentirme
incómodo. Cada vez me encontraba con más mujeres que no aceptaban ese pacto
implícito. Ellas sí que consideraban que había diferencias y actuaban en
consecuencia. Se organizaban, discutían y posicionaban como grupo, desde una
perspectiva que, a mi entender, me excluía por ser varón.
Además, empecé a percibirme, en
ocasiones, injustamente tratado. A menudo sentía que se me prejuzgaba como
machista aún sin conocerme o que, se aprovechaba la más mínima e insignificante
ocasión, para colocarme la etiqueta de tal.
Mi relación con las mujeres,
hasta entonces, había sido, en lo personal, excelente. Sin embargo, no era tanto
así en lo social, aunque de eso no tomé conciencia hasta más tarde. Para mi
propia sorpresa, comprendí que lejos de haberles otorgado mi total aceptación y
apoyo en cumplimiento de mis principios ético-políticos, en realidad había
desarrollado hacia las feministas actitudes y sentimientos de distancia,
incomprensión y miedo. Sentía, además, una cierta agresividad en ellas. También
una continuada culpabilización que acababa por invadirme sin yo saber
exactamente por qué.
En realidad, y visto desde ahora,
todo tenía su lógica. Si yo nunca asumí para mí las diferencias, difícilmente
pude aceptar que me las asignaran otras personas y, especialmente, cuando me
eran devueltas en forma reivindicativa y culpabilizadora hacia todo un género en
el que se me incluía y con el que, sin embargo, yo no me identificaba. Desde el
punto de vista de las otras personas, de las mujeres a las que me refiero,
pasado el tiempo veo lógico su comportamiento, tan acostumbradas como estaban a
tener que desenvolverse en espacios ajenos y extraños, ariscos y propicios a
negarles los más mínimos derechos. Ahora pienso que si yo hubiese sido mujer,
seguro que hubiese actuado como ellas.
Más tarde llegó la percepción de
que los hombres nos estábamos perdiendo bastantes cosas. Quería para mi el
sentido de identidad, la capacidad de autoanálisis y comprensión de su situación
que veía en las mujeres. Quería su complicidad, sus habilidades personales y
sociales, sus capacidades para querer y quererse. También para sufrir y expresar
lo que sentían.
Era una clara situación de
descontento personal. En esa encrucijada, mi pareja, una mujer a la que debo
muchas cosas, me apuntó la posibilidad de que buscara un espacio en el que
compartir con otros hombres y poder volcar aquellas preguntas que no tenían
respuesta. Ella hacía tiempo que acudía a un grupo de mujeres. A mi me pareció,
al principio, una idea tan interesante como difícil de llevar a la práctica.
¿Hombres reuniéndose para hablar de sí mismos y de todo aquello que yo sentía?
¿dónde se había visto eso?
Pocos hombres descubren la
cuestión de género. Pareciera que el género, como concepto y realidad que
determina nuestras vidas, no nos afecta. Esas, dirán muchos, son más bien cosas
de mujeres. La realidad es que ellas sí que llevan decenios transformándose
personal y socialmente a raíz y a través del descubrimiento y aplicación a sus
vidas, de dicho concepto.
Al igual que hacemos con otras
muchas cosas, parece que los hombres no percibimos la importancia del género.
Como en tantos otros aspectos, jugamos al macabro y peligrosísimo juego de
ignorar la realidad o, mejor dicho, de huir de ella a través de simular que
estamos por encima de...
En nuestras vidas cotidianas, en
nuestra casa, en el trabajo, etcétera, igualamos mentalmente género con mujer.
En el mejor de los casos, me refiero a ese pequeño porcentaje de hombres que no
ve con desconfianza el avance de la mujer, género es una idea positiva que están
utilizando ellas para avanzar y conquistar la igualdad. Para esos hombres,
género significa esfuerzo para dejar atrás nuestros privilegios patriarcales,
pero poco más.
Y, sin embargo, todo un mundo
nuevo se abre ante nosotros cuando nos auto-aplicamos la perspectiva de género.
Si analizamos nuestra historia personal desde este novedoso –para los hombres-
punto de vista, muchos interrogantes encuentran, por fin, respuesta; las
conductas, los sentimientos, los pensamientos, las relaciones, las reacciones,
las represiones...
Esto fue lo que nos ocurrió a los
hombres que iniciamos aquel proceso de reunirnos y crear un espacio de
intercambio vital. Me estoy refiriendo, por supuesto, a mi Grupo de Reflexión de
Hombres. Si bien al principio, la idea era hablar de nosotros mismos, de ver qué
nos estaba ocurriendo, de apoyándonos como personas pertenecientes al mismo
sexo, pronto descubrimos que para poder adentrarnos en todo ello, era necesario
manejar el innovador –para nosotros- concepto de género. Sorprendidos, vimos que
pertenecíamos a un mismo género y que teníamos pautas comunes por ello. Unos y
otros coincidíamos en hechos y circunstancias desde nuestra infancia.
Así, empezamos a ver desde esta
nueva perspectiva a nuestros padres y madres, las relaciones que mantuvieron,
contemplándolas como personas producto de una época fuertemente patriarcal y
sexista. Y no sólo es pasado. Este proceso, también nos permite reubicarnos en
cuanto a nuestras actuales relaciones; con nuestras parejas, nuestros/as hijos e
hijas –con los que tenemos la tendencia a reproducir las relaciones que tuvimos
con nuestros padres-, con los grupos de iguales, etc.
Otros temas que pronto surgieron
fueron; la sexualidad, el poder, la competitividad, la búsqueda del éxito, el
miedo, la culpa, la homosexualidad, nuestras relaciones con las mujeres, los
sentimientos y, en general, nuestro mundo afectivo-relacional...
