Serie: Freudiana (LIII)

La identificación como reparación

Duelo: lo vivo y lo muerto

Saúl Paciuk

Al término “duelo” le pertenecen dos sentidos, el de dolor por la pérdida de “un ser amado” y también el de lance para reparar un agravio. Estos dos sentidos integran el entendimiento psicoanalítico del duelo, en la medida en que se toma como eje de comprensión del duelo la relación reparatoria y el papel de la identificación. Hacerlo ilumina conceptos tales como “cura” y crecimiento psicológicos y evidencia el papel central de la alteridad en la edificación de la subjetividad.


El psicoanálisis reconoce, como un destino posible del duelo, alguna forma de reparación y en esa dirección apuntan tanto planteos de Freud en “Duelo y melancolía” (recuperación de un estado “anterior” del sujeto, sustituyendo al objeto perdido y colmando el vacío que dejó la pérdida), como de Melanie Klein (restauración de un estado “anterior” del objeto, en el que se recupera lo vivo del objeto capaz de unir a sujeto y objeto).

De modo que el término duelo alude a sentimientos, a dolor, y también a actos, el de reparación, tanto que en psicoanálisis se habla, desde Freud, de “trabajo de duelo”. Con ello se quiere significar que no se trata apenas de sentimientos ni de un mero desarrollo “natural” que es función del tiempo, ni de un automatismo que impone modificaciones en los afectos del sujeto, sino que se entiende al duelo como un proceso del que participa el sujeto y en cuyo desenlace está involucrado. Por ello los duelos en diferentes sujetos pueden ser muy diferentes en cuanto a su curso y a su destino, lo que justificaría hablar de diferentes modalidades de “duelos”.

Es que entre el psicoanálisis y la visión mundana sobre el duelo se plantean diferencias de concepto que son de tener en cuenta. Por un lado, si bien se mantiene la fuerte asociación entre duelo y muerte de un “ser amado”, el uso del concepto duelo se ha extendido ampliamente: al enfatizar que se trata de pérdida, se hace lugar tanto a que el duelo no es una consecuencia necesaria y manifiesta de la muerte, como a que lo perdido puede referirse también a pérdidas variadas y nada excepcionales (oportunidades, edades, ideales, etc.). Dada entonces la renovación de las posibles pérdidas, la posibilidad de duelos se vuelve materia de la cotidianeidad. Por otro lado, en psicoanálisis se habla de objeto y no de ser o de persona amada, y la diferencia es importante: mientras la persona responde por variadas visiones acerca de ella (la que ella tiene de sí, la que otros tienen de ella), el objeto nombra a aquello con lo cual se relaciona el sujeto, lo que bien puede consistir en una construcción subjetiva pasible de estar encarnada en diferentes personas, todas las cuales “funcionan” como intercambiables -como un mismo objeto- para el sujeto.

KADISH

Consideremos un episodio de las ceremonias del entierro entre los judíos. Al proceder a inhumar el cuerpo, un oficiante suele decir una oración y pronunciar ciertas frases rituales. Insiste particularmente en dar seguridades a los vivos de que el muerto quiere que ellos sigan viviendo y que su vida prosiga, como si esto pudiera haber sido “olvidado” y fuera necesario que se les recordara. Y al final de la ceremonia, manifiesta la esperanza de que el muerto sea bendecido.

Ambas invocaciones del oficiante propician que el duelo, aquello que sigue a la muerte, tenga un determinado curso, lo que significa que busca evitar otro. Por un lado, asegura al doliente que el muerto quiere que lo sobreviva, como si el doliente pudiera creer que el muerto quiere que el deudo siga sus pasos. Y por otro lado, la invocación supone que el muerto podría ser mal-decido, presentado a través de palabras “malas”, frente a lo cual el oficiante expresa su augurio de que sea bien-decido.

Por su parte el doliente, al vivir, estaría aceptando y realizando el deseo del muerto para con él, en tanto que el bien decir contrarrestaría la maledicencia, el agravio que podría infligirse al muerto. El mal decir ocurre en los dichos, pero también el doliente testimonia las bondades del objeto que ha muerto, con su propia vida y las fantasías que la sustentan.

De modo que el oficiante encauzaría al doliente en el vivir su duelo en el sentido de desalentar sus opciones (fantasías) acerca de que el muerto no quiere que lo sobreviva y de que el muerto merece su hostilidad o su queja. Lo invita a tener presentes ciertos aspectos de la persona del muerto y a rechazar lo que parecería ser una inclinación a representárselo según una fantasía en la que el muerto aparece como enemigo de la vida del doliente, fantasía que podría ser un agravio para el muerto.

