Serie: Las Organizaciones (III)
La tribu posmoderna
Gabriel Kaplún
Participación, compromiso y comunicación son términos que impregnan hoy el discurso managerial. Las prácticas empresariales concretas parecen sin embargo bastante distantes. El desfasaje abre una brecha -ambigua pero útil para el trabajo con organizaciones- desde una perspectiva crítica y en particular para los abordajes a partir de la comunicación organizacional.
El que se fue tal vez pueda ser calificado como el siglo de la participación. Durante estos cien años muchos hombres y mujeres pelearon no sólo por pan sino también por la posibilidad de tomar parte en las decisiones que los afectaban. Y aunque muchos no lo lograron, la idea de que participar era un derecho avanzó en las conciencias de millones de personas. Esta conciencia es sin duda un componente esencial en los procesos de construcción de ciudadanía.
Pero la cercanía del cambio de siglo muestra una peculiar situación, en la que la participación aparece como un valor devaluado y arrinconado por el individualismo reinante y, simultáneamente, exaltado desde espacios antes inesperados. El discurso participativo y el discurso managerial posmoderno encontraron puntos de contacto que vale la pena explorar, pero también despertaron falsas expectativas que conviene descartar. Para ello trataremos de aportar aquí algunos elementos generales y algunos ejemplos concretos desde nuestra práctica en comunicación organizacional.
El discurso managerial
Calidad, excelencia, reingeniería. Entre el fárrago de términos y modas que recorren la literatura del management, parecen destacarse dos tendencias -generalmente convergentes- que apuntarían a un cambio de fondo con respecto al modelo con el que fueron construidas la mayor parte de las organizaciones desde la revolución industrial. Estos dos elementos pueden sintetizarse en palabras simples: participación y compromiso. A ambas suele sumarse, como clave operativa, un tercero: comunicación.
El punto de partida es una crítica a la configuración dominante para construir y pensar las organizaciones: el modelo burocrático-mecanicista (Mintzberg 1990), al que suele también identificarse con el llamado taylor-fordismo, por la impronta dejada por Henry Ford y su diseño de la cadena de montaje y F. W. Taylor y sus métodos de organización científica del trabajo. Algunos de los principios organizacionales básicos de este modelo son la estructura jerárquica, la centralización de las decisiones, la división de funciones, la estandarización de procedimientos, la planificación y el control continuo, la priorización de la eficiencia económica. Estos principios tuvieron y tienen tal fuerza que en verdad para mucha gente son simplemente sinónimos de organización. Sobre ellos se ha desarrollado una gran gama de actividades humanas, desde la fabricación de automóviles hasta la venta de hamburguesas, el transporte aéreo de pasajeros o la expedición de licencias para conducir.
Algunos problemas que suelen señalarse en este tipo de configuración organizacional son su rigidez y dificultad para adaptarse a contextos y demandas cambiantes, las frecuentes dificultades de coordinación interna, la baja motivación que genera en el personal.
Frente a estos problemas, participación y compromiso aparecen como dos de las claves de las propuestas de salida. Aunque no necesariamente, ambas pueden estar ligadas: potenciar la participación genera más compromiso. Por ejemplo, si todos participan de algún modo en la elaboración de los planes, es probable que se sientan comprometidos con su ejecución.
La presión hacia estos cambios no ha tenido un origen ético, sino fundamentalmente tecno-económico. Por un lado, el modelo mecanicista viene mostrando su agotamiento en términos de eficiencia: las dificultades de coordinación interna y la baja motivación generan desperdicio de recursos y defectos frecuentes. Por otro lado, el modelo mecanicista aparece relativamente funcional cuando se trata de productos o servicios siempre iguales y repetitivos, pero no cuando se trata de innovar y crear continuamente nuevos productos y servicios, algo que aparece como imprescindible en contextos fuertemente competitivos.
Compartir el poder puede ser entonces una de las salidas propuestas en términos organizacionales:
Por un lado tenemos que en el Consejo de Administración somos ocho personas; por otro lado tenemos que hay 9000 trabajadores. El cerebro humano pesa 750 gramos; por lo tanto el del Consejo de Administración pesa seis quilos y del lado de los trabajadores hay casi siete toneladas. Si se pudiera alinear la capacidad pensante de esas siete toneladas hacia los objetivos de la empresa, se tendría una capacidad de competir superior a cualquiera. Ese el es el secreto... Lo que hay que hacer es compartir el poder. Empezar a dar más participación. (cit. por Cerisola 2000).
