Oficios honrados y oficios viles
Marta Canessa de Sanguinetti
De acuerdo al ideal noble, disfrutar de honor u honra y fama exigía determinadas condiciones. Si hacemos a un lado la situación estamentaria de las personas y solo nos limitamos a enfocar sus representaciones estimativas del valer más y el valer menos, observaremos que el factor primordial afincaba en la clase de trabajo que ejercían. Quiere decir que la distinción laboral era la que proporcionaba las señales de la honra. Insistimos, cualidad ésta indispensable para el cabal cumplimiento del ideal nobiliario.
“Arte
liberal. La que se ejerce con solo el ingenio, sin ministerio de las manos:
como son la gramática, dialéctica, geometría, y otras semejantes. Llámase así
porque principalmente conviene su profesión a los hombres libres, respecto de
que tiene algo de servil el ganar la vida con el trabajo mecánico del cuerpo. Lat.
Ars liberalis.”
Autoridades,
1734.
Idem
Universalmente,
las legislaciones europeas -consuetudinarias o escritas- crearon una minuciosa
clasificación de las artes y oficios a partir de dos grandes rubros: los
honrados, artes liberales, y los viles, artes u oficios mecánicos.
En
España la clasificación varía en la legislación, pero no para disminuir,
sino para aumentar las ocasiones de vileza; por ejemplo, prevenían “que los caballeros para gozar de la caballería no vivan en oficios
bajos de sastres, pellejeros, carpinteros, pedreros, herreros, tundidores,
barberos, especieros, regatones ni zapateros, ni usen de otros oficios bajos y
viles”.
Invariablemente,
en los oficios honestos ubicaron: la guerra, el sacerdocio y el cultivo de la
tierra; en los viles: los mecánicos o manuales, a causa del estigma de
servidumbre y de esclavitud que conllevaban.
Sin
embargo, el tenor de épocas y sociedades, habrán de variar las
especificaciones relativas a estos y otros trabajos que no son los que acabamos
de indicar. E incluso habrá términos que serían sustituidos por otros y en el
camino ascenderían o se depreciarían.
Verbigracia:
en “Arte liberal” aclara Autoridades
que a las artes mecánicas “hoy decimos
oficios”. El cambio de la palabra “arte” por la de “oficio”, que
registra este diccionario, muestra el deseo de distinguir la calidad honrada de
las artes liberales frente a la vileza de las manuales o mecánicas.
Tan
peligroso fue siendo lo mecánico para el honor-honra que la voz “oficio”
necesitó entonces destacarse con el adjetivo buen -Buen
oficio- para no caer en la deshonra y así es que Buen Oficio. Se dice del que es honrado y decoroso; a diferencia del que
es vil y mecánico.
En
ese ir siendo peligroso, la voz “arte”, que era para Covarrubias a comienzos
del siglo XVII nombre muy general de las
artes liberales y mecánicas, había en el XVIII ascendido en la consideración
social mientras habíase devaluado la de oficio, de la cual según dijera el
sabio fraile en su tiempo, Vulgarmente
significa la ocupación que cada uno tiene en su estado, pues, Fue costumbre antigua que todos aprendiesen oficio; que hasta los
grandes señores aprenden algún arte. En tiempo de los romanos emperadores
pocos había de ellos que no fuesen muy diestros en algunas artes.
Hasta
hallamos en Autoridades un sustantivo
calificativo desaparecido hoy de los diccionarios: “mechaniquez”, que era La
vileza o desdoro que resulta de ocuparse en cosas mecánicas. La
contraposición a honradez es evidente.
Mecaniquez
perdura aún en el Casares (1959) y en su segunda edición de 1977, pues entre
las acepciones del término Mecánico expresa que figurativamente
significa Vil e indecoroso. No
obstante, la mudanza cultural se observa en el Moliner (1966-1967 y 1988 segunda
edición) en el que ese sentido figurado ha desaparecido.
En
los oficios honrados y laicos, naturalmente luce en primer puesto la dedicación
a la guerra, gran dadora de glorias, honores, fama y riquezas honestamente
habidas. Sin tapujos lo expresa el conquistador vasco Lope de Aguirre (más
conocido por “el Loco Aguirre”) en carta a D. Felipe II... “En mi mocedad pasé el océano a las partes del Pirú, por valer más
con la lanza en mano y por cumplir con la deuda que debe todo hombre de bien; y
así en veinticuatro años te he hecho muchos servicios en el Pirú, en
conquista de indios y en poblar pueblos en tu servicio, especialmente en
batallas..., sin importunar a tus oficiales reales por paga ni socorro, como
parecerá por tus reales libros”.
Con
respecto al oficio clerical, va de suyo el honor en una sociedad cristiana en la
que la cotidianeidad existencial del individuo (del nacimiento a la muerte, en
todos los órdenes de la vida, en sus más mínimos pensamientos y conductas)
estaba comandada y vigilada por la Iglesia.
Esta
circunstancia no solamente rezaba igual para Estado y monarquía, sino que en el
caso español se acentuaba, ya que el Estado, la monarquía y el pueblo habían
tomado para sí el papel de ser en el mundo los máximos campeones de la defensa
de la fe y la cristiandad en peligro, amén de fundar su derecho a las Indias en
su carácter (y por tanto deber) de Estado misional.