Si la ben-dición puede representar el movimiento hacia la cura del duelo, es que hubo male-diciencia, agravio, que la ben-dición podría desandar. Entonces el duelo toma el sentido de des-agravio: procura evitar (que se analoga a curar) un daño que podría sufrir el muerto. El duelo, como lo hace todo lance, intenta reivindicar el honor lesionado.

DEUDO Y DEUDOR

Es por haber dolor que se habla de duelo (dolor está en la etimología del término duelo). ¿Cómo es el dolor del duelo?

El duelo supone deudos, que son aquellos que duelan y que sufren por la pérdida, por lo que se dice que tienen pena, que penan. Decir que se ha perdido insinúa que el deudo sufre un perjuicio, de lo cual resulta que él es el agraviado. Precisamente, en la enfermedad psicológica muy a menudo encontramos que en sus fantasías acerca de su situación, el enfermo suele afirmar -e intenta probar- que el objeto lo daña. Se queja y relata su sufrimiento como causado por el objeto, el que es entonces presentado como blanco de reproches y reclamos.

De modo que el deudo se configura como acreedor a un consuelo, a una reparación, por el daño que le ocasiona la pérdida del objeto.

Pero en el dolor del duelo también hay pena, tanta que el deudo a la vez que acreedor parece ser un deudor, ya que con su pena y su dolor parece estar pagando por algo, quizá expiando alguna culpa, quizá reparando algún daño.

Con ambas, dolor (queja) y pena, es que el deudo debe lidiar en el curso del trabajo de duelo, por lo que habrá que decir que en el duelo la pérdida en el deudo tiene cierta ambigüedad, y que deudo y deudor parecen entremezclarse.

Podemos separar esta mezcla si consideramos diferentes modalidades de duelo. En dos trabajos recientes retomé la diferenciación entre dos formas o destinos del duelo, el depresivo centrado en la sentimentalidad y en el reclamo, y el reparatorio, orientado a la recreación de la relación de objeto. (1) y (2) Podrá llamar la atención el uso del término “depresivo” como diferente de “reparatorio”, cuando para Melanie Klein ambos forman parte de un mismo contexto, el de la posición depresiva.(3) y (4) Es que así como, al decir de Gilberto Koolhaaas (5), el ánimo depresivo puede no corresponder con la posición depresiva, lo que se llama la depresión parece ajena a la posición depresiva. A mi juicio la distinción se justifica por cuanto el duelo depresivo enfatiza la coloratura del ánimo y suele estructurar un contexto esquizo-paranoide, mientras que el duelo reparatorio se abre a una acción restauradora.

ESCISION E INTEGRACION

En una modalidad de duelo hay dolor porque el sujeto pierde algo -lo bueno que recibía del objeto- o porque la pérdida le trae trastornos, sufre un daño. Es necesario ver aquí que el sujeto realiza una peculiar configuración del objeto que lo daña -el que puede ser tanto el ser amado y perdido, como Dios, o el médico, culpables en grados diversos de la pérdida que motiva su dolor. Este objeto presenta rasgos que lo identifican, que tomarían en cuenta sólo una parte de lo que era propio de la persona a la que el objeto refiere, como si el sujeto hubiera “olvidado”, escindido otros aspectos. Pero además, en.el cómo el sujeto conforma al objeto al que reclama, opera la atribución (proyección), por ejemplo, de poco interés por el sujeto o del ánimo de perjudicarlo. Por varias vías entonces ese objeto perdido se acerca a la forma de un perseguidor que poco puede acordar con una visión “objetiva” del ser amado perdido. Este dolor que se tiñe de queja parece ser el elemento central del duelo mundano (melancólico o depresivo) y es bien conocido, por cuanto mucho se parece al que aqueja a quienes sufren las variadas formas que toma la neurosis cotidiana.

En otro momento, el duelo puede cambiar; el arranque de este giro se ubica en la integración por la cual al objeto se le permite aparecer a un tiempo como teniendo lo bueno y lo malo (en lugar de escindir esta experiencia apenas se la vislumbra, configurando dos objetos separados, uno bueno y otro malo). Es decir, el objeto que atacaba al sujeto y el objeto benefactor se presentan como uno y el mismo y por lo tanto los sentimientos de hostilidad y amor se muestran como habiendo investido (inconcientemente) a un mismo objeto. Ello supone que el sujeto se des-encubre considerando haber tenido una visión agraviante para el objeto.

