Serie: Visualizaciones (XXXIV)
Ir al cine
Lauro Zavala
La recepción cinematográfica
Expectativas, experiencia y seducción; sociología, psicoanálisis y narrativa.
Este es el itinerario, azaroso y sugerente, de los estudios contemporáneos
sobre la recepción cinematográfica: el cine y su espectador, y el cine como
espectáculo.
Este es el campo cultural sobre el que estas notas de viajero pretenden asomarse, como apuntes provisionales para cartografiar un terreno aún inexplorado: el de una etnología del inconciente colectivo.
Ir al cine significa poner en marcha, simultáneamente, diversos procesos simbólicos e imaginarios, a la vez íntimos y colectivos: la apuesta ideológica al elegir una película, el reconocimiento preliminar de las fórmulas genéricas, la emoción expectante de las luces que se apagan, la absorción temporal de nuestra identidad a partir de la pantalla y la experiencia de volver, poco a poco, al mundo irreal, ese simulacro que está fuera de la sala de proyección.
La apuesta inicial
Cada vez que decidimos ir al cine (individualmente, en pareja o en grupo) asumimos una decisión liminar: optamos por un medio que compite, al menos parcialmente, con otras formas de narrativa como la televisión, el teatro, el video y la lectura. Todos ellos son medios de comunicación en los que la narrativa, por muy ritualizada que esté, difícilmente logra ese estado hipnótico en el que nos sumerge la pantalla de cine.
En el principio está siempre la palabra. El título de una película desata el primero de los mecanismos de seducción. En su brevedad y obligada contundencia, el título sugiere y condensa emblemáticamente el sentido que habrá de precisarse al concluir la película. La vocación nominalista adquiere aquí dimensiones oraculares: aunque un buen título no garantiza la calidad del contenido, ofrece, al menos, la posibilidad de formular hipótesis de lectura que serán probadas o desaprobadas por el espectador.
Aunque poco estudiada, la elección de la sala cinematográfica tiene también una importancia decisiva en el proceso de ir al cine, como parte de una experiencia estética e ideológica. Cada sala de proyección genera un perfil distintivo del espectador promedio que la frecuenta, de acuerdo con la zona de la ciudad en la que está ubicada, el tipo de películas que exhibe, el costo de la entrada y el tamaño de la pantalla.
El resto, sin embargo, no es silencio. También la cartelera incorpora algún comentario enigmático y metonímico en relación con la trama de la película, y cuya ponderación podría depender de los juicios emitidos por los otros espectadores.
Entre los elementos que intervienen en la decisión de ver una película se encuentran el gusto, la ideología y el temperamento, que son distintos nombres para hablar del sustrato mítico de cada espectador, y desde el cual éste reconoce, complaciente o críticamente, el horizonte sobre el cual se presenta cada nuevo título cinematográfico.
El sustrato mítico de cada espectador consiste en el conjunto de creencias y valores que se ponen en juego en sus prácticas culturales. Este sustrato puede determinar las expectativas que el espectador tiene antes de ver la película, y está definido por sus experiencias formativas, por su identidad cultural y por su visión del mundo.
La experiencia de elegir y ver una película determinada pone de manifiesto estos elementos, lo mismo que las asociaciones que el espectador establece con las películas que ha visto anteriormente, y que forman parte de lo que, provisionalmente, podríamos llamar su "inconciente cinematográfico".
Sirvan estas notas como preámbulo para aproximarse al fenómeno ideológico de ver una película, a partir del momento en que se establece el "contrato simbólico" con una serie de elementos genéricos (contrato que tanto debe también al estado de ánimo coyuntural del espectador individual).
La elección genérica
Como referencia obligada para el estudio de la recepción fílmica es necesario reconocer la preeminencia de las estructuras narrativas características de los géneros cinematográficos definidos a partir de la posguerra, y aun mucho antes: el melodrama derivado de la tradición romántica, con todo y su variante irónica; el género musical derivado de la comedia tradicional, con su estructura de ascenso y caída permanentes; la tragedia moderna, que se inicia precisamente donde termina la comedia (es decir, con la ceremonia nupcial); el cine de gangsters que, como antecedente (en la década de 1930) del film noir, retoma elementos provenientes del expresionismo alemán y del realismo norteamericano, y es una especie de tragedia romántica del antihéroe convencional.