En
cuanto a la honradez del trabajo de la tierra, es sintomática en cualquier
sociedad agraria. Para Cicerón: “...entre
todos los oficios donde se adquiere alguna cosa, el mejor, el más abundante, el
más delicioso y propio de un hombre de bien, es la agricultura...”.
El
jurista francés Loyseau en su Traité des
Ordres (1613), refiriéndose a los trabajos honrados que podían realizar
los nobles, indica la tarea agrícola en tierra propia: “...tan digna de un hidalgo en tiempo de paz como gloriosa es la de portar
armas en tiempo de guerra”.
Desde
que en el Bajo Medioevo la primera modernidad promoviera el renacimiento urbano,
el desorden devenido con el nuevo orden de cosas llevó a no pocos nostálgicos
de los viejos tiempos a reafirmarse en la conclusión bíblica de que Enoc, la
primera ciudad levantada en la tierra (invención de Caín para hacer soportable
la condena que lo destinaba a vagar indefinidamente), es corrupta como su
constructor. Por consiguiente, la ciudad nace mancillada porque no solo es fruto
de una acción criminal, sino de un execrable que ha dado la espalda a Dios.
Por
contraposición, si la ciudad nació de la pecadora condición humana, el Edén,
vergel sustanciado en el campo, se creó por la divina. Del cuadro se desprende
que la sencilla rusticidad campesina de los labriegos (en su calidad de “rústicos”
y no de “villanos”) representa la pureza del Paraíso perdido enfrentado a
“la civitas y la civis” de donde se derivará “civilización”), óperas primas
de Caín y notables por su aptitud para transformar y corromper el inocente espíritu
del hombre rústico.
Ilustra
Autoridades que el término rústico
Usado como sustantivo se toma por hombre de campo. Lat. Rusticus. Guevara
Menosp. cap. 17. De este ejemplo imperial se puede colegir cuanto mejor vida
tiene en su casa el rústico
desmelenado, que no tiene en la Corte ningún Príncipe del mundo (...).
Como contraposición al rústico, el villano
debe entenderse como El vecino, habitante
del estado llano de alguna Villa o Aldea, a distinción del Noble, o Hidalgo. Es
del Latino Villanus. Plebeius.
Durante
el Antiguo Régimen, además de estos arraigos que hacen a su esencia, la
mentalidad es deudora de tiempos en los que el hombre quedó atado a la tierra:
fuente y espejo de poder, riqueza y madre proveedora de alimentos eternamente
escasos. El mundo de la Baja Edad Media y del Antiguo Régimen, perpetuamente
sojuzgado por catastróficas crisis económico-financieras y demográfico-alimentarias,
valorizó el tan imprescindible oficio de quien le daba de comer.
Esta
realidad se refleja en el hambre del Pulgarcito de tantas infancias; en el
hambre de Hansel y Gretel; en el consabido “contigo pan y cebolla”,
humilde ración diaria de las familias campesinas y triste porvenir gastronómico
de novios y descendencias de labriegos. Después, cuando los vientos cambiaron,
quedó la frase para el recuerdo como equívoca declaración de amor
desinteresado.
Reflejo
este de una realidad que, persistente, traspasó las centurias e impulsó al
predicador bucólico que fue el gran Montaigne, a idealizar en sus Ensayos (particularmente en los relativos al Nuevo Mundo), la vida rústica
del primitivo hombre americano contraponiéndolo al urbano; como hará Rousseau,
a su imagen y semejanza, en el siglo siguiente con su buen salvaje o los
románticos nacionalistas del XIX.
La
Iglesia en su calidad de gran terrateniente, igual que los laicos propietarios
de tierras, prestigió el trabajo agrícola y no dudó en recurrir a estímulos
como el de la beatificación de San Isidro Labrador, convirtiéndolo en 1619 en
patrono de Madrid cuando corrían épocas muy duras para el campesinado
empobrecido y falto de posibilidades de inversión y crédito. El patrono
exorcizaría de algún modo al “demonio” reflejado en el éxodo de una mano
de obra agrícola que se marchaba del campo a la búsqueda de otras
oportunidades.
La
sangría demográfica que mal soportaba el universo agrícola se trasladaba a
las grandes urbes, a las Indias, al mar, al enganche en el ejército o la
entrada en la propia clerecía. Significativas y esperanzadas salidas,
que unas vueltas se cumplían con bien y tantas otras no, pues ninguna era
garantía de éxito y la de las urbes menos que todas; por eso el cortejo de pícaros
y malvivientes que las llenaban, como los mendigos itinerantes y los vagabundos
que inundaban los caminos.
El
trabajo intelectual y artístico
Globalmente,
el trabajo intelectual no siempre fue valuado como honrado. Y, aquellas artes
liberales que recibieron la sanción de honestas, en general ocuparon escalones
inferiores con referencia a los de la gloria o fama (y riqueza aunque no se
diga) conquistadas en el hidalgo oficio de las armas o en la clerecía.
En
la actualidad, siendo el trabajo intelectual uno de los más prestigiosos
(cuando no el más), le resulta difícil a nuestra mentalidad aceptar que alguna
vez no lo fuera. Sin embargo, esa devaluación parcial o total constituyó la
norma hasta el siglo XIX.
