El otro sur
Juan Carlos Capo
Faulkner tenía exactamente treinta y dos años cuando dio término en seis semanas al manuscrito de Mientras agonizo, su quinta novela. En ese invierno de 1929 trabajaba en la central eléctrica de la Universidad de Mississippi, donde cumplía funciones de bombero y vigilante y tenía que palear carbón en el turno nocturno.
Durante
la noche, antes de la madrugada, entre el frío, las tinieblas y las chispas del
horno, completó esta epopeya de una familia pobre norteamericana que hace kilómetros
en una carreta para llegar al cementerio de Jefferson y enterrar la caja donde
yace Addie, mujer y madre de esa pandilla de locos.
En
esta odisea la familia Bundren desfila por ese escenario del Sur donde se
recorta la relación del hombre blanco con el hombre negro. Donde una memoria
sangrienta y feroz aún se podía encontrar en las ciénagas con epidemias de
fiebre amarilla y cuarentenas mantenidas a raya a punta de escopeta, en los
sembradíos de algodón y en las chacras de maíz, en sus emblemáticos robles y
pinos, y en tierras negras y baldías; en sus vacas, yeguas y mulas, en sus
sementales y caballos indígenas.
Y
también en los mármoles y cementerios de pueblos pequeños donde los Veteranos
Confederados Unidos y las Hijas Unidas de la Confederación fomentaban la mística
de La Causa perdida. Tío Billy, una voz del Coro, del pueblo, ha dicho que el
jefe de familia, Anse Bundren, es un hombre que no ha hecho nada en la vida, y
ahora se ha empeñado en algo que ha de causar problemas a todos quienes lo
rodean.
Y
la familia Bundren prosigue su marcha bajo el sol de verano y el vuelo de los
buitres, a través del condado de Yoknapatawpha, cifra de ese otro Sur, que en
lenguaje indio chickasaw -los chickasaw fueron primigenios habitantes de estas
tierras, antes de ser barridos por el exterminio- quiere decir “agua que fluye
despacio a través de una tierra llana”.
Las dos catástrofes
Faulkner
comenzó esta novela el 25 de octubre de 1929. No la escribió en estado de éxtasis;
fue un libro deliberado y concreto, y antes de escribir la primera palabra, sabía
cuál sería la última. Preguntado por el título, solía recitar un verso:
“Mientras yo agonizaba, la mujer de los ojos de perro no cerraría mis párpados,
aunque me viese descender al Hades”. Eran palabras de Agamenón a Ulises en el
libro undécimo de la Odisea, “Descensus
ad inferus”, relatando su muerte a manos de Clitemnestra, su esposa.
Faulkner
había elegido a una familia pobre y la había sometido, según propia confesión,
“a las dos mayores catástrofes que puede padecer un hombre: la inundación y
el incendio”. Faulkner, resume Joseph Blotner en la monumental biografía del
escritor (1974 y 1984) seguía abordando algunas de sus insistentes constantes:
el Mal y la necedad de los hombres, un espectáculo mitigado solo por la
indignación, la piedad y el humor.
“Cash
se ha roto la pierna y se le está saliendo el aserrín”, así resume Darl, el
segundo hijo de Anse y Addie Bundren, poética y ferozmente, la suerte corrida
por Cash, el mayor, al cruzar el río e intentar sujetar la caja donde yace su
madre. Darl describe a su padre como alguien que ha trabajado, aunque nunca le
encontró huellas de sudor en la camisa. Un vecino se apiada de Anse y de su
cansancio por soportar a su mujer, treinta años detrás de él para conseguir
que trabajara. Y ahora, Anse comprueba que va a llover y se queja de su suerte,
mientras vuelve a pasar la lengua por sus encías desdentadas, cubiertas de rapé.