Y, por supuesto, llegados a esta
situación, decir que el otro gran descubrimiento fue el doloroso tema de la
gravísima discriminación que históricamente han sufrido y, aún hoy padecen, las
mujeres. Nos dimos cuenta que no se puede hablar de hombres, de masculinidad y
de género, sin hablar también de sexismo, discriminación, patriarcado,
feminismo, igualdad, etc.
No quiere esto decir que antes no
tuviéramos conciencia de los problemas de la mujer. Sí, sí que la teníamos, pero
desde más cercana a lo intelectual. Desde ahí, reconocíamos los derechos de las
mujeres, al igual que lo podríamos hacer con los de los negros o la población
del tercer mundo. Desde la intelectualidad y, por tanto, con cierta lejanía. Sin
sentir el dolor que significa ser de segunda clase, el pertenecer a un mundo
hecho por y para hombres.
Este fue el punto de reencuentro
con las mujeres que luchan activamente a favor de la igualdad. Con ellas y con
su movimiento; el feminismo. Personalmente, pasé de sentirme ajeno hacia
aquellas posiciones feministas que consideraba extremas, a asumirlas plenamente
teniendo la convicción de que ser feminista, era la más adecuada opción para
cualquier mujer de nuestro tiempo. Y, por primera vez, me sentí, yo mismo,
feminista (o pro-feminista, como se le quiera llamar).
Por lo que yo sé y he podido
comprobar por mi experiencia personal, hay una doble vía de entrada al
movimiento de hombres por la igualdad. Algunos hombres llegan por una, otros por
la otra. Muchos traen en sus alforjas elementos de ambas.
La primera de ellas sería la de
aquellos hombres que descubren la cuestión de género después de determinados
procesos personales que habitualmente están relacionados con momentos de crisis
vitales. En estos casos, el recorrido es, siempre, muy similar; una serie de
preguntas sin respuesta, sensaciones inquietantes y desagradables,
desorientación, pérdida, quizás angustia.
Es muy habitual, en estos casos,
que se pase por una etapa de sublimación de lo masculino. Hay que comprenderlo.
Por primera vez en nuestras vidas, tenemos identidad como género. Hay un
reencuentro –casi mejor un encuentro- con la masculinidad. Después de mucho
tiempo sintiéndonos culpables por muchas cosas y negándonos a nosotros mismos,
encontramos algo positivo en el hecho de ser hombre.
Y en ese reencuentro, algunos
podemos perdernos, al menos, momentáneamente. Es cuando podemos acercarnos a las
posiciones de otras corrientes del movimiento de hombres (que no sólo está
compuesto por los hombres por la igualdad). Me refiero, por ejemplo, al
movimiento mito-poético de Robert Bly y compañía, que tiene como base la
búsqueda de la esencia masculina, enalteciendo determinados valores
tradicionales a través de los arquetipos mitológicos.
Estos hombres no son
antifeministas, pero están lejos de buscar activamente la igualdad. No la
atacan, pero tampoco la defienden y eso, en la práctica, cuando se trata de
situaciones de discriminación, es permitirla y hasta favorecerla, porque los
grupos oprimidos necesitan de todo el apoyo para salir de la situación en que se
encuentran.
No debemos llevar el reencuentro
con nosotros mismos hacia un excesivo realce de lo masculino, pues
inequívocamente, eso nos conducirá, aunque sea de forma implícita, a una cierta
subvaloración de lo femenino. Como mínimo, crea distancia y la distancia, según
nos demuestra la historia, genera discriminación y desigualdad.
Algunos hombres se quedan en
estas posiciones y, otros, esperemos que los más, comprenden y están de acuerdo
con lo expuesto anteriormente y dan el paso necesario.
Dentro de esta primera vía, no
siempre los caminos son iguales, ni siquiera parecidos. Así me lo hace ver uno
de los compañeros al que pasé este escrito para que lo revisase. Víctor Rosales,
mexicano actualmente residente en París y compañero del grupo virtual de hombres
que, recientemente, ha nacido a partir de la lista de discusión de AHIGE, hace
esta interesantísima aportación:
“Personalmente comencé con el
profeminismo para agradar a las mujeres, era una herramienta que utilizaba para
ponerme una etiqueta de bueno, de revolucionario. Recuerdo que pasábamos horas,
varias parejas de amigos, discutiendo sobre temas de género. A mi me gustaba
encender las mechas que prendía a las mujeres y ponían en jaque a los hombres.
Sin embargo, también en la treintena me doy cuenta que mi lucha era muy
superficial. Es decir que era una identidad que tomaba para ganar amigas. Con la
problemática y la crisis de pareja me di cuenta de lo macho que soy y de como no
es fácil tomar el toro por los cuernos cuando es uno quien está en el ruedo. El
peligro de mi situación es que mi idea de la desigualdad no esta asimilada en lo
profundo de mi ser. Mi discurso era profeminista pero mis actitudes y mi vida
eran machistas. Cuando se cae uno del pedestal se da uno cuenta lo complicado
que es cambiar el mundo y se pregunta uno si realmente es eso lo que quiere.
Como sea mi lucha de genero aunque fuera de forma superficial fue dando frutos,
en mi relación de pareja y eso me permite continuar en la lucha sólo que ahora
mi visión es más reservada. He dejado de ver la lucha de género como un ideal
total y ahora pienso que es semi-utópico en el corto plazo, sobretodo en la
sociedad mexicana que es muy diferente a las sociedades en europea”.