El
hecho no es excepcional si pensamos que los oficios intelectuales solamente se
tornaron esenciales a la humanidad cuando las sociedades agrarias -al abandonar
los niveles de la subsistencia- desenvolvieron culturas progresivamente
complejas que demandaron oficios diversificados. Algunos mágicos y poderosos se
inventaron como el de la escritura, por ello largo tiempo resguardada en la órbita
sacerdotal.
En
la Europa occidental de los Reinos Bárbaros y del Imperio Romano-Germánico
recién fundado (ss. VI-IX), únicamente hay para destacar los esfuerzos de
Carlomagno y “su” intelectual: Eginardo. Pero la feudalización del poder y
la ruralización de la vida arrollaron el intento educador, arribándose a la
conversión de la cultura que de escrita pasó a ser predominantemente oral,
excepto la conservada en los monasterios.
No
obstante, ya en el reino de Castilla y León, entonces un medio abierto a los
cambios bajo la égida de Alfonso X, el Sabio (1221-1284), las Partidas otorgan primacía a los maestros de leyes porque “La
ciencia de las leyes es como fuente de justicia, y aprovéchase de ella el mundo
más que de las otras ciencias: y por ende los emperadores que hicieron las
leyes otorgaron privilegio a los maestros de ellas en cuatro maneras: la primera
es que luego que son maestros han honra de maestros y caballeros, y llámanlo señores
de leyes; la segunda es que cada vez que el maestro de derecho venga ante algún
juez que esté juzgando, débese levantar a él, y saludarle y recibirle a ser
consigo... bajo pena que le peche tres libras de oro: la tercera es que los
porteros de los emperadores, y de los reyes y de los príncipes no les deben
tener puerta cerrada ni embargarles que no entren ante ellos cuando menester les
fuere...; la cuarta es que los que son sutiles y entendidos, y que saben bien
mostrar este saber, y son bien razonados y de buenas maneras, y que han veinte años
tenido escuelas de las leyes, deben haber honra de condes...”. “Otro
sí decimos que los maestros sobredichos y los otros que muestran sus saberes en
los estudios o en las tierras donde moran de nuestro señorío, que deben
ser quitos de pecho, y no son tenidos de ir en hueste ni en cabalgada, ni de
tomar otro oficio sin su placer”.
Hemos
transcrito en su casi totalidad esta ley porque ejemplifica notablemente el
privilegio y la nobleza-honra concedidas en el Medioevo por méritos
intelectuales. Sin embargo, más que una necesidad cultural, era algo deseable,
“una ventaja práctica”.
Empero,
en los hechos, la mentalidad que privaba en la sociedad continuó sobrevaluando
el mérito del linaje frente al mérito intelectual, obtenido en virtud de
valores personales.
En
los comienzos de la centuria XVII, Fray Sebastián de Covarrubias se lamentaba
de lo que creía era un cambio de actitudes de sus contemporáneos cuando , en
verdad, el cambio (que por cierto existía y veremos después) afincaba en el
exagerado aumento de una permanencia milenaria (el valor del linaje) y no en un
hecho nuevo.
Indicando
la inmoderada pasión por entrar en el estamento noble señala Covarrubias en
“Noble: En nuestros tiempos, antes de
remediarse el exceso de los títulos (eso creía inocente nuestro fraile), nadie
se satisfacía con él; tanto ennoblecido. Comúnmente llamamos hombre noble al
que es hidalgo y bien nacido. Pero yo (expresa en este coloquial aparte de
su definición) me arrimo a Aristóteles,
que dice...: Aquel es noble que, cuando no hubiera nacido noble, por sus hazañas
y virtudes, no solo llega a serlo pero a ser principio de que lo sean todos sus
descendientes; y así no hay que alabarle de tu linaje, pues quien alaba su
nobleza cosas ajenas alaba, no cosas suyas. Así lo dijo Ulises en aquella
contienda que tuvo con Ayax Telamonio, sobre las armas de Aquiles... Y Apuleyo,
en libro De Deo Sacratis, tratando de
que solo por la ciencia y la virtud propia merece un hombre alabanza, y no por
las demás cosas...”.
Las
palabras de Covarrubias son indicativas de una virtud no basada en el linaje,
virtud en la cual cabía el valor de los estudios universitarios. Era la suya
una época en que la promoción de nuevas universidades estaba haciéndose
sentir en Europa occidental y central, como asimismo en la América española
del siglo XVII.
En
la cresta de la ola universitaria se ubicaron el Derecho Civil y el Derecho Canónico.
La popularidad de ambas disciplinas, que se jugaba en detrimento de las demás
Artes Liberales (filosofía, aritmética, geometría, astronomía...), radicaba
en que eran prometedoras de empleos estatales. Conmovido ante esta avalancha, un
magistrado de la Chancillería de Valladolid irónicamente registra en 1638: “El
amor a las letras trae solo unos pocos a los colegios”.
Si
para los nobles el estudio universitario era cosa de adorno, para los hombres
pudientes del Estado Llano era asunto de prestigio y para los menos pudientes, a
más del prestigio, la posibilidad de entrar en la burocracia, en la “carrera
de honores” que representaba la Administración Real.
Las
exigencias del capitalismo comercial, de los negocios y las finanzas, “consumían”
gente que supiera leer y escribir (amén de contabilidad y cálculo), del mismo
modo que la “revolución de las comunicaciones” lo demandaba, montada como
estaba en la primera mundialización que le ocurriera a la humanidad.
