Goethe: un fugitivo del deseo

Daniel Zimmermann

¿A qué responde la fascinación excepcional que provoca el drama personal de Goethe? ¿Por qué renunció a Federica Brion, su amor de juventud? Todavía hoy, a dos siglos de distancia, el enigma conserva su plena vigencia.

La apasionada aventura con Federica Brion constituye uno de los episodios más misteriosos en la vida de Goethe. Sucedió en octubre de 1770; Goethe tenía entonces 21 años y se encontraba en Estrasburgo cursando estudios de Derecho por expresa indicación de su padre.

Uno de sus compañeros, de nombre Weyland, le propuso como programa de fin de semana visitar a un clérigo rural, el pastor Brion, quien vivía a seis horas de Estrasburgo con su mujer y sus dos hijas. Goethe aceptó, pero impuso a su amigo una insólita condición: presentarse ante los Brion disfrazado.

¿Qué motivó en él tan curiosa ocurrencia? ¿Qué beneficio podía esperar de ese disfraz? En su autobiografía, “Poesía y verdad”, lo explica recordando que antiguamente ciertas divinidades, y también algunos príncipes, acostumbraban ocultar su identidad a los mortales, para mantener a salvo su inmortalidad. Al mismo tiempo, Goethe ruega al lector perdonar la vanidad de aquel joven presumido y tener en cuenta que ya de niño experimentaba enorme placer disfrazándose; afición que hasta su severo padre había alentado.

Con la complicidad de Weyland, Goethe cambia su elegante vestimenta por el atuendo sencillo y desaliñado propio de un humilde estudiante de teología: “Con unas prendas de vestir usadas y otras prestadas, y por mi manera de peinarme había conseguido cambiarme a tal punto que durante el viaje mi amigo apenas podía contener la risa, particularmente cuando imitaba a la perfección, las actitudes y gestos de un jinete torpe”.

La conmoción

Cabal testimonio de su poesía tanto como de su verdad, la pintura que hace el propio Goethe da cuenta en forma elocuente de la conmoción que experimentó en su primer encuentro con Federica, la hija menor de la familia:

“En ese instante apareció en aquel cielo rústico una estrella verdaderamente luminosa (…) Una faldita blanca corta y redonda, una sobrefalda que dejaba al descubierto hasta el tobillo los pies, lindísimos; un corpiño blanco ajustado y un delantal de terciopelo negro; estaba así vestida en el límite entre las señoritas de ciudad y las campesinas. Esbelta y ligera, se movía como si no soportase peso alguno; y casi parecía demasiado delicado el cuello para las espesas trenzas rubias de la graciosa cabecita. Sus claros ojos azules miraban lealmente y su naricita aspiraba el aire con tal desembarazo que parecía que en el mundo no pudiera haber preocupaciones; llevaba colgado del brazo su sombrero de paja. Y así tuve la dicha de verla por primera vez en toda su gracia y encanto.”

Este impacto inicial, sin embargo, pronto se irá apaciguando y Goethe guardará de aquel fin de semana apenas una singular nostalgia. Numerosas y diversas son las conjeturas que buscan una explicación plausible a su actitud: el afán de preservar su destino sagrado de poeta; cierta renuencia a vincularse en matrimonio; la diferencia de nivel social. Una, sin embargo, se impone entre todas: Goethe tuvo miedo. Miedo a dejarse cautivar por el amor, para algunos; miedo a la responsabilidad, para otros. Miedo a dar por perdida la continuidad que pretendía para su proyecto de vida; en fin, miedo a cualquier excentricidad que atentara contra su anhelo de inmortalidad.

En efecto, Goethe es preso del miedo. El miedo que señala la frontera donde la mirada se envuelve en belleza; el miedo que anuncia lo imposible de domesticar.
La excursión a la apacible campiña alemana pone a Goethe a la puerta del drama del deseo. En el dilema de ser parte o no de aquel cuadro viviente, lo que atormenta es un miedo al miedo.