Empecemos ya a notar los límites del discurso: de lo que se trata es de alinear la capacidad pensante de los trabajadores tras los objetivos de la empresa y no de definir conjuntamente esos objetivos
¿Compartir el poder realmente?
En el fondo parecería que este tipo de discurso en verdad está más interesado en la otra cuestión: la del compromiso. Especialmente a partir del impacto de las empresas japonesas, este tema empezó a interesar fuertemente a los empresarios y gerentes. El llamado modelo toyotista mostró un tipo de organización en que las personas tienen un alto involucramiento con la empresa, que abarca en verdad la totalidad de su vida. Aunque el modelo no resultara repetible en otros contextos culturales, comenzaron a realizarse diversos esfuerzos para identificar la misión de cada organización y unir en torno a ella al conjunto de las personas que la integran. Demandan entonces mucho más que su trabajo a cambio de un salario: reclaman su alma (Mintzberg 1990). Para ello quieren cambiar el significado de los negocios, de ser un instrumento de los dueños para ganar dinero y que emplea a otras personas como instrumentos de la organización para lograr tal fin, a ser algo más parecido a una comunidad con una razón (Handy 1997).
En el modelo ideal los planes centrales y la estandarización de procedimientos serán sustituidos por creencias y valores compartidos, por la adhesión a una ideología, por la comprensión de la filosofía de la empresa. En los hechos y en las sociedades occidentales, con frecuencia la ideología aparece recubriendo el modelo tradicional mecanicista sin cambiarlo en su esencia organizacional. Alimentar una cierta mística empresarial puede parecer útil, por ejemplo ,para vender hamburguesas.
En estas líneas de cambio en los modelos organizacionales la comunicación aparece siempre como un componente clave. Las propuestas coinciden básicamente con la de los llamados modelos simétricos de doble vía (Kunsch 1997). En este sentido encontramos dos tipos básicos de líneas de acción propuestos:
Romper el aislamiento de los dirigentes. Aislamiento respecto de la base de su organización y respecto del contexto en que esta se mueve, aspectos que suelen converger dado que es esa base la que está en contacto concreto con el exterior. Los dirigentes, parapetados tras sus escritorios, reciben informes escritos que le dicen mal y tarde lo que sucede en su organización y en el medio, pero rara vez entran en contacto directo con ese medio y no pueden ver lo que está pasando en la planta baja de su organización, allí donde los productos son (se supone) fabricados y los clientes atendidos (Mintzberg 1996). Se trata entonces de romper barreras, salir al campo y crear o activar canales de comunicación ascendentes, desde la base hacia la dirección, dado que lo habitual es que sólo funcionen los descendentes, desde la dirección hacia la base.
Favorecer la comunicación horizontal. Esto aparece como especialmente importante en la búsqueda de la innovación. Facilitar al máximo el intercambio parece ser condición indispensable para activar la creatividad. Hacemos todo para que las personas se encuentren y se hablen afirma un gerente de una empresa de diseño del Silicon Valley. Para ello procuran que cada unidad sea lo suficientemente pequeña para que todos puedan conocerse, priorizan los espacios comunes más que las oficinas individuales y el encuentro cara a cara en vez del teletrabajo (Vézina 1999).
Uniendo varias de las líneas planteadas, algunos hablan por ejemplo de gestión tribal: hay que considerar la empresa moderna como una tribu donde se transforma el saber día a día. Y el factor determinante en una tribu no es la informática: la productividad viene de los participantes, que comparten los mismos valores (Rolf Jensen, cit. en Vézina 1999). (2)
Ahorrando empleo, desperdiciando trabajo
La decadencia del modelo taylor-fordista, la era posindustrial y la sociedad de la información parecieron abrir perspectivas nuevas en el terreno organizacional. Y sin duda hubo y hay cambios, pero parece que más ambiguos, modestos y/o distintos de lo que se esperaba. El tema de la participación se ha convertido en una moda que ya no parece pasajera en la literatura organizacional. Pero basta mirar a nuestro alrededor y preguntarnos cuántos de nosotros trabajamos en -o al menos conocemos- organizaciones que apliquen efectivamente estos criterios, para darnos cuenta que, por el momento y al menos por estas tierras, parece que ello se trata fundamentalmente de progreso manuscrito. La realidad parece seguir mostrando la persistencia de los modelos jerárquicos y de la organización mecanicista: los intentos participativos son demasiado pequeños y poco consistentes, fracasan con demasiada facilidad, las jerarquías se asustan y prefieren retroceder... Hace ya veinte años un directivo de una gran empresa norteamericana planteaba el problema en estos términos:
Los temas de la participación no se restringen necesariamente a esos pocos asuntos que la dirección considera de interés directo y personal para los empleados. Un plan (participativo) no puede mantenerse por largo tiempo sin que sea reconocido por los empleados como manipulador o conduzca a expectativas de una participación más amplia y significativa.
