Serie: Visualizaciones (XXXII)
Escenarios del poder
Emilio Irigoyen
La herencia grecolatina es algo muy conocido, al menos en lo que respecta al invocado origen ateniense de la democracia y la cultura occidentales; pero quizás lo que primero viene a la mente cuando se menciona a "la antigua Grecia" sea algo como el Partenón. De hecho, las columnas griegas todavía están entre nosotros, a menudo más visibles que la democracia o la filosofía. Sosteniendo iglesias, bancos, edificios de gobierno y las más diversas construcciones, estos soportes, como varios otros elementos "clásicos", todavía forman parte del entorno cotidiano en la mayoría de las grandes ciudades de esta parte del planeta.
Sin embargo, no suele prestarse mucha atención a su presencia. El Palacio Legislativo montevideano, como el Senado argentino o el Capitolio estadounidense, simplemente "están ahí". Prueba y manifestación de la grandeza de un sistema, o escenografía de argamasa con que ocultar realidades menos majestuosas, esos monumentos no suelen ponerse en discusión. Las revoluciones no se deciden nunca a demolerlos, como suelen hacer con las estatuas: prefieren cambiarles el nombre y, a veces, la función. La rusa de 1917 no derrumbó el Kremlin, ni la francesa de 1789 abandonó la Iglesia de Sainte-Geneviève que había mandado a construir la monarquía (por el contrario, la transformó en Panteón nacional, un templo donde honrar a sus propios dioses).
Identidad y escenificación
Las relecturas de la tradición grecolatina aparecen a través de varios siglos, en entornos y sistemas ideológicos muy distintos. Lo "clásico", "griego", "espartano" o "romano" se puso de moda, explícita o implícitamente, en contextos como la Francia de segunda mitad del siglo XVIII, los poderes fascistas europeos de los años treinta o el Uruguay de la última dictadura militar.
Sus variaciones y continuidades estuvieron pautadas, generalmente, por intereses ideológicos explícitos, que en el ámbito de lo político a menudo tuvieron que ver con proyectos de centralización, estrategias propagandísticas destinadas a mostrar estabilidad y/o grandeza, e intentos de plasmar una identidad colectiva, a menudo vinculándola a una tradición milenaria.
Las causas de ello pueden parecer obvias; tal vez esa obviedad, junto a lo antipático que puede resultar el tema, explique por qué concitan tan poca atención y generan tan pocos estudios de conjunto. Sin embargo, pasar por alto algo porque a primera vista es evidente constituye la mejor receta para tropezar dos veces con la misma piedra. "Evidentes" o no, estas cuestiones requieren ser analizadas, discutidas. Deben, de una u otra forma, ser dichas. Como se ha observado con respecto a la dictadura, el olvido cura pero también enferma; el desconocimiento de las bases simbólicas y estéticas del totalitarismo no hace otra cosa que facilitar su supervivencia.
Aunque difícilmente alguien descubra el verticalismo de un gobierno por la figura de sus estatuas, el orden de sus actos públicos o la tendencia a construir edificios con hileras de columnas, las "formas" del poder tienen mucho que decirnos. Una historia del autoritarismo en Uruguay, que todavía está por escribirse, tendría que prestarles atención. De lo contrario, ellas simplemente seguirán "estando ahí". (…)
Estética del Estado
La identidad es una escena [o una
puesta en escena].
G. Zatopek
... escriba e imprima el que
quisiere sus producciones; pero ningún drama, sea el que fuere, pueda
presentarse á la escena en Madrid, ni en las provincias, sin la aprobación de
la misma Academia; así se cerrará la puerta a la licencia, que ha reinado
hasta aquí en materia tan enlazada con las ideas y costumbres públicas.
Jovellanos, 80
Hace un siglo Gauguin pintó una de sus telas más famosas: ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos? La identidad colectiva supone una figura del nosotros que informa sobre el "de dónde venimos", y en la mayoría de los casos supuestamente define el "adónde vamos". El origen de esa figura puede leerse en dos direcciones: es la que el grupo se da para definirse, pero es también aquella que considera propia y desde la cual puede elaborar cualquier definición, empezando por la de sí mismo.1
Entre fines del siglo XVIII y mediados del XX, el más novedoso modelo de identidad colectiva desplegado en las sociedades occidentales fue el de la nación. Él ha sido objeto de intensas discusiones en las ciencias humanas durante los últimos veinte años, entre otras cosas por la sospecha de que el nacionalismo como sistema ha entrado en crisis.2 Por tal motivo, este libro puede resultar algo anacrónico, ya que trata de algo que está "antes" que tales cuestiones: no se ocupa de los síntomas de una posible disolución de ese sistema sino de las bases simbólicas que ayudaron a configurarlo. Su objeto son algunas de las formas en que, desde el poder político autoritario o espacios cercanos a él, se diseñaron figuras de lo nacional (del colectivo que abarca, del espacio sobre el que se extiende). Figuras estéticas, o pasibles de ser interpretadas desde el punto de vista de la estética, que resolvieron las tres cuestiones planteadas por Gauguin mediante la grandilocuencia, la "claridad" determinista y obsesiva, imponiendo de modo artificial y/o violento una respuesta, o por lo menos las condiciones según las que ésta podía formularse.
