Vecinos
Duilio Luraschi
El rojo Irrazábal estaba sentado a la mesa de un bar en el Centro de
Montevideo.
No había podido dormir en toda la noche. Esto, además de angustiarlo, lo
ponía de mal humor.
Había pedido un café en vaso y un cenicero. Tenía el diario extendido sobre
la mesa en la página de remates pero ni siquiera lo había mirado. Abrió el
paquete de azúcar y lo derramó lentamente a modo de lluvia. Encendió un
cigarrillo y lo dejó en el cenicero donde se consumía indiferente a la mano y
los dedos.
Irrazábal pensaba en su vecino y miraba al vacío con su ojo sano, mientras
mordía un palillo que había metido inconcientemente en su boca.
Estaba seguro que cuando él se ausentaba de su casa, cuando iba a la
peluquería o al bar para hablar de cine y política, su vecino, que siempre
tuvo intenciones con su esposa, llegaría con cualquier pretexto y pasaría así
la mañana charlando o quién sabe qué.
Irrazábal golpeó la mesa y el café hizo, de pronto, una ola tibia y espesa
que manchó el platillo, que tenía un color grisáceo y dos leones enfrentados
como un escudo de armas. Entonces sacó tres servilletas de papel y limpió la
mesa y el plato.
Afuera la gente pasaba apurada, envuelta en bufandas, con trincheras de color
azul o habano. Había sido una noche muy fría y el día, aunque el sol
intentaba salir detrás de los edificios, sería, sin dudas, también frío y
ventoso.
Irrazábal quería olvidar el tema, pero una y otra vez aparecía en su mente
primero la cara, luego la figura de su vecino de cuerpo entero. A veces,
incluso, veía a su esposa sirviéndole té o bailando con él en el Club de
Residentes de Rocha.
Irrazábal alzó la cabeza rizada de pequeños remolinos color remolacha, hizo
un gesto con el brazo y llamó al mozo, que estaba recostado sobre un mostrador
de mármol negro. Pagó, se pasó el pañuelo insistentemente por la nariz y la
barbilla y salió a los tumbos.
Había tratado en más de una ocasión recordar la casa de la calle Pernas.
Una multitud de gatos bajaban del muro y la azotea, entraban por la banderola
del baño o vidrio roto del altillo y comían, a hurtadillas, de los platos
servidos en la mesa, que nunca llegaban a estar llenos, no por humildad, sino
porque Carmen odiaba a la gente que engulle a brazadas demostrando ansiedad o
indecoro.
Los gatos no eran suyos, pero preferían su casa a la de los vecinos.
A veces el olor era tan intenso que tapaba al de los baldes con lavandina y
limón que Carmen tiraba por la mañana.
Un día, el dueño de casa vino con un escribano de bigote fino y lentes
gruesos. Querían hacer un nuevo contrato. El sueldo de la fábrica de tacos no
era mucho y lo que les pedían era excesivo, por lo que el domingo siguiente,
con el diario doblado a la mitad, salieron a buscar casa.
Vieron una en la calle Florencia, pequeña, tal vez más chica que la anterior,
pero con un fondo con ciruelos y naranjos.
Desde el jardín de al lado su nuevo vecino los saludó con una sonrisa
exagerada y ojos vivaces de halcón, que se detenían en la cintura y el cuello
de Carmen. Esto -Irrazábal se había dado cuenta de todo- lo hizo dudar por dos
o tres días, pero la casa, y sobre todo el gran fondo inclinado hasta el
galpón y el parrillero, lo decidieron y firmaron un contrato por dos años.
Para llegar a la fábrica iba hasta camino Maldonado donde tenía dos opciones:
el 4, un trolley que se desenganchaba cada mañana en la curva de Maroñas, o el
103, que iba siempre lleno pero tenía asientos un poco más cómodos. De la
parada donde bajaba hasta su trabajo recorría tres cuadras bajo plátanos
viejos y grandes, que en primavera llenaban de polvillo las calles y los
zaguanes.
En los últimos dos meses los viajes habían sido crueles y lentos, con la
imagen de su vecino en cada chofer, en cada guarda, cada vendedor de revistas o
caramelos.
A veces se bajaba del ómnibus aunque faltara mucho por llegar y continuaba a
pie lo que quedaba del camino.