Darl
habla también de Jewel, el tercero: lo muestra con el sombrero roto inclinado
en ángulo altivo, la cara de palo y los ojos claros como de madera, con la
gravedad rígida de los indios de madera de la puerta de las tabaquerías. Esa
cara de palo se ha de llenar de furia y desesperación cuando los hermanos
levanten la caja con Addie adentro, cerrando todos con firmeza las aletas de la
nariz por el olor que despide. Es verano y faltan varios días todavía para
llegar al cementerio.
La muerta, los muertos
Una
vecina devota que predica el bien ha dicho de Addie Bundren que es una mujer
orgullosa y sola, y que se ha de morir con el corazón roto. Addie ha conversado
con ella, y han hablado del pecado. Pero el pecado de orgullo al que se refiere
Cora no es el pecado de Addie. Addie sabe que ha pecado, y sabe que tendrá toda
la vida para expiarlo. Jewel es el fruto de ese pecado, que llegó envuelto en
vestimentas sacras. La tierra oscura habla mejor de Su pecado, piensa Addie. Al
parir a Jewel, la sangre de Addie dejó de bullir y ya podía prepararse para
morir.
Addie
ya sabía antes de casarse con Anse que las palabras nunca se ajustan a lo que
buscan decir. Cuando ella nació, supo que la maternidad había sido inventada
por alguien que necesitó una palabra para designarla, y el miedo había sido
inventado por alguien que jamás lo sintió, y el orgullo por alguien que jamás
lo tuvo. Su soledad no fue violentada una y otra vez, día a día, ni siquiera
por Anse en las noches, excepto cuando ella parió a Cash. El amor, continúa
Addie, era una palabra más, una mera forma para llenar un vacío. Addie
recuerda que su padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para
estar muerto. Sus familiares estaban en Jefferson, en el cementerio. Al volver a
yacer con Anse, Addie podía oír un discurso de la tierra, pero sin voz. Y
Addie piensa que las palabras de Cora también perdían sentido: eran sonidos
sin vida. Y cuando nació Darl, Addie le pidió a Anse que le prometiera que
cuando ella muriera, la llevaría a Jefferson a enterrarla. Tonterías, dijo
Anse, “Tú y yo aún estamos enteros”.
Y
ella agoniza ahora en un colchón de hojas de maíz, mientras su marido piensa
en su entierro, en una nueva dentadura y quizás en una nueva mujer. Mientras
ella agoniza, alcanza a oír todavía el chac, chac, chac de la azuela del
carpintero. Es su hijo Cash quien se mueve bajo la luz del crepúsculo entre
virutas y tablas. Addie no podía haber pedido un carpintero mejor, ni una caja
mejor.
La
carreta y la caja
Cash
cuida las tablas como si fueran de cristal mientras da los últimos toques. Lo
hace bajo la lluvia y la mirada necia, de ultrajada impostación de Anse. Cash
le dice a Anse que vaya adentro, que la muerta no tiene la culpa de que él se
esté mojando. Cash ha hecho la caja biselada, ha hecho las juntas y las uniones
de arriba abajo, porque la presión será de arriba abajo. Cash dice que la
encuentra ajustada como un tambor, y pulcra como una cesta de costura.
La
carreta desvencijada e inerte de los Bundren se detuvo en el poblado, por los
rodeos debidos a la inundación primero, la muerte de las mulas después, y la
lucha por un tiro de mulas de refresco enseguida. Buscan un médico que atienda
a Cash, con su pierna de nuevo quebrada al luchar por la posesión de la caja
con Addie adentro, ya muerta, aunque aún viva, y él la defendió de la riada y
de su furia, y también de un tronco que se irguió para golpearlos como un
Cristo terrible y vengador. (Así habló Cora, la que no podía ver más allá
de sus salmos y no podía oír más allá del ruido de sus palabras huecas.)
También Dewey Dell busca la botica. Ella tiene dieciséis años, es la menor de
los Bundren y piensa que en la botica ha de solucionar ese “problema de
mujeres”. Ella tiene el dinero para eso. Diez dólares. Un problema de
mujeres, repite.
