Epílogo Electoral (II):
La irresistible vía icónica del carisma
Fernando Andacht
Le llegó ahora el turno al tipo de signo que extrae su poder de un efecto analógico-cualitativo: el ícono como rector de un tercer tipo de campaña electoral del 99, la fuerza del carisma. Ocurre con otra de las novedades que introduce esta última campaña presidencial en Uruguay: la de recurrir sin titubeos a la regionalización de lo electoral: se utiliza de modo explícito la elección argentina (en la serie Vox Populi del Encuentro Progresista).
Eso me habilita a recurrir a las andanzas de los recién electos presidente y vicepresidente de Argentina, para trazar un paralelo con la situación de este otro lado del Río de la Plata. Creo que este ejemplo sirve bien para introducir el tercer y útimo tipo de signo, el icónico, como fuente de energía electoral.
En una aguda nota periodística, M. Wainfeld (Página/12, 31/1/00) escribe sobre las andanzas de los dos candidatos que, a fin de octubre del 1999, fueron elegidos para ocupar los más altos cargos del poder ejecutivo en la República Argentina: "Fernando hace muy bien el papel de De la Rúa y Carlos Alvarez es muy convincente cuando se caracteriza de Chacho".
La anécdota dual que utiliza este periodista argentino es el uso plebeyo y llamativo de un taxi para dirigirse a la Casa Rosada, por parte del vice, y el viaje de Estado en un avión de línea (en lugar de valerse del jet propio y presidencial) de quien figura a la cabeza de ese Estado. Ambos gestos nacen y crecen mediáticamente como evidentes signos icónicos de la austeridad, continua y enfáticamente pregonada durante toda la campaña electoral de 1999 que termina por ganar la coalición a la que pertenecen ambos políticos: "Cuando De la Rúa se preembarca o Alvarez se sube a un taxi producen – antes que un improbable agio del gasto público– una redituable operación simbólica. Quieren mostrar en cada imagen una estética diferente al menemismo y por vía de esa estética probar que son éticamente distintos, esto es, superiores". (énfasis agregado, F. A.)
Mi único reparo como semiótico a esta muy pertinente observación periodística es que la supuesta "operación simbólica" es de naturaleza icónica.
Imagen, imaginación
Si ahora cruzamos el charco amarronado, podemos afirmar sin titubeo que en la campaña del Encuentro Progresista, el oncólogo Vázquez hace bien de Tabaré, y otro tanto ocurre con la Sra. Pou de Lacalle, que tan bien interpreta a Julita, desde la movida electoral del Partido Nacional. A través de estos dos ejemplos voy a referirme a la tercera gran estrategia semiótica de la campaña presidencial uruguaya, la que apela al carisma. Para hablar de algo tan antiguo y misterioso como es el carisma, me voy a apoyar en el análisis que hace el semiótico Peirce de la imagen y de la imaginación humanas, ya que estos dos componentes son claves para el funcionamiento de esa especie de fluido magnético que convierte a algunas personas, o a su imagen, en algo seductor, incluso irresistible.
Vuelvo un instante al texto del diario argentino. En el trozo que destaqué, aparece la clave para cualquier estrategia carismática, aquella donde predomina lo icónico, y en la que el político "hace cuerpo". Aunque suene paradójico, la figura electoral del hoy presidente argentino fue tildada durante la campaña de "aburrida", un rasgo que fue incluso canalizado por el comando electoral de su propio partido, la Alianza, para devolver el golpe al rival del Partido Justicialista. Desplegar la gracia propia o la falta de ella, tematizarla, supone seguir el camino de los íconos: se atrae la mirada hacia algo que no es de orden indicial ni simbólico, sino de pura imagen, algo que alimenta la imaginación colectiva. El ascender modestamente a un avión "común", en vez de instalarse en el suntuoso Tango 01, o el aun más humilde viaje en taxi al lugar del máximo poder, en lugar de utilizar la exclusiva limusina oficial, implica recurrir a un signo de tipo 'diagramático', al decir de Peirce (CP 1.391), que 'exhibe una semejanza o analogía al tema del discurso'. La diferencia es la misma que existe entre anunciar medidas de austeridad o presentar antecedentes históricos de honestidad probada, en oposición a encarnar esa virtud, a hacer, literalmente, un "show" o exhibición del ser austero argentino y gubernamental. Por eso, es acertada la referencia del periodista de Página 12 al uso que hacen estos gobernantes de cierta "estética", como el medio más idóneo para persuadir post-electoralmente a la sociedad argentina sobre la veracidad de un ejemplar comportamiento real ("ética"). Hacer 'muy bien el papel' de De la Rúa, o 'ser muy convincente al caracterizarse de Chacho' significa convertir el propio cuerpo del político en un signo de alto valor expresivo, y con menor carga simbólica o indicial.
El carisma va por barrios: Tabaré y Julita, dos casos de telegenia concentrada
Para definir cómo actúa el signo que se vale de una cualidad, en vez de apoyarse en un lazo existencial, como el índice, o en la condición de ser interpretado de cierta manera general, como el símbolo, Peirce (CP 2.92) recurre al ícono que hacía las veces de la fotografía o el video en el siglo XIX: 'Decimos que el retrato de una persona que no hemos visto es convincente. En la medida en que, sobre la base meramente de lo que veo en aquel, soy llevado a formarme una idea de la persona que aquel representa, se trata de un Ícono'. Propongo que en el caso de una campaña cuyo candidato, más allá del medio masivo que utilice primordial o preferentemente, se convierta en un afiche de sí mismo, ya sea a través de sus gestos, de sus palabras o incluso de acontecimientos, y haciendo caso omiso de cuál fue la verdadera intención de sus asesores, cabe hablar de la primacía del ícono, y de un consiguiente efecto carismático de dichos signos electorales. Esto ocurre de modo muy claro con el candidato presidencial del Encuentro Progresista, y con quien se postula al primer lugar del senado, por la lista 400 del Partido Nacional, en la elección de 1999.