Las oleadas de películas cuyos temas atraen el interés coyuntural de distintos públicos son la expresión sintomática de pliegues históricos precisos (nudos culturales), y responden a contextos reconocibles para un observador atento. Así, por ejemplo, el "programa" narrativo del western clásico -dominante durante el período comprendido entre 1940 y 1955, en el que el héroe solitario y civilizado se enfrenta al enemigo simbólico de la comunidad naciente y que, después de vencerlo, debe sacrificar su permanencia en esa misma comunidad, alejándose, en la secuencia final, hacia el ocaso- se transformó precisamente durante la década de 1960, hasta convertirse en el discurso mitológico de un héroe colectivo y anónimo que impone sus propias reglas y actúa al margen de la ley(1) (de manera simétricamente complementaria al héroe del film noir de la década de 1940-1950).
Es en este contexto donde puede hablarse de una etnología del inconciente colectivo, pues los fenómenos que estudia una estética de la recepción cinematográfica conciernen, simultáneamente, a la teoría evolutiva de los géneros y a la teoría de las ideologías y, por ello, al estudio de los mitos en la sociedad contemporánea. Está aún por hacerse la etnografía de los rituales que rodean al acto de ir al cine, escritura ésta que deberá integrar elementos de sociología del gusto y de la vida cotidiana urbana.(2).
Al estudiar esta problemática nos adelantamos más aun, como puede verse, en el resbaloso terreno de la teoría de los géneros, donde el modelo aristotélico (formalmente riguroso) es necesariamente el punto de partida de todo estudio serio y, sin embargo, resulta a todas luces insuficiente para reconocer el comportamiento de las nuevas fusiones intergenéricas, las paradojas del cine posmoderno y las manifestaciones fílmicas de la esquizofrenia cultural. Ello significa, entre otras cosas, que un signo genérico clásico (por ejemplo, los "malos" se visten de negro) no solo ha sido resemantizado, sino que la función de la violencia (física, moral y estética) ya no es solo catártica sino catalítica, es decir, funciona como catalizador de mecanismos que convulsionan las fronteras entre distintas convenciones… para dejar todo como al principio de la teoría aristotélica.
En otras palabras, cuando el espectador de cine abre el periódico para buscar una película que le atraiga lo suficiente para ocupar su atención durante algunas horas de esa misma tarde, en ese momento se cristaliza un proceso que se ha iniciado mucho antes, y que su elección misma pone en evidencia: todo cambia para permanecer igual… aparentemente.
Es, como ha señalado Christian Zimmer, la religión del espectáculo,(3) y a ella se someten todas las aparentes novedades del cine contemporáneo, de la incorporación del lenguaje del video-rock a la recirculación de mitos ancestrales, pasando por la presentación explícita de temas antes censurados, los infinitos juegos de las fronteras entre cine y televisión, entre actuación y dibujos animados, entre el presente y un futuro casi idéntico al mismo presente, o entre la vida cotidiana y su mitificación desde perspectivas que la presentan en espacios y tiempos imaginarios.
En cada nueva película dialogan entre sí, y se transforman para reafirmarse, las convenciones del film noir, el erotismo, el suspenso, la ciencia ficción, la violencia y el cine de aventuras.(4) Tales son algunas de las coordenadas del discurso cinematográfico contemporáneo, que no hace sino recircular significantes clásicos (cristalizados allá por 1940) y a la vez normalizar su respectiva ruptura, canonizada en los códigos modernos (derivados del estallido surgido en todo el cine occidental entre 1955 y 1970),(5) generando así un discurso de intertextualidad irónica.