El agua
Darl
sabe desde chico que el agua sabe mejor cuando ha estado un buen rato en un cubo
de cedro, fresca, pero no helada, con un ligero regusto parecido a ese olor del
cálido viento de julio, y de ser bebida lo sea de una calabaza, nunca de un
recipiente de metal. Al ir a beber, Darl siempre encontró la quieta superficie
del agua como un agujero redondo en la nada. Antes de hacer volver a la vida el
agua, al agitarla con el cazo, antes de beber, quizás vea una estrella o dos,
en el cubo o en el mismo cazo.
Pero
ha llovido, va a llover de nuevo, la riada ya se ha llevado un puente, la gente
del pueblo comenta que sólo con la ayuda del Señor se ha de cruzar ese río
ahora. El agua oscura, fresca y serena que Darl bebía, se aprestaba a dar
pelea, a expeler con voz sombría su mensaje de furia en riada turbulenta. Ya no
se puede distinguir dónde está la tierra y dónde el agua. Agua gruesa ahora,
fría y espesa como nieve fangosa, con la forma del desastre, ese desastre, que
los ojos aterrados de las mulas anticipan lo mismo que sus patas rígidas
apuntando al cielo y despegadas del contacto de la tierra, que ya alcanzan a
ver, cuando se meten al agua, sin quererlo.
La tierra
Hay
dos personas más que piensan en la tierra. Vernon, otra voz del Coro, del
pueblo. Él sabe de arados y de cosechas de maíz, de vivir junto a Cora,
“tarro de leche bien cerrado y seguro en primavera”. Cora sí sabe de no ir
contra los designios del Señor, como sí lo es atreverse a entrar en el río
luego de esa lluvia y de esa creciente. Vernon no dará su mula para que la
metan en el agua esos locos de los Bundren. Él anhela la tierra firme bajo sus
pies, esa tierra dura y dócil que él tan bien conoce.
Dewey
Dell también piensa en la tierra, porque ella está hecha de tierra, de salvaje
y ultrajada tierra. Todo ha sido para ella demasiado pronto. Ella se siente como
un cubo lleno de tripas, como una semilla húmeda y salvaje en la tierra
caliente y ciega.
El fuego
El
altillo del establo ha estallado en la noche como un polvorín. El sonido de las
llamas suena como un tren interminable que cruzara un puente interminable. El
heno está ardiendo y cae en lluvia como una cortina de abalorios en llamas. El
fulgor del fuego le gana la batalla al fulgor de la luna. El resplandor rojo aísla
a los hermanos, como figuras recortadas de hojalata, como figuras de un friso
griego. La puerta del establo parece un reflector. El piso del altillo se ha
desvanecido todo entero. Vacas, caballos y hombres se agitan y dan gritos,
mugidos y relinchos, pegan coces y corridas, hacia el fulgor del exterior.
El
ruido del incendio se amansa luego, como se había amansado antes el ruido del río,
y la lluvia de chispas cae sobre la caja donde yace Addie.
La
saga de los Falkner
El
linaje de los Falkner fue identificado, sucesivamente, como escocés, irlandés
del Ulster y hugonote francés. En el censo de 1790 se registra su apellido como
Faulkner, pero en otros registros aparece como Falkner, Folkner, Fortner,
Forkner y aún Falconer. Probablemente la saga se inició con William Clark
Faulkner, nacido en 1825. Este Faulkner, el Viejo Coronel, bisabuelo del
escritor, tuvo una existencia aventurera, apasionada y trágica. Incursionó en
la guerra, en el foro, en la agricultura, en el ferrocarril y también en la
literatura, todas empresas signadas entonces -y no sólo entonces- por la
audacia y la violencia. El bisnieto podía identificarse con el heroísmo y el
afán de este Viejo Coronel por escribir, pero no abdicaría de su lucidez y su
crítica para juzgarlo; le objetaría que uno de sus famosos relatos era
fogosamente romántico: con todos los hombres valientes, y todas las mujeres
puras. El bisnieto sentenció con dictamen inapelable: “obra de un hombre sin
humor o con escasa sensibilidad”.