Aun si sus ideologías o actitudes ante la vida o la política partidaria son antitéticas, Tabaré Vázquez y Julia Pou se comportan como afiches vivientes. ¿Qué implica esta actitud? Sencillamente que a partir de ciertas cualidades absolutas –simpatía, sex appeal, ternura, gracia verbal– estas figuras consiguen que el electorado llegue a 'formarme una idea de la persona que [ese signo del candidato] representa', en palabras de Peirce que he adaptado a la presente situación. En rigor, debería incluir en esta sección sobre el uso del carisma en las elecciones de 1999 a un tercer signo electoral, el que aparece en la campaña protagonizada por otro doctor, a quien separan vocación e historia política del oncólogo de izquierda, pero que está unido a éste por su excelente manejo de las cámaras, micrófonos y de los actos en vivo. Tanto el socialista Dr. Vázquez como el líder nacionalista Dr. Lacalle son políticos que sobrellevan mejor que muchos de sus pares la reducción de sus cuerpos a las pocas pulgadas rectangulares para consumo masivo en el hogar, que les brinda la televisión. En una pieza televisiva que utilizará en la interna de 1999, y luego de ganarla, vemos al candidato del herrerismo de lejos, subido a un podio frente a su público. Esa planificada ausencia de un despliegue fuerte de lo cualitativo-visual, la aminoración de sus signos corporales, me llevan a clasificar al Dr. Lacalle en tanto signo electoral como un ejemplo de telegenia difusa. De todos modos, quiero dejar sentado que, en términos generales, Lacalle y Vázquez apenas se distancian en su fuerte reclamo sígnico de un rotundo protagonismo; ambos encarnan un protagonismo político que no sólo es real sino que además lo parece (y de modo muy persuasivo).
¿Cómo funciona el carisma, desde la perspectiva semiótica? Posee carisma aquel personaje, mujer u hombre, que además de su condición simbólica –la denominación ampliamente conocida y asociada al universo político– y por encima del real respaldo cuantitativo e histórico, propio de lo indicial –el haberse impuesto en el tiempo entre sus pares– consigue generar con sus signos una intensa carga icónica. Este elemento es el que convierte al líder carismático en alguien insustituible por otro símbolo, aun si está aupado a la real realidad de sus adherentes. El predominio icónico en una campaña electoral hace que cada gesto o mirada suya, cada palabra enunciada o callada ingrese al codiciado cielo de lo memorable, de lo citable, de lo que causa gracia o repudio. Lo único que no le acaece a los signos del político carismático, en tanto detentor de un poder icónico, es el caer en el olvido instantáneo, el naufragar en la indiferencia del electorado. En síntesis, estamos ante un caso de carisma político, cada vez que hay tendencia a identificar el poder hacer con el ser del sujeto. Por eso no es casual que los diversos populismos en el mundo actual estén estrechamente asociados, más allá de la ideología política, con políticos de actuar icónico-carismático.
Para ilustrar la condición de "afiche viviente" que exhibe el Dr. Vázquez en esta última elección presidencial, no recurriré a una pieza de propaganda en sentido estricto, sino a su desempeño en un acto político, ante noteros televisivos, y en programas de actualidad, durante la campaña. En el caso de Julia Pou, en cambio, sí apelaré a uno de los avisos de su campaña de 1999.
¿Qué elemento introducen Tabaré Vázquez y Julia Pou a esta campaña? El nombre propio y el cuerpo como imagen. No hay duda de que el cuerpo ha sido el gran exiliado de la política tradicional uruguaya. La tradición hizo que se hablara desde la pura palabra, desde la generalidad del símbolo, más allá del sector partidario al que se perteneciera. Basta pensar en la ausencia de corporeidad de quien fuera por dos veces presidente del Uruguay luego del corte dictatorial 1973-1985. Ni Julio María Sanguinetti ni su esposa aparecen de ese modo en el escenario electoral o post-electoral. Este último figura como signo cero en el universo político, es decir, no integra el elenco de personajes ni en un primer ni en un segundo o tercer plano. Imagino que amigos o correligionarios se dirijan al presidente como "(don) Julio", pero esa forma discursiva nunca encontró el menor espacio en sus dos campañas electorales. ¿Entonces por qué le dirán sus seguidores "Tabaré" a Vázquez, como con idéntico fervor evitan hacerlo sus contrincantes? Otra cita de Peirce (CP 2.92) puede ayudarnos a responder esta pregunta: '[Un] Ícono, que es un Signo cuya virtud significante se debe simplemente a su Cualidad. Tales son, por ejemplo, imaginaciones sobre cómo actuaría yo bajo ciertas circunstancias, en tanto me muestran cómo actuaría probablemente otro hombre.' El uso del nombre propio hace imagen, deja atrás la identidad oficial del aludido para amplificar una escena, cuyo argumento es cierta cualidad, en este caso, de contagiosa emotividad, portadora de entusiasmo. Aunque cualquier manual elemental de semiótica proponga como ejemplo de símbolo al nombre, en especial, el nombre común, tal como lo estipula la definición peirceana de ícono que acabo de citar, aquello que hace que determinado signo funcione efectivamente como símbolo, indicio o ícono radica en su 'virtud' (del latín virtus: poder, fortaleza), la cual para el ícono consiste en un poder cualitativo. La clasificación de Peirce no se basa pues un criterio esencialista, en algo material que poseería un signo, sino en el tipo de efecto que generaría dentro de cierto proceso interpretativo, real o virtual.
Hablar de "Tabaré" supone significar de manera muy distinta al candidato encuentrista Vázquez que referirse a él como "el Dr. Vázquez", algo que típicamente hacen sus contrincantes. En el primer caso, el efecto es una proximidad casi física, la generación de una zona de intimidad con el referido; en el segundo, que recurre a su identidad cartesiana, general y abstracta (título profesional + apellido), se busca exactamente lo contrario.