De ello puede resultar que, en su fantasía, el sujeto aligere su toma de posición como dañado y pase a ocupar la posición de quien pudo dañar al objeto: lo dañaba, por ejemplo, al acusarlo y denigrarlo con sospechas, reclamos y denuncias que, según lo puede apreciar ahora, “en realidad” dado el trato recibido de parte del objeto, no se justificaban.

Este giro en la relación de objeto representa un momento fundamental del proceso de “hacer conciente” del que habló Freud, momento de nacimiento de una renovada mirada del sujeto sobre sí mismo y sobre el objeto y de reconocimiento tanto de una verdad como de algo que se puede llamar “realidad” propia y ajena.

¿Cómo puede ocurrir esto? Ocurre en la medida en que puede barruntarse que el fundamento de los agravios al objeto (la relación de objeto persecutoria), no eran tanto las actitudes del objeto sino la configuración del objeto por proyección del sujeto, fundada en su “necesidad” de contar con un perseguidor y su resistencia a apreciar lo que el objeto podía tener de benefactor. Por la atribución de aquello que lo hace perseguidor, el sujeto obtiene alguna forma de satisfacción y a la vez “evita” tener otro tipo de relación de objeto, una que podría implicar alguna forma intolerable de angustia (envidia, por ejemplo). Al mismo tiempo esta otra relación “evitada” es escindida, y puede desplegarse con un segundo objeto, aparentemente ajeno al primero, idealizado (por ejemplo, lo que el sujeto no encuentra en la madre aparece en una tía).

La integración, el momento que se llama posición depresiva, lleva entonces del agravio (acusación y denigración) a la rectificación por el des-agravio; lleva de la envidia negada y actuada (enmascarada por la apelación a lo persecutorio) a la envidia que se torna conciente como real causa o razón de aquellos ataques al objeto. La relación de objeto pasa de cuidarse del objeto -por los peligros que entraña para el sujeto- al cuidado del objeto –por los peligros que para él entraña el propio sujeto–, en el marco del trabajo reparatorio.

De modo que a partir de la integración el sujeto accede a una condición bien diferente a la que presenta en el par perseguidor-víctima: puede re-conocer una realidad (antes negada) del objeto y de sí mismo, cuyo valor de realidad deriva de lo rectificatorio que ella presenta. Puede reconocer lo bueno del objeto y “reconocer” en este caso, la posibilidad de disfrutar o beneficiarse de los dones del objeto. Y también puede reconocer sus sentimientos ambivalentes hacia el objeto “amado” y perdido, sus fantasías de dañarlo o de haberle dado un trato que no lo beneficiaba. E incluso puede des-encubrir las razones por las cuales la relación se cursaba dentro del molde perseguidor-víctima.

OTRO DOLOR

En parte, el movimiento hacia la integración evidencia al deudo como deudor de una muerte. ¿De cuál muerte se trata, ya que no es la que certifica el médico?

En el duelo reparatorio, el dolor nace de la culpa por la pérdida y el penar sigue al des-encubrimiento de los dolores fantaseados infligidos por el sujeto al objeto, pero también a sí mismo: duela por la mortificación sufrida, y lo subrayo, sufrida por ambos.

La integración supone un cambio de hipótesis acerca de la naturaleza del dolor. En la escisión el sujeto postula que no era posible vivir (recibir) ciertos dones de la relación (dado cómo era el objeto: un perseguidor). En la integración se abre al reconocimiento de que bien pudo ser posible ese beneficio y le duelen los obstáculos que le impidieron a recibirlo y que residían en el propio sujeto. Es decir, en su fantasía el sujeto no vivió lo que hubiera podido vivir y esto se une a lo que, también en su fantasía, no dejó vivir al objeto, al modo del carcelero que no vive porque no puede dejar vivir.

Las fantasías del sujeto hablan de haber deseado hacer o haber hecho al objeto aquello que lo convertía en un muerto-vivo, en un vivo que no puede vivir la vida que desea y a la que de otro modo hubiera podido acceder.(6) y (7)

Este es otro dolor. Es dolor por el objeto y por el sujeto, por lo que el sujeto puede descubrir que se podría haber vivido, pero que su configuración del objeto como perseguidor en la vida cotidiana no le permitió vivir: el sujeto dificultó, coartó, no dejó, o no propició o no permitió o impidió vivir al objeto o a ambos. De modo que en el duelo reparatorio el deudo responde por una pérdida de vida (diferente del fallecimiento) que sufrió el objeto concomitante a una pérdida de vida que sufrió el propio sujeto. El dolor por esta pérdida queda frecuentemente enmascarado por el dolor relacionado con lo que al objeto le faltaba por vivir y que la muerte impidió que viviera, como si hubiera una vida –tipo que el objeto no llegó a recibir.