En otros términos, las fórmulas narrativas más exitosas del cine espectacular no están constituidas exclusivamente por el empleo del erotismo y la violencia moral. Por el contrario, estos elementos se integran a un discurso donde el héroe es un personaje común, que súbitamente se ve involucrado en una situación excepcional. Pero al retomar esta fórmula narrativa en la que se juega con la norma y su respectiva ruptura, el cine contemporáneo retoma también, simultáneamente, los elementos formales heredados del cine experimental del período de entreguerras (expresionismo, surrealismo, distanciamiento brechtiano) y algunas de las formas recientes de hiperbolización de las convenciones propias del cine hollywoodense clásico (objetualismo, hiperrealismo y algunas formas de parodia e intertextualidad).(6)
Al presentar las convenciones del cine clásico y del cine moderno (este último entendido como ruptura ante lo clásico) y utilizarlas en un mismo discurso, el cine contemporáneo se ha convertido, inevitablemente, en un cine de la fragmentación, de la alusión y de la repetición en la diferencia. El espectador ya no solo observa a los personajes, sino que se observa a sí mismo en el proceso de reconocer las convenciones genéricas.(7)
Al observar de cerca este proceso cultural que rebasa el espacio del cine, podemos señalar que aquello que los psicoanalistas han llamado la identificación primaria (e.d., con el punto de vista de la cámara) está alcanzando la importancia que tradicionalmente ha tenido la identificación secundaria (e.d., con los personajes). Por ello, la metaficcionalidad, la autorreferencialidad y el distanciamiento entre el espectador y la imagen se han incorporado al discurso cinematográfico más convencional (véanse, por ejemplo, Gremlins 2, Total Recall y la serie Volver al futuro, para mencionar tres estrenos ocurridos en una misma semana).
La presencia simultánea de elementos contradictorios y que anteriormente eran excluyentes entre sí (especialmente en la distinción todavía operativa en los años sesenta entre "alta cultura" y cultura de masas) constituye un reflejo, un síntoma y un indicio de la naturaleza esquizofrénica de la cultura contemporánea.
Podría decirse que el factor común a las muy diversas películas que se estrenan cada semana en las salas de cine, en términos de su estructura narrativa y de los elementos formales involucrados en ellas (color, iluminación, composición, sonido, etc.) es, precisamente, su fragmentación. Cada película es un conglomerado de alusiones a películas producidas anteriormente en distintas tradiciones genéricas.
Toda película es parte de un interminable proceso de recreación genérica. La recreación de las convenciones constituye, por su propia naturaleza, un proceso necesario para la misma continuidad histórica. Se trata de un diálogo que establece el espectador con sus propios deseos a través de la imaginación colectiva, objetivada sobre la pantalla de proyección.
En síntesis, ir al cine es un proceso condensado en el reconocimiento de los "géneros", que así funcionan como modelos de interpretación y cuya esencia, especialmente en las últimas dos décadas, es cada día más volátil, no solo por razones de mercado simbólico, sino precisamente debido a la fragmentación de las formaciones ideológicas del inconciente colectivo contemporáneo.
La emoción expectante
Al apagarse las luces en la sala cinematográfica, el espectador no solo inicia un viaje cuyo recorrido conoce de antemano (y frente al cual la pantalla es un gran espejo involuntario), sino que se deja seducir por el ritual paradójico de compartir anónimamente una experiencia vicaria, a la vez que participa activamente en una experiencia frente a la cual el mundo exterior es un mero simulacro.
Después de todo, como ha dicho el escritor John Updike a propósito de El nombre de la rosa, "en un libro… la voluntad del autor es lo que cuenta; en un film, en cambio, los deseos del público moldean el producto".(8)
La película entonces, dice más sobre sus espectadores que sobre sus propios personajes. Casi podríamos decir que el cine habla a través de nosotros, mientras nosotros somos hablados a través del ritual de la seducción iniciática que es, como espacio liminar, una programada repetición del deseo.
La fascinación del discurso cinematográfico, como forma narrativa privilegiada, surge de mostrar básicamente lo mismo, en formas aparentemente originales que, sin embargo, han sido registradas por el espectador en su inconciente cinematográfico, el que a su vez determina sus expectativas y constituye su "enciclopedia" fílmica.