En el caso de la otra figura carismática aquí analizada, el proceso icónico se vuelve aun más explícito: la candidata al senado Pou de Lacalle circula entre sus adherentes bajo la insignia de su diminutivo, "Julita", un signo que incluso encuentra expresión gráfica en la firma autografiada y de apariencia explícita y obviamente femenina, que vemos impresa muy visiblemente en las banderas blancas que flamean en sus actos, y en la propaganda gráfica y televisiva. Por supuesto, para quienes se ubican en el bando contrario a ella, el uso de este signo de alta proximidad afectiva está tan prohibido como si se tratara de un tabú, por el motivo arriba explicado. Como instancias de telegenia fuerte, Vázquez y Pou consiguen hacer ingresar a la escena pública a ese gran exiliado de la política partidaria y, a fortiori, electoral, en el Uruguay moderno: el cuerpo, la diferencia del género, lo individual no oculto bajo el grueso manto corporativista. Vale la pena observar brevemente qué se ve cuando ese pesado manto se desliza, aunque sea un poco, durante la campaña de 1999.
En la pieza publicitaria que culmina con esas ondulantes banderas personalizadas, "Julita" se encarga de poner en escena el género, es decir, lo femenino innegable, inocultable, como su principal estrategia. Ella aparece como una apacible oradora, aunque el término no le hace justicia al modo en que ocupa la palabra, en una vieja casona. La visión es inquietante, si la consideramos desde la larga serie de signos electorales monocromáticamente masculinos que ha visto este siglo: contemplamos a la candidata con un llamativo vestido de estampado floral. Muy cerca de ella, sobre la mesa detrás de la cual se ha ubicado para hablar, hay un elegante jarrón de vidrio con pimpollos de rosa, detrás se ve un helecho. En esta imagen, que puede parecer muy simple e incluso obvia para ojos extranjeros, encuentro la reivindicación de algo muy antiguo y antagónico a los usos electorales hegemónicos del Uruguay batllista. Todas esas plantas, la atractiva figura de la mujer enfundada en un vestido que celebra lo vegetal consiguen introducir una clase de telegenia irrestricta que nunca habíamos tenido antes entre los signos electorales. Para encontrar una analogía local con este factor novedoso en el juego electoral hay que desplazarse hacia otro tipo de ritualidad, una que también asesta un duro golpe al escenario nacional de gris racionalidad uruguaya: el creciente culto a Yemanjá, la luminosa deidad del mar afroamericana. Sólo sentimos la ausencia de lo materno-terrestre, cuando este componente consigue poner fin a su larguísimo exilio de la escena pública y oficial de este pequeño país modelado según el canon civilizatorio iluminista europeo.
Otro modo de analizar la novedad de estos signos de lo irremediablemente femenino de la pieza de Julia Pou, es contrastarlos con los signos más convencionales o previsibles, que ocuparon hasta ahora la casi totalidad del terreno electoral. Entre otros beneficios, el fútbol en Uruguay se encarga de suministrar a comentaristas y analistas políticos un rico arsenal de metáforas con las cuales relatar las alternativas de la elección. No es infrecuente leer en una crónica cómo un candidato "le marca la cancha" a otro, "le hace un foul", "busca el empate" o "le gana por goleada". Parece ser una regla no escrita pero vigente de esta competencia: cuanto más fuerte se juega al viril deporte electoral, más éxito se logra. Un resultado visible de esto es la generación de un elevado número de titulares en la prensa, de citas citables, de dichos, entredichos y posteriores aclaraciones sobre lo que en verdad se quiso decir. Esa ha sido una manera tradicional de figurar en política en Uruguay: jugar fuerte al fútbol semiótico. Esta manera que aparece en la publicidad de Julia Pou es otra muy distinta, muy poco atlético-competitiva y bastante más continentadora.
El discurso floral, el discurso gestual y el discurso emblemático de la propaganda de la lista 400 de la Sra. Pou se encargan de presentar a alguien irremediablemente otro. También sus palabras remiten a ese otro lugar inédito de modo inequívoco: "Los problemas de la gente no tienen color ni partido." Para comprender el impacto de una frase que parece trivial, voy a retrotraerme una década. En el invierno de 1989, en medio de la campaña electoral que lleva a Luis Alberto Lacalle a la presidencia de la República, él lleva a su familia de visita a un living de utilería, donde obtendría réditos muy altos para su imagen de presidenciable. Pero no es él la figura más destacada de esa ocasión, una que entonces suministraba un talk show televisivo local, Hablemos, para la exhibición del costado humano del candidato. En los hechos, ese espacio se había convertido en un desfile de personalidades, que aportaban su cuota de excelencia al invitado central. Pero eso no ocurre cuando se presenta la familia Lacalle, sin otro elenco que el de la famila nuclear (los dos esposos, más sus tres hijos). La encargada de quebrar con apacible violencia la pauta de comportamiento esperada y determinada por el género televisivo es justamente la esposa de Lacalle. Esto ocurre desde el instante mismo en que ella se presenta. Para hacerlo, la mujer lanza con donaire su edad y su telegenia innegable ante cámaras, 'Cuarenta y tres. Me llamo Julia Pou. Me encanta que me pregunten la edad'. Y su despliegue televisual alcanza un clímax cuando, inesperadamente, interrumpe una pregunta del conductor. La que sería candidata de 1999 corta el fluir de aquel programa por el plácido carril de lo obvio, y afirma con total placidez, mientras mira a su marido: 'Lo que me enamoró fue conocer a alguien con la vida tan bien trazada.' Y así entra a la escena política algo que, a mi entender, no tiene antecedentes locales. Como escribí en un análisis de ese episodio, 'una cosa es hablar de enamorarse en un programa argentino, y otra muy distinta hacerlo en uno uruguayo' (Andacht 1992: 91).
Una frase de J. L. Borges me sirve para resumir ese en apariencia menor acontecimiento, el que a su vez prepara el lanzamiento de la candidatura de Pou de Lacalle una década más tarde: 'Bien entendida, esa ocasión agota su historia. Mejor dicho: un instante de esa noche, un acto de esa noche, porque los actos son nuestro símbolo.' ("Biografía de Tadeo Isidoro Cruz (1829-1874)"). Diría que Julia Pou vivió para llegar a ese momento, y para cambiar para siempre la política electoral uruguaya. Se introduce así la inquietante noción de género, no el biológico, ese que damos por descontado en la vida y en la política, sino un lugar innegablemente diferente en el discurso. Ya no será necesario que una mujer disimule su condición de tal, para poder ingresar a un ámbito profesional poco proclive a admitir a las personas de su condición (femenina). Si ya no hay que asordinar esa diferencia, queda inaugurada la posibilidad de exaltarla, de figurar en la escena pública en tanto mujer política, y no más como un político que resulta ser mujer.