Con el duelo, el deudor asume su deuda con la vida; debe responder por sus fantasías acerca de la vida y de la muerte del objeto y de la vida y la muerte propia. De este modo la muerte del objeto le hace presente su propia mortalidad, tener un vivir que mortifica por coartar la vida, y en este sentido el sujeto se identifica con el objeto, que le hace representar su propia finitud.

La muerte o la pérdida del objeto prueba que es mortal (dañable, dañado) y que el sujeto puede ser mortificado: es tan mortal como el objeto y la mortificación es también la que el sujeto se puede asignar a sí mismo con la vida-muerte que impone al objeto en la posición esquizo-paranoide.

Aquí se abren alternativas para el duelo. Una es quedar atrapado en el dolor, en el sentimiento que, como vimos, se desliza hacia la queja y el reproche. Otra es el dolor que mueve al deudo, que lo e-mociona hacia una nueva forma de relación con el objeto, la que conlleva una nueva forma de relacionarse consigo mismo.

DUELO E IDENTIFICACIóN

La identificación, uno de los conceptos centrales en el pensamiento psicoanalítico y en el entendimiento de la subjetividad, aparece como un eje para la com´prensión del proceso del duelo. Podemos distinguir algunas modalidades de identificación que son pertinentes para nuestro tema.

IDENTIFICACIÓN “DE”.-En su sentido corriente, el acto de “identificación” refiere al reconocimiento de qué o quién o cómo es un objeto, y lo hace relacionándolo con la clase a la que el objeto pertenece y con aquellas de la que se diferencia, un proceso que se condensa en el nombrar, y también en el saber qué hacer con el algo identificado.

En la identificación “de”, al mismo tiempo y en forma implícita, el sujeto se identifica a sí mismo, es la contraparte que toma una determinada posición; en definitiva, la base de la identificación que hace de sí se funda en el “cómo (el objeto) me hace sentir en su presencia”, si amenazado o beneficiado, por ejemplo. Esta identidad del sujeto va de la contraposición (lo que identifica al objeto es aquello que el sujeto niega tener él mismo, es un no-yo) al espejamiento (una adhesión irrestricta a un objeto tenido por ideal). De modo que la identificación supone que se entabla una cierta relación entre el sujeto y un objeto, de modo que es la relación la que da marco y sustento a la identificación.

IDENTIFICACIÓN POR ATRIBUCIÓN.-Si no se trata de lo reiterado, si el algo resulta no reconocible, entonces el sujeto supone que se trata de tal o cual objeto con tales o cuales cualidades (o intenciones), apuesta sobre la base de lo que le atribuye al objeto; la identificación supone aquí reconocer en el objeto lo que el sujeto le ha atribuido (en función del propio sujeto), pero sin reconocer el acto de la atribución, por lo cual el sujeto no atempera su certeza acerca de cómo o quién es el objeto, ni acerca de qué es pertinente hacer con él. En este caso el sujeto construye al objeto, realiza una identificación arbitraria y autorreferida. El objeto se constituye en un objeto subjetivo, es un objeto interno, aun cuando sea un objeto mundano.

Junto con la pura atribución (proyección), en psicoanálisis se describe otra forma de identificación, la identificación proyectiva. En esta modalidad de relación de objeto la identidad que toma el objeto en la relación es factura del sujeto que lo “hace” tal objeto: el sujeto borra (reniega de) toda peculiaridad capaz de cuestionar la identidad que atribuye al objeto, y solo admite lo que puede confirmar la expectativa del sujeto respecto del objeto. (8) y (9) Es una “toma de posesión” del objeto. El objeto, por ejemplo, es tenido como perseguidor y lo es a partir de aquello que el sujeto siente frente al objeto (amenaza, rabia o miedo, fundadas en su certeza interna de que el objeto busca perjudicarlo). Y lo que hace el sujeto a continuación (identificación proyectiva) es todo lo necesario (provocar, incriminar, por ejemplo) para que esa hipótesis se confirme, a la vez que reniega de cuanto pueda desmentirla, como si quedara sugerido que el sujeto necesita que el objeto sea tal como lo identifica, un perseguidor por ejemplo, y busca asegurarse que adquiera y mantenga su condición de perseguidor.