¿Por qué sólo nos preguntan sobre planes para pintar la fábrica y no sobre la sustitución de ese viejo equipamiento o la reorganización del instrumental? Y una vez que se ha demostrado (o que se cree haber demostrado) que se es competente en, por ejemplo, reordenar el local de trabajo, y cuando la participación se ha convertido en una actividad consciente y con apoyo oficial, los participantes pueden muy bien querer pasar a los temas de asignación de tareas, distribución de recompensas e, incluso, selección de los responsables. En otras palabras, el actual monopolio del control de la dirección puede llegar a ser, él mismo, objeto de discusión (citado por Edwards, 1979). Un objeto de discusión que se
ha mostrado poco dispuesto a serlo...
¿Vamos realmente -o estamos ya en él- a un mundo sin centro ni jerarquías, como suele afirmar el discurso posmoderno? Si hay muchos dueños, ninguno es un verdadero dueño. Si hay muchas verdades ninguna es la verdad última, autoritaria, dice Gianni Vattimo (1999). Pero tal vez el problema es que no se trata de la verdad sino sólo de la eficacia, como nos recuerda Lyotard (1987). Lo que yo digo es más verdadero que lo que tú dices, porque con lo que yo digo puedo hacer más (ganar más tiempo, llegar más lejos) que con lo que tú dices.
Las nuevas opciones tecnológicas disponibles facilitan la flexibilidad... para hacer más prescindible y reemplazable la mano de obra. Las redes facilitan la interactividad... y potencian la vigilancia. La descentralización puede ser un nuevo modo de centralizar y el empowerment un nuevo modo de hacer perder poder (Mintzberg 1996). Parecería que, tal como algunos temían, los cambios van mayoritariamente, y en el mejor de los casos, en dirección a una retaylorización informatizada, que acentúa el control en vez de la participación.
No era -no es- la única opción. En el modelo dominante cada elección tecnológica, o cada uso específico de una nueva tecnología, se justifica tanto o más en función de la preservación de poder que del aumento de la productividad (Fernández Enguita 1988). Y luego todo consiste en que la gente se adapte a la nueva tecnología, en que aprenda a apretar correctamente los botones sin moverse de su sitio, en lugar de generar, adoptar y desarrollar tecnologías que promuevan la movilización de las competencias de los trabajadores (Massera 1998).
La organización posmoderna, se dice, implica cambios profundos frente a la organización jerárquica, burocrática y mecanicista tradicional. Las fronteras entre el adentro y el afuera tienden a difuminarse: tercerizaciones, alianzas y redes informáticas vuelven borroso el límite con el contexto. A la estructura piramidal-funcional se le presentan como alternativa estructuras matriciales y en red. A la rigidez y centralización, la flexibilidad y la descentralización. El trabajo es ahora una actividad y no tanto un lugar específico con horarios rígidos. Ya no se ofrece seguridad en el empleo, sino empleabilidad. La unidad de mando es sustituida por dependencias múltiples. El control se internaliza y se vuelve autocontrol. La integración y la polivalencia reemplazan la especialización y la división del trabajo. Ya no se piensa en la organización como una máquina sino como un organismo vivo: frente al valor de la disciplina y la conservación, se levantan los de la creatividad y el cambio. (Schvarstein 1998).