Si dejamos de lado esa breve pero fulminante aparición de Pou de Lacalle en la campaña de su marido en 1989, ésta es la primer irrupción oficial de lo afectivo intimista en una campaña política uruguaya. La tonalidad y gestualidad con que ella enuncia esa frase tan simple logran que algo se desarme en el modelo vigente y oficial para jugar a la política-electoral. No estamos ya en una cancha, acá no se marca con fuerza al rival, ni hay penales ni "fouls" contra él; la imagen más cercana es la de lo intimista-hogareño. No importa si se está de acuerdo o no con esta candidata, si ella convence más o menos que sus varoniles rivales. Lo que intento señalar aquí es un uso novedoso de los signos electorales, algo que seguramente abre un surco que en el futuro será transitado por muy diversos candidatos y candidatas, más allá de su afiliación partidaria.
Incluso cuando utiliza ese signo verbal proverbialmente identificado con la clase política, la primera persona del plural para autodesignarse, Julia Pou lo hace con un efecto radicalmente distinto: 'No es fácil la tarea, pero nuestra experiencia...' No obstante las apariencias, el enunciado no forma parte del repertorio fijo del discurso político corporativo al que estamos tan habituados. Cuando "Julita" habla en "nosotros" se vuelve casi inevitable pensar en ella junto a su marido, el entonces candidato presidencial Lacalle. La conjunción de ambos en una elección es algo novedoso. Podría afirmarse: muerto el Estado materno uruguayo, viva el nuevo reinado materno del individuo. Subida a una fuerte telegenia – la utilización óptima del medio masivo por excelencia para las actuales campañas – Julia Pou complejiza con sus signos un universo discursivo del cual el género estaba rigurosamente excluido. No importa cuántas mujeres candidato hubo antes, lo pertinente es, para este análisis, cómo manejaban ellas el signo de la virtual diferencia, es decir, la significación de todo aquello que las separaba del varón político, constituyendo éste último el supuesto grado cero del juego electoral.
El médico y la mujer personalizan al máximo un discurso donde por décadas brilló por su ausencia la marca de lo individual, de lo cualitativo, lo que fue recubierto decorosamente por agitadas consignas o historias glorificantes. Con "Tabaré" y con "Julita" ingresan al repertorio político-electoral dos sabores distintos del carisma; y ambos logran ocupar un primer plano electoral, en esta elección final del siglo XX. Todo ocurre como si estos signos organizaran la despedida de un escenario tanto tiempo atiborrado de símbolos e indicios, para auspiciar el ingreso de la largamente negada fuerza del cariño, en la apacible y mesurada tierra racionalista que fundara modernamente el ancestro del candidato Jorge Batlle. Por cuestiones de espacio, voy a detenerme en el análisis detallado de uno solo de estos tres signos electorales carismáticos.
Un extraño sismo afecta las raíces de los árboles uruguayos
En contra del proverbial bajo perfil de la identidad uruguaya, del largo reinado social de lo que en otro texto denominé 'la jactancia negativa' (Andacht 1996), surge vigorosa, en las elecciones del 99, la celebridad, la fama del candidato como un elemento de peso para esa decisión ciudadana. En contra de un tabú tácito y moderno, según el cual nacer y vivir en Uruguay estarían completamente reñidos con el ingreso al selecto club de los famosos, uno de los candidatos presidenciales se ubica precisamente bajo ese potente foco, el que ilumina cada gesto, cada palabra y movimiento, como obligado tema político-electoral. Ya es un lugar común el parangonar el despliegue corporal de Tabaré Vázquez sobre escenarios electorales con el de 'un pastor electrónico', es decir, un personaje que apela con gran vigor a las emociones de su público, mediante el uso de su propio cuerpo visibilizado al máximo, y con el consiguiente descenso de temperatura simbólica (= argumentación) y/o indicial (= datos duros, evidencia).
El efecto de celebridad según Rose (1998) estaría basado en un obligado juego oscilatorio en el cual alternan la máxima visibilidad con un acto de desaparición estratégica: 'Una celebridad es alguien muy cercano quien también pone en escena algo similar a un acto de desaparición mágica.' Basta pensar en figuras paradigmáticas de la fama contemporánea como Lady Di, para entender que presencia y ausencia del famoso, su estar en todas partes y su sustraer el cuerpo a una ávida y creciente mirada colectiva son el ying y el yang de la fama, donde quiera que ésta surja modernamente.
Hay una instancia muy clara de este uso cualitativo del sí mismo como celebridad que se remonta a una década atrás. La ocasión es uno de los primeros conflictos importantes que debe enfrentar Vázquez, entonces recién electo intendente de Montevideo. La crónica televisiva muestra cómo, en 1990, él sale al encuentro de los vendedores ambulantes, en la explanada del Municipio capitalino. Esa confrontación nos permite asistir, en primera fila, a su peculiar manera de encararlos; sonriente y calmo, ubicado en el centro del grupo, les dice: 'El intendente salió a hablar con ustedes a la explanada municipal'. Si ya nos parece normal que un político hable en la primera persona plural, desde lo corporativo, no deja de parecer bizarro el uso de la tercera persona del singular, la que empleaban los soberanos de antaño, para referirse a sí mismo en presencia del otro. Ese modo de presentación corresponde al modo carismático: se exhibe el signo del cuerpo como una cierta cualidad, en este caso, la no intermediación para el trato con sus subordinados en conflicto, la llaneza que puede interpretarse como grandeza del poderoso, etc. La clave es que esto no es explicado, ni indicado a través de hechos objetivos, sino que es puesto en escena con una imagen, en este caso, el acto de presencia mismo, y ese peculiar anuncio en tercera persona que lo enmarca mayestáticamente. Muy poco importa lo que dirá luego el intendente, lo fundamental ya ha sido enviado, como reza la fórmula tradicional del oficiante que le da su nombre a uno de los ritos católicos centrales, el "Ite, missa est", la palabra ya ha sido enviada, podéis iros! El encuadre carismático ya ha sido establecido; lo que siga luego será recibido y ejercerá su efecto semiótico desde allí. La escena se vuelve memorable, la actuación de este político la aparta del previsible género de negociación política, y la hace ingresar en el orden de lo anecdótico, de aquello que tendemos a relatar a otros, a lo largo del tiempo, como digno de ser evocado, revivido. No es otro el impacto que ejercen los célebres de todo tipo a través de su carisma.