Aunque
sumario, no puede estar ausente de este cuadro la noción de que aquella
necesidad de alfabetización procedía también de las necesidades de la Reforma
protestante y de la Contrarreforma o Reforma católica.
La
alfabetización en la protestante (ya luterana, ya calvinista) contaba el valor
del conocimiento directo de la Biblia; en la otra, el de la propaganda
tridentina. En las dos, la lengua vernácula, pero más en aquella que en esta,
pues, atemorizada por la posibilidad de que se discutieran sus dogmas, la
Iglesia de Roma se ataba más al latín (que el pueblo no sabía) y más a la
transmisión oral que a la escrita.
Puede
deducirse que si en el protestantismo ancló el libro de la imprenta
gutenberiana, en el catolicismo ancló el púlpito junto al plan basilical
impuesto por los jesuitas, para obligar al silencio de los fieles y al aumento
de la voz para el Santo Oficio de la Inquisición.
Pese
a que en los países católicos la palabra escrita no adquirió la magnitud
consentida en los protestantes, las gentes comprendieron el valor de aprender.
Dos emigrantes a Indias proveen el ejemplo, que podría extenderse por cierto a
más, tanto es lo que revelan sus cartas en esto. Uno de ellos aparenta ser
doctor, el otro un hombre de campo, entre labriego y campesino.
Escribiendo
el 8 de febrero de 1590 desde Orizaba (Nuevo México) a su hijo Diego García de
Palacio “en corte”, recomendábale el doctor: “...no
olvides lo que has aprendido, pues con el tiempo sentirás en saberlo mucho
provecho, y pues has de navegar (lo mandaba a buscar), y es razón que los hombres cuerdos entiendan lo que tratan, procura
aprender las cosas de la mar, porque si te inclinares a ellas, las sepas y
entiendas, y yo te ayude para que las goces”.
De
Antonio Matos hay dos cartas: una que dirige el 27 de diciembre de 1558 desde
Puebla (Nuevo México) a su mujer María Pérez, en Alcuéscar (España), y la
otra que escribe “el miércoles de
ceniza” (1561?) desde el valle de Tlaxcala (Nuevo México) a su hijo
Antonio Mateos, asimismo en Alcuéscar.
En
la primera, después de lamentarse de haberle escrito un año y medio atrás y
no haber recibido noticia y contarle a María qué ha sido de su vida, le
recomienda: “A mi hijo y vuestro Antonio
Mateos os encomiendo que no me lo quitéis de la escuela, sino que aprenda y
siempre sepa más...”. En la segunda, luego de expresar su contento por
haber tenido carta y de entristecerse por las necesidades que habían padecido,
“...porque en esa miserable tierra
muchas veces suele haber necesidad”, conocemos que el hijo siguió
aprendiendo pues escribe “Mucho me holgué
de ver tu carta y letra. Dícesme que el Padre Salvador García te lo ha enseñado...”.
Algunas
profesiones calificadas en la actualidad de liberales u otras artes como las plásticas,
que consideramos dentro de la esfera de lo intelectual y muy prestigiosas, no
fueron admitidas como tales en el proceso de diversificación de los oficios. Al
contrario, en razón de sus características manuales se justipreciaron de mecánicas
y se tacharon de viles.
La
cirugía, por ejemplo, no era lo mismo que la medicina, ésta sí arte liberal a
pesar de su posición bastante inferior a la de la teología o las leyes. Salvo
en la Antigüedad Clásica, en que el cirujano era también médico, el cirujano
fue valorado casi al nivel del sangrador o del barbero.
En
España, recién en los últimos cuarenta años del siglo XVIII, a impulsos de
los monarcas ilustrados, el cirujano ejercerá oficio realmente honrado y
aprovechará de la fundación de Colegios de Cirugía: el primero, por Fernando
VI en Cádiz, y posteriormente en Barcelona y Madrid. A pesar del ascenso, que
le otorgaba ciertos privilegios, la cirugía se mantuvo hasta mediados del siglo
XIX con menos jerarquía y sin unirse obligatoriamente a los estudios de
medicina. En síntesis, fue arte en el límite de lo honrado y lo deshonesto,
practicado por gente de los estratos medianos de la sociedad.
En
Autoridades, como en Covarrubias, la
cirugía no clasifica entre las artes: ni en la liberal ni en la mecánica. Da
la sensación de estar en una especie de limbo: por un lado, es mecánica porque
se le aprecia manual y no intelectual; por otro, no es mecánica y no se la
categoriza expresamente de vil porque es indispensable para la salud de los
pueblos y, muy en particular, para la curación de los soldados heridos,
multiplicados durante el Antiguo Régimen como consecuencia del permanente
estado bélico entre las naciones de Europa occidental.
Inconmensurablemente
también es la distancia de aquel ayer con nuestro hoy en cuanto a la situación
social de los actores y actrices.
El
oficio del teatro era vil, por eso recibían el calificativo de “cómicos de
la legua”, gente desarraigada y trashumante. En razón de su “bajeza”, el
de la Comedia era un arte habitualmente practicado por individuos de baja
estofa: antro de pícaros y ladrones, estafadores y prostitutas. No obstante
ello, a las representaciones concurrían nobles y honrados con gran entusiasmo,
para condena y horror de la Iglesia y de los moralistas, quienes categorizaban
de “mujeres de la vida” disfrazadas a las féminas que se animaban a ser
actrices.