El
alcohol, a quien el escritor y sus camaradas de correrías llamaban “el
relámpago blanco”, desempeñaría en la vida de Willie un papel crucial.
Ya de mayor, Faulkner habló con un psiquiatra, por sus embriagueces plenas de
penuria y miseria; el médico tanteó y le dijo de que quizás el paciente no
hubiese recibido suficiente amor de su madre. Faulkner, que hasta ese momento se
sentía bien con la plática, se negó a seguir. Blotner dice que el psiquiatra
detectó una capacidad de reacción emotiva intensa en él, un hombre hecho para
sufrir, para ser desgraciado y realizar su contribución, en parte a causa de
eso. Y aquel doctor, un prepotente según Blotner, no vio mucho más allá.
Faulkner terminó haciendo un ácido balance de las visitas: honorarios altos y
un frasco de seconal: era demasiado poco.
De
la infancia y del cólico del mundo
El
sábado 25 de setiembre de 1897 a las once de la noche, en New Albany, vio la
luz un niño a quien sus padres pusieron de nombre William Cuthbert Falkner,
hijo de Maud Butler, la madre, y de Murry Falkner, el padre del escritor,
empleado del Ferrocarril, vaquero soñador y alcoholista impenitente, como también
lo sería su hijo, y como también lo fue su padre -el Joven Coronel- y su
abuelo -el Viejo Coronel.
Era
un niño propenso a los cólicos. Durante el primer año de vida, despertaba con
el cólico y su madre lo tomaba en brazos y lo acunaba. Blotner dice que “era
como si ya revoloteasen alrededor de la cuna los augurios: sensibilidad, dolor,
amor y espíritu de clan”.
De
niño, Willie se empeñaba en decir las oraciones de sus prácticas religiosas,
y había una que se sabía de memoria: “Ahora
que me voy a dormir, / ruego al Señor que guarde mi alma. / Si muriese antes de
despertar, / ruego al Señor que se la lleve”. Antes de que los demás
dijesen “Amén”, añadió: “William C. Falkner”. Fue su primer escrito
enviado al mundo.
Cuando
el niño cumplió cinco años, los Faulkner se mudaron de New Albany a Oxford,
donde casi diez mil de los veintidós mil habitantes del condado eran negros. La
supervivencia de todos dependía del algodón. Caroline Barr fue criada en la
casa del Joven Coronel, el abuelo, antes de ir a trabajar con el padre de
Willie. Era una pulcra criada negra nacida en la esclavitud, obtuvo la libertad
hacia los dieciséis años, y, aunque no sabía leer ni escribir, poseía un
tesoro de historias de los viejos tiempos de antes de la guerra, y también de
un período posterior, cuando aparecieron los jinetes del Ku Klux Klan, que
pretendían pasar por confederados muertos escapados momentáneamente de las
llamas del infierno para cabalgar por la noche. A Willie y sus hermanos les
encantaban sus historias, tanto como les encantaba ella. La llamaban Mammy
Callie.
La iglesia le daba satisfacciones a Maud, madre de Willie, pero más aun se la daban los libros. Maud leía a Shakespeare, a Balzac, a Conrad.
En
tanto Willie crecía, y ya rivalizaba con Mammy Callie en la narración de
historias. Cuando lo pasaron a tercer grado, dijo: “Quiero ser escritor como
mi bisabuelito”. Tenía nueve años.
Un
hecho sangriento y feroz ocurrió en el pueblo que superaba todo lo imaginable
de las historias de Mammy Callie. Un presidiario negro había degollado con una navaja a
una mujer blanca. El negro fue capturado, encerrado, matado a tiros, castrado,
mutilado en la cabeza y arrastrado con un carro hasta la plaza, donde colgaron
el cadáver desnudo de un árbol.