Parece impropio hablar de Tabaré Vázquez como si fuera un "afiche viviente" cuando justamente casi no hubo publicidad suya, en comparación con las otras más abundantes campañas internas de marzo-abril en 1999. Mi propuesta es que su persona misma fue el principal medio electoral, el signo más potente en el que se basó su exitoso intento por captar voluntades en contra de su rival interno del Encuentro Progresista, el Cr. Danilo Astori. Aunque sí hubo algunos, pocos y convencionales, carteles de vía pública en apoyo a la candidatura de quien resultó ganador de la primera contienda electoral de 1999, es la propia figura de Vázquez, su cuerpo mediatizado por la televisión, en particular, lo que mayor impacto electoral tiene. Todo ocurre como si fuera él mismo su principal pieza electoral. En eso consiste su carisma. No es casualidad que sean sus dichos y gestos los que más ecos despierten en sus contrincantes; la teoría semiótica de Peirce concibe que el significado de un signo –ej. las afirmaciones y actuaciones de Vázquez– no es inmanente a aquel, no puede observarse en el propio signo. El sentido de un signo tiene lugar en otro signo más desarrollado y complejo, su(s) interpretante(s), es decir, todas las maneras en que un signo dado engendra otros signos que representan el entendimiento y, claro, el malentendido, sea éste voluntario o accidental. Cuando el lenguaje coloquial juvenil habla de "cazar", "chapar" o "agarrar" algún sentido en la palabra o en los gestos del Otro, le asiste toda la razón: es siempre en otro signo, elaborado sobre la base del signo "cazado" (= percibido) que surge la comprensión, mayor o menor, del Otro. En el habla periodística también se alude a este fenómeno cuando se citan las diferentes "repercusiones" de una declaración política.
Es en tal sentido que una nota televisiva hecha al rival interno de Vázquez, inmediatamente después del acto electoral del Palacio Peñarol del 24 de marzo de 1999, donde el principal orador es justamente Tabaré Vázquez, nos brinda una oportunidad ideal para contemplar el funcionamiento del significado de un signo carismático. Ese eco-significado del Cr. Danilo Astori que se produce la misma noche del discurso, no es sino el primero de una extensa serie de ecos que van a proliferar en los días siguientes a este acto, y que provienen de sus rivales extrapartidarios. Vale la pena citar ese primer eco del también encuentrista Astori: 'Yo recuerdo que hace poco el doctor Vázquez había dicho que nadie esperara cambios profundos en un gobierno de izquierda; lo dijo hace muy poco tiempo. Ahora volvió a plantear cambios que harán temblar las raíces de los árboles. Yo creo que a eso vamos a llegar con mucho tiempo en este país, porque en un primer período de un gobierno de izquierda lo fundamental será la prudencia, el gradualismo, el avance con toda la gente.' En el seno de esta opinión rival, aparece citado el signo de la discordia, que es, no casualmente, un signo icónico, genéticamente asociado al carisma que le sirve al candidato Vázquez como su principal propulsor electoral: 'cambios que harán temblar las raíces de los árboles.' No es la primera ni la última vez que, durante esa campaña, Vázquez emplea esa imagen verbal, la que él ejecuta con una actuación corporal acorde, es decir, desplazándose con gran vehemencia ("pastoral") sobre los escenarios donde le toca actuar, como si quisiera así tocar con su mirada y sus manos a la multitud de asistentes al acto, que responden con vivo entusiasmo. Palabra y gesto iconizan el momento: la diferencia que hay entre el 'gradualismo' o incluso los 'cambios profundos' a los que alude Astori, y la imagen de un terremoto político utilizada por Vázquez, es la misma que hay entre un beso apasionado, y decirle a alguien por teléfono "te mando un beso".
El carisma de Vázquez, y la celebridad que como un aura brillante lo rodea, son inseparables de esos "diagramas" verbales o corporales. Su rival encuentrista, en cambio, hace su declaración-crítica instalado en lo simbólico; él desarrolla una argumentación razonable, se refiere a una transformación social gradual, de mediano plazo. Su otro partidario exhibe una cualidad de fogosidad capaz de producir en quien la recibe 'imaginaciones sobre cómo actuaría yo bajo ciertas circunstancias, en tanto me muestran cómo actuaría probablemente otro hombre', la ya citada definición del ícono de Peirce (CP 2.92). No afirmo aquí que una estrategia sea mejor o superior a la otra, sí sostengo que son distintas, y que dicha diferencia se basa en la predominancia en cada una de tipos distintivos de signos, los que generan efectos semióticos diferentes. Con tono calmo y razonable, Astori intenta "desinflar" un planteo icónico-carismático a través de símbolos, los que tienen la misión de explicar por qué esa imagen no es un diagrama adecuado o lícito del mundo sociopolítico. él trata así de convertir un galope tendido por la llanura del deseo colectivo, en un avance cuadro a cuadro, en cámara lenta, y de muy baja temperatura expresiva, más apropiado para una lectura o escucha (ej. radial). Involuntariamente, este rival electoral genera una variante de ese sketch de la comedia clásica de Hollywood que componen dos personajes: un hombre serio (straight man), el que invariable e inútilmente apela al principio de realidad, y su compañero, que se encarga de subvertir el buen sentido (común), y de volver este diálogo imposible en algo irrisorio. En este caso, no es risa sino "gracia", aura carismática, lo generado por el choque frontal entre estas dos formas totalmente opuestas de recorrer el sentido. Variantes de esta escena se reiteran a lo largo de la campaña interna, cuando ansiosos periodistas literalmente asaltan a Vázquez allí donde lo encuentran, para que, como un Gran Houdini, reitere su acto de reaparición fuera del círculo mágico del acto electoral. Una y otra vez ellos le preguntan si él dijo, o por qué dijo, o qué alcance exacto tiene ese sismo metafórico de su discurso. Todos quieren saber cómo hará para lograr que se produzca ese temblor; ellos no parecen caer en la cuenta de que el terremoto ya se produjo, que es en la propia enunciación del signo icónico que se registra el sacudón sísmico exhibido corporalmente por el candidato Vázquez, para goce y cólera de adeptos y opositores, respectivamente. Por eso, con una leve sonrisa, el candidato procederá cada vez a aproximarse y a retirarse, en forma oscilante, como buena celebridad, a esa su ocurrencia. Veamos ahora una segunda y última forma de este enfrentamiento no sangriento de signos opuestos en la era de la reproducción electrónica de la política.