Sin nombre

Goethe convierte la visita a los Brion en una verdadera exhibición. En un juego; un juego en el que se demuestra incomparablemente hábil. Goethe multiplica sus ingeniosas proezas sin advertir el carácter tramposo, ilusorio que ellas tienen. Su propio nombre lo incomoda. Propone entonces una astucia: el juego del “sin nombre”. Tal escenificación es en verdad una precaución; una maniobra que le asegura cierta distancia, que posterga el acceso a la causa de su deseo.

El disfraz, él mismo lo confiesa, no es más que un esfuerzo por frustrar la muerte. Pantomima que abdica el deseo, su astucia consiste nada menos que en burlar la angustia esencial a su condición de sujeto.
Lo que Goethe disfraza es su impotencia, delegando los riesgos a una sombra de sí. No advierte que, como todo sujeto, él vive de ser mortal.

Goethe pasó la tarde ajustado a su papel; ni el vino servido durante la cena puso en peligro su representación. Paseó del brazo de Federica a la luz de la luna; ella cada vez más locuaz, él cada vez más taciturno. Dos cosas lo preocupaban: ¿había conservado Weyland el secreto de su identidad? ¿Federica tenía novio o estaba comprometida?

“Cuando amaneció yo ya estaba despierto. Sentí un irrefrenable deseo de volver a verla, pero cuando me empecé a vestir, me asusté del maldito traje que en mala hora me había puesto; cuanto más avanzaba, más deplorable me parecía mi indumentaria, que estaba preparada para producir el efecto buscado. Con el pelo hubiera podido arreglármelas; pero cuando me endosé la gastada casaca gris y vi las mangas cortas que me daban un aspecto tan lamentable, caí en una desesperación tanto mayor cuanto que no tenía más que un espejo pequeño en el que solo me veía a trozos; cada parte parecía peor que la otra.”

Goethe no encuentra su imagen en el espejo. Su “envoltura”, como él mismo la denomina, amenaza desintegrarse. Vacilación de la imagen narcisística que le provoca la desesperación de verse reducido a su propio cuerpo.

La crisis

El joven poeta atraviesa una verdadera crisis de despersonalización: un momento de desorganización subjetiva correlato de un desequilibrio fantasmático. La ilusión desfallece. El marco del espejo ya no sostiene el lugar de una falta y aparece algo que resulta angustiante.

“Mientras yo me vestía despertó mi amigo, que abrió los ojos con la tranquilidad de una conciencia limpia, lleno de gozosas esperanzas para el día. Yo miraba con envidia sus lindos vestidos, colgados en la silla; y si hubiera sido de mi estatura, se los habría quitado, me habría vestido fuera, y dejándole mi maldita envoltura, me hubiera apresurado a correr al jardín, él habría tenido humor suficiente para meterse en mis vestidos y la historia hubiese encontrado un temprano y feliz desenlace."

Actuar exige arrancar a la angustia su certeza. Un acto está ligado a la determinación de un comienzo, al atravesamiento de un umbral. Más allá de ese umbral, el sujeto habrá de encontrar su presencia renovada. Ese es el paso que Goethe posterga, la encrucijada que elude: desconoce que, además de la muerte que la vida lleva, hay otra muerte que lleva a la vida.

“Pero no cabía pensar en semejante cosa ni en ninguna solución razonable. Me resultaba imposible aparecer ante los ojos de Federica, que ayer había hablado tan amablemente a mi disfrazada persona, en la figura de un estudiante de teología, estudioso e inteligente pero pobre. Estaba allí caviloso e irritado, con toda mi capacidad de inventiva puesta en tensión, pero fue en vano.”

Todo su ingenio naufraga; y la turbación que experimenta no es otra cosa que la señal de su impotencia.
“Fue entonces que mi amigo, luego de mirarme un buen rato con fijeza prorrumpió de pronto en una carcajada estrepitosa y exclamó ¡Qué aspecto más lamentable ofreces! Repliqué vivamente: ¡Yo sé lo que hago! ¡Adiós, perdóname! ¡Estás loco! Exclamó mi amigo saltando de la cama e intentando detenerme.