La principal referencia estética de los Estados-nación occidentales ha sido el neoclasicismo. Diversas reformulaciones de ese estilo reaparecieron a menudo durante los últimos dos siglos, cuando un poder político relativamente autoritario y/o totalitario quiso proyectar una figura de sí y del territorio (tanto físico como simbólico), considerado como propio. Ese modelo es el eje de este libro, que se halla organizado en dos líneas básicas.
La primera es una interpretación teórica de la estética del Estado autoritario y en general de los estilos y modelos simbólicos del poder verticalista; se atiende sobre todo a los aspectos visuales y gestuales de las puestas en escena del poder, en la medida que ellos exhiben la voluntad de ordenar lo nacional en una figura totalizadora.
La segunda plantea un seguimiento del desarrollo histórico de esos modelos, tomando como eje la evolución del estilo neoclásico. La relación entre neoclasicismo y estética patriótica es observada en contextos europeos y americanos de fines del siglo XVIII a comienzos del XIX, con algunas referencias a sus derivaciones en el XX, como marco comparativo para el estudio de ejemplos uruguayos que van desde el período colonial hasta la última dictadura militar, en particular: La Contienda de los Dioses por el Estado Oriental. Escrita para el primer aniversario de la Jura de la Constitución, esta extraña obra constituye el único caso que ha llegado hasta nosotros de una puesta en escena destinada a cantar al país naciente, en el momento mismo de su fundación. El texto estuvo perdido durante décadas y no se conocen otros ejemplares aparte del que hemos descubierto, por lo que se trata casi de un inédito.
El término neoclasicismo alude a un conjunto de fenómenos y tendencias estilísticas imposible de reducir a una unidad (cf. Francastel, "La reacción...", 290). Si se lo usa para poner en relación ejemplos diversos, surgidos en contextos muy distantes, es a fin de ilustrar ciertos patrones generales que han sido característicos del centralismo de Estado. No importa tanto un determinado estilo –históricamente datado y que no cabe extrapolar a una situación distinta– como el tipo de lectura del mundo a que se vincula. Los ejemplos, por lo demás, no se han seleccionado con criterio antológico sino como ilustración de una hipótesis histórica y teórica.
El poder: metáforas y legitimaciones
Todo poder realiza una serie de manifestaciones simbólicas cuyo fin es representar la identidad social y el lugar que él mismo ocupa en ella, pero también crear esa identidad y constituir ese lugar. George Balandier presenta la cuestión en estos términos: "El objetivo de todo poder es el de no mantenerse ni gracias a la dominación brutal ni basándose en la sola justificación racional. Para ello, no existe ni se conserva sino por la transposición, por la producción de imágenes, por la manipulación de símbolos y su ordenamiento en un cuadro ceremonial. "
Unos años antes, Clifford Geertz presentó las cosas de manera bastante similar: "En el centro político de cualquier sociedad organizada de forma compleja [...], hay tanto una elite gobernante como un conjunto de formas simbólicas que expresan el hecho de que es en verdad gobernante. No importa cuán democráticamente sean elegidos los miembros de esa elite (por lo común, la elección no es demasiado democrática), o cuán profundamente divididos puedan estar entre sí (por lo común, mucho más de lo que los extranjeros imaginan); ellos justifican su existencia y ordenan sus acciones en base a una colección de historias, ceremonias, insignias, formalidades y accesorios que han heredado o incluso, en situaciones más revolucionarias, inventado. Es eso –coronas y coronaciones, limusinas y conferencias– lo que señala al centro como centro, y lo que le otorga su aura, no de ser simplemente algo importante, sino de estar vinculado de alguna extraña forma con la misma manera en que el mundo está construido. La seriedad de la alta política y la solemnidad del alto culto brotan de impulsos más parecidos entre sí de lo que podría parecer a simple vista."
El cuadro ceremonial (Balandier), o la "colección" (Geertz), funcionan tanto como legitimación del poder que como principio ordenador de sus acciones –principio que supuestamente sería análogo al orden natural de las cosas ("la misma manera en que el mundo está construido")–. Reúne objetos simbólicos de diversa especie, funcionando en cierta forma como un código o contexto narrativo en el que esos elementos se encuadran y adquieren su sentido: ellos poseen un valor determinado en tanto componentes del cuadro, adquieren su significado al integrarse y disponerse en él según un criterio que es, en definitiva, de carácter discursivo. Se trata pues de un proceso que opera en dos direcciones: el relato de sí (la "identidad" expresada), se configura a través del proceso de convalidación de ciertos objetos y fenómenos representacionales (historias, imágenes, reliquias, monumentos), pero éstos, a su vez, sólo se constituyen en representaciones de valor trascendental por su pertenencia y su lugar dentro del propio relato.
Este valor simbólico opera incluso sobre las decisiones de gobierno. Como resume Balandier, todo régimen utiliza "medios espectaculares para señalar su asunción de la historia (conmemoraciones), exponer los valores que exalta (manifestaciones) y afirmar su energía (ejecuciones)" (23).
