Martínez Estrada

 Christian Ferrer

Hacia 1951 -año del revalúo de Juan Domingo Perón-, Ezequiel Martínez Estrada había caído postrado por una variedad tan extraña como severa de las enfermedades dermatológicas. El enfermo en relieve horizontal. Derrumbado por un mal poco menos que ignominioso. Un padecimiento cutáneo. ¿Psoriasis? “Erupción polimorfa”, “eritrodermia”, “neurodermitis”. La jerga indicaría síntomas solo engarzables a un nombre propio. En todo caso, una enfermedad espectacular, un mal a la vista...


 Hasta ahora la filosofía ha sido
una mala comprensión del cuerpo.

Friedrich Nietzsche

 

Al comienzo su cuerpo supuraba y estaba atrozmente llagado. Luego, la piel ennegreció y se endureció, como terrones, transformándose en una suerte de salina oscura, casi impenetrable a la mirada médica. Al intensificarse progresivamente los síntomas, la enfermedad impidió al convaleciente la lectura, la escritura y la oratoria, los tres medicamentos que podrían haberle aliviado la carga. Martínez Estrada quedó, literalmente, "impedido": ya no pudo hacer pie.

Caído

Mientras la mayoría del país creía experimentar una incesante utopía plebeya, Martínez Estrada padecía una atopía personalizada. Los médicos diagnosticaron una "dermatitis de fuerte origen psíquico" y la clasificaron en el nomenclátor de las enfermedades atópicas, es decir, "insólitas". Nunca vistas. Pocos años después, en el tiempo inmediatamente posterior al golpe de Estado de 1955, sintomática o milagrosamente, el convaleciente inició su recuperación. Curioso: Perón también tenía la piel manchada.

¿Qué importa la enfermedad de un ensayista? Los males privados de un intelectual o de un artista, por más graves que sean, no pasan de ser incidencias, accidentes o desgracias. Si la edad del sufriente permite juzgar a su obra completada, la enfermedad señala el fin del período amortizable de un pensador y el comienzo de la fama póstuma. Tanto más extraño debió sonar el discurso que Martínez Estrada improvisó en 1955 ante el ministro de Educación, Atilio Dell'Oro Maini, en Bahía Blanca luego de emerger de su postración de cinco años: "Durante mi enfermedad pensé que estaba sufriendo un castigo por alguna falta ignorada cometida por mí. Mi situación era muy semejante a la de Job, y en lugar de discurrir sobre el bien y el mal, di en cavilar sobre mi país. Pues así como yo padecía de una enfermedad chica, él padecía de una enfermedad grande; y si yo pude haber cometido alguna falta pequeña, él la habría cometido grande. Yo y mi país estábamos enfermos".

Que habitar este país supone sufrimiento garantizado es una idea endémica entre las "jóvenes generaciones". Y entre las anteriores también. La patología fundacional y congénita es tema rancio que recorre la literatura y los discursos oficiales en Argentina, desde Sarmiento, quien acusó al caudillo y a su caballo de ser gérmenes patógenos, hasta los sociólogos de los años æ60, que culparon a la "sociedad tradicional" de constituir un obstáculo para la modernización de la Argentina. Hace ya un par de décadas que buena parte de la población cree que el único médico aconsejable atiende en Ezeiza. Huir de los problemas es una constante de nuestra historia, en la que también se alinea el personal intelectual, que suele experimentar las patologías nacionales como un problema de cabecera. Sus conciencias operan en los respectivos gabinetes como órganos de distanciamiento crítico.

Pero Martínez Estrada fue más lejos: "¿Era yo el enfermo o era mi pueblo? Vagué de hospital en hospital, con la piel negra como el carbón y dura como la corteza de un árbol. Yo, que siempre me había negado a ser instrumento de los enemigos del país, aparecí ante ellos como la conciencia que los acusaba. Y con mi enfermedad, expié también la sordera de mi pueblo enfermo." ¿Patetismo narcisista, o nítida conciencia de la libra de carne que ha de sacrificar quienquiera pretenda pensar la Argentina? Según su testimonio, el país y él mismo padecían mutuamente, y su piel era la radiografía sintomal de los desastres y disparates nacionales. Esta apariencia de capricho se desvanece en cuanto remontamos la raíz etimológica de la palabra síntoma: “caer conjuntamente”. Martínez Estrada disponía de una aguda percepción somática de la Argentina. Su instinto no lo engañó jamás acerca de dónde debían buscarse los problemas auténticos del país.

Una piel así, arrugada antes de tiempo, estriada y acartonada por la enfermedad, es un papel carbónico perforado por el relieve argentino, no fácilmente legible, pero aún interpretable. La suerte de pergaminos que se descubren en el fondo de una cueva. Autopercepción esponjosa de su relación con la orografía simbólica: el cuerpo absorbe los síntomas del país. Ezequiel Martínez Estrada declaró haberse contagiado de un mal llamado Argentina. Por eso llega hasta nosotros su nombre.