Pero yo ya había salido de la habitación. Rápidamente bajé la escalera, atravesé casa y patio y me fui a la posada. En un instante tenía ensillado el caballo y, poseído de loca furia, llegué galopando a Drusenheim, atravesé el lugar y seguí adelante.”

La impasible y a la vez implacable mirada de su compañero confronta a Goethe con la pregunta por la causa de su accionar: ¿qué te impulsa a fingir?, ¿qué hay detrás de tu simulación? Encrucijada que sorprende a Goethe en un punto de dificultad extrema; con el agregado de una creciente perturbación en sus movimientos tiene como desenlace su atropellada fuga de la escena, que, como ya vimos, no es otra que la del deseo. Lo que se pone de manifiesto en la conducta del joven Goethe es el contrasentido por el que se encamina cuando se siente exigido a manifestarse como deseante. Un contrasentido que lo aproxima peligrosamente al límite con lo imposible de decir.

“Cuando me creí en seguridad acorté la marcha”, -continúa el relato- “y sólo entonces me di cuenta del infinito disgusto que me producía el alejarme. Sin embargo, me entregué resignadamente a mi destino, rememoré con la mayor tranquilidad el paseo de la noche anterior y me consolé alimentando la esperanza de volver a verla pronto.”

La conducta de Goethe queda sellada por la resignación. Su renuncia a Federica, aunque dolorosa, concuerda así con los principios esenciales que han de regir su existencia: “Trata de darle una continuidad a todo en tu vida” -recomienda en Poesía y Verdad-. “El hombre más dichoso es aquel que puede enlazar el final de su vida con el principio.”

El acto, en tanto opera como un corte, suscita un nuevo deseo. Es un gesto que cambia al sujeto; dicho de otro modo acaba por destituir al propio sujeto que lo instaura. En cambio, la absoluta resignación al destino atenta contra la dignidad del deseo. Goethe, al abandonar a la joven campesina, traiciona lo que desea. Solo podrá ocupar su lugar como sujeto que porta la palabra; palabra cuya verdad proviene siempre de una estructura de ficción.

¿Cómo se sostiene el mundo para el hombre? Como sueño del mundo. No en el caso de Goethe, quien imprime a su vida la imagen del mundo. Perspectiva que hace de Federica no la causa de sus actos sino el objeto al que debe renunciar.

Horror del acto

El deseo comienza cuando una frontera ha sido traspuesta. El riesgo de todo acto es el de encaminarse más allá de la ley.

Destacamos al comienzo que Goethe estudió Derecho obligado por su padre. Éste, que también había estudiado abogacía, obtuvo luego el título de Consejero Imperial y finalmente, cuando contrajo matrimonio con la hija del alcalde de Francfort, logró incorporarse a las familias dominantes de la ciudad.
Ya otros antepasados de Goethe se habían casado con mujeres de antiguas familias de estudiosos o de un status social más elevado. “Fue una rara decisión de aquello superior que impera sobre nosotros, que en el transcurso de mi extraña vida hubiera de experimentar también los sentimientos de novio”, afirma en su autobiografía. El matrimonio con una bella y distinguida joven de Francfort, ¿sería entonces el destino obligado del joven poeta?

Su decisión de visitar a los Brion de incógnito, vestido rústicamente, hace de la excursión, una auténtica puesta en escena. Mediante esa apariencia algo se manifiesta. Se trata de un mensaje; un mensaje que reclama el reconocimiento de su verdad. El disfraz es el recurso que el deseo del joven encuentra para hacerse valer ante el otro. De allí su singular apego al desaliñado traje: lo que con él ha conseguido es algo que no debe malograrse.

Pero un verdadero acto dice; un acto quiere decir. El enigmático proceder de Goethe, en tanto sustituye el decir por la mostración, se convierte en la denuncia de su dificultad. El disfraz lo resguarda del horror de su acto. Y la alocada fuga resigna su verdad en favor del mandato del otro.

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