En los tres casos, es fundamental la manera en que el poder se muestra (Bourdieu, Le sens pratique, 226). La acumulación de riquezas materiales (que incluye la construcción de monumentos y edificios), "[...] no es, en tal contexto, más que un medio entre otros de acumular el poder simbólico como poder de hacer reconocer el poder: el gasto que podemos llamar demostrativo, por oposición a ‘productivo’ (lo que significa que es ‘gratuito’ o ‘simbólico’), representa [...] una suerte de auto-afirmación legitimadora por la cual el poder se hace conocer y reconocer. Al afirmarse de manera visible, pública, y hacerse aceptar como dotado del derecho a la visibilidad, por oposición a todos los poderes ocultos, escondidos, secretos, oficiosos, vergonzosos, inconfesables, (como los de la magia maléfica), y por consiguiente censurados, el poder se arroga esta forma elemental de institucionalización que es la oficialización." (Le sens pratique, 226-227)
Como observa Balandier, las operaciones simbólicas de un régimen dependen de los modelos de sociedad y de poder que éste enarbola, así como del tipo de relación entre comunidad y poder que opera en cada caso (18). En el absolutismo europeo, por ejemplo, la centralización en el monarca se vincula a la idea del origen divino de su poder y a una teoría del cosmos en la que los cuerpos celestes observan entre sí la misma jerarquía que guardan los hombres en la tierra (19); este es el modelo al que se remiten todas las representaciones que el poder absolutista hace de sí mismo. En la tercera parte del libro (numerales 10 y 11) observaremos algunas manifestaciones de este tipo ocurridas en Montevideo durante el siglo XVIII
"En otros casos, es el pasado colectivo, elaborado en el marco de una tradición o de una costumbre, el que se convierte en fuente de legitimidad. Constituye entonces una reserva de imágenes, de símbolos, de modelos de acción; permite emplear una historia idealizada, construida y reconstruida según las necesidades y al servicio del poder actual. Un poder que administra y garantiza sus privilegios mediante la puesta en escena de una herencia." (Balandier, 19)
En este modelo el eje de legitimación es el mantenimiento de un cuerpo de tradiciones entendidas como depositarias de la Identidad, fuente última de Verdad y de Sentido. Así ocurre, por ejemplo, en lo que llamaremos "teatralidad restauradora", actitud basada en la creencia de que las tradiciones han sido rotas, profanadas o perdidas, y deben recuperarse a toda costa a fin de que el Pueblo y la Nación se reencuentren consigo mismos (numerales 18 y 26).
Una muestra de ello es la última dictadura uruguaya, que usó la tradición y la historia como fundamentos convalidadores de su discurso (Cosse y Markarián). Carina Perelli señaló que "la fuente última de legitimidad" del gobierno militar de 1973 "descansa en el concepto de pueblo estructurado como nación, con una fuerte nota de territorialidad" (cit. Cosse y Markarián, 32); ello debe entenderse referido a un territorio que es no sólo un espacio geográfico de soberanía sino también un sistema de tradiciones que se suponen connaturales a él
Uno de los aspectos que contribuyeron al éxito del estilo neoclásico en el entorno de las representaciones oficiales del poder fue su producción de una lectura idealizada y ahistoricista del pasado, que permitía reconstruirlo en el interior de un discurso unívoco, sin claroscuros ni contradicciones. Ello explica la continuidad de sus elementos a través de sistemas políticos distintos.
"El neoclasicismo y el eclecticismo fundado en la Francia post-revolución difícilmente pueden ser asociables al liberalismo en términos de comunicación, sí en cambio poseen en su epistemología fundamentos asociables a dichos ideales.
"Podemos leer el neoclasicismo como una de las operaciones de transubstanciación del pasado, de incorporación del mismo al universo de las formas, transportándolo al orden de los signos, siendo éste el primer modelo cultural operativo de la modernidad." (García Vergara, 55)
Según Balandier, sin embargo, más que en la designación divina o el pasado colectivo "es a partir del mito del héroe que con mayor frecuencia se agudiza la teatralidad política" (19). Cada vez que un régimen invoque la necesidad de un poder vertical fuerte y muy centralizado buscará un héroe sobre el que fundar su legitimación: una figura que dé sentido a la Historia, apariencia de unidad al Pueblo y carácter inmanente al Pacto que liga a éste con sus gobernantes.
Esto puede verse claramente en el caso de José Artigas, el "Primer Jefe de los Orientales". El acto por el que fue nombrado tal supuso una cesión de poder que el Pueblo, entendido como unidad orgánica allí reunida, realizaba a su favor, "en mano propia", es decir sin mediación alguna (la de una elección deliberativa, por ejemplo).3 En su famosa frase ante la asamblea de 1813 ("Mi autoridad emana de vosotros y ella cesa ante vuestra presencia soberana"), el mismo Artigas explicita este sentido: aunque apunte a una sumisión de su poder vertical ante los representantes de la comunidad, la propia formulación del lema nos recuerda que el origen de ese poder es un pacto, una transmisión directa y en presencia, muy similar a la que se suponía, desde Hobbes, en el origen de la autoridad del rey.
A diferencia de los integrantes de la asamblea, Artigas no es un representante sino un jefe: el "emanar" (verbo usado hasta hoy por los gobernantes para sacralizar los resultados electorales u otra forma de acceder al poder), no alude a un acto racional o a una causalidad material sino más bien a una suerte de corporización mística.