Hasta
las revoluciones de la centuria pasada, la legislación española integrará el
oficio del comediante actor en la categoría de los viles. Pese a todo, su
deshonra se evaluaba por encima de la mecánica.
Diferente
era, en cambio, la estimación hacia los comediantes, autores y literatos en
general. Poetas como Lope de Vega o Calderón, escribían para el teatro sin
temor a vergüenza ni a perder su condición honrada; incluso lo hizo el
altanero y orgulloso D. Francisco de Quevedo, quien en cuestiones del pundonor
de su linaje fue extremadamente puntilloso.
Los
literatos disfrutaban de los beneficios de las artes liberales: primero, porque
la labor literaria -al igual que todas las que requieren el dominio de la
escritura- requería del intelecto y de estudios; segundo, porque la manualidad
y esfuerzo que podía caberle no eran hechos con el cuerpo, sino solamente con
la mano; tercero, porque la difusión de sus obras a través de la imprenta, les
había dado fama y renombre.
En
cierto modo sirve de ejemplo Miguel de Cervantes, cuyo Don
Quijote de la Mancha llegó a ser best
seller en su tiempo. Empero, esa fama y renombre vinculados a la pluma,
todavía no eran lo suficientemente poderosos como para que a nuestro autor se
le concediera la gracia del cargo al que aspiraba en el rico Virreinato de Nueva
España.
Consecuencias
de la devaluación del trabajo artesanal: el origen de las “Bellas Artes” y
las “Artes Menores”
Para
nuestra mentalidad, nada hay más sorprendente que la consideración mecánica y
vil atribuida al artista plástico. Recién en el siglo XVIII empezará a
producirse el viraje que favorecerá su transformación valorativa, tan
notoriamente positiva en nuestros días.
La
clasificación de las artes plásticas en el rubro de las mecánicas no es
exclusividad hispánica, sino vieja tradición de la civilización occidental
devengada de los orígenes greco-romanos (pensemos en la capitis
deminutio del gran Fidias). Empero, no precisamos alejarnos tanto; para
comenzar baste situarnos en la Italia del 400, período en que los artistas plásticos
emprendieron la ardua tarea de “ennoblecer” su oficio.
En
el transcurso del 400 al 500, en aquella Italia precursora, los artistas fueron
paulatinamente obteniendo mayor estima. Benvenuto Cellini, Lorenzo Ghiberti y
Philippo Brunelleschi son ejemplos importantes al respecto.
El
ascenso de las artes plásticas y sus cultores, sin embargo, no sucedió por
gracia divina: provino de la viva polémica en la que se enrollaron los propios
artistas, tratando de amortiguar el inevitable aspecto manual que todo arte plástico
encierra.
El
paso habría de darse en la dirección del ennoblecimiento por medio del
intelecto y la consiguiente degradación de la actividad y habilidad manual,
quid de la vileza. Era perentorio demostrar que el elemento primordial no
radicaba en el carácter artesanal de la labor del artista, sino en la porción
que tenían de artes liberales, que podían ser algunas o todas, según las
opiniones.
No
estaban errados los grandes maestros renacentistas en escoger ese camino. La
elección era natural y no por orgullo mal comprendido. Cellini, Da Vinci,
Ghiberti, Brunelleschi o Alberti teorizaban y discutían con conocimientos
firmes, aprendidos y experimentados en las humanidades y en la ciencia matemática;
se enzarzaban en descubrimientos como el de la perspectiva (que combina el
tratamiento del espacio y del movimiento); especulaban sobre la luz y las
sombras; transitaban la revelación de los colores y los no colores (el blanco y
el negro) hasta sumar la importancia de la materia para distinguir la pintura de
la matemática o aconsejar cómo debe tomarse el pincel con las manos y observar
una obra desde lejos para llegar a la distancia necesaria que reubica al artista
en el mundo natural.
En
el trayecto de estas teorizaciones y en el de sus realizaciones, los artistas
volcarán sus esfuerzos para dejar bien sentado que no eran artesanos en virtud
de que la habilidad manual era insuficiente.
En
el Prefacio de su Tratado de la
Arquitectura, Alberti señala: “...a
quién se puede decir arquitecto con justicia; no os propondré, desde luego, a
un oficial de carpintería pidiéndoos que lo consideréis igual al hombre
profundamente instruido en otras ciencias, aunque el hombre que trabaja con sus
manos sea el instrumento del arquitecto. Llamaré arquitecto a aquél que, con
una razón y una pauta maravillosa y precisa, sabe primero dividir las cosas con
su espíritu e inteligencia, y segundo, cómo reunir con justeza, a lo largo del
trabajo de construcción, todos los materiales que, por los movimientos de los
pesos, la reunión y amontonamiento de los cuerpos, pueden servir con eficacia y
dignidad a las necesidades del hombre. El cumplimiento de esta tarea del saber más
escogido y refinado”.
También
Alberti, en el Libro Segundo de su Tratado
de la Pintura, se pregunta: “┐...no
es la Pintura la Maestra de todas las artes, o por lo menos su principal
ornamento? ┐De quien tomó la Arquitectura... los capiteles, las basas,
las columnas... sino de la Pintura? ┐Quién dio reglas, o quién pudo enseñar
el arte del Tallista, Carpintero, Ebanista, Zapatero y demás oficios mecánicos,
sino la Pintura? De modo, que por bajo que sea el arte u oficio, ninguno se
encontrará que no dependa de la Pintura... Entre los antiguos fue tan honrada
esta arte, que siendo así que a casi todos los artífices les llamaban Fabri en la lengua Latina, solo el Pintor tenía nombre diferente.