El otro modo de acercarse al
movimiento de hombres por la igualdad es la toma de conciencia social y/o
política por un fenómeno de ósmosis. Son hombres organizados en sindicatos,
partidos políticos u ONGs, con una amplia conciencia sobre los derechos
sociales. En algún momento, reciben la demanda de sus compañeras de
solidarizarse con la problemática de la mujer.
Si antes hablaba de que no todos
los hombres que descubren la cuestión de género acaban asumiendo plenamente los
planteamientos de los hombres por la igualdad, en esta segunda vía, esos casos
son amplia mayoría, pues son los más los hombres que juegan, sin ningún tipo de
contradicción personal, a ese doble papel tan diferente entre lo público y lo
privado, del que se habla en otra parte de este texto.
Sin embargo, sí que hay muchos
hombres que, a partir de estas situaciones, inician procesos de cambio personal
que incluyen la asunción de la igualdad como principio básico en sus vidas y lo
llevan a la práctica. Son hombres que, como es fácil imaginarse, sufren una
amplia transformación en este proceso que les lleva, entre otras muchas cosas, a
descubrir la cuestión de género también para sí mismos.
Los hombres no somos culpables de
los 50.000 años –mas o menos- de Patriarcado. Lo que sí somos, es responsables
si lo reproducimos en nuestras vidas. No podemos cargar con las injusticias que
promovieron nuestros antepasados.
Esta es una idea de gran
importancia a la hora de acometer el camino hacia la igualdad. La culpabilidad
nos constriñe y, en definitiva, impide el cambio. La responsabilidad, por el
contrario, nos hace más fuertes, nos convierte en directores de nuestros propios
actos y de sus consecuencias. La culpabilidad es un lastre que viene del pasado,
la responsabilidad es un motor que mira hacia el futuro.
Con la responsabilidad podemos
iniciar, con garantías, el camino de la de-construcción interior de los
estereotipos de género, de los valores patriarcales que todos hemos asimilado
desde nuestra primera infancia. Con la responsabilidad, podemos empezar a
construirnos de nuevo, libres de trabas sexistas.
Además, hay que añadir una
segunda idea. Todos y todas somos hijos e hijas del Patriarcado. Nosotros
solemos poner esta frase en letras mayúsculas en la pizarra, cuando impartimos
nuestros seminarios. Nadie está
libre de estereotipos sexistas. Nadie está por encima de los demás. Ningún
hombre. Tampoco el que da el curso. Tampoco las mujeres están libres de ello.
Ellas también han sido socializadas en determinados valores y tienden, al igual
que nosotros, a reproducirlos. Esto ocurre así, preferentemente, cuando nos
encontramos en situaciones de especial inseguridad y/o ante las que no tenemos
experiencias personales previas.
Esa sí es nuestra
responsabilidad. Es la gran tarea que primero hemos de acometer al iniciar el
camino hacia la igualdad. Debemos realizar una labor de auto-exploración para el
reconocimiento de los múltiples espacios interiores que tenemos contaminados
de sexismo. Es un proceso, a veces doloroso pero siempre enriquecedor.
Como indica Michael Flood en su
artículo “Tres principios para hombres”, los hombres por la igualdad tenemos
tres principios básicos; pro-masculino, pro-feminista y pro-homosexual (o
anti-homófobo, prefiero yo decir).
Ser pro-masculino significa,
según Flood, “ser positivo respecto a los hombres; creer que los hombres podemos
cambiar; apoyar los esfuerzos de cada hombre por lograr un cambio positivo.
Significa construir relaciones íntimas y alianzas de apoyo entre hombres. Es
reconocer los muchos actos de compasión y nobleza de los hombres. Es resistirnos
a sentir desesperanza respecto a los hombres y a descalificarnos, y es rechazar
la idea de que los hombres somos intrínsecamente malos, opresivos o sexistas.”
Se trata de un cambio radical con
respecto al lugar de donde solemos venir muchos de nosotros, que se sitúa más
bien en el rechazo y la distancia con respecto a lo masculino. Esto se da así
porque en esos momentos, estamos en el entendimiento que sólo existe lo que
conocemos por modelo tradicional masculino. No vislumbramos alternativa alguna.
Sin embargo, cuando descubrimos
otras formas de ser hombre, entonces comprendemos lo importante que es sentirse
a gusto perteneciendo al género masculino, pensar en positivo con respecto a
nosotros mismos y nuestros congéneres. Recuperar la confianza en el hombre. Este
punto es muy importante, pues nos dota de positivismo. A menudo, nuestro
discurso ha de ser, obligatoriamente, muy crítico para con los hombres y, sin
esa fuente de sentimientos y fuerzas favorables a lo masculino, fácilmente
podríamos caer en la distancia y la incomprensión hacia los otros hombres. Y
viceversa.
Ser pro-homosexual, indica Michael Flood, “significa
comprometernos a desafiar la homofobia y el prejuicio y la opresión contra las
personas homosexuales. Significa estar conscientes de las experiencias de los
homosexuales y las lesbianas, y dejarnos informar por los análisis que ellos y
ellas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser pro-homosexual
significa reconocer el papel de la homofobia en las operaciones de la
masculinidad, y formar relaciones íntimas y de apoyo con los hombres,
heterosexuales y demás”.
Durante milenios, los hombres
hemos ido aumentando, de generación en generación, la homofobia entre nuestras
filas. Hasta tal punto esto ha sido así, que el odio hacia todo lo homosexual se
ha convertido en una de las bases sobre las que se sustenta el patriarcado y,
dentro del mismo, el modelo tradicional masculino.