¿Acaso el gesto ceremonial de devolver al pueblo el poder para que éste, a continuación, se lo devolviera a su vez, confirmado y reanudado como en un principio (siempre renovado y siempre el mismo), no es idéntico al de la ceremonia absolutista de la entrega del pendón real, que era ofrecido por el Alférez Real (representante del pueblo llano), al gobernador (delegado del monarca), quien a su vez lo devolvía de inmediato? Este acto oficial, que se realizaba anualmente en el Montevideo del siglo XVIII (cf. infra parte III, nota 10), simbolizaba la reanudación del viejo pacto que ligaba al soberano y su pueblo: el poder emanado de los sujetos era simbólicamente devuelto a ellos, que de inmediato lo regresaban al centro, reanundándolo.
Este tipo de patrones simbólicos definen la gestualidad del poder. Aquellos poderes políticos que intentan definir un colectivo aún incierto, como el Estado Oriental de 1830, tienden a promover gestos demarcatorios tajantes: diseñan una figura de lo nacional fuertemente atravesada por negaciones y exclusiones.
En estos casos, la obra de arte oficial, el diseño de la fiesta o el proyecto urbanístico suelen preferir símbolos autosostenidos (como la alegoría), más que una representación de carácter realista (cf. numerales 8 y 14-19). Otros gobiernos, como el militarismo uruguayo del último cuarto de siglo XIX, que se definió como pacificador y ordenador, privilegian la interioridad, y aunque buscan diseñar la figura de sí en el espacio colectivo de lo espectacular, también apelan a medios como la pintura y la poesía, más estrechamente ligados a una tradición institucionalizada y que puede funcionar en un ámbito de gabinete (espacio público circunscribible a los límites uterinos de una habitación); esta es la época de Juan Manuel Blanes y Juan Zorrilla de San Martín, conocidos como el "pintor de la Patria" y su "poeta", respectivamente (numerales 24 y 26).
Por último, poderes como el fascismo europeo o la última dictadura militar uruguaya intentan restituir una figura supuestamente original, primigenia, que habría sido desdibujada por intervenciones foráneas (judías, comunistas, etcétera). En este caso lo que se observa es el rescate arqueológico y la puesta en práctica de formas y modelos que se creía desaparecidos y que el régimen busca revivir, como símbolo de que los viejos, buenos tiempos están a punto de volver (numeral 27).4
Palabras en escena
La gestualidad no sólo es producto de los modelos ideológicos: también contribuye a formarlos. Balandier habla de una "teatrocracia" que regula la vida cotidiana de los hombres viviendo en sociedad, una especie de "régimen permanente que se impone a la diversidad de los regímenes políticos revocables y sucesivos" (15). La historiografía reciente ha observado la importancia de ciertos escritos (por ejemplo, los literarios), en el proceso de construcción de una identidad nacional (cf. Achugar, "El Parnaso").
Gustavo Verdesio destaca el papel de la escritura en el desarrollo de lo que podríamos llamar una identidad cultural "uruguaya" a partir del período colonial: "la palabra, especialmente la palabra escrita, es capaz de generar hechos sociales y de modelar conciencias" ("Escritura", 23, énfasis nuestro), y sostiene que los primeros textos referidos al Río de la Plata realizaron "la paulatina invención discursiva de ese territorio y de los habitantes que lo poblaban" (La invención, 7).
El presente libro destaca un ámbito distinto: la palabra, sí, pero "especialmente" aquella que es puesta en escena, jugada en un espacio comunitario y según un proceso colectivo de enunciación. Es decir, la que es proclamada por un sujeto plural en el que están incluidos incluso aquellos a quienes se dirige, y que a menudo es puesta en sus labios, todo ello no a través del papel sino, para decirlo de la manera más enfática, con los cuerpos y desde las gargantas
El historiador argentino Fernando Devoto afirma que la idea de pertenencia a una nación "es una construcción fundada en relatos discursivos y no en la experiencia cotidiana" (Devoto, 19). Pero para que ella se vuelva parte activa del imaginario colectivo hace falta precisamente que logre enraizarse en el nivel de lo cotidiano: transformarse en lo que Ortega y Gasset, para distinguirlo de las meras "ideas", llamaba "creencias" (15-22). Esto es mucho más factible cuando los "relatos" pasan del circuito de la escritura-lectura (cuyos extremos, autor y lector, presentan una apariencia individual y suponen generalmente actividades solitarias), al terreno de las escenificaciones, donde tanto producción como recepción se viven claramente como actividades comunitarias.
La puesta en escena del poder tiene otra ventaja básica sobre sus manifestaciones exclusivamente verbales. Como explicó Gastón Bachelard, la verticalidad es un principio formal muy importante en nuestras estructuras de percepción y valoración del mundo. Las figuras y relaciones espaciales de carácter vertical suelen funcionar como axiomas valorativos, "y sin embargo, el lenguaje no las favorece, [...] no tiene facilidad para hacer pintorescas las imágenes dinámicas de la altura" (20-21).