Las luces ya se han apagado. Ante la pantalla, el espectador se ve atraído, abismalmente, hacia el proceso desencadenado por la oscilación entre las estrategias narrativas clásicas y una sucesión de sorpresas igualmente programadas de antemano, que lo aproximan a la conclusión epifánica del relato clásico y catártico.
Estas estrategias instituyen el programa narrativo, que tanto interesa a los análisis narratológicos y que se complementa con un antiprograma. El antiprograma, como "intriga de predestinación", recorre la estructura del relato desde la perspectiva de su conclusión: el final feliz del melodrama clásico, la tragedia irónica del cine de gangsters, el reinicio del ciclo vital en la comedia musical, la reivindicación del héroe solitario en el western tradicional, etcétera.
Ya ha señalado Roland Barthes, en su estudio sobre los códigos del realismo clásico, que la intriga de predestinación suele aparecer anunciando veladamente la conclusión desde el principio del relato, por lo que solo es reconocible como tal una vez terminada la narración.(9) Esta pre-visión del final, observa Jacques Aumont, puede presentarse de, al menos, tres maneras diferentes: explícitamente (ofreciendo al espectador la resolución del conflicto narrativo desde el inicio de la película), implícitamente (presentando el suceso central del relato, pero no sus causas, las cuales serán entonces el objeto de la narración) o alusivamente (en las imágenes presentadas durante los créditos).
Veamos algún ejemplo de cada una de estas estrategias de presentación de la intriga de predestinación al inicio de una película, como parte de las estrategias de seducción narrativa.
Iniciar un relato mostrando el final, especialmente si éste es trágico, se asocia generalmente con una estructura narrativa realista, es decir, una estructura que respeta un orden rigurosamente cronológico y causal. Este es el caso de La mujer de al lado (La femme d'à côté, 1981) de François Truffaut, que se inicia con la secuencia del entierro de una pareja de amantes, narrada por un testigo imparcial que, dirigiéndose hacia la cámara, cuenta los antecedentes de la historia.
Esta lógica narrativa puede iniciar también un relato fragmentario y contradictorio. La primera secuencia de El ciudadano Kane (Citizen Kane, 1942) de Orson Welles muestra el momento preciso en el que muere Kane dando paso, en el resto de la película, a la búsqueda de una respuesta para el mayor misterio de todos: quién fue realmente Kane. En este caso, como en el anterior, el espectador sabe de antemano que la muerte será trágica (por amor, en un caso y por ambición, en el otro), y este reconocimiento tiñe de ironía el relato mismo.
Otra forma de ofrecer al espectador la intriga de predestinación consiste en mostrar, al inicio, el efecto de la acción central del relato, dejando para después la explicación causal. En Paris, Texas (Wim Wenders, 1982), el espectador conoce, en la primera secuencia, a un hombre que parece haber perdido la memoria, la capacidad de comunicarse y todo sentido de la identidad, vagando obsesivamente en medio del desierto. Solo después descubriremos, con el retorno de su memoria, las causas de esta conducta errática.
Una variante de esta fórmula se encuentra en el cine clásico de suspenso, definido por la presentación inicial de una evidencia que convierte al espectador en un cómplice moral de alguno de los personajes. En la secuencia inicial el espectador es testigo de un acontecimiento que los demás personajes ignoran, y solo después se dará al espectador la información que determina la lógica causal de este acontecimiento.
Esta fórmula de la intriga de predestinación genera las tensiones provocadas, en muchas películas, entre las estrategias del suspenso narrativo (el espectador conoce algo que el personaje ignora) y las formas de la sorpresa (el espectador ignora algo que el narrador conoce). En el cine de Hitchcock, es precisamente la oscilación entre el suspenso y la sorpresa lo que determina la fuerza que en estas películas alcanza la llamada "transferencia de culpa", y es en gran medida lo que garantiza la eficacia de la ironía hitchcockiana.