Por lo cual muchas veces he dicho en presencia de algunos amigos que el inventor
de la Pintura fue sin duda aquel joven Narciso que fue convertido en flor:
porque siendo la Pintura como la flor de todas las artes, parece se puede
acomodar sin violencia la fábula de Narciso a ella...”.
Dentro
de las ciencias, la matemática
presta su fuerza a uno de los argumentos principales de los artistas, en virtud
de que por su esencia participa de las artes liberales. Acentuar ese aspecto en
la Antigüedad es lo que hacen Ghiberti, Alberti y el gran Leonardo cuando se
apoyan en la autoridad de Vitrubio y se afanan en probar cómo el arte que
practicaban era una ciencia y cuánta matemática requería, por ejemplo, la
construcción de la perspectiva.
Alberti
también crea un vínculo diciéndose matemático, aunque establece la línea
que separa la pintura de la matemática. En el inicio del Libro Primero de su Tratado
advierte que, “Habiendo de escribir
sobre la Pintura..., tomaré de los Matemáticos, para hacerme entender con más
claridad, todo aquello que conduzca a mi asunto... y hablaré no como matemático,
sino como pintor..., pues los Matemáticos consideran con solo el entendimiento
la especie y la forma de las cosas...”.
Leonardo
sostenía esta relación de la pintura con la ciencia haciendo también la
salvedad de que la pintura: “difiere de las demás (ciencias) en que implica la producción de una obra de arte material”.
Esa
salvedad era indispensable en aquellos tiempos en que la escolástica rehuía la
experimentación a causa de su manualidad. En desacuerdo con el pensamiento
general de su época Leonardo aclara su posición: “Dicen que toda forma de saber es mecánica si es producto de la
experiencia, que es científica, si tiene su comienzo y fin en el espíritu, y
que es semimecánica si nace del saber puro y conduce a una actividad manual.
Sin embargo, me parece que son vanas y equivocadas estas ciencias que no nacen
de la experiencia, fuente de toda certeza...”.
Práctica
y teoría son indisolubles, pues una sostiene a la otra: “He experimentado (asevera Leonardo) que es de grandísima utilidad, hallándose uno en la cama a oscuras, ir
reparando y considerando con la imaginación los contornos de las formas que por
el día se estudiaron, u otras cosas notables de especulación delicada, de cuya
manera se afirman en la memoria las cosas que ya se han comprendido”.
Pero, asimismo, recomienda: “Aquellos
que se enamoran de la sola práctica sin cuidar de... la ciencia, son como el
piloto que se embarca sin timón ni aguja... La práctica debe cimentarse sobre
una buena teórica, a la cual sirve de guía la Perspectiva...”.
En
la indagación de su valer más, los artistas plásticos procuraron equipararse
a escritores, poetas y retóricos. Leonardo dirá entonces que la pintura “...se llamará mecánica, en primer lugar, porque es manual y porque la
mano produce lo que la imaginación crea, vosotros los escritores, también
escribís con la pluma por medio de un trabajo manual, lo que vuestro espíritu
concibe”. Por su parte, los literatos argumentarán que la manualidad
exigida a los escritores era bastante menor que la requerida a los plásticos.
Como
fuera, Alberti no dejaba de considerar que el pintor “...debe
leer con atención las obras de los Poetas y Retóricos, pues los ornatos de
ellas tienen mucha conexión con los de la Pintura; además le dará muchas
luces y le servirá de no poco auxilio para inventar y componer una historia la
conversación de los hombres literatos y abundantes noticias, pues es evidente
que el mayor mérito consiste en la invención, la cual tiene la virtud de
agrandar y deleitar por sí sola sin el auxilio de la Pintura”.
La
polémica fue violenta: duelos y riñas conmovieron la vida cotidiana de los
medios artísticos e intelectuales y hasta salpicaron a príncipes y nobles como
los Medici, quienes fueron acusados de “mecánicos” en virtud de su
mecenazgo.
Cuando
desapareció la “mecaniquez” de los artistas plásticos, los mecenas fueron
revalorizados junto a ellos. Leyendo la historia a través de los diccionarios
lo vemos en la propia evolución del sustantivo figurativo “mecenas”.
En
el Tesoro de Covarrubias (1611) la
palabra mecenas todavía no aparece. Un siglo después, en Autoridades (1734), está presente y mecena es: “El
Príncipe o Caballero que favorece, patrocina y premia a los hombres de letras.
Úsase de esta voz en las Epístolas dedicatorias, llamando así al sujeto a
quien se dirige o dedica el libro u obra, para que la patrocine y ampare. Díjose
así en memoria de Cayo Cilnio Moc£nas (sic), Caballero Romano y Valido del
Emperador Augusto, el cual hizo notables honras a los hombres doctos sus
contemporáneos. Lat. Mecenas, atis. barbad. Coron. f. 21. Los
Reinos de España, felices en armas y en letras, consagraron al magnánimo Guzmán,
al español Mecénas, esta cuanto
muda, lucida representación”.