Esto es algo que sí ocurre en prácticas simbólicas como la ceremonia o el rito, por lo demás muy proclives a las figuras de verticalidad. En ellas, la palabra, al encuadrarse en una relación espacial, logra superar la condición de mero texto. Al igual que las instituciones específicas de aprendizaje y disciplinamiento (como la escuela), este tipo de prácticas son medios por los que los "relatos discursivos" de que habla Devoto acceden al terreno de la "experiencia cotidiana". A través de ellas el discurso que las instituciones han consagrado desciende al espacio vital de los mortales.
La palabra puede ser puesta en escena de acuerdo a cuatro modelos tópicos: la fiesta, el rito, la ceremonia y el espectáculo.5 Si bien tal clasificación goza de cierto consenso, es difícil definir el conjunto de estas manifestaciones.
En este libro hablaremos de la escena, en un sentido amplio, como el despliegue espacial que acompaña y encuadra a los discursos (a los signos en acción). Más que los espectáculos o monumentos del poder, nuestro objeto son sus puestas en escena, o mejor dicho su escenificación, entendida en dos sentidos: "representación", pero también "diseño de una escena". Por escenificaciones entenderemos a todas aquellas manifestaciones que transforman el espacio, el tiempo y el cuerpo de los individuos en material simbólico, estén acompañados o no por la palabra. Extenderemos el concepto a ciertas representaciones que sin incluir a los individuos como elemento constituyente, son diseñadas como escenario material o simbólico de la presencia humana, como es el caso de los ejemplos arquitectónicos, urbanísticos y pictóricos que analizaremos.
Tanto lo gestual como lo escénico son conceptos versátiles, aplicables no sólo a obras de teatro o bailes populares: un edicto municipal forma parte de la gestualidad del gobierno de la ciudad, y un cuadro como El Juramento de los Treinta y Tres, de Juan Manuel Blanes, constituía hacia fines del siglo XIX la más importante escenificación del sentimiento patriótico uruguayo.
Por eso corresponde definir tres nociones básicas: lo "teatral", que será empleado en el sentido que suele usarse para decir que una disposición arquitectónica barroca, un texto romántico o un gesto cotidiano son muy "teatrales"; la "teatralidad", entendida como cierto conjunto de modelos y paradigmas que definen las relaciones significantes establecidas entre los individuos en el espacio por ellos compartido (cf. infra "Territorio y habitantes"), relaciones que operan en toda producción social de significado y de manera muy notoria en las manifestaciones del poder; y por último la "gestualidad", término que atiende a los aspectos lógicos de una producción de sentido pero sobre todo a los analógicos y paraverbales, a los hábitos expresivos del sujeto y en general a la expresividad visual de la faz o del "exterior", en tanto dotada de una lógica específica (no expresión simple y directa de algo "interior" o más profundo).6
Territorio y habitantes: los componentes de la escena
Muchos antropólogos y sociólogos
insisten, además, en que todo marco cultural posee un ‘centro’, que tiene
estatus sagrado. El centro sagrado hace posible una especie de mapeado social y
político, confiere a los miembros de la sociedad su sentido de lugar. Es el
corazón de las cosas, el sitio donde cultura, sociedad y política se unen.
Hunt, 87
Las relaciones entre identidad colectiva, territorio, poder y escenificaciones han sido estudiadas recientemente por Gustavo Geirola, quien ofrece una interpretación semiótica del tipo de vínculos que un grupo establece tanto entre sus integrantes a nivel individual como entre el grupo y su territorio. La clasificación que propone permite comparar las distintas formas en que un colectivo puede pensar el espacio público, y las estructuras de poder a que cada una corresponde.7
Según Geirola, el patrón por el que se diseñan estas relaciones es el mismo que define las relaciones de poder dentro del grupo y, por ende, la noción misma que éste tiene del poder. Geirola llama teatralidad a toda relación significante "donde se juega a sostener la mirada, o bien, para ser más precisos, donde se trata de dominar la mirada del otro (o del Otro)" (28). Según él, es posible reconocer seis estructuras de la teatralidad, que serían otras tantas "formas de configuración de las relaciones de poder" (36). La seducción, su forma más elemental, puede pensarse en estos términos: "X mira a Z y Z mira también a X" (28 y ss.).
A partir de este mecanismo básico se accede a formas más complejas, donde la seducción se colectiviza. Una de ellas, que Geirola llama rito, "consiste fundamentalmente en la instauración de un representante imaginario del poder", una forma de delegación simbólica que no necesariamente tiene que estar encarnada en un sujeto concreto (32).
"Ahora la serie gira en torno a un eje central, el espacio se limita a la interioridad y el afuera está velado/vedado. El afuera es el fondo ('cósmico') que completa y permite la diferencia. Como se puede ver en los anfiteatros griegos, como Epidauro, lo que completa el círculo por detrás de la escena es la Naturaleza.
"Cada uno converge en el otro y los otros, y todos constituyen un punto de acumulación de poder que los regula, los representa y los significa uno-por-uno. La distancia hasta el centro, desde el perímetro, es infranqueable, se hace densa, y es por esto que podemos reconocer la seducción como distancia regulada imposible de reducir a cero." (32-33)
Esta estructura tiene un efecto sacralizador sobre el espacio y define identidades colectivas muy marcadas. El territorio interior se vuelve común a todos, definido y jerarquizado según la proximidad al centro; el afuera se vuelve aquello que está a nuestras espaldas (lo Otro, el peligro, la Naturaleza).