Un cuerpo que habla o cómo instalar el carisma en una entrevista
La escena que voy a analizar ahora transcurre en un programa televisivo dedicado a entrevistar e incluso polemizar con los candidatos a lo largo de toda la elección del 99. Lo conduce un veterano y prestigioso periodista del medio, Néber Araújo. El será el nuevo straight man, el sparring serio de un nuevo y memorable despliegue aurático de esta celebridad de izquierda que encarna el Dr. Vázquez en la escena electoral uruguaya de fin de siglo.
Vale la pena transcribir un par de trozos del diálogo que ocurre en el primer programa del ciclo 99, a comienzos de marzo, de "Agenda confidencial", emitido por el canal 12 de Montevideo. El conductor Araújo (N. A.) quiere que su invitado defina su ideología, la de su agrupación, y lo hará de modo confrontativo, citando la opinión de un rival político de Vázquez (T. V.), el entonces presidente y figura principal del Partido Colorado, Julio M. Sanguinetti (sus palabras citadas aparecen entre comillas dobles):
N.A. -Pero según el presidente de la República -que ha hablado más de una vez en estos días a propósito de los hechos que se perfilan, hacia la resolución que tendremos que tomar todos el 25, en octubre, en noviembre- "el cambio no sería dentro de la misma ideología, habría que hacer un salto grande. El doctor Tabaré Vázquez dijo que cree en el sistema cubano. Nosotros creemos en el sistema democrático uruguayo."
T.V. - ¿Quién dijo eso?
N.A. - El doctor Sanguinetti.
T.V. - Ah, el doctor Sanguinetti; no lo dije yo.
N.A. - ¿Usted qué es lo que dice?
T.V. - Lo que dice el doctor Vázquez es lo que ha dicho siempre. Tenemos acá documentos; pensamos que este tema se iba a tocar y hemos traído documentos. (...) Nosotros decimos que la realidad cubana es una realidad de un determinado pueblo con una determinada historia y con una determinada cultura política, cultura general (...)
Nada nuevo bajo el sol, pensará el lector, en lo que respecta al duelo verbal entre estos dos personajes, que ya tiene un resonado antecedente en un muy anunciado, postergado debate, que por fin se transmite en cadena, casi al fin de la campaña electoral de 1994. Lo digno de destacar y analizar no es el asunto –derecha contra izquierda– sino el despliegue corporal-expresivo, rayano en lo lúdico hecho por Vázquez para responder y desarmar retóricamente a su entrevistador. De dicha actuación televisiva voy a detenerme en la trinidad discursiva –uno que son tres y tres que son uno– con la cual el líder encuentrista se ubica en la enunciación. Araújo usa la imagen del 'salto grande' que supondría el pasaje desde este régimen uruguayo democrático a uno autoritario cubano; creo que en la respuesta de Vázquez hay un triple salto mortal, pero no tanto ideológico sino dialógico. Desde el uso de la banal primera persona del singular ('no lo dije yo') hasta la más que singular tercera persona del singular ('lo que dice el doctor Vázquez'), pasando por la ya clásica forma plural favorecida por la clase política uruguaya, ('tenemos acá documentos'; 'nosotros decimos'), quien describo como un "afiche viviente" oscila entre lo intimista y lo grandilocuente mayestático. Este último efecto es aminorado por la expresión de picardía con que le contesta gestualmente Vázquez a su interlocutor. Mientras habla Araújo, Vázquez lo semblantea. Semblantear significa tratar de escudriñar en el otro qué objetivo persigue con sus signos explícitos (= su extensa pregunta originada en un dicho del presidente Sanguinetti). Un síntoma inequívoco del carisma político que ejerce este 'expresor' político (Meyrowitz 1986) es que la cámara de Agenda Confidencial queda fascinada con el semblantear de Vázquez. Los televidentes contemplan esa noche cómo la mirada de la televisión se detiene con morosidad en la sonrisa giocondiana de Vázquez, mientras éste mira atento y risueño a su entrevistador. Así funciona el proceso icónico que le da sustento al carisma: todo el cuerpo se vuelve interesante, fuente de información; en este caso los signos corporales proveen un marco que relativiza la trascendencia del asunto, y que potencia la gracia de la gestualidad con la que el político procede a desarticular este embate.
Se vuelve más importante para la cámara –y, por ende, para el público– la expresión que luce en su propio semblante el semblanteador; uno no quiere perderse esa picardía que culmina en esa trinidad discursiva tan extraña –lo que yo dije, lo que el doctor Vázquez dice, lo que nosotros decimos– todos esos signos enunciados desde un mismo cuerpo, que se vuelve un lugar sígnico irresistible. Como en los cambios de velocidades de un automóvil, estos rápidos desplazamientos sígnicos por el aparato enunciativo, le permiten al entrevistado transformar en un gracioso sketch un momento que parecía destinado a volverse dura polémica. Lo puesto en escena no es tanto dos ideologías opuestas, sino un nuevo avatar del par cómico que en el Río de la Plata encararon en televisión y cine los actores cómicos argentinos Alberto Olmedo y su straight man Javier Portales, quien hace de frontón de sentido común contra el cual se estrella, saltarina y amplificada, la gracia de su compañero.
Veamos un segundo momento de alta temperatura icónica del programa. De nuevo, el conductor Araújo se refiere en términos críticos al régimen cubano, para forzar una definición ideológica de su invitado. Lejos de ocurir este pronunciamiento, asistiremos a otro despliegue carismático:
N.A. – (...) Es lo que pasa en Corea del Norte, en China comunista y/o China oeste-continental. Son características. Pero para quienes lo vemos a través de los ojos liberales o de los ojos que creen en los principios que dejó Artigas, articuladores del pensamiento de los uruguayos, para mí (Cuba) es una dictadura.