Esta homofobia nos ha limitado
enormemente a todos. Ni que decir tiene que los más perjudicados han sido las
personas homosexuales, que se convirtieron en grandes marginados sociales. Pero
también el resto hemos sufrido las gravísimas consecuencias de ese miedo
descontrolado hacia todo tipo de roce, de intimidad y cercanía entre hombres.
Por todo lo expuesto, cuando
defendemos los derechos de los homosexuales, además de estar respondiendo a una
injusticia hiriente, nos estamos ayudando a nosotros mismos. Estamos avanzando
hacia nuestra propia liberación.
En principio, el de la
homosexualidad es uno de los temas más asumibles por los hombres que inician su
cambio hacia la igualdad. Nos resulta fácil proclamar el derecho de las personas
a su propia opción sexual y el que no haya ningún tipo de discriminación alguna
por ello. Pero todo esto no es más que una falacia. En realidad, el miedo a la
homosexualidad está profundamente arraigado en todos nosotros y resulta muy
difícil, no ya desprenderse de esos perjuicios, sino tan siquiera
identificarlos.
¿Cuántos de nosotros, si no,
reaccionaríamos con normalidad ante un hijo/a homosexual? ¿cuántos de nosotros
no nos sentimos incómodos ante cualquier roce o cercanía física de otro
hombre? ¿cuántos estamos dispuestos a dormir en la misma cama, ante unas
circunstancias que así lo exigieran, con otro hombre? ¿y si pensamos que el otro
es homosexual? ¿por qué si no, los homosexuales siguen teniendo enormes
problemas y hay tantos, aún, dentro de ese enorme armario, que más bien parece
un pozo negro sin fondo?. Buenas preguntas para tratar en una reunión de nuestro
grupo de hombres...
Según Flood, “Ser pro-feminista
significa, fundamentalmente, comprometernos a desafiar la opresión de las
mujeres, el sexismo y la injusticia por razón de género. Es estar conscientes de
las experiencias de las mujeres y dejarnos informar por los análisis que las
feministas hacen de la sociedad. Para los hombres en particular, ser
pro-feministas significa tratar de desarrollar formas de masculinidad no
opresivas y relaciones no sexistas con las mujeres”.
Los hombres por la igualdad somos
feministas -o pro-feministas, como se quiera-. Como en otros temas, tampoco aquí
tenemos tan siquiera un acuerdo en la nomenclatura a utilizar. Hay quien dice
que los hombres no podemos ser feministas, pues esa posición está reservada a
las mujeres y hay quien dice que sí, que una persona, independientemente de su
sexo, es feminista cuando reconoce que las mujeres, por el mero hecho de serlo,
siguen viviendo hoy día en una situación de discriminación ante la que estamos
obligados/as a actuar positivamente para resolverla.
Yo me sitúo más cerca de esta
segunda opción, aunque tengo una tendencia natural a no entrar en este tipo de
batallas lingüísticas que no me parecen, al menos en estos momentos,
prioritarias ni excesivamente constructivas.
En cualquier caso, el ser
pro-feministas ha sido uno de nuestras señas de identidad históricas. No hay que
olvidar que nacimos al amparo de este movimiento y que sin su sustancia, no se
nos podría comprender. Personalmente, me siento plenamente identificado con la
tradición social e intelectual del movimiento feminista.
Sin embargo, la relación de los
hombres de la igualdad con el feminismo es, cuanto menos, compleja. Del propio
feminismo recibimos a veces mensajes de desconfianza, incomprensión y/o
simplemente, desconocimiento. No es paranoia, es realidad. No hace mucho, me
encontré dando una charla junto con una compañera de amplia trayectoria en el
movimiento. Al preguntar a la organización quién hablaba antes, la respuesta era
que habían pensado que mejor yo, pues así ella tendría la oportunidad de
“responder” a lo que yo dijera. Sin duda, esto se hizo sin ninguna maldad, pero
ahí está la desconfianza. Es evidente que esas mujeres desconocían nuestros
orígenes e historia.
De alguna manera, estamos siempre
siendo examinados por el feminismo en una continua comprobación de la ortodoxia
y adecuación de nuestros planteamientos. Tal es así que a menudo, nos vemos en
la obligación de ser “más papistas que el papa”, sin atrevernos a salirnos ni un
ápice del modelo generalmente aceptado ante el temor de ser tachados,
rápidamente, de machistas clandestinos, camuflados bajo el traje de la igualdad.
De esto modo, los recorridos
intelectuales, críticas y autocríticas, que sí se pueden permitir entre las
mujeres pertenecientes a ese movimiento nos están, en buena medida, vedados.
Además, es fácil que muchos de nosotros caigamos a veces en un cierto seguidismo
acrítico que en nada beneficia a nadie. Nunca podemos aplicar el “todo vale” por
mucho que venga de donde viene. Todo esto ha supuesto un enorme peso que ha
resultado, sin duda, excesivo para los débiles hombros del movimiento de hombres
por la igualdad.
Quiero hacer una especial referencia a uno de los
autores que, a mi entender, mejor ha tratado este espinoso tema. Se trata
de Victor Seidler, profesor de Teoría social en la Universidad de Londres y
autor, entre otros libros, de “La sinrazón masculina”. En el mismo, Seidler,
hace un breve recorrido histórico de la relación del movimiento de hombres por
la igualdad con el feminismo. Al principio, dice, no se comprendía que algunos
hombres buscaran, además de dar su total apoyo a las reivindicaciones a favor de
la igualdad, una especie de vía propia, que se concretaba en un intento de
conocer mejor todo lo que significa y rodea a la masculinidad.