Por último, la intriga de predestinación también puede ser mostrada al espectador de manera alusiva, especialmente durante la presentación de los créditos. Este es un recurso que apela únicamente al inconciente del espectador, y puede darse ya sea en el contenido de las imágenes mismas, en la lógica de montaje o en la organización de los elementos formales de esta secuencia previa al inicio: en la relación didáctica (convencional), dialéctica (generando tensiones internas) o dialógica (estableciendo relaciones con el resto de la película) entre la imagen y el sonido, o en la relación entre la composición visual y el punto de vista de la cámara.
Ejemplos de cada uno de estos recursos se encuentran en la imagen inicial, previa al relato, de diversas películas, elegidas al azar: el florero frente al mar en Cinema Paradiso, la ventana victoriana en Pasaje a la India, el erotismo escatológico en Matador o la violenta vendetta en Érase una vez en América. En todos estos casos el ritmo de montaje, el tono de la banda sonora, el movimiento de cámara y la composición de la imagen inicial son una condensación alusiva al resto del relato y serán retomados nuevamente en la imagen final de la misma película.
Así pues, a partir de estas y otras estrategias narrativas, el discurso cinematográfico constituye a su espectador, implícito ya en las condiciones del contrato simbólico inicial, que parte del diálogo entre su experiencia personal (intra y extracinematográfica) y las expectativas provocadas por las primeras imágenes de la película.
La mirada se encuentra fija en un campo único; el cuerpo está básicamente relajado y en disposición de responder a los avatares del viaje imaginario, mientras la atención conciente participa en el ritual del espectáculo, y la frontera entre lo imaginario (el registro del deseo condensado en el punto de vista de la cámara) y lo simbólico (el registro que articula la identificación del espectador con los personajes) se desplaza constantemente entre ambos polos, centrando el interés hacia lo propiamente preconciente (el espacio de la creatividad y el juego).
Ahí donde las reglas de la verosimilitud, los códigos del realismo y la economía del montaje suplantan a la realidad cotidiana y sus tiempos muertos, el espectador es llevado a asumir la perspectiva de la que se hace cargo la cámara misma. Es ahí donde encontramos ese concepto huidizo para los teóricos del cine: la sutura.(10) Este término, en su condición metafórica, se refiere al mecanismo de llenar los agujeros de sentido dejados por el juego que existe entre la perspectiva del espectador y la articulación de las imágenes entre sí, especialmente en el llamado "cine clásico" (también llamado Modo de Representación Institucional).
En esta experiencia voyeurista, que involucra al deseo a través de la mirada, la imagen que ofrece la pantalla también suele ser parte de un proceso de fragmentación, propia de la modernidad artística contemporánea.
Por otra parte, los signos en el cine contemporáneo -imágenes, sonidos y los códigos que los articulan- suelen formar parte de estrategias por las que todo signo convencional se vacía de sentido, ya sea por la ambigüedad semántica y moral del relato (ver los niveles de lectura en Terciopelo azul o Diva), por la superposición de sentidos que chocan entre sí (ver la circularidad paradójica en Volver al futuro o Blade Runner) o, con mayor precisión, en los juegos autorreferenciales entre la metaficción y la metalepsis (ver la lógica irónica de La Rosa
Púrpura del Cairo o La amante del teniente francés).
Películas tan diversas entre sí como Barrio Chino (Chinatown, 1981), Cuerpos ardientes (Body Heat, 1982) y Cuenta conmigo (Stand By Me, 1987) están construidas a partir de alusiones al cine clásico y a elementos literarios, visuales y musicales de la cultura popular, mientras otras películas contemporáneas integran elementos de géneros clásicos -como la ciencia ficción, el policíaco y el cine de aventuras-, utilizando un lenguaje visualmente barroco y un ritmo obsesivo, en ocasiones abiertamente paranoico, como en Simplemente sangre (Blood Simple, 1986), Brasil (Brazil, 1986) y Después de hora (After Hours, 1987).