Esta
definición de mecenas no incluye aún a los artistas en general, sino solamente
a los hombres de la pluma, y guarda similitud con las biografías de Cayo Cilnio
Mecenas (å año 8 a.C.), que dicen de este noble romano (escritor a su vez y
gran amigo de Augusto) que declinó los honores públicos, sirviéndose de su
influencia para beneficiar a los literatos, sus amigos y protegidos, caso de
Virgilio, Horacio, Vario y Propercio.
En
el paréntesis de la duración que va de los comienzos del siglo XVIII al XX, y
una vez esfumada la “mecaniquez” de los plásticos y también la deshonra de
los demás artistas, el sustantivo figurado mecenas consigue alargar su brazo.
De modo que para Casares es: “Príncipe
o persona poderosa que protege a escritores y artistas”.
En
Moliner surge un viraje altamente sugestivo, porque el término se aplica: “Con respecto a un artista, persona rica o poderosa que le protege”.
Es decir, el hincapié se hace en el artista y no en el escritor, como tampoco
se hace referencia al “príncipe”. Con toda evidencia hoy en día el poder
no radica en ello. Y, si son “príncipes”, lo son de especie bien diferente.
Pero todavía hay más, ya que Moliner continúa: “Persona
rica o poderosa que protege, en general, a los artistas o a las personas que
realizan otros trabajos intelectuales”. Aquí es notoria la extensión a
labores intelectuales que no son únicamente las de la escritura, con lo cual se
generaliza y admite cualquier obra de pensamiento o investigación práctica.
La
polémica entre plásticos y artistas de las artes liberales, además de
virulenta, fue larga. En 1450 no figuraba la labor plástica en la lista de las
Artes Liberales compuesta por el humanista Lorenzo Valla, ni Bernardino di Betto
(el Pinturicchio, 1454-1513) la representó en los frescos de las Artes
Liberales que pintó en las habitaciones vaticanas de los Borgia entre 1492 y
1494.
La
honestidad de las artes liberales era
otro signo de su alcurnia. De modo que, también, tratarán los plásticos de
integrarla a su labor.
Para
demostrarlo, Alberti remonta a la Antigüedad la inclusión de la pintura y la
escritura entre las artes liberales y, por tanto, honestas. Aunque la realidad
no fuera como él la imagina, expone cuál fue el motivo que las realzó en
aquellos lejanos tiempos: “...como era
costumbre exponer al público las pinturas y las estatuas que se tomaban en las
presas y despojos de las conquistas, llegó a tanto esto, que Paulo Emilio y
otros muchos Caballeros Romanos hicieron
enseñar a sus hijos, entre las demás artes liberales, la Pintura como
conducente para la vida honesta y feliz.
Esta costumbre tan laudable la tomaron de los Griegos,
entre los cuales los jóvenes de ilustre nacimiento aprendían, además de todo
lo perteneciente a la literatura, la Geometría, la Música y la Pintura”.
Y agrega que “Para las mujeres fue también
esta arte muy honrosa...”.
Halla
Alberti que la honorabilidad de la pintura en Grecia se constata, además, en la
circunstancia de haber sido tenida “...en
tanta estima... que se prohibió públicamente
que los esclavos aprendiesen la Pintura, y no sin razón, pues tal arte solo es
digna de un ánimo noble y libre”.
Otra
expresión de la no vileza de la plástica, Alberti la denota en el precio que
se pagaba por una obra. Por lo cual se pregunta: “┐Y
quién ignora que la Pintura ha obtenido siempre el lugar más honorífico, ya
en las cosas públicas, ya en las privadas, ya en las religiosas, ya en las
profanas?”. La cuestión tiene su probanza en que “Son
increíbles los precios con que pagaban antiguamente las tablas pintadas”.
No
nos equivoquemos sin embargo con estas expresiones. La vileza del trabajo por
dinero burbujea en la mentalidad de los artistas plásticos en procura de sacársela
de encima. Si el precio sirve de muestra del aprecio, nunca es lo principal: “El
Pintor Zeugis (explicará Alberti) regalaba
sus obras, porque decía que con ningún precio se podían pagar; pues en su
dictamen no podía haber en el mundo paga con qué satisfacer al que era como un
Dios entre los mortales...”.
Un
doble sentimiento, no obstante, sacude a nuestro hombre porque “...si esta arte causa gusto y delicia ejercitándose por afición en ella,
y en llegando a ser diestro Pintor, alabanza, fama y riqueza. Siendo esto así...
(la pintura es) digna solo de hombres
libres...”. Luego aconseja a los futuros pintores que tengan presente “...la
fama y reputación que consiguieron los antiguos, y con esto verán al mismo
tiempo lo enemiga que fue de la virtud y la alabanza la avaricia,
pues un ánimo que solo aspira al interés, rara vez podrá llegar a la cumbre
de la inmortalidad... He conocido
a muchos que teniendo las mejores disposiciones... se aplicaron solo a la
ganancia y se quedaron sin poder alcanzar bienes ni fama”.
En
el comienzo del Libro Tercero, Alberti redondea su consejo: “El fin del Pintor debe ser adquirir, fama, gusto y crédito con sus
obras, más bien que riquezas...”.
El
deshonor, sin embargo, se ensaña con los artistas plásticos: en pleno 500,
todavía hay en Italia filósofos y matemáticos como Gerolamo Cardano
(1501-1576) que tildan de mecánica la tarea de esos artistas.
Intestinas,
las batallas se lanzaron a dirimir cuál de las artes plásticas era más mecánica.