Pero... la relación entre individuo y organización permanece. Se la sigue viendo y proponiendo como una relación de complementariedad y olvidando que es también una relación antagónica. Porque la organización es más que los individuos que la integran, en tanto medio para lograr fines comunes, pero también menos que los individuos, en tanto les impone restricciones. Ignorar esto hace que las diferencias entre empresa moderna y posmoderna terminen siendo principalmente instrumentales. Los mecanismos de control social se han hecho más sutiles, pero el principio de subordinación a la autoridad en el fondo no ha cambiado. Sólo que ahora se le ha agregado el compromiso, la energía psíquica volcada como nunca antes a la organización y que puede terminar quemando a los individuos que se comprometen con ella (Aubert 1991).
En ese contexto, autonomía, empowerment y trabajo en equipo pueden no ser más que técnicas confirmatorias del orden instituido antes que valores determinantes de un nuevo orden instituyente. En la medida en que no se modifique la apropiación del producto del trabajo humano, en la medida en que persistan y se acentúen las diferencias generadas por los actuales modos de distribución de la riqueza, toda diferencia entre discurso moderno y posmoderno será de naturaleza meramente retórica. (Schvarstein 1998). En todo caso estamos frente a una modernidad radicalizada, una ilustración ilustrada acerca de sí misma (Wellmer 1985). Al final resulta que ha pasado la época de la represión física y manifiesta, pero estamos frente a una sociedad dual, que divide a los que están adentro del sistema y quienes quedan afuera. En ella, el desempleo estructural, la concentración de la riqueza y la exclusión de un número cada vez mayor de personas inclinan tanto la balanza del poder del lado de la organización y del capital, como lo estuvo en los comienzos de la Revolución Industrial. Para los excluidos ni se habla de autonomía y participación: sólo de autoempleo y precarización. Y entre los incluidos cunde el terror al desempleo y se está dispuesto a aceptar reducciones salariales y condiciones de trabajo flexibles. Aunque la literatura del management sigue erigiendo a las organizaciones en puntas de lanza del cambio social, en un intento (en el mejor de los casos reduccionista, en el peor de los casos ocultador) de validar el orden social. (Schvarstein 1998).
En verdad el modelo es muy perverso desde el punto de vista social pero también desde el punto de vista económico, porque termina por afectar su valor más sagrado: la eficiencia. Busca economizar empleo y termina desperdiciando trabajo (Massera 1998). Las tercerizaciones empiezan a mostrar su costos ocultos en pérdida de calidad (Massera e Iturra 2000), al igual que la polivalencia sin aumento de las competencias del trabajador. Las organizaciones se llenan de paradojas, las prácticas y sus resultados entran en contradicción con las teorías y los discursos.
Dadas estas condiciones a nuestro juicio la moda del compromiso y la comunicación, la moda participacionista en el discurso empresarial, abren una brecha ambigua pero útil para empujar en una dirección de cambio profundo, de empoderamiento real. Mostrar las contradicciones entre ese discurso y su práctica habilita para proponer coherencia. Ello no garantiza su cumplimiento, pero facilita una discusión y legitima una posibilidad.
Se abre entonces un camino interesante para quienes seguimos pensando que la participación implica el derecho a decidir lo que realmente importa. Para trabajar en lo organizacional desde esta perspectiva crítico-transformadora, una práctica útil es salir a cazar paradojas organizacionales, descubrir las ineficiencias del eficientismo, mostrar las contradicciones entre discursos y prácticas. El terreno de la comunicación organizacional es particularmente fermental en este sentido. Veamos a continuación algunos ejemplos.
Las anteojeras organizacionales
Una de las tensiones conocidas en la práctica y en la literatura sobre comunicación organizacional es la que existe entre comunicación interna y externa. Términos como comunicación integrada (Kunsch 1986) o comunicación global (Weil 1992), buscan, entre otras cosas, resolver esta tensión.
Sin embargo, al menos en nuestro contexto empresarial, tenemos la impresión de que esta tensión tiende hoy a agudizarse. En efecto, en la medida en que las organizaciones se han vuelto más expertas en sonreír hacia afuera chirrían más las broncas internas.
Un ejemplo interesante tiene que ver con la organización del espacio. Como es sabido, muchas empresas están tirando abajo los mostradores. Desde un enfoque centrado en el cliente, se trata de eliminar barreras y permitir una atención personalizada. Nos tocó analizar uno de estos casos en que, tras un complejo trabajo de reingeniería, los mostradores habían sido sustituidos por escritorios, separados a su vez por mamparas. De ese modo el cliente recibía atención realmente personalizada, porque la nueva disposición le garantizaba privacidad.