En aquella época, se igualaba masculinidad al
concepto de poder de los hombres sobre las mujeres y, por tanto, lo que había
que hacer en ese sentido era destruir y no había nada que buscar.
Afortunadamente, hoy día esto ya no es así y cada vez está más generalizada la
idea de que es necesario profundizar en la masculinidad para conocer mejor los
mecanismos, las relaciones causas-efectos y, en general, todo lo que el
patriarcado ha hecho de los hombres.
El propio Seidler, ya en el año 1991 defendía estas
posiciones con textos como éste, extraído del artículo “Hombres en el feminismo”
de Imelda Whelehan, traducido por el compañero de heterodoxia, Txema Espada:
“En este colectivo (Talón de Aquiles), no estamos de acuerdo con los hombres
que dicen que el movimiento de hombres, como el nuestro, no tiene derecho a
existir, excepto quizás en un papel auxiliar de servicio al movimiento de las
mujeres. Vemos esta actitud parcializada, como otro aspecto más de la
culpabilización y auto-negación que hemos arrastrado desde nuestro nacimiento.
También refleja el menosprecio por otros hombres diferentes. Y, en su forma
extrema, llega a convertirse en otra forma de dependencia de las mujeres,
haciendo que éstas hagan todo el trabajo para producir los cambios que
necesitamos. Los hombres pueden colocar al feminismo en un pedestal igual que en
general hacen con las mujeres”.
Volviendo al hilo conductor que
nos lleva, hay que decir que es habitual que buena parte de los hombres por la
igualdad, pasemos por diversas etapas en nuestra relación con el feminismo.
Desde una distancia previa que es
la habitual, se produce siempre el acercamiento, aunque no siempre éste se da de la misma
manera. Aquí siguen apareciendo los fantasmas que arrastra el feminismo desde
hace decenios y, ante ellos, lo primero que hay que decir es que radical viene
de raíz que es desde donde hay que cambiar esta sociedad y que, por tanto, yo me
considero feminista radical. Es mi forma de contrarrestar esa amarga coletilla,
que se utiliza a menudo para negar lo innegable; la necesidad de que todos y
todas prestemos un contundente apoyo a la lucha contra la discriminación.
Al principio, muchos hombres nos
dicen, sí, yo también me considero pro-feminista, pero no me gusta el feminismo
radical. Yo, además, de explicarles lo anterior, les pido que me cuenten cuántas
veces se han tenido que enfrentar a esas supuestas energúmenas violentas que
pueblan los espacios feministas radicales. Personalmente, nunca me he topado con
ellas. Todo al contrario, lo que más me suelo encontrar son mujeres altamente
comprensivas y dispuestas a cooperar con toda aquella persona que se brinde a
unirse a la lucha contra la desigualdad.
También está el debate entre el
feminismo de la igualdad y el de la diferencia. Sin entrar en detalles pues no
es objeto de este trabajo, sí que hay que advertir, para el tema que nos trae,
los peligros de perderse en los brazos, aparentemente más acogedores, del
feminismo de la diferencia.
Si los hombres por la igualdad
queremos entrar ahí, me parece a mí que debemos hacerlo con prudencia y siendo
conscientes de las posibles factores determinantes de nuestro posicionamiento. Y
esto no necesariamente contradice lo anterior, simplemente, quiero decir que no
podemos adoptar posturas fáciles sino que éstas han de estar bien fundamentadas
en nuestro pensamiento y sentimiento.
La idea del feminismo de la
diferencia puede ser, a priori, más atractiva. Nos permite acogernos a esa
diferencia y esto nos da mucho juego. Pero por ahí y si no andamos avispados,
algunos de nosotros, especialmente al principio de nuestro recorrido
igualitario, pudiéramos empezar a justificarnos determinadas cosas. Si no se
acompaña de un amplio sentido autocrítico, esa diferencia puede convertirse,
fácilmente, en desigualdad. Evidentemente, no para las teóricas de dicha postura
ni las mujeres que la defienden, pero sí para algunos de nosotros.
El feminismo de la igualdad es,
quizás, más árido, menos complaciente. No nos deja ningún resquicio tras el que
ocultarnos. Quizás por eso, a mi me atrae más. Me siento más a gusto con sus
planteamientos. Pienso que es muy buen
-y muy sano- ejercicio mental, el situarnos ahí, haciendo un esfuerzo por
identificarnos, por meternos en la piel de las compañeras que luchan, día a día,
contra un mundo absolutamente androcéntrico, en el que tienen que “pelear” cada
pequeña conquista.
Pero, además, también me sitúo
ahí por convicción. Cada vez estoy más convencido que nacemos prácticamente
iguales y que es la sociedad la que nos va moldeando hacia la diferencia desde
ya, los primeros días de nuestra vida. Es el eterno debate entre lo
cultural/aprendido y lo genético/biológico. ¿Qué es sexo y qué es género? En
cualquier caso, estamos tan lejos de conseguir una sociedad que no nos determine
hasta el extremo, que no podemos siquiera atisbar lo que quedaría en nosotros y
nosotras si recibiéramos una verdadera educación en igualdad.
Victoria Sendón habla, en su
artículo titulado “¿Qué es el feminismo de la diferencia?”, de la sexualidad
como de uno de los elementos primarios que marcan y justifican esa diferencia.
Bien, pero... ¡es tanto el camino que nos queda por recorrer hasta que lleguemos
a la deseada situación de encontrarnos con nuestro verdadero yo, también en el
tema sexual! ¡cuántas capas de miedos, imposiciones y estereotipos acumulamos en
nosotros/as mismas/os!.