Como no dormía por las noches, podía distinguir cada ruido de su cuadra: los
perros, los carros tirados por caballos, los relojes despertadores, los gallos,
los insectos paseando por los tirantes y los zócalos.
Fue así que comenzó a oír en la casa de su vecino, unos extraños golpes
sordos y quedos, que se repetían en tandas de dos, que duraban quince o veinte
minutos.
Por más que la curiosidad lo consumía, Irrazábal no salía más allá de la
ventana, alguna vez llegaba a la puerta que daba al fondo y pocas veces la
abría.
Una noche su vecino salió con una carretilla llena de tierra y la vació en la
esquina. Quedó empantanado en una cuneta y estuvo más de veinte minutos para
sacar la rueda de la zanja sin que se volcara más que la última capa que
resbosaba los lados.
Irrazábal se preguntaba y volvía a preguntarse qué era lo que hacía por las
noches su vecino.
La curiosidad lo iba llevando, ya de día, de la puerta al ciruelo y de ahí al
galpón, donde estiraba el cuello lo más que podía para ver de dónde había
salido tanta tierra.
El sábado siguiente el vecino fue al Estadio. Esto le daba un buen tiempo para
registrar su casa.
Debería enviar a su mujer a lo de su hermana o a la peluquería.
A Carmen le brillaron como piedritas de pecera los ojos al ver el billete que
Irrazábal le dio para que se cortara el pelo y se hiciese una tinta del color
que ella quisiera.
Una vez que quedó solo, chupó la bombilla con fuerza, haciendo mucho ruido,
verificando que el mate quedaba seco y al mismo tiempo apreciando el silencio
que invadía toda la casa.
Saltó el alambrado que separaba los dos terrenos y caminó lentamente por el
pasto largo y húmedo.
A unos diez metros de la veleta con forma de barco vio un toldo de camión
tirado en el suelo. Lo sujetaban por los bordes seis piedras rojizas y enormes,
cuatro en los vértices y dos a los lados.
El toldo estaba completamente extendido, junto a una higuera añeja y retorcida
en innumerables nudos pequeños. Arriba, en lo más alto de las ramas, había un
pájaro negro azulado.
Irrazábal quedó un instante haciéndose sombra con ambas manos observando al
pájaro que permanecía inmóvil y mudo como si estuviese embalsamado.
Se acercó e intentó destapar la lona. Quiso tirar a un lado las piedras, pero
al agacharse vio que el pájaro extendía lentamente las alas en tono de
amenaza. Entonces lo observó bien y se dio cuenta que era un enorme cuervo.
Retrocedió un par de pasos de golpe, y luego se marchó sin volver la cabeza
hasta llegar al alambrado.
Llegó a su casa y se puso a jugar al solitario.
Las cartas caían en desorden, como con rabia, y formaban distintos grupos al
azar donde Irrazábal comenzó a ver cosas tales como: "En las puertas de
tu casa: la muerte". "Hombre castaño trae desdicha".
Cuando Carmen llegó de la peluquería Irrazábal estaba tirado en la cama,
vestido pero tapado, fumando y bebiendo caña brasilera.
— ¿Qué pensás de nuestro vecino? -preguntó.
— Parece un hombre amable -dijo su mujer y se detuvo frente al espejo.
— ¿No te parece un poco extraño?
— No. Parece un buen vecino -dijo ella sin dejar de pasarse la mano por el
pelo.
Tampoco durmió esa noche. Apenas oyó a los gallos en la madrugada se levantó,
se desperezó fingiendo un buen sueño, y fue hasta el baño a lavarse la cara.
Enjabonó gran parte de su mejilla izquierda y comenzó a pasarse lentamente la
navaja que chistaba en cada brazada que iba de la mitad de la cara al cuello.
— ¿Vas a salir? -preguntó Carmen.
— Voy al club a leer los diarios.
Se vistió con ropa de abrigo y salió caminando con la flojedad que da el no
haber descansado.
A las dos cuadras quiso volver por su encendedor, pero la idea de encontrarse
con su mujer junto al vecino lo llenó de temor y rabia, y siguió caminando
mientras balbuceaba insultos.
Pasó la mañana en el club de bochas y regresó con el pan para el almuerzo.