Willie
cambiaba muy de prisa: cuanto más se adentraba en la adolescencia, más se
interesaba por las caballerizas. Se identificaba con el olor amoniacal de la
orina de los caballos, que no con las aulas vacías con olor a tiza. Los trenes
y el aeroplano empezaron a tironear de su imaginación. Una contrariedad amorosa
con Estelle Oldham, compañera de infancia y futura esposa, lo hizo alistarse en
la RAF de Canadá. No hizo vuelos de combate, ni es seguro siquiera que haya
volado, pero la novela personal incluía para su semblanza biográfica el haber
servido en las Reales Fuerzas Aéreas británicas durante la guerra.
Era
un romántico y un soñador, un joven desertor de la enseñanza, que se
identificaba con los vagabundos, con los crepúsculos, con los marginados y los
desposeídos. Sólo le cabía empezar a escribir poesía, simultánea a su
lectura de Swinburne, Yeats, Keats, Verlaine, Mallarmé. Sus primeros versos, de
lirismo pastoral, trataban sobre ninfas arrogantes y faunos desairados, cautivos
en cárceles de mármol. Haría un viaje a Europa, París incluido, y alcanzaría
esforzadamente y no sin costos una estatura de narrador que lo llevaría a ser,
con los años, el amo absoluto del condado imaginario de Yoknapatawpha.
De
un asedio imposible y bello
Faulkner
llegó a decir que el escritor no quiere ser tan bueno como sus coetáneos, ni
incluso tan bueno como Shakespeare, quiere ser mejor que Shakespeare. De sus
influencias, destacó: el Antiguo Testamento, Melville, Dostoievsky y Conrad. De
sus contemporáneos afirmó que Wolfe, Hemingway, Steinbeck, Dos Passos y
Caldwell, todos habían fracasado, todos sucumbieron en su intento de alcanzar a
Shakespeare, a Dostoievsky, y Wolfe había sido quien más se había acercado;
luego venía él, confesó sin falsa modestia.
Un
crítico norteamericano dijo, hacia 1931, que el mundo narrativo de William
Faulkner resuena con la marcha aplastante y odiosa de la codicia y la
enfermedad, de la brutalidad y la muerte.
Este
bardo de prosa poética y torturada, tejedor incansable de los mitos del Sur,
este caballero campesino, “hermoso y solitario”, escribía obsedido por las
imágenes y los temas del tiempo, la muerte y la sexualidad; el crepúsculo, el
agua y la sombra.
Su
novela “Santuario” (1931) fue saludada por un crítico como una mezcla
notable y refinada de Eliot, Freud, Frazer, mitología, color local, e incluso
tendencias actuales de la narrativa policial más dura. André Malraux
caracterizó el libro “como la intrusión de la tragedia griega en la novela
policial”. Faulkner había escuchado en un club nocturno la historia de una
chica a quien la había violado un pistolero impotente utilizando un extraño
objeto. Las preguntas sobre qué lo llevó a escribir ese relato terrible y
cruel llegaron en forma incesante y creciente. Él también se las hacía por
otra parte. Decía, para salir del paso, que era una historia de “tripas y
genitales”. La corrupción en las altas esferas, la atmósfera de misterio con
gángsters y detectives, la muerte sacrificial, y el hampa, todo estaba allí.
Pero también estaba el relato de las aventuras corridas por la chica Temple
Drake, y de cómo el Mal resbaló por ella, “como el agua por el lomo de un
pato”. De ahí la frase del escritor: “las mujeres son impermeables al
Mal”.
El
relato ilustra las claves básicas de su obra: una indagación en el Mal, pero
también “la indiferencia hastiada, tanto hacia la vida como hacia la muerte
del gángster Popeye”, un hombre lleno de “una vaga sensación del absurdo
general de todo”.