SUPERACIÓN DE LA ARBITRARIEDAD. Lo que podemos llamar la identificación discriminatoria aparece en el giro hacia la integración y representa un momento de des-encubrimiento simultáneo del sujeto para sí mismo y del objeto para el sujeto, dando lugar a un identificación compartible, en un marco de intersubjetividad, que además queda abierta a las posibilidades de la experiencia, el desmentido y la contradicción.

Este sentido de la identificación fue considerado desde Freud como proceso de transformación del sujeto a partir de asimilar un rasgo de otro, (10) por apropiación, incorporación, imitación, contagio mental. Pero la identificación debe diferenciarse de una impostura, de una imitación, ya que no se trata de que sujeto y objeto se vuelven idénticos, no se trata de una absorción. Se trata de una identificación con el objeto. ¿Cómo ocurre esto?

Con la integración, la identidad del objeto nace del reconocimiento de una “realidad propia” en cada uno y ajena al otro, la que consiste en tener cada uno un ser-para-sí, y un ser-para-otros (terceros). El sujeto discrimina, considera en el objeto diversas facetas y no lo define por un único vector; a la vez la identidad del sujeto para sí mismo cambia, no forma un bloque con la del objeto; ambos resultan tener un ser propio que excede lo que aportaban a la relación: pasan a ser sujetos, cada uno un otro para el otro.

La identificación “de”, en su sentido transitivo, ocurre con la discriminación del muerto y del vivo, de lo vivo y lo muerto de cada uno, relacionado a su vez con la identificación de lo bueno del objeto, las bondades del objeto que ante su “pérdida” son relevadas y apreciadas, como si antes no lo hubieran sido. En este proceso se hace visible lo que que el sujeto había atribuido (proyectado) al objeto; de este modo el sujeto se recupera a sí mismo y su visión del objeto puede aparecer como “rectificada”.

La identificación “con” es un des-encubrimiento que hace el sujeto en si mismo, la que revela condiciones o cualidades que no le eran visibles, que estaban encubiertos, que se relacionan con el objeto y que reedifican la relación entre ambos, estableciendo una comunidad entre sujeto y objeto.

IDENTIFICACIÓN ¿CON QUIéN?

Podemos preguntarnos con quién, con qué objeto (o con qué faceta de un sujeto) se identifica un sujeto. Esta pregunta es importante a los fines de nuestro tema, porque la identificación tanto puede hacerse con lo lo que el objeto tiene de muerte (el vivo-muerto, su no-vida, como en la depresión y la melancolía) o bien con lo que éste tiene de vida.

La tesis del duelo depresivo o melancólico sostiene que hay solo contradicción entre sujeto y objeto, que el sujeto doliente acata (o se rebela contra) lo que presenta como deseo del objeto de que no viva plenamente y deseo del objeto muerto de que el vivo muera junto con él. Todo en correspondencia con lo que precisamente el sujeto no le consentía al objeto.

En el duelo depresivo, lo bueno que el sujeto reconoce en el objeto habla de que el objeto quería que el sujeto dispusiera de cosas buenas y las usara, finalmente, que el sujeto tuviera una vida propia. Es decir, el duelo reparatorio se procesa en dirección opuesta al agravio (queja, reclamación, acusación y denigración).

El reconocimiento de bondades en el objeto conlleva la apreciación de bondades propias en el sujeto; y este es un movimiento reparatorio, fundado en la identificación. En el duelo reparatorio el sujeto identifica y se identifica con lo vivo del objeto muerto, es decir, identifica qué es lo vivo del objeto y lo reencuentra en sí mismo, lo que implica, como se mencionó antes, que lo des-encubre en sí mismo. A partir de allí algo del objeto continúa su vida en el deudo y en este sentido rescata de la muerte y testimonia esa bondad del objeto.

En el curso del duelo reparatorio el sujeto cambia, podríamos decir que “mejora” y se “cura”, a partir de identificarse con lo vivo del objeto, con lo cual ”cura” también al objeto, que “mejora” y goza de que sus dones sean gozados por el sujeto. Esto es, encarnando lo vivo (que es lo bueno) del objeto. De este modo el sujeto revive, vivifica aspectos y valores del objeto. Lo hace a través de valorar lo propio, y no declarativamente, sino incorporándolo a su vida y usándolo. Por ello, tanto lo que se considera crecimiento psicológico como el cumplimiento del objetivo terapéutico del psicoanálisis (alcanzar una particular articulación entre lo que se puede llamar salud y enfermedad), pueden entenderse como enmarcados en el cumplimiento de alguna forma de proceso de duelo.