T.V. - Es su opinión. Hay que preguntarle al pueblo cubano. Y yo lo que estoy diciendo es lo que quiero para mi Uruguay, lo que quiero para mí, para mis hijos, para mis nietos –¿sabe que tengo tres nietos y viene uno en viaje?– para ellos yo quiero lo mejor, como lo quiero para todos los niños uruguayos, de ahora y del futuro. Y quiero mantener las características del Uruguay. De ahí a que se diga que yo quiero traspolar Cuba o la Revolución Cubana al Uruguay... Eso está muy lejos de ser verdad. El presidente de la República invitó a Fidel Castro a que viniera a visitar Uruguay. ¿Qué me dice usted, señor Néber Araújo?
N.A. - Le digo que no compartí eso.
T.V. - Ahí está. Sin embargo el presidente de la República...
N.A. - Además voy más lejos: no comparto tampoco el hecho de las mescolanzas que se dan en las cumbres iberoamericanas, donde se habla de los derechos humanos, de la libertad, de la democracia, y había un dictador sentado allí.
T.V - Pero es una posición, que es la suya. El presidente de la República me imagino que no habrá invitado a un dictador a venir al Uruguay. Y me imagino que los presidentes de los otros países latinoamericanos...
N.A. - Vamos a obligar al presidente a hacer la aclaración... (Risas)
De nuevo, si puedo acuñar un término incómodo, diría que algo con todos los rasgos de un diálogo serio y con claro potencial contencioso de pronto se "sketchiza", pierde su rumbo original, y va a desembocar en un momento de gracia, en el sentido doble de dicho término, de humor y de muy alta expresividad, de carisma, por parte del político invitado. Somos testigos de una suerte de ballet no tanto verbal sino cualitativo, audiovisual, en virtud del cual se produce una irresistible deriva desde el juicio condenatorio de un régimen –el cubano– hasta la drástica inversión de roles: el inquisidor se vuelve interrogado. Ya no es el líder de izquierda el que debe dar cuenta de sus afectos y alianzas ideológicas –decir de una vez por todas si él está o no a favor de ese régimen no democrático– sino su entrevistador el que debe dar razones de su oposición a quien antes, en el fragmento citado previamente, ha traído a comparecer como su obvio aliado (= el presidente Julio M. Sanguinetti). Quiero destacar que lo distintivo de este intercambio no es este resultado, algo a lo que también se podría haber llegado por un medio dialéctico-argumentativo, sino el modo icónico por el cual se alcanza dicho fin. Desde la interpolada imagen de sí mismo como abuelo, hasta el uso picaresco de la muy formal interpelación "señor Néber Araújo", hay en la ocasión abundante uso de cualidades, de íconos, que son propios de una estrategia carismática en política. De la obligación de responder ante miles de espectadores si él es o no simpatizante de un dictador y, por ende, si Vázquez siente afinidades electivas con un enemigo de la democracia, nos deslizamos con levedad hacia un duelo en clave de comedia. Para alcanzar este resultado lo fundamental no es el contenido, sino lo suprasegmental (el tono, el ritmo, los gestos), es decir, un fenómeno superficial, claramente visible, el del cuerpo elocuente, que habla hasta por los codos. No es la originalidad de su planteo, sino su innegable telegenia, lo que inclina la balanza hacia Vázquez. El carismático se convierte todo él en una amplia superficie brillante, de la cual transpiran de continuo numerosos signos 'diagramáticos'. El propio líder cubano Fidel Castro aquí aludido por el conductor televisivo es un ejemplo evidente y célebre de este procedimiento.
En el clímax de la entrevista, este cuerpo parlanchín va a convertir un planteo indicial del periodista –indicadores económicos– en una nueva victoria icónica. El máximo de "dureza" semiótica lo encontramos en aquellos signos que tienen un lazo existencial con su objeto, por ejemplo, las mediciones de la realidad (ej. encuestas, tendencias económicas, etc). El animador Araújo enfrenta a su invitado con los datos duros de la inigualable prosperidad norteamericana, base indicial para su argumento sobre la superioridad de aquel modelo económico sobre el estatista-socialista propugnado por Vázquez en su campaña. Todo parece anunciar una claudicación de la estrategia electoral icónica, impotente ante ese ataque frontal de lo indicial. En los siguientes términos, ocurre este intercambio sobre la situación financiera del mundo capitalista:
N.A. - En la catedral del sistema, que es Estados Unidos, hay sólo un 4% de desocupación.
T.V. - ¿Qué tal?
N.A. - Sólo un 4%.
T.V. - Millones de trabajadores en la calle, y no un 4%.
N.A. - Hay un 4% de desocupación, el índice más bajo del mundo.
T.V. - 6 ó 7 millones de desocupados en el paraíso del capitalismo.
Más que el duelo entre un adalid del desfalleciente Estado Benefactor y un defensor acérrimo del neoliberalismo, o que un previsible diálogo de sordos, la escena es protagonizada por el choque entre dos estilos semióticos opuestos: indicio contra ícono. Al porcentaje que le arroja Araújo ('4%') a las manos, Vázquez replica con una operación sígnica que le debe más a lo visual-poético que a lo financiero-numérico. El candidato encuentrista metaboliza las palabras y los hechos a los que alude el periodista de un modo no muy distinto al que utiliza Chaplin en una célebre escena del clásico La quimera del oro. Por un momento mágico, el público de ese film deja de ver los dos panes con los que juega el personaje desolado, mientras espera a la joven que obviamente no vendrá a la cita, y pasa a contemplar embelesado un elegante ballet. Esa transmutación de los panes en pura gracia cinética se emparenta semióticamente con la conversión del exacto porcentaje de desocupación que, según Araújo, existe 'en la catedral del capitalismo' y que evidenciaría las indiscutibles bondades de ese modelo, en una ingente masa compuesta por millones de desocupados sin esperanza alguna. Esa imagen pasa a ocupar el centro del escenario televisual con la fuerza emocional de algunas escenas de, por ejemplo, el film de John Ford Viñas de ira, basado en la novela homónima de John Steinbeck. El dato de éxito macroeconómico queda sepultado bajo la masiva ocupación icónica de la imaginación televidente: 'millones de desocupados en el paraíso del capitalismo'.