Los clientes parecieron apreciar en principio el cambio. Pero internamente el malestar fue intenso: la gente había perdido de vista, literalmente, a sus compañeros. Cada uno había quedado aislado y se sentía como un caballo con anteojeras, para empujar el carro hacia adelante y no distraerse del trabajo.
Un elemento interesante es que, como era de esperar, la propuesta de reingeniería hablaba reiteradamente de trabajo en equipo, al menos en los papeles. Sin embargo, ningún paso práctico parecía haberse dado en este sentido. Las instancias informales de encuentro disminuyeron y tampoco se habían establecido instancias formales: Vamos a ver cuándo hacemos una reunión, lo que pasa es que andamos con mucho trabajo...
Entre tanto las mamparas se transformaron en el emblema de la reingeniería. Y por su parte el sindicato empezó a incluir entre sus consignas el no a las mamparas.
Obviamente, todo esto afectó también la sonrisa externa de la organización... la atención al cliente que se quería mejorar. (Tal vez al final el cliente sintiera que podía elegir cualquier color para su auto, siempre que fuera negro, como le gustaba decir a Henry Ford.)
Comunicación interna y externa quedaron desconectadas e hicieron cortocircuito. Pensar con más detenimiento en ambos aspectos y en su relación tal vez hubiera permitido idear una solución mejor... y más barata, como la siguiente:
El factor C y el agua de la bañera
Un caso especial lo constituyen las cooperativas. En tanto empresas que, al menos en su origen, planteaban una alternativa a la empresa capitalista, podrían esperarse diferencias importantes en el modelo organizacional y comunicacional. Aunque esto es así en muchos casos, también suelen encontrarse fuertes contradicciones entre discursos y prácticas.
Algunas de estas contradicciones parecen provenir de la evolución seguida en las últimas décadas por una parte importante del movimiento cooperativo. Ante la necesidad de sobrevivir en un ambiente ideológicamente desfavorable y agresivamente competitivo, muchas cooperativas tendieron adoptar los modelos, consejos y recetas del management dominante.
En algunos casos esto condujo a fracasos rotundos en el plano estrictamente económico; en otros casos pareció tener éxito, al menos en primera instancia. Pero en ambos aparecieron tensiones nuevas. Por ejemplo, con el surgimiento de una clase managerial interna que actúa con criterios profesionales, en tensión con la dirigencia cooperativa y con los criterios que le dieron origen. La empresa y la cooperativa empezaron a ser cosas crecientemente distintas y distantes. Se habla incluso de los comerciantes y los poetas... Y ya se sabe, la poesía no da de comer. La cobertura de una imagen cooperativa suena crecientemente falsa a los ojos internos y también a los externos.
Cuando comienzan los problemas suelen aparecer también los consultores, con más recetas y soluciones: reingeniería, planificación estratégica, etc. También están a disposición los discursos ya descriptos de la participación, el compromiso y la comunicación.
Lo curioso es que por esta vía las cooperativas descubren lo que ya sabían... y habían olvidado. Es lo que, dentro del propio movimiento cooperativo algunos llaman el factor c: la fuerza productiva que surge de la solidaridad, de la cooperación, de la asociación. Es un factor que, se afirma, tiene un valor económico y no sólo ético. Tanto que las empresas capitalistas están hoy desesperadamente en busca del factor c (...) porque han descubierto la fuerza que tiene (...) y les cuesta integrarlo en empresas donde el trabajo está subordinado, donde no se tiene participación en las utilidades, donde hay un sistema jerárquico extremadamente vertical....
Por el contrario, lo esencial al cooperativismo es que el factor C se constituye como organizador, estableciendo entonces los objetivos mismos de la empresa (Razeto 1998a).
También puede rastrearse en el origen del cooperativismo otro elemento recurrente en el discurso managerial: la centralidad del cliente, la satisfacción del cliente como articulador de la estrategia empresarial. En efecto, las cooperativas nacieron para satisfacer las necesidades de sus socios y esa es -debe ser- la medida de su eficacia (Pérez 2000).
Muchos de los fracasos de las empresas cooperativas se deben, afirman, al olvido de esta identidad originaria. Y esto sucede precisamente en momentos que tienen mucho en común con la coyuntura que les dio origen, al comienzo de la revolución industrial: los excluidos necesitan y buscan alternativas frente a la expansión del capital y la ausencia del Estado (Razeto 1998b).