Pero además, al des-encubrirlo en sí mismo, el sujeto establece la continuidad con el objeto: eso vivo de sí lo une al objeto. Lo vivo es lo bueno -que une- que ofrece goce; por ejemplo, el goce del muerto es tal porque el sujeto usa sus dones.

Es interesante señalar aquí la distinción que establece Klein entre tener y recibir. (11) El tener alude a la posesión de algo, una cualidad o condición, en un marco de que establece la posesión por uno y la carencia por el otro. Uno la posee y otro no, y a la vez el poseerla uno entraña que el otro ha sido despojado (es decir, que el despojamiento, la voracidad por ejemplo, es la vía de la adquisición de ese bien). En cambio, el recibir habla del don, de lo que gratuitamente otro entrega y uno recibe, aquello que lo hace merecedor de la (difícil) gratitud,

Establecer esta discriminación y esta continuidad con relación al objeto es reparar y volver a la vida lo del objeto postulado como “muerto”; sigue vivo pero “en” el sujeto, en la continuidad entre ambos y ben-diciendo que lo que el objeto quería era que el sujeto viviera y gozara de esas bondades que son del sujeto y que eran del objeto. O al menos, era del objeto el deseo de que el sujeto las viviera y gozara, de modo que hacerlo testimonia haber recibido esa condición del objeto perdido.

Finalmente, se trata de una identificación entre, puesto que rescata y testimonia no solo bondades del objeto, sino también la unión antes renegada con el objeto. En definitiva, la identificación da sentido a la función primordial de lo bueno, que es unir, religar a los sujetos.

Esta identificación tiene el valor de una reparación. Precisamente, ello es posible en la medida en que reparación es des-agravio. El agravio fue mal-decir, dar un mal testimonio del objeto. Ahora se trata del bien-decir del sujeto a través de sí mismo, del propio bien-estar en continuidad con el objeto, lo propio como testimonio de ese bien querer del objeto hacia el sujeto y de las bondades que le entregó. Por lo cual pasa de deudo a deudor.

DUELO Y EDIFICACIÓN DE SÍ

En el duelo reparatorio se amplía el llamado trabajo de duelo: repara al objeto a la vez que el propio sujeto cambia: se “cura”. Ese proceso de edificación (bauen, building) es tanto del sujeto como de la intersubjetividad; otro sujeto toma el lugar del tenido por objeto.

La identificación enmarcada en el proceso del duelo, es el proceso por el cual el sujeto “se construye”; lo hace arbitrariamente en lo esquizo paranoide, tomando cierta posición frente a un objeto conformado por el sujeto en acuerdo con su “deseo” y mediante la escisión y la atribución, y “realísticamente” en la posición depresiva, a cuya luz se revela lo arbitrario “anterior” y que permite la superación de tal arbitrario. Se trata entonces de un movimiento que es a la vez rectificatorio y reparatorio.

LA APREHENSIÓN DE SÍ

Vimos en lo anterior que el proceso del duelo lleva a un cambio en la aprehensión de sí y una rectificación que hace el sujeto; y que la identifición está en el centro de ese proceso. ¿Cómo se aprehende el sujeto a sí mismo? ¿Cómo puede haber “error” y cómo se producen los cambios en relación a lo que integra su concepción de sí?

Hay varias maneras de entenderlo.

a) Según una tesis que llamaremos sustancialista, el sujeto o su ser o su identidad aparecen en la revelación o des-envolvimiento de algo contenido, oculto. El sujeto es portador de una mismidad o de una naturalidad que se desplegará más o menos ampliamente a su debido tiempo y bajo ciertas condiciones. Como tal revelación puede verse trabada, la terapia se plantea levantar esas trabas

b) Según una tesis historicista, el sujeto se edifica en un curso que es narrado por su historia, que es la historia de sus relaciones de objeto, de la influencia modeladora del ambiente, es decir, de los modelos con los que se topó. Con ello la identidad se hace una definición de sí cuyo fundamento es contingente y aleatorio. Esta historia viene a dar cuenta de aquello que el sujeto recibe o de lo cual se apropia, en el curso de su peripecia, por la vía de las identificaciones, las que a su vez ocurren en el marco de procesos de duelo. Digamos además que esta experiencia de restauración no se cumple de una vez para siempre y que ella renace y se retoma en el dolor de cada “pérdida”.

Entre estos dos entendimientos cabe una síntesis que permitiría comprender cómo se producen los cambios en el sí mismo del sujeto: si bien el sujeto crece en el encuentro con los otros (duelo, identificación), lo que recibe en este encuentro es la posibilidad de su propio despliegue, de que se revele lo propio, sus constantes y lo que “trae”. De modo que sin el otro no hay nada propio: lo propio no se despliega por sí mismo, sino en el establecimiento de la continuidad con el otro.