Balance y cierre electoral: el continuo encanto del empate victorioso
En el reino del empate, ¿quién no soñó alguna vez con ganar empatando? He iniciado esta sección final con una paráfrasis de la banda sonora de un recordado aviso televisivo hecho para una empresa vinculada al Estado (Lubricantes Ancap), y que fue difundida cinco años atrás. La frase original –'en el país del fútbol, ¿quién no soñó alguna vez con ser campeón?'– expresaba verbalmente lo que toda esa pieza celebraba visualmente con relación al ser nacional, y no al mucho más acotado mundo de los hidrocarburos refinados que produce esa dependencia.
¿Quién ganó esta competencia de signos electorales? se preguntará el lector, ya fatigado de tantas distinciones y términos altisonantes. Nada mejor en el reino demócrata de Medianía que ocurra la victoria simultánea de los dos candidatos que se enfrentan en la fase final, Batlle y Vázquez, para que se produzca así una nueva consagración del justo medio tan característica del universo social según el credo mesocrático (Real de Azúa, 1964). Si dejamos de lado algún altibajo de botas y balas, dicha configuración del mapa social le dio su tonalidad comportamental a todo un siglo que se despide junto con esta elección. Gana el candidato del partido fundacional en su calidad de signo kerigmático: la clamorosa ausencia de Jorge Batlle de sus avisos funciona como dura evidencia, presentada a través de numerosas pruebas presentadas por otros tantos cuerpos conmovidos. En un resumen muy apretado, los numerosísimos testigos llamados a declarar muy brevemente a cámara y a micrófono aseguran convencidos que, mal que bien, se vivió decentemente en el Mundo según Batlle y Ordóñez. Esa es la evidencia más contundente presentada en la elección presidencial de 1999, lo que queda en pie en el país –mucho o poco, eso lo juzgará cada ciudadano– de aquellos grandes templos mesócratas (escuela, universidad, sistema jubilatorio, leyes laborales, clemencia con el vencido, respeto por diversos credos y algo menos por las razas), los vestigios elocuentes de la Era de las Conquistas Cívicas.
También gana el candidato del partido no fundacional en la primera contienda pre-ballotage del siglo XX en Uruguay. Triunfa entonces su carisma, los signos de su cuerpo que no es más que la encarnación de una promesa, de un posibilismo más allá de toda evidencia o explicación racional. Entre el duro indicio de lo real –el nombre propio que remite inexorable a una fundación moderna, no artiguista de la nación uruguaya, y la imagen atractiva, fascinante de quien no dice, sino que muestra lo que podría ser otro mundo. Esto lo lleva a cabo Tabaré Vázquez sin más apoyo que ese puro poder ser, anclado en su imagen, en las cualidades desplegadas por su palabra y por sus gestos rutilantes, de líder populista y popular.
Quedan pues perfectamente empatados los dos signos dominantes de la campaña electoral de 1999. Por un lado, el indicio, piedra angular del kerigma: el signo testimonial que se da el lujo de trabajar en ausencia flagrante de su representado, para que el candidato pueda llegar a los hogares en alas de sus testigos conmovidos y convencidos. Por el otro, el ícono, esa ligera semejanza de algo con alguna otra cosa, aunque ésta no exista en el plano real, llámese utopía o ganas urgentes de otra realidad social radicalmente mejor. Una manera de describir ese deseo difuso pero potente al que afecta el signo icónico del carisma es el anhelo de que una fuerza política, aun si no muy claramente definida, vuelva a sacudir el esqueleto nacional hasta sus raíces (las de sus árboles, dirá una y otra vez el triunfante líder del Encuentro Progresita, para escándalo de rivales y goce ilimitado de sus seguidores). Como cuenta el candidato transversal del putismo, Pinchinatti, hace ya diez años, cuando una joven se le acerca y le agradece por permitirle de nuevo soñar con la política (ver Andacht 1992), es factible que sea el deseo de poder resoñarse o ensoñarse con esa oportunidad, por evanescente que sea, la zona más afectada por la estrategia carismática.
No podría haber mejor ilustración de un país empatado a lo largo de cien años que este final electoral a todo empate, para recurrir por última vez, a modo de despedida, a la imagen futbolera de lo político. Hay empate entre lo no fundacional y lo fundacional, empate dentro de este último entre un matiz histórico y otro (los dos partidos que deben acordar para que uno de ellos llegue al gobierno en el año 2000). Así, los dos indicios –lo blanco y lo colorado– se unen en una alianza electoral que resimboliza su pasado discrepante en un futuro de tendencial proximidad, tanto mayor cuanto más sus dirigentes la niegan con vehemencia, en aras de mantener vigente un ícono tan desdibujado como aquellas vinchas que al desteñirse en la batalla debieron ser recreadas como blanca y colorada. El otro signo, el carismático, se encuentra cada vez más próximo del mayor poder real, pero en su avance corre la suerte de desdibujarse como Otro máximo de aquellos dos partidos, de dejar de ser un tábano en los ijares del poder que es. Su destino es apacible e inexorablemente hacerse histórico, volverse parte de un complejo mecanismo de administración de escasos recursos y crecientes demandas, la muy actual contienda entre gobierno y mercado. La imagen de este virtual empate sígnico la vemos cuando pantallas de televisión, carteles de vía pública y banderas callejeras abandonan la policromía del inicio electoral, para disolverse en la cualidad monocromática de la tercera y última etapa de la elección presidencial. Es como si los adversarios le dijeran al electorado: todo será garra celeste o no será. La gran fiesta política termina en una viscosa homogeneidad que hace honor al extenso reinado mesócrata, que emite claros signos de fatiga. Al menos, en el albor del siglo XXI, ya no somos más uniformemente grises, sino celestes por unanimidad.
Referencias
Andacht, F. (1989).
"Kerigma, fútbol, y política". En De signos y
desbordes. Semiótica y Sociedad. Montevideo: Montesexto.
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