— Voy a salir hoy de tarde -dijo su esposa- voy a casa de mi hermana.
Él contestó con una caída de ojos.
Se sentó a la mesa y esperó que Carmen trajera los platos y cubiertos. Se
sirvió vino y echó un par de trozos de miga dentro del vaso. Resopló con
fuerza, haciendo bailar los labios golpeándose entre sí y con la punta de la
nariz, grande y regordeta.
Cuando Carmen salió, él se tiró de nuevo en la cama.
Pensaba que si bien no era joven, la pensión que le quedaría a su esposa no
sería suficiente. Claro que si él se fuera o le reclamara el divorcio ella
quedaría sin un solo peso porque nunca había trabajado fuera de la casa.
Estaba en medio de todas estas conjeturas cuando oyó golpear la puerta del
fondo.
En un primer momento pensó fingir que estaba durmiendo o que no había nadie en
la casa, pero como los golpes eran cada vez más fuertes y a intervalos más
cortos, saltó de la cama y fue rengueando hasta la puerta.
Al acercarse oyó a su vecino silbar una y otra vez la última estrofa de la
misma canción.
— Buenas tardes -dijo. ¿Estaba durmiendo? Lo molesto para pedirle una llave
inglesa.
— ¿Qué tamaño? -dijo Irrazábal.
— La más grande que tenga -dijo el vecino y sonrió.
Fueron al galpón en silencio, y entre latas de pintura y cubiertas de tractor,
Irrazábal sacó una caja con dos asas pesadas, de bronce.
— Quiero mostrarle algo -dijo el vecino.
— ¿Ahora? -dijo Irrazábal con la llave en la mano.
— Sí, si usted puede.
Entonces los dos cruzaron los alambres y caminaron por el fondo del terreno
hasta la higuera. En la rama más alta seguía inmóvil el cuervo.
El vecino tiró las piedras a un lado y corrió el toldo. Irrazábal vio
entonces el pozo de donde había salido tanta tierra.
Tenía unos dos metros de largo por uno de ancho, los bordes cuidadosamente
cavados en una línea recta y continua rematada en ángulos perfectos.
— ¿Es profundo? -dijo el rojo.
— Bastante.
— ¿Qué tiene dentro? -preguntó mientras levantaba la vista por detrás de
un montecito de tierra.
— Mire usted mismo -dijo el vecino.
— Después de usted -dijo, y señaló con el índice completamente extendido.
El vecino dudó, pero se acercó a la fosa.
Irrazábal observó el tejido, el cuervo, la higuera, el toldo de camión, las
piedras, la nuca desprotegida.
Tomó, entonces, la llave con ambas manos y la descargó en la cabeza del
vecino, con violencia. Luego tapó el pozo como pudo, primero con ambas manos,
luego a puñados, y salió corriendo entre fuertes calambres.
Fue hasta la casa y quedó un instante en la puerta. Luego entró directamente
al cuarto y sacó del ropero dos maletas de viaje.
Seleccionó todo lo imprescindible y lo guardó sin mayor prolijidad lo más
rápido que pudo.
Caminó lentamente de un lado al otro. Fue al baño y metió las manos bajo el
grifo, luego abrió todas las carteras de su esposa, vaciándolas sobre la cama.
En una, quizás la que menos usaba encontró la foto descolorida de un hombre
alto, erguido sobre el cabo que amarraba a una barcaza. Pudo distinguir con
dificultad, al fondo, el puerto de Colonia. Quiso reconocer a su vecino en el
rostro, en esa amplia sonrisa o el mechón que caía sobre la frente, pero la
foto tenía mucho tiempo y las formas se esfumaban levemente en un color único,
amarillento. La arrugó metiéndosela toda en la mano, luego la extendió sobre
la mesa de noche y la guardó, junto a las demás cosas, dentro de la cartera.
Carmen llegó un poco más tarde. Traía un gatito pequeño en los brazos. Él,
que estaba en la puerta junto al muro de ladrillos, la miró con gran ternura.
— ¿Qué hacés con esas valijas? -preguntó mientras abría el portón de
hierro.
— Nos vamos -dijo Irrazábal.
— ¿Por qué? ¿Qué sucede? -preguntó ella.
— Acabo de matar a tu amante.
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