La
visión sobre las mujeres de William Faulkner, a estar por los personajes emblemáticos
de Temple Drake, de Addie Bundren o de la misma Clitemnestra (trasladada de “La
Odisea” a “Mientras agonizo”),
resulta ser una visión misógina, inquietante, brutal, e injusta. (Pero un
creador no es un juez, ni un pastor de almas, ni de pueblos.)
En
“Mientras agonizo”, otro hombre
no salía mejor parado: la inutilidad estólida y mezquina de Anse Bundren
impacta por lo grotesca y cómica, por lo patética y repulsiva, también.
Faulkner
había escrito y vuelto a escribir sobre la inmunidad al Mal de las mujeres y no
podía dejar de pensar en Temple Drake dominada por la lasitud corrupta, el
miedo, el perjurio y la sed de venganza. El propio personaje parecía ser quien
había llevado la mano del escritor y en su momento hizo que empuñara con más
fuerza la pluma y la hundiera a fondo sobre la página y escribiera: “Todos
los seres humanos apestan”, una frase que ella dijo una vez. Faulkner fue más
lejos aun, y dijo: “La especie humana apesta”.
Ni
París, ni Nueva York, conseguían hacer que Faulkner se sintiera bien. A Nueva
York la encontraba inhumana. A Faulkner se le hacía imprescindible, siempre,
volver al Sur. Pero en el Sur no lo querían, o cierta gente no lo quería. Ante
la inminencia de la concesión del premio Nobel, el Daily
News de Jackson escribió: “Es un propagandista de la degradación y
pertenece en realidad a la escuela letrinesca de la literatura”. En una gira
por Japón, Faulkner caracterizaba al Sur como un lugar con una tradición
aristocrática como la de los samurais,
con un campesinado, y en cuanto a la condición de los negros sostuvo que si los
estadounidenses pretendían recorrer el mundo hablando de libertad, tenían que
practicarla en casa. En declaraciones a una periodista francesa dijo: “Si un
escritor tiene que robar a su madre, lo hará sin vacilar; la Oda sobre una urna griega vale por cualquier número de ancianas.”
(...) “Querría volver convertido en buitre. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni
lo quiere, ni lo necesita. Nunca lo molestan ni lo amenazan, y puede comer
cualquier cosa”.
En
el Sur le reconocían su influencia, pero lamentaban que la usara para agitar a
la gente. En el Sur lo habían llamado, en sus comienzos, Conde sin Cuenta;
algunos estetas e intelectuales del mismo Sur no podían entender la
multiplicidad de sus identificaciones: el veterano de guerra herido, el artista
bohemio, el campesino laborioso. “La gente del campo es mi gente”, le
escribió a su madre. “Caballeros campesinos habituados a cabalgar”, era un
verso de William Butler Yeats, uno de sus poetas preferidos. Don Quijote no sólo
era un personaje favorito de Faulkner: había mucho de él en el escritor, como
lo demostraban sus combates antisegregacionistas.
Su
vida y su obra parecían responder al mandato de uno de los personajes de “¡Absalón,
Absalón!”(1936):
“Habla
del Sur. Cómo son las cosas allí. Qué hacen allí. Por qué viven allí. Por
qué viven... en realidad”.
La
técnica narrativa de Faulkner
Sus
narraciones están teñidas de innegables sesgos trágicos, cuando no de una
tela trágica total que recubre su mundo narrativo y que torna desolada,
temblorosa, aunque también aliviante, gozosa y serena, como lo enseña Aristóteles,
la experiencia del lector que se atreva a entrar en esas tierras negras y sombrías.
Los efectos de su arte poética incluyen la desolación, la piedad, la elevación
del alma, y el alivio cálido y tierno del humor. Los recursos de su arte son
inexplicables, pero se pueden señalar algunos: el monólogo interior, la
multiplicidad de puntos de vista, la contención y la revelación implícitas,
la ausencia de subrayados, la revelación que estalla sólo por la activa
participación del lector, la ausencia de facilidades y sentidos claros, la
introducción de neologismos, la insospechada riqueza poética en la corriente
de la conciencia de personajes, que en sus parlamentos no la expresan. (Un
amigo, luego enemigo, dijo que todos los personajes hablan como William
Faulkner, y que su estilo no es sino un amaneramiento personal.)