Por razones obvias la escultura llevó la peor parte, el grado de que si, por un
lado a Miguel Angel se le dijo en vida “el divino”, por otro, se le calificó
de “panadero”. No solo la escultura en mármol exige a su realizador un
esfuerzo físico brutal, sino que es un trabajo sucio y ruidoso que -como la
harina al panadero- lo cubre de polvo.
Alberti
arriba a la conclusión de que la escritura y la pintura son “...dos artes hermanas, producidas de un mismo ingenio; pero
yo siempre daré la preferencia al Pintor, porque se ejercita en una cosa más
difícil”. Sin mayores denuestos, mas con claridad, nuestro artista
sobrepone la pintura a la escultura en el sentido de que “Solo
esta arte es la que igualmente agrada a los ignorantes, como a los instruidos, lo
que en ninguna otra sucede”.
Documentando
esta distinción un Leonardo notoriamente cruel describe una y otra tarea: “El
escultor hace su obra con la fuerza del brazo y de la percusión que ejecuta
sobre el mármol... con ejercicio extremadamente mecánico, acompañado muchas
veces de gran sudor compuesto de polvo y convertido en fango, con el rostro
empastado y todo enharinado del polvo de mármol parece un panadero; está todo
cubierto de menudas lascas, como si le hubiera nevado encima, y su habitación
está sucia, llena de lascas y de polvo de piedra. Lo contrario sucede en la
casa del pintor; hablando de pintores y escultores excelentes. Pues el pintor
con gran comodidad se sienta delante de su obra bien vestido, adornado con las
vestimentas que le plazcan, y maneja el pincel livianísimo, dejándolo correr
entre los graciosos colores; y su habitación está limpia y repleta de bellas
pinturas, y algunas veces se acompaña de música o de la lectura de bellas y
variadas obras, las cuales, sin el estrépito del martillo u otro rumor
entremezclado, son escuchadas con gran placer”.
Visión
idílica del oficio del pintor, cuanto mordaz ataque del ilustre Leonardo a la compañía
de los escultores, brutos desaliñados que, empuñando con mano fuerte marrón,
martillo y cincel, se ven privados del disfrute de los más nobles placeres del
espíritu.
No
contento con estas pruebas, Da Vinci fundamenta la preeminencia de la pintura
sobre la escultura en el hecho de que esta no puede hacer uso del color ni de la
perspectiva aérea ni, tampoco, de cuerpos luminosos y transparentes como las
nubes.
Defendiéndose
frente a esta señalada capacidad descriptiva y tridimensional de la pintura, el
bando de los escultores esgrimía el argumento de que la escultura poseía una
capacidad mayor para representar la tridimensión, porque si aquella la describía,
esta la creaba.
Los
pintores, manteniéndose en sus trece, maliciosamente sostenían que de
cualquier manera ello no elimina la desventaja, ya que la resolución de los
problemas de la escultura demandaban más manualidad que intelecto.
En
tren de desembarazar a las artes plásticas de la peste mecánica, al promediar
el 500 se generaron dos malsanos preconceptos que por siglos marcharon al unísono.
Uno
se reflejó en la división en Bellas
Artes y Artes Menores. En el
linaje de las Bellas: los artistas plásticos; en el de las Menores: artesanos,
plateros, orfebres, ceramistas, grabadores, talladores, tapiceros...
Directamente,
el otro preconcepto derivó de la proposición anterior: victorioso el artista,
orgulloso de su nuevo y superior estatus, se escudó en la idea de que su obra,
al ser de arte (Arte Liberal), se acredita porque es bella y no porque tenga fin utilitario.
Siendo,
entonces, la belleza la sustancia principal que conforma una obra de arte,
siendo ella un hecho diverso de lo utilitario, no precisa de este para
justificarse. A contrario sensu, el
objeto de utilidad práctica, que puede prescindir de la belleza, milita siempre
en el campo de los artesanos aunque sea “bello”.
De
esta conclusión se extrajo otra de no menor consecuencia: la obra de arte -bella e inútil- habrá, además, de definirse por su carácter suntuario
y único.
Profundas
y enfermizas huellas, impresas todavía en nuestra temporalidad, dibujaron en la
labor artística las ideas de belleza y de vileza. Recién en la segunda mitad
de la centuria XIX, la aparición de la máquina (sustituyendo al artesano y
produciendo en serie) pautó la necesidad de reintegrar el objeto utilitario al
concepto de obra de arte: así nació el diseño.
El
movimiento de las Arts and Crafts (en
Inglaterra) y el del Art Nouveau (en
Inglaterra y en el Continente), con artistas diseñadores de la talla de Lalique
o Tiffany, devolvieron al objeto utilitario y al seriado su calidad de obra de
arte. Fundándola en el diseño, revalorizaron la tarea plástica y la
desprendieron de la anterior categorización.
En
el siglo XX, la Bauhaus (Gropius, 1919) hará del diseño, en cuanto arte y arte
industrial, un principio insoslayable que rescatará la globalidad de la obra
artística, reducida desde el 400 a un universo de belleza inútil, suntuaria y
única.
Fuente: “El biennacer. Limpieza de oficios y limpieza de
sangre”, por Marta Canessa de Sanguinetti. Montevideo 2000. Ed. Taurus.
Nota: Por razones de espacio, no se incluyeron aquí las notas
que figuran en el libro.
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