DUELO Y ALTERIDAD

Está en el centro del concepto de duelo reparatorio la relación, el mutuo involucramiento entre sujeto y objeto; finalmente, entre sujetos, la relación.

Desde esta perspectiva resulta siempre parcial una comprensión fundada en un punto de vista solipsista o centrado en el impulso, que lleva a que se considere al objeto como aleatorio, a que se lo considere puro objeto, ocasión, desconociendo su singularidad; en estos planteos el objeto es reconocido solo en lo que, como objeto, tiene de generalidad y de intercambiabilidad.

Ello lleva por ejemplo a Freud a considerar lo que se llama duelo al modo de un proceso que llevaría a la aceptación de la realidad, esto es, la muerte del objeto, y a la consiguiente búsqueda de un objeto sustitutivo- posición que ha motivado las severas críticas de Jean Allouch, (12) expuestas en un reciente libro.

Precisamente el duelo, la muerte, se presenta como el momento que pone de relieve su singularidad, su unicidad, lo que el tenido por objeto tiene de insustituible, el ser sujeto que fue des-conocido mientras solo se le consentía que viviera como objeto.

Por las vías de la reparación del objeto y de sí, el sujeto se reencuentra con el objeto, un objeto diferente, que es ahora poseedor y dador de bienes (y que por tener bienes está abierto a un tercero y merece gratitud). Y es ahora un sujeto diferente, deudor de esos bienes. El sujeto le consiente al objeto que tenga su vida y su muerte, que ésta no ocurre con referencia a la vida del sujeto sino por una ley interior al objeto, y el sujeto hace suya su propia vida.

El duelo, entonces, hace presente al otro, y lo hace en una instancia extrema pero fundamental, la de su muerte, la muerte de su experiencia de sí, irrecusable, no compartible, sin retorno, saliendo del juego de la vida de un modo que hace vana toda pretensión de señorío del sujeto sobre el objeto.

El duelo por el objeto, revelación del otro y de un nos-otros en una común-unión entrañada e inextricable con la propia subjetividad del sujeto.

Y es entonces por la ineludible e irrecusable mediación del otro que el sujeto hace suya, se apropia de su propia vida, que se le presenta como una vida que a la vez es propia y don recibido de otro(s).

Referencias

1) Paciuk, S. Duelos depresivos y duelos reparatorios. En: Rev. Urug. de Psicoan., Nº 88, 1999.

2) Paciuk, S. El duelo, los duelos. En revista relaciones Nº 196, setiembre de 2000.

3) Klein, M., El duelo y su relación con los estados maníaco depresivos. En: Contribuciones al psicoanálisis, Buenos Aires, 1964. Edic. Hormé.

4) Klein, M., Algunas conclusiones teóricas sobre la vida emocional del bebé. En: Desarrollos en psicoanálisis, Buenos Aires. 1967. Edic. Hormé.

5) Koolhaas, G., Melancolía no es depresión. En: Rev. de Psicoan. Vol. 19, Nº 1-2, 1962.

6) Baranger, W., El muerto vivo, en Rev. Uruguaya de Psicoan. T. IV, 1961.

7) Paciuk, S., El tiempo congelado del muerto-vivo. En Rev. relaciones, Nº 5, 1984.

8) Klein, M., Sobre identificación. En: Desarrollos en Psicoanálisis, Buenos Aires 1967. Edic. Hormé.

9) Paciuk, S., Actuar, hablar, identificar. En: Rev. Urug. de Psicoan., Nº 56, 1977.

10) Laplanche, J. y Pontalis J. B., Vocabulario de Psicoanálisis

11) Klein, M., Estadios tempranos del conflicto edípico.

12) Allouch, J., Erótica del duelo en el tiempo de la muerte seca.


Freudiana

Artículos publicados en esta serie:

(I) La transferencia sublimada (Carlos Sopena, Nº 131).

(II) ¿Cuánto de judío? (Alan A. Miller, Nº 131).

(III) La mirada psicoanalítica. Literatura y autores. (Mónica Buscarons, Nº131).