Tanto en el tema sexual como en
el resto, yo no veo las diferencias. Son meramente culturales. Existen en la
actualidad, pero son producto de los procesos de socialización altamente
sexistas por el que todos y todas atravesamos. Por ello, nuestro objetivo debe
ser superarlas, no adaptarnos a ellas. Y, en todo caso, el día que lleguemos a
nuestro objetivo de haber construido una sociedad en la que se hayan superado
plenamente los estereotipos de género, entonces podremos seguir nuestras
respectivas construcciones personales ya cada uno/a investigando sus
particulares caminos, tanto en lo sexual como en el resto de los espacios
vitales que nos conforman.
Tradicionalmente, el movimiento
de hombres por la igualdad se ha articulado a través de los grupos de hombres.
Esto no es casual y tiene una clara explicación en las causas que nos llevan –o
mejor dicho, nos traen-, en el tipo de personas que solemos acercarnos a este
tema y en las necesidades que nos mueven.
Ya sea porque descubrimos todo el
nuevo mundo que significa aplicar la cuestión de género a nuestras vidas, ya sea
porque necesitamos hablar de algo que nos pasa y que no sabemos muy bien qué es,
lo cierto es que, habitualmente, hemos tendido a crear un espacio común con
otros hombres con los que poder intercambiar nuestros pensamientos y
sentimientos.
Esto en sí mismo es ya algo muy
novedoso. Los hombres tenemos muchas relaciones sociales, pero muy pocas de
ellas con la suficiente cercanía y complicidad como para poder intercambiar
nuestras inquietudes personales. O, al menos, muy pocas de ellas se dan con
otros hombres, sí más con mujeres. Esto tampoco es casualidad. Es producto de
nuestra educación, de la competitividad con que solemos relacionarnos, del miedo
a la cercanía, de nuestra incapacidad para mostrar la debilidad –y menos a
nuestros competidores-, de nuestra falta de habilidades relacionales cuando se
trata de hablar de cosas íntimas... Hay muchos porqués que espero poder analizar
más detalladamente en otro momento.
Dar el paso de empezar a reunirse
con otros hombres es, en sí mismo, un hecho notablemente innovador que rompe con
la tradición masculina, que hace que tengamos una visión claramente
individualista de nuestro devenir vital; bajo la que se supone que nosotros
debemos ser capaces de resolver nuestros problemas por nosotros mismos. Por
cierto, que por el tratamiento que se da a este tema –y a otros también- es muy
recomendable la lectura del libro de Anthony Clare “Hombres, la masculinidad en
crisis”.
Volviendo a mi experiencia
personal, he de decir que cuando empezamos a reunirnos en nuestro grupo de
hombres, no teníamos ni idea de que estábamos siguiendo los pasos que otros
muchos antes ya habían dado. Esto habla bien de nosotros en cuanto a nuestra
intuición del camino a seguir y no tan bien, por nuestra considerable
desinformación sobre el mundo en que nos estábamos metiendo y la propia historia
del movimiento de hombres por la igualdad.
El grupo nos ayuda en muchos
sentidos. Nos apoya en nuestros momentos de crisis y dudas, nos gratifica en
nuestros avances y nos refuerza en nuestros posicionamientos que, a menudo, son
difíciles de mantener fuera de él porque –no debemos olvidar- nos movemos en un mundo en el que los
hombres por la igualdad aún somos una inmensa minoría.
Un grupo de hombres se convierte
en un motor que catapulta a sus miembros a nuevos escenarios de búsqueda, de
libertad y de desarrollo personal. En nuestro caso, todos hemos cambiado
mientras recorríamos este camino que nos ha hecho más conscientes de nosotros
mismos y del mundo que nos rodea.
Quiero recomendar un libro que es
una estupenda guía para grupos de hombres. Se titula “Rehacerse hombres. Cómo
dar nuevos sentidos a la masculinidad”, su autor es Juan Carlos Kreimer y está
publicado por Planeta. Lamentablemente, a estas altura no es fácil de conseguir,
pero merece la pena intentarlo.
Pendiente queda el debate de si,
además de necesarios, los grupos de hombres son suficientes. Me refiero a la
necesidad, para mi evidente y para otros no tanto, de articular el movimiento de
hombres a través de organizaciones que den una proyección pública a todo lo que
ocurre en el ámbito privado de nuestros grupos de reflexión. Pero ya digo, ese
debate es para otro día.
Cuando los seis hombres que
decidimos reunirnos por primera vez, hace ahora unos tres años, nos vimos las caras para hablar de
nosotros mismos, teníamos la sensación de estar haciendo algo realmente nuevo.
Las personas que teníamos alrededor, especialmente las mujeres, estaban
intrigadas. ¿De qué vais a hablar? ¿qué vais a hacer? ¿cómo acabará esto?.
Era la misma sensación que deben
sentir los exploradores ante la certeza de estar pisando tierras jamás vistas
por el ojo humano. Algo totalmente novedoso... ¡hombres reuniéndose con otros
hombres para hablar de ellos mismos, de sus cosas, de sus problemas!. Sin duda,
estábamos descubriendo algo nuevo.
Luego resultó que lo que habíamos
descubierto era el Mediterráneo. Quiero decir con esto que el camino que
nosotros habíamos empezado a recorrer, con la sensación de estar rompiendo con
muchas cosas –eso era cierto- y de estar realizando una iniciativa totalmente
novedosa –esto sí que no lo era- ya había sido recorrido por otros hombres en
muchas ocasiones.
El movimiento de hombres por la
igualdad nació a principios de los setenta en los países nórdicos al amparo o
impulsado por las fuerzas que se generaron a raíz del resurgimiento del
movimiento feminista, en plena segunda oleada del mismo.