Pero en muchos casos la ideología cooperativa se había transformado en una caparazón puesto sobre la empresa sin incidir realmente en ella. Al advertirlo, en la búsqueda de la eficiencia muchos terminan por tirar el niño junto con el agua de la bañera, adoptando soluciones contradictorias con su identidad y, por ello mismo, ineficaces en el mediano o largo plazo (y muchas veces en el corto) (Pérez 2000).
Por ejemplo, nos tocó ver una cooperativa que había adoptado con firmeza la idea de que para producir cambios productivos y organizacionales había que distinguir nítidamente entre quienes diseñan los proyectos y quienes los llevan a cabo. Es decir, la tradicional distinción entre planificadores y ejecutores, tan lejos del discurso participativo, tan poco potenciador del factor c.
Por nuestra parte nos tocó proponer a esa cooperativa, sobre la base de un diagnóstico de comunicación interna, un programa de acción con el siguiente orden de prioridades:
Crear/recuperar espacios de comunicación en los equipos de trabajo de toda la organización, para habilitar y estimular la planificación colectiva.
Establecer a nivel central una o varias vías de entrada muy receptivas y eficaces para atender las demandas desde los bordes de la organización.
Ordenar y simplificar el flujo de información interna, canalizando una profusa lluvia de papeles en un único medio semanal convencional y/o electrónico.
Producir una sola revista interna de buena calidad y no varias publicaciones irregulares y de calidad despareja.
Nuestro enfoque priorizaba los espacios y procesos de comunicación y la construcción colectiva de proyectos, subordinando a ellos la producción de medios y la distribución de información.
Pero el orden de prioridades que, en los hechos, estableció la organización fue exactamente el inverso al que propusimos. Es decir: lo primero son los medios y la información. Se nos afirmó que, en general, se compartía el orden de importancia, pero por razones prácticas era preferible empezar por lo último.
Estas razones prácticas eran importantes: abordar los puntos 1 y 2 implicaba plantearse fuertes cambios en la organización. En los hechos, y no sólo en la teoría. Porque el discurso oficial resaltaba el trabajo en equipo, la participación de todos en la gestión y la cultura del cliente interno. Pero la práctica cotidiana parecía bastante distante de ello. E incluso la adopción del criterio ya mencionado sobre el diseño y la introducción de los cambios iba, a nuestro juicio, en la dirección contraria.
La mesa colectiva
Para finalizar mencionemos un caso de un ámbito organizacional no empresarial: el de la educación. El discurso participativo tiene allí una larga tradición, aunque la práctica educativa siga siendo predominantemente vertical y esencialmente autoritaria.
Sobre las dificultades para avanzar hacia una mayor coherencia entre discurso y práctica, vale la pena una breve anécdota surgida en el curso de una investigación (Mañán, Kaplún et al, 1992).
Nos tocó en esa ocasión presenciar un cambio de mobiliario en escuelas primarias. Se trataba de abandonar el tradicional pupitre escolar (el banco Varela, en dudoso homenaje al impulsor de nuestra educación pública), en el cual la mesa de adelante va unida al asiento de atrás. La única disposición posible con este mobiliario es en filas: todos los niños miran a la maestra y ven la nunca de los compañeros. Hace ya muchos años el maestro uruguayo Julio Castro había escrito un artículo titulado El banco fijo o la mesa colectiva, que obviamente no era sólo una propuesta de cambio de mobiliario sino de cambio pedagógico, del modelo frontal (Schiefelbein 1995) a una educación más dialógica.
Ahora el cambio de mobiliario comenzaba a adoptarse: sillas y mesas modulares, que permitían armar grupos, círculos, etc. En algunas aulas ya no se sabía dónde era adelante y dónde atrás. Algunas maestras habían optado por colocar un pizarrón en cada lado... Pero la inspectora detectaba el malestar reinante. Consustanciada con la propuesta pedagógica implícita, reconocía que para las maestras estaba siendo muy difícil implementarla; por carencias metodológicas y falta de herramientas para trabajar con grupos, pero sobre todo por su concepción pedagógico-comunicacional: Se quejan de que ahora los niños se pasan hablando. ¡Y es que para eso lo hicimos!
Referencias
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Las
Organizaciones
Artículos publicados en esta serie: (I) Las metáforas de la organización (Gabriel Kaplún, Nº 187) |
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