En un modelo posterior, el representante imaginario del poder se materializa. "Algo o Alguien tiende a proponerse como la manifestación o la visibilidad (la representación en sentido vicario) del centro" (33). A fin de ejercer el control y mantener su propia seguridad, el representante central "se ve obligado a girar, si es que por su mirada ejerce el poder de la seducción" (34). Un ejemplo de este modelo sería el del juglar (34), y quizás pueda pensarse también en la situación del rey sol en la corte absolutista. De hecho esta estructura concuerda estrechamente con el modelo del cosmos dibujado por la física antigua, referente científico del absolutismo europeo (cf. infra notas 10 y 11).
El desarrollo de estos modelos radiales supone, según Geirola, una separación creciente entre el espacio del "representante" y el de los demás sujetos, y el desenvolvimiento de una estructura altamente jerárquica, que tiende a la centralización. Los regímenes que privilegian este modelo suelen exhibir una gestualidad muy teatral, donde la relación entre los sujetos (periferia) y la sede del poder (centro) exhibe una marcada tendencia a la verticalidad.
Es comprensible pues que el autor sitúe aquí el origen de los patrones de representación totalitarios: "Todo poder que se proponga (y mistifique) como dictatorial hace que la estructura del rito sufra una transformación notable y, de su primera organización popular, pase ahora a una configuración que podríamos denominar fascista. El poder fascista se propone a partir de una reserva del espacio social, como la instauración de un secreto, que lo constituye como poder. Ya no se trata de un poder acumulado por cesión de los otros (en todo caso en un primer momento y por identificaciones), sino de un poder que se sostiene en la ficción de un espacio de reserva habilitado como un contra-poder. " (34)
Geirola llama teatro a esta nueva modelización. "El teatro es aquella estructura de la teatralidad que presupone un espacio de reserva. No es causal que, históricamente, en las culturas donde reconocemos ‘teatro’, éste aparezca siempre ligado a formas cuyo discurso arquitectónico muestra un espacio de reserva."(35)8
Identidad y representación
En las escenificaciones, la figura de sí es simultáneamente representada en un discurso (un orden de signos) y materializada en el espacio. Todo acto de representación es una ejecución, en el sentido en que se dice que un músico ejecuta la partitura: interpretación y realización de algo que existe sólo "virtualmente", en potencia. Representar es hacer.
Todo sujeto, es decir toda formación dotada de discurso y que asume o sostiene la existencia de una identidad que le es propia (un individuo, un grupo, una nación), posee una figura de sí. Mejor dicho, no "una" sino "varias" figuras de sí: ninguna identidad es reductible a una sola imagen, a un "texto" único, lo cual resulta particularmente evidente en el caso de un sujeto tan amplio y difuso como una comunidad. El totalitarismo se funda, precisamente, en el recorte de la diversidad de lo existente y su reducción a una unidad canónica, supuestamente natural, "auténtica", capaz de vehiculizar en imágenes unitarias la figura de lo nacional.9
Las figuras de identidad se forjan en la serie ininterrumpida de representaciones de sí que genera el sujeto. Así como el idioma tiene su realidad en los continuos actos de habla, en el sedimento que ellos van creando y transformando sin cesar en la comunidad de hablantes, sin ser contenido en ningún diccionario ni descrito totalmente por ninguna gramática, la identidad colectiva sólo existe en el espacio de las prácticas simbólicas. Ella no es otra cosa que el conjunto inabarcable y la decantación permanentemente móvil y diversa de sus "ejecuciones".
Hasta el siglo XIX, espacios como el teatro, la ceremonia oficial y la fiesta pública eran algunos de los grandes campos de producción y vivencia de las identidades colectivas. Por eso la representación de carácter teatral ocupó, por lo menos desde los comienzos de la modernidad, un espacio privilegiado en el panorama de la producción simbólica promovida por el poder central.10 Desde fines del siglo XVIII y hasta el advenimiento de los medios químicos y electrónicos de representación, probablemente haya sido el lugar donde más clara y explícitamente se produjo un discurso colectivo sobre la identidad.11
Ello explica el sentido de consejos como el de Jovellanos que sirve de epígrafe a este capítulo, proveniente de un informe oficial sobre la necesidad de mejorar el control de las actividades artísticas y entretenimientos en España. El fragmento elegido es terminante: mientras que la producción y difusión de impresos debe desregularse, es preciso una censura atenta, centralizada y sistemática sobre las representaciones. La postura del pensador español expresa claramente su conciencia de la distancia que existe entre el papel impreso y la puesta en escena (cf. infra numeral 12).
Hasta el presente, lo espectacular (deporte, televisión, cine, videojuegos), sigue siendo uno de los principales, si no el más importante espacio de representación de las identidades colectivas. De hecho, uno de los factores que contribuyen al deterioro de la idea de "nación" como aglutinante colectivo puede ser el hecho de que las prácticas espectaculares ya no suponen la participación comunitaria de la audiencia.