(IV) Génesis del "Moisés" (Josef H. Yerushalmi, Nº 132)

(V) Sobre "Las márgenes de la alegría" de Guimaraes Rosa (J. C. Capo,M. Labraga, B. De León, Nº 132)

(VI) Un vacío en el diván (Héctor Balsas, Nº132)

(VII) Génensis del "Moisés" (Nº 132). Arte y ciencia en el "Moisés" (Josef H. Yerushalmi, Nº l33)

(VIII) Freud después de Charcot y Breuer (Saúl Paciuk, Nº 133)

(IX) El inconciente filosófico del psicoanálisis (Kostas Axelos, Nº 133)

(X) Nosotros y la muerte (Bernardo Nitschke, Nº 134)

(XI) Freud: su identidad judía (Alan Miller, Nº 134)

(XII) El campo de los "Estudios sobre la histeria" (Carlos Sopena, Nº135)

(XIII) Los Freud y la Biblia ( Mortimer Ostov, Nº 135)

(XIV) Volver a los "Estudios" (Saúl Paciuk, Nº 136)

(XV) Psicoanálisis hoy: problemáticas (Jorge I. Rosa, Nº 136)

(XVI) Freud y la evolución (Eduardo Gudynas, Nº 137)

(XVII) Los aportes de Breuer (T. Bedó, I. Maggi, Nº 138)

(XVIII) Breuer y Anna O.(Tomás Bedó-Irene Maggi Nº 139)

(XIX) "Soy solo un iniciador" (Georde Sylvester Viereck, Nº 140/41)

(XX) El concepto de placer (Ezra Heymann, Nº 143)

(XXI) Edipo: mito, drama, complejo (Andrés Caro Berta, Nº 145)

(XXII) Identificaciones de Freud (Moisés Kijak, Nº 147)

(XXIII) Transferencia y maldición babélica (Juan Carlos Capo, Nº 148)

(XXIV) Babel, un mito lozano (Juan Carlos Capo, Nº 150)

(XXV) La pulsión de muerte (Carlos Sopena, Nº 151)

(XXVI) Un rostro del "acting out" (Daniel Zimmerman, Nº 152/53)

(XXVII) ¿Cuál es la casuística de Freud? (Roberto Harari, Nº 154)

(XXVIII) El interminable trabajo del psicoanálisis (Ada Rosmaryn, Nº 156)

(XXIX) El psicoanálisis y los conjuntos intersubjetivos (Marcos Bernard, Nº 156)

(XXX) Freud en Muggia. Los fantasmas de la migración forzada (Moisés Kijak, Nº 157)

(XXXI) Freud y los sueños (Harold Bloom, Nº 158)

(XXXII) La sexualidad interrogada (Alberto Weigle, Nº 159)

(XXXIII) Una historia de histeria y misterio (Juan Carlos Capo, Nº 160)

(XXXIV) Freud y el cine (Daniel Zimmerman, Nº 162)

(XXXV) Investigación en psicoanálisis (Eduardo Lavede Rubio, Nº 163)

(XXXVI) De la teoría a la ideología: problemas (Saúl Paciuk, Nº 164/65)

(XXXVII) Conciencia y Castración (Carlos Sopena, Nº 166)

(XXXVIII) La contratransferencia y los paradigmas del siglo XX (Ada Rosmaryn, Nº 167)

(XXXIX) Sobre la noción de pulsión (Eduardo Colombo, Nº 168)

(XL) El objeto psíquico y sus destinos (Carlos Sopena, Nº 169)

(XLI) Estados de ánimo depresivos (Sélika Acevedo de Mendilaharsu, Nº 171)

(XLII) El "Sturm und Drag" (Mario A. Silva García, Nº 172)

(XLIII) Psicoanálisis en el hospital (Daniel Zimmerman, Nº 174)

(XLIV) ¿Nuevas patologías o cambio en la escucha de los analistas? (Carlos Sopena, Nº 175)

(XLV) Concepto de naturaleza humana en psicoanálisis (Eduardo Mascarenhas) (176/77).

(XLVI) Freud, Jung y Sabina (John Kerr, Nº 178)

(XLVII) Realidad psíquica y creencia inconciente (Ronald Britton, Nº 179)

(XLVIII) La controversia con los lacanianos (André Green, Nº180)

(XLIX) Ferenczi entre la fantasía y el trauma (Carlos Sopena, Nº 182)

(L) Freud y Cervantes (Luis Landau, Nº 184)

(LI) El tiempo y el inconciente (Eduardo Laverde Rubio, Nº 187)

(LII) Debate en Psicoanálisis (Juan Carlos Tabares, Nº 188/89)

(LIII) Orígenes del Superyo, (Ada Rosmaryn, Nº 191)

(LIV) El duelo, los duelos (Saúl Paciuk, Nº 196)

(LV) Aprender y saber (Xavier Ametller, Nº 197)


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