En España, los primeros grupos de
hombres datan de mediados de la década de los ochenta, en las ciudades de
Valencia y Sevilla. Desde entonces, han surgido –y desaparecido muchos de ellos-
grupos de hombres por diversas ciudades españolas, hasta llegar a una cifra
actual que podríamos estimar cercana a la veintena. También hay que citar
algunas otras iniciativas más amplias e intentos de establecer sistemas de
coordinación entre las distintas realidades, pero que, lamentablemente, no han
cuajado.
No es necesario explicar la
importancia de que alguien documente históricamente todos estos hechos que aquí
sólo se apuntan. Me constan algunos intentos. En este sentido, quiero destacar
los escritos de Luis Bonino, que recomiendo desde aquí para cualquiera que
quiera conocernos un poco mejor y tomar conciencia de nuestra breve y exigua,
pero al fin y al cabo, existente historia.
Esto es muy importante para,
entre otras cosas, que no siga ocurriendo que los hombres que inician el proceso
de acercamiento, sigan pensando que están haciendo algo totalmente novedoso. Que
no sigamos todos, cada vez, descubriendo el Mediterráneo.
Necesitamos nuestra historia.
Todos los movimientos, todas las realidades que se generan en el seno de la
sociedad, necesitan raíces para tomar cuerpo y consolidarse. Pero,
especialmente, nosotros, debido a nuestra estructural debilidad.
Durante años y decenios, al
feminismo se le negó la suya. Era una forma de anularlo, de negar su existencia.
No creo que nadie esté haciendo lo propio con nosotros. Realmente no hace falta
puesto que –aún- no significamos un problema para nadie. Lo que determina esta
situación es, más bien, nuestra propia debilidad estructural y, eso sí, una
característica muy propia de todos los hombres; una descarada falta de humildad
que nos hace creernos, a poco que seamos un poco espabilidados, los
mejores de la clase y del mundo entero.
¿Soy un hombre por la
igualdad?
Después de hacer este breve
repaso a los “principios” del movimiento de hombres por la igualdad, alguien
podría hacerse las siguientes pregunta, ¿soy yo un hombre por la igualdad? ¿en
qué grado es necesario tener asumido todo lo aquí expuesto, para poder
considerarse integrante del mismo? ¿basta, acaso, el simple deseo o una actitud
positiva o son necesarios, por el contrario, largos años de reflexión y
transformación personal?.
Lo primero que hay que decir es
que, ante todo, debemos evitar toda tentación de crear una casta de hombres
puros. Los hombres por la igualdad no somos especiales, no somos mejores y,
mucho menos, superiores. Lo que sí somos, al menos por ahora, es diferentes a la
mayoría de los hombres. Nada más.
Nosotros decimos que los hombres
por la igualdad nos distinguimos, en primer lugar, porque aplicamos el refrán de
que hechos son amores y no buenas razones. Por sus hechos, los
reconoceréis. No se puede ser un hombre por la igualdad y, paralelamente, seguir
intentando mantener una posición de privilegio, por ejemplo, en el espacio
privado del hogar. Como decía un compañero, “lo que hay que hacer con la
lavadora es empezar a ponerla... y nada más. El resto son tonterías”.
Un hombre por la igualdad se
distingue por su compromiso personal y social. Y no me refiero con esto a que
tengamos, necesariamente, que practicar ningún tipo de militancia. Es más bien
una aplicación del principio feminista de que lo personal también es político.
No puede haber diferencias, no puede haber contradicciones sangrantes entre lo
que se proclama y lo que se hace. Ahí es donde se sitúan esa mayoría de hombres
a la que no pertenecemos. Ellos han aprendido a mantener un discurso
políticamente correcto en torno al tema de la igualdad, pero en la
práctica, intentan guarecerse de tantos cambios como está provocando la lucha de
las mujeres contra su discriminación. Mantienen una actitud que podríamos
resumir en “con la que está cayendo, a ver si consigo no mojarme
demasiado, o lo que es lo mismo, a ver si en mi ámbito personal y privado,
consigo no aplicar lo que predico con tan buenas palabras.
¿Es un hombre por la igualdad
aquel que está en la fase de revalorización de lo masculino y haya olvidado o
aliviado su dedicación y atención sobre la discriminación que sufren las
mujeres? Pues depende de cuándo, dónde y hasta qué punto. Nuestro apoyo al
feminismo, el sentirnos parte de dicho movimiento, es una de nuestras señas de
identidad. Pero hay que comprender esas diferentes fases por las que puede
atravesar un hombre camino a la igualdad; ese deslumbramiento ante el
descubrimiento del propio género, de todo lo que significa lo masculino. No en
todos los momentos se puede atender por igual a todos los frentes.
¿Se puede ser un hombre por la
igualdad y no ser pro-feminista? Planteado así, en términos absolutos, la
respuesta ha de ser, necesariamente, negativa. Realmente no lo sé. Sí puedo
decir lo que aplico en mi vida diaria. Yo no puedo esperar, lógicamente, que
todos los hombres que se acercan a nosotros (a nuestra Asociación, AHIGE) se
proclamen convencidamente feministas. Esto suele ser fruto de un proceso, más o
menos largo, que viene después.
Sin embargo, muchos de ellos, por
sus prácticas, sí que son hombres por la igualdad. No aplican ningún tipo de
discriminación, les ofende verlas allí donde se producen y mantienen una actitud
activamente igualitaria en sus vidas. En estos casos, ¿quién somos nosotros para
poner o quitar méritos, para conceder o denegar carnets de igualitarios?