Se trata, en suma, de un cine integrado a partir de fragmentos de otros códigos, de la resemantización de la cultura de masas y de la recirculación de elementos del cine clásico, todo lo cual ofrece al espectador la posibilidad de reconocer las referencias cruzadas, y a la vez interpretar la película a partir de sus referencias más personales.
En el cine posmoderno y, más aun, en la cultura cinematográfica que empieza a competir con la experiencia de ver una película en una máquina de video, todo signo es un signo desplazado y a la vez reincidente. Las estrategias contemporáneas de vaciamiento del sentido (suplir lo que nunca existió, suplantar lo que existió en otro lugar, mantener lo que ya no existe)(11) generan textos cinematográficos cuya significación depende, cada vez en mayor medida, del contexto de lectura del espectador. Es por ello que actualmente ninguna lectura es privilegiada, y el canon estético es una hipótesis sujeta a la propia subjetividad, incluso cuando se estudia una película estructurada según la lógica de los códigos clásicos. En esta fragmentariedad parece radicar nuestra identidad colectiva.
El regreso a casa
Después de diversas peripecias, distracciones y digresiones, como otros tantos mecanismos de "frenado" que constituyen parte de la misma seducción narrativa, la música comenta las imágenes finales; al escucharse las últimas notas de este fragmento conclusivo, las butacas se han vaciado y las luces se encienden nuevamente. La película ha terminado.
Una forma posible de "lectura" de una película es la del espectador "salvaje"(12), precisamente el que conoce el contexto original en el que se produjo el texto (fílmico o literario) y que es capaz de reconocer igualmente su propio contexto de recepción, de tal manera que interpreta críticamente, relativiza ideológicamente y adapta, transfiere, se apropia y redefine el sentido de la película en relación con sus necesidades personales de sentido.
Es éste un espectador que reconoce el principio de la diferencia (entre distintas visiones de la realidad y del cine) y que tolera y recontextualiza las formas de la incertidumbre en el cine contemporáneo. Este espectador se constituye a partir de su lectura crítica de las diferencias culturales que registra ante el cine producido en contextos distintos al suyo.
Otra forma de lectura es la del espectador que toma nota de las reacciones del público que comparte la oscuridad de la sala, documenta su perplejidad en la bibliografía especializada, intenta dar forma, por escrito, a sus observaciones y, como un etnólogo del inconciente colectivo, cruza la línea de sombra de su visión del mundo para tener acceso a una perspectiva tal vez radicalmente distinta a la suya, precisamente la que ofrece ese otro observador que, a través de la creación cinematográfica, genera un espacio de reflexión compartida.
Este mismo proceso imaginario es el que sufre (o disfruta) el lector de la crítica de cine. La pasión por las imágenes -ese material inflamable por excelencia- es también el disparador de un proceso de diálogo que se continúa más allá de la sala, entre el espectador de cine y el mundo de la calle.
Por último, el espectador común, que asiste al cine de vez en cuando, con el fin expreso de distraerse y tener tema de conversación, es sujeto de los procesos narrativos aquí descritos, a la vez fascinado e indiferente ante las estrategias seductoras de la misma narratividad cinematográfica.
La experiencia será recreada provisionalmente, tal vez ante una taza de café con los amigos, para luego ser olvidada, hasta el momento en que surja la necesidad de recuperar la memoria fílmica personal, siempre modelada por un registro canónico y por el sustrato de las mitologías más entrañables.
Y mientras llega el momento de volver al cine, podría reconocerse que este medio es -a diferencia del psicoanálisis, la militancia y otras formas de terapia- el espacio narrativo capaz de modificar los agenciamientos del deseo: confirma o transforma, nutre de imágenes y juega con los símbolos de nuestra capacidad de fabulación en ese espacio de la imaginación que permite redefinir nuestra propia identidad colectiva.
Fuente: "Permanencia voluntaria", de Lauro Zavala. Universidad Veracruzana, México.
Referencias
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Visualizaciones
Artículos publicados en esta serie: (I) ¿Universalidad del arte? (Gerardo
Mosquera, Nº 116/117) |
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