Ese es el secreto de su potencia autoral. No solo su excentricidad, su atipismo, su personal estilística, mezcla de amargura lírica y de profetismo violento, no solo el hecho de que nadie haya continuado su labor y de que su voz resta como una de las últimas desgarraduras morales importantes, ni siquiera su vital independencia en un país que pretende ser semillero de talentos individualistas y que a la vez los formatea y los doblega. En su relación carnal con la nación se oculta el misterio del autor.

Y más que eso: a Martínez Estrada no le importó ser el mensajero de las malas noticias. Nos legó una advertencia sombría, una profecía incierta sobre nuestro destino, inaudible en interiores domésticos, estuches académicos o gabinetes institucionales hinchados de suficiencia y de acopio de cereal y reses. En lugares así, las quejas y lamentos urbanos llegan amortiguados.

Ezequiel Martínez Estrada, perro de la calle.

Titulación y amargura

La titulación de un libro nunca es inocente, pero a veces la audacia salta sobre el ceremonial gramático. Radiografía de la Pampa. El atrevimiento se hace manifiesto cuando leemos el título en su traducción al inglés (uno de los dos únicos idiomas -el otro fue el rumano- a los que se tradujo): X-Ray of the Pampas. Suena a fonía pre-literaria, a jeroglífico que hubiera sido incrustado en una página impecablemente escrita. Parece develar una aparente clave técnica de abordaje, a la cual cabe superponer el subtítulo de “La cabeza de Goliat”: Microscopía de Buenos Aires. Rayos X y microscopios son instrumentos a través de los cuales intimamos con las vísceras ocultas de un cuerpo. Instrumentos de inmiscuimiento anatómico y fisiológico.

Presumiblemente, se trataría de herramientas de distanciamiento, órganos metálicos del método experimental, parte del ajuar objetivador del científico moderno. Pero la titulación es engañosa: en los dos libros, lo observado se licúa o esfuma en el ojo, lo radiografiado se retrae misteriosamente de la seca descripción, lo mayúsculo y lo minúsculo se eclipsan uno en otro y asumen la figura del misterio.

Ezequiel Martínez Estrada estaba poseído por un demonio amargo. La posesión determina menos la seña biográfica que al fogonero metodológico, menos la dolencia del pensamiento que su estimulante. En otras palabras, la amargura, fatalidad vital, era el encaje con que tamizaba acontecimientos, lecturas y objetos cotidianos. Ese atributo triste era el microscopio con que escrutaba el bordado irregular que enhebra vidas y catastros, esa peculiaridad era la radiografía que desempañaba la imagen de cimientos vetustos y debilitados. Ya en la década del '30 una trama técnica comenzaba a superponerse sobre la ciudad de Buenos Aires, intentando remediar falencias espirituales con ornamento funcional y publicidades de futuros prodigiosos.

¿Cuáles son los instintos de un método amargo? Saber detectar la invariancia histórica en la rutilante novedad, olfatear la descomposición cadavérica en las cosas recién inauguradas, reconocer el sentido trágico en las actividades urbanas plebeyas, destituir al consuelo del pensamiento: confirmar que ya no hay tiempo. Con ellos radiografió a la Argentina, diagnosticó sus males y advirtió la improbabilidad de la cura. ¿Bilis intelectual? No. En su obra las imágenes tremendas, los argumentos malhumorados, las paradojas antipáticas tensadas hasta el límite no son caprichos de escéptico sino el diario de trabajo de un descarnador. En esa faena solo cabe afilar, calibrar y pulir el órgano de la visión. Cuando se dispone de un talante pensativo y de un instrumento óptico de precisión un hombre se basta a sí mismo para pensar y, por lo tanto, funda complejas e intransferibles relaciones entre verdad y estilo, entre falacias nacionales y violencia de la recusación lingüística, entre verdades que se resisten a evidenciarse y percepción personal atormentada.

No había y seguramente no hay en este país audibilidad posible para estos dictámenes amargos, porque la verdad y la Argentina son enemigos jurados.

La Grande Babilonia

Radiografía de la Pampa y Microscopía de Buenos Aires son dos hazañas literarias. No tengo dudas de que la eternidad les ha reservado sendos nichos en su biblioteca. Cuando Argentina sea solo el dato anecdótico de un atlas histórico del porvenir, estas memorias y balances de la Pampa y de Buenos Aires, metamorfoseadas por Martínez Estrada en sustancia literaria, podrán ser apreciadas por los posteriores como hoy lo hacemos con las historias de Roma o de Sodoma y Gomorra.

En ambas obras, el desierto argentino ha sido elevado a rango mitológico y la cabeza del país queda filiada a la estirpe de las ciudades bíblicas. Acontecimientos históricos son transmutados en proezas míticas o maldiciones olímpicas, y obras cotidianas en signos de perduración o decadencia. Estrada percibe a Buenos Aires fundada sobre capas tectónicas, tal cual Cnossos. O Constantinopla. O Troya. A su vez, los castigos que puedan caer sobre ella también admiten un alcance bíblico: como Cartago fue destruida en cuatro semanas, Sodoma y Gomorra lo fueron en un instante. Nuestra gran Babilonia soporta una nacionalidad débil.

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