En el entorno mediático, la "comunidad" se vuelve literalmente algo imaginado, más que experiencial. La "selección nacional", por ejemplo, resulta un factor de identificación más fuerte que los espectáculos que pueda organizar el poder político (salvo, claro está, un torneo que sirva de escenario a esa misma selección), y es sugestivo que el uso del deporte como puesta en escena de un gran relato colectivo sea una de las herencias "greco-romanas" que el fascismo reformuló, de modo similar a como hizo con la arquitectura.
* * *
El poder autoritario se ha ocupado siempre por responder las tres preguntas de Gauguin. En el cuadro del pintor francés ellas se presentan como una interrogante que resuena en el silencio y toma forma en la sensualidad "salvaje" del color; los autoritarismos, en cambio, decretan respuestas expeditivas, violentas.
Pero hay algo común en ambas soluciones: las dos entienden que el sujeto –la identidad– se construye con signos, es menos un hecho concreto que un proceso simbólico.
La identidad no existe sino en la ejecución continua de sus puestas en escena. Por eso este libro no habla de monumentos del poder (esfinges "muertas"), sino de escenificaciones, realidades que a veces pueden parecernos aberrantes, pero no por ello están menos "vivas" en todas las culturas conocidas. Su efecto en el imaginario y la conducta de los hombres siempre ha sido superior al de la mera letra escrita. Como bien sabía Jovellanos.
Adelanto del libro "LA PATRIA EN ESCENA. Estética y autoritarismo en Uruguay: textos, monumentos, representaciones" de Emilio Irigoyen. Ed. Trilce. Montevideo.
Referencias
1 El término figura refiere aquí al heterogéneo conjunto de objetos y fenómenos simbólicos con los que un grupo se define a sí mismo: tanto las imágenes visuales como los relatos de sí que produce el colectivo (por ejemplo, en nuestra tradición, lo que se entiende por "historia patria"). Cf. la introducción y el artículo de Homi Bhaba en el colectivo Nation and Narration (Bhaba, ed.). Los apellidos de autor (acompañados por el título o parte del título, cuando se cita más de un texto), refieren a la bibliografía final. Esta incluye sólo obras citadas textual o conceptualmente a título expreso y que fueron consultadas directamente. En las notas se ofrecen algunas referencias adicionales. 2 En el ambiente uruguayo la situación repercutió sobre todo hacia comienzos de los noventa, reactivando las discusiones sobre la "identidad nacional" (cf. Achugar y Caetano; también Achugar, La balsa de la medusa, Montevideo, Trilce, 1992, entre otros). 3 Los "orientales" reunidos en la Quinta de la Paraguaya eran unos pocos, pero en su momento nadie parece haber discutido que ellos de alguna manera encarnaban por entero a un pueblo: en cierta forma funcionan como presencia de Los Orientales, según un procedimiento metonímico que los totalitarismos han usado con frecuencia: la "multitud" presente como materialización virtual del "pueblo todo". 4 Los distintos ejemplos que estudia este trabajo pueden articularse históricamente en relación a la crisis o declive de los modelos representacionales del antiguo régimen teofánico y la configuración y hegemonía de los que suelen vincularse a la modernidad. En la legitimación del poder se pasa de una lógica vertical, "epifánica", a una horizontal, contractual y democrática. En lo que tiene que ver con el contexto uruguayo, esa inflexión está marcada con el paso de la tercera a la cuarta parte del libro. Se toma como bisagra la Revolución francesa y los alzamientos independentistas latinoamericanos, pues en ese "momento" histórico encuentra su sistematización el nudo de relaciones entre distintos aspectos ideológicos y estéticos que recorreremos a través de doscientos años. 5 Este cuadro sólo alcanza, por supuesto, a la modernidad occidental. Por lo demás, hay que aclarar que este ensayo no toma en consideración aquellos fenómenos que caen dentro del ámbito del rito. Su naturaleza sensiblemente diferente nos obligaría a hacer demasiadas precisiones y, por otra parte, el objeto del libro son las escenificaciones del verticalismo de Estado desarrolladas en el paradigma post-iluminista, es decir, vinculadas a la secularización de los modelos de legitimación del poder político que ocurre entre la segunda mitad del siglo XVIII y la primera parte del siguiente. De todos modos la omisión es importante, dada la profunda carga de religiosidad y mistificación existentes en esta nueva lógica, a primera vista tan "profana". 6 En el término "gestualidad" nos interesan sobremanera los temas de teatralidad, intención comunicativa, manifestación espontánea y expresión de la faz, entre otros, pero al igual que con los dos primeros conceptos, más que brindar una definición estricta preferimos hacerlos funcionar, dejando que la operatividad que ellos asumen a lo largo del texto dibuje su sentido. Todo esfuerzo terminológico oscila entre la precisión y la operatividad. Como dijo Bajtín ("El problema"), lo que da forma a los términos es el tráfico contextual de sentido: los "significados" de diccionarios y tautologías sólo recogen la etiqueta de un fósil. Por eso creemos que a veces, y para algunos fines, la definición concreta y estricta de la terminología supone menos "rigor" que reduccionismo. El afán técnico encuadra al objeto en la estructura fija de un repertorio instrumental cuya "precisión" y "neutralidad" son falaces. Desde los griegos, el saber discursivo calificado en Occidente ha sido aquel que fija el devenir de lo real a través de un conocimiento referido al ser de lo real. Se cree que ese devenir puede resultar comprendido (en el doble sentido de abarcado y entendido) mediante ideas "claras y distintas", como pidió Descartes. Sin embargo, muchos han señalado (desde Cratilo y los sofistas hasta Nietzsche, Bajtín, Wittgenstein o los deconstruccionistas), que de este modo el objeto constituye una construcción que no sólo está sometida, como toda forma de conocimiento, a lógicas predeterminadas (en primer lugar las discursivas), sino que además se elabora como construcción disciplinaria, según dijo Foucault, es decir: disciplinada, ordenada, "reducida" (como se decía de los indios sudamericanos controlados por las instituciones blancas). 