La
inusitada fuerza expresiva resultante brota del montaje de imágenes metafóricas
contrapuestas: el heroísmo de un ejército/el linchamiento de un negro, en Intruso
en el polvo (1948). Pero el efecto de denuncia debía surgir de la
literatura, a la manera de un asedio imposible y bello. Esta sabiduría procedía
de la realidad de la vida en el Sur, ante todo, pero también de la poesía de
Pound, de Eliot, de Joyce y de los experimentos lingüístico-laberínticos del
escritor irlandés en el “Ulises”,
de la admiración por Balzac y Dickens, y de las metas alcanzadas por ambos
escritores en la fundación de territorios narrativos autárquicos, caudalosos e
inagotables.
Empero,
el gran admirador de la literatura decimonónica resultaría ser uno de sus
enterradores, al mismo tiempo que uno de los fundadores de la novela moderna,
junto a Proust, Kafka y Joyce.
El
hombre libre, inmortal, invencible
Una
aproximación parcial a su arte poético y narrativo debe incluir el tejido
conectivo social que liga la correlación de pensamientos de su época con los
que Faulkner pone los cimientos a su obra. Este tejido está hecho de la
concepción heroica del hombre en la aventura humana de Malraux, de la exploración
del absurdo del existir humano de Camus, de las interrogantes acuciantes que
Schopenhauer, Nietzsche y Freud se hicieran acerca de las mujeres. También, por
esa condición de cadáveres vivientes de sus personajes, extraída de una
concepción de la Voluntad schopenhaueriana, muy próxima al deseo sexual
freudiano que brota en los lindes de la muerte. Este pensamiento se encuentra
tanto en “Mientras agonizo”, como
en los relatos de guerra: “Todos los pilotos muertos” (1930), “Ad Astra” (1930), y
quizás en su obra toda.
“Entre
la nada y el dolor, elijo el dolor”, acostumbraba repetir.
El
hombre inmortal ha de vencer, manifestó en su discurso ante la Academia sueca,
al recibir el premio Nobel en 1950.
En
junio de 1962 apareció su último libro, “Los
rateros”. Esta fue su última novela y fue emparentada con el “Huckleberry
Fynn” de Mark Twain. De ella dijeron los críticos que era la historia de
un Próspero tierno, y un canto de amor y de humor.
En
ese mismo mes de junio Faulkner se dedicó a sus caballos. En uno de sus paseos,
Stonewall, un caballo díscolo, arqueó su lomo y lo hizo volar de la silla,
derribándolo y haciéndole sentir todo el impacto del golpe sobre la espalda.
Tozudamente, Faulkner volvió al corral a montar a Stonewall, y comentaría
humorísticamente en los días siguientes que ahora se explicaba por qué había
conseguido un caballo tan barato. Pero los dolores de la espalda no cejaron y no
le trajo alivio ni el alcohol, ni los calmantes, ni los tranqulizantes. Faulkner
se veía pálido, la carne y el pan le sabían igual, y poco trabajo costó
convencerlo para que se internara en el hospital local.
William
Faulkner falleció de muerte súbita en la madrugada del 6 de julio de 1962.
Joseph
Blotner remata su biografía con versos extraídos de un poema del libro de
Faulkner “A Green Bough” (Una rama verde) (1933), y que Faulkner consideraba
suficientemente buenos como epitafio:
“Pero
he de dormir, porque ¿cómo puede haber muerte
Mientras en estas azules colinas adormecidas de arriba
Esté enraizado como un árbol? Aunque esté muerto,
Esta tierra que me aguanta firme hallará mi aliento.”
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