¿Se puede ser hombre por la
igualdad y homófobo a la vez? Evidentemente, no, pero como ya dije antes
¿quiénes de nosotros no mantiene, en su interior, una parte de rechazo y miedo a
la homosexualidad? Por supuesto esto debe ser siempre una tarea urgente y de
primer orden en nuestro continuado proceso de deconstrucción de modelos
tradicionales, pero bien con que sea así. No podemos pedir almas inmaculadas.
¿Se puede ser un hombre por la
igualdad y no creer en los hombres, en su capacidad de cambio? Pues
razonadamente, tampoco... pero todos hemos pasado por esos posicionamientos y a
todos nos invade, de vez en cuando, la rabia y la vergüenza para con nuestros
congéneres. Pienso, por ejemplo, en la violencia de género o, más sencillamente,
en la estupidez y brutalidad de la que solemos hacer gala.
Para terminar, me atrevo a
incluir un breve esquema-resumen, en el que indicar, con las salvedades y
comprensiones hacia las distintas fases y posiciones en que cada uno pueda
encontrarse en cada momento, que un hombre por la igualdad sería aquél que:
Se acepta a sí mismo como producto de un proceso de
socialización claramente marcado por los valores patriarcales y ha iniciado un
camino personal de búsqueda y replanteamiento interno de sus valores,
esquemas, mecanismos, conductas y pensamientos sexistas.
Mantiene una actitud de cambio en sus relaciones
con las mujeres, en las que ya no tolera ningún tipo de desigualdad en razón
del sexo. Esto se plasma, por ejemplo, en una absoluta corresponsabilidad en
el ámbito familiar y doméstico. En el plano laboral, no acepta que se den
situaciones de discriminación hacia sus compañeras de trabajo.
Apoya activamente las justas reivindicaciones de
las mujeres contra el sexismo. Comprende que no basta con las palabras y que
es necesario que los hombres se posicionen activa y públicamente, mostrando su
posicionamiento sobre el tema.
Está aprendiendo a aceptarse a sí mismo como el
resultado de la interacción de su yo intelectual y su yo afectivo-emocional.
Y, por tanto, a verse como un ser sensible, afectivo y, sobre todo,
vulnerable. Además, está intentando superar su tradicional aislamiento
emocional.
Ha iniciado un proceso de replanteamiento de la
relación con sus hijos e hijas (en el caso de ser padre). Ya no acepta
continuar con un papel secundario en este tema e intenta que esa relación sea
más completa, aprendiendo a implicarse directamente con ellos y ellas.
Intenta ir superando el miedo y el rechazo ante
situaciones de cercanía y complicidad con otros hombres. Comprende que la
compañía y la ayuda de otros hombres le es necesaria para su correcto
desarrollo vital. Acepta que necesita su apoyo y está aprendiendo a no verlos
como competidores.
Avanza en un proceso de renovación de su
sexualidad, intentando reaprender a vivir una sexualidad más natural y plena
sin los determinantes que el modelo tradicional masculino le ha impuesto. Se
trata de una sexualidad más completa, en la que también intervenga su yo
afectivo-emocional, en una armoniosa conjunción con los componentes
físico-hormonales de su deseo sexual. Intenta desvincular sexualidad y poder,
intenta rechazar los modelos y valores pornográficos que tanto desvirtúan sus
vivencias más íntimas.
Ha comenzado a cambiar su actitud hacia la
homosexualidad, reconociendo que las personas homosexuales han sufrido,
tradicionalmente y aún hoy, una gravísima situación de discriminación que ha
de ser combatida activamente. Analiza su relación personal con este tema.
Y, por supuesto, ha adoptado una actitud de
tolerancia cero hacia la violencia de género que ejercen los hombres sobre las
mujeres. Ha comprendido que “el silencio nos hace cómplices” y mantiene una
posición de lucha activa contra esa lacra.
En definitiva, es un hombre que tiene un proyecto
de cambio personal y lo está llevando a la práctica. Esto le lleva a
replantearse una gran parte de sus posiciones, actitudes y conductas, que
entiende están determinadas por su proceso de socialización sexista y
patriarcal. Su objetivo es construir una sociedad en igualdad en la que se
haya conseguido superar los roles de género y, para ello, entiende que primero
ha de cambiar él.
Como ha indicado otro compañero
del grupo virtual de hombres, Jon Ander Landazabal, a estos diez puntos lo
podemos denominar, el Decálogo de los hombres por la igualdad.
Como dije al principio, el
objetivo principal al escribir este artículo, ha sido construir una herramienta
que ayude a los hombres que se acercan a nuestras posiciones igualitarias,
uniendo en un mismo texto, buena parte de las claves –intelectuales y
personales- que van a tener que tocar a lo largo de su –cada uno tendrá
que hacer el suyo- camino.
Por mi parte, he de decir –y
reconocer- que por momentos, me he situado en muchos de los rincones aquí
brevemente iluminados. Casi siempre he defendido mis posiciones con convicción y
ardor, en la creencia de que estaba en lo correcto. Ahora sigo haciendo lo
mismo, aunque la diferencia es que la convicción, es más bien, la de que yo
también estoy en el camino y que seguirán cambiando muchas cosas dentro y fuera
de mi.
Lo importante es mantener una
actitud constructiva que nos permita dar con el conjunto de intereses y
principios sobre los que basar el proyecto en común de avanzar hacia una
sociedad en la que los roles y estereotipos de género consigan ser superados
definitivamente, construyendo un mundo de plena igualdad y libertad.
Junio de 2003
Antonio García Domínguez (antonio@ahige.org). Presidente de AHIGE (http://www.ahige.org/)