7 Por ello su marco teórico nos parece útil. No usaremos en cambio su terminología, que contraviene el uso corriente de los términos. Por razones de comodidad y claridad, preferimos conservar el sentido usual de las palabras. 8 El último modelo de teatralidad social que expone Geirola es el de la fiesta. Se trata de una estructura "en que X y Z se ubican en cualquier parte, donde no hay serie concatenada, donde hay seducción absoluta (y goce absoluto), donde no hay centro, donde no hay interior ni exterior y donde, en general, no se logran sostener las dicotomías": una teatralidad "que rechaza todo poder como acumulación, como centro, que se plantea como paragramática, como reticular" (37). El propio Geirola se apresura en aclarar que "eventos como las fiestas patrias o la misa, por ejemplo, no son [fiesta] sino rituales oficializados o teatro" (37). Es más: sostiene que la fiesta "está más allá de lo popular o lo fascista" (37), pues "no supone la constitución de ningún poder" sino más bien "un agujero en lo social, un momento, un instante que estalla y que luego reinserta a los participantes en la sujeción a lo simbólico" (38). Según su lectura, esta sería una escenificación que entra en diálogo conflictivo con las manifestaciones solemnes del poder. Sobre algunos ejemplos de esta tensión en contextos uruguayos cf. infra numeral 22, e Irigoyen, "La ciudad...", 1.b; la interpretación de la fiesta como "contracultura" es, sin embargo, discutible (cf. Irigoyen, "El imperio", 302). 9 Nuestro objetivo es estudiar la evolución y los productos de tal reduccionismo, no sus condiciones epistemológicas o las cuestiones teóricas que plantea (y mucho menos el "valor" de lo que deja afuera). Por eso aquí no se presta atención a la alteridad perdida (objeto de estudio usual en los estudios culturales), sino a la unidad buscada. 10 Balandier resume la cuestión en estos términos: "el Renacimiento hace de la representación un arte, antes que nada político" (37; cf. 16 y ss. y 163); ver también Strong (passim), y Lambert. La representación (fundamentalmente la espectacular), se incorpora a esta lógica al mismo tiempo que comienza a desarrollarse una cultura específica de lo escrito y el texto pierde la fuerte "teatralidad" que según Paul Zumthor lo había caracterizado en tiempos de su producción y recepción orales (cf. Zumthor, passim). A raíz de ello Zumthor sostiene la necesidad de estudiar "la poesía medieval como objeto de la antropología", ya que no es posible definirla a partir de lo textual. Algo similar ocurre con los discursos escénicos durante la modernidad. A partir del renacimiento las representaciones espectaculares se desarrollan mucho y, en cierta medida, pasan a desempeñar funciones que antiguamente cumplían otros sistemas, como la poesía (a menudo se dice que los largometrajes de ficción son un equivalente moderno de la épica). No es casual que Zumthor ubique el tema en el marco de procedimientos simbólicos de convalidación del poder central muy similares a los que se enfocan en este trabajo. Un cambio similar al que opera en los espacios sociales del "texto" se aprecia en el espacio urbano, lo que afecta directamente a su funcionamiento como sitio de diversas representaciones del poder (desde las urbanísticas hasta las del ceremonial al aire libre). La calle deja de ser una extensión del espacio de la gente que vive en las casas de la vecindad, para transformarse en un ámbito público para el fluir del tráfico (cf. Schor, 189). Se genera así una nueva relación de los habitantes con el espacio urbano, que tendrá consecuencias importantes en la concepción de la ciudad como escenario. 11 No debe olvidarse la importancia de otros factores, como el ejército, sobre todo desde su constitución en fuerzas de carácter nacional (cf. Maravall, V, 3). La milicia es un gran escenario para el montaje de la identidad grupal, debido a su relación directa con la defensa del territorio, su representación metonímica de la totalidad del cuerpo social, su estructura altamente jerárquica, su gusto por lo simbólico y ceremonial de connotaciones totémicas, etcétera. Históricamente ha estado vinculada con frecuencia a la representación escénica (de lo que veremos algunos ejemplos), y posee incluso formas específicas de escenificación como la arenga, cuya relación entre "escenario" y "espectadores" es por otra parte muy similar a la del teatro y los deportes espectaculares (por ejemplo: las manifestaciones ruidosas y espontáneas que generan son muy similares). |
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Artículos publicados en esta serie: (I) ¿Universalidad del arte? (Gerardo
Mosquera, Nº 116/117) |
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