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En la época de los descubrimientos

La medicina en el mar

Roberto Puig


Comprender y valorar mejor los actos humanos parte de situarlos dentro del contexto del acontecer histórico general. Si nos referimos a los problemas de la medicina en el mar, importa conocer sus condicionantes (cómo eran las naves, con qué instrumentos se contaba, cómo era la vida a bordo, cuáles eran las dificultades normales en toda travesía, etc., etc.). Ellas constituyen el fondo que explica el porqué de las enfermedades que padecían los navegantes, tema sobre el que nos ilustran las crónicas de la época.

En los siglos XV y sobre todo el XVI, toca a su fin el galenismo, iniciado en los siglos II y III. Se da el tránsito de la Edad Media a la Moderna, con todo lo que ello implica.

Según el sistema galénico, los alimentos tenían una doble finalidad: aumentar y/o corregir la sustancia del hombre. Los que obraban lo segundo, eran los dietéticos, pero que oscilaban entre el veneno y el medicamento. Los fármacos (pharmakon) tenían el doble sentido de medicamento y veneno, y los demás, bromatós, eran alimento y medicamento. La vida del hombre dependía, se decía, de la relación entre su naturaleza y el medio externo, en el que se distinguían las “cosas no naturales”, que se agruparon en seis categorías: Aire y ambiente; comida y bebida; trabajo y descanso; sueño y vigilia; excreciones y secreciones, y movimientos afectos del alma. El régimen dietético servía, entonces, para dos fines: tratar las enfermedades y mejorar la naturaleza del hombre.

En los viajes oceánicos, lo anterior condicionaba la elección de pertrechos, víveres y bebidas para las travesías. Pero para comprender mejor la situación es preciso, como decíamos, conocer los diversos aspectos mencionados.


LAS NAVES

Tomando como ejemplo la “Santa María” de Colón, uno de los buques más célebres de la historia, veremos que era técnicamente una nao, no una carabela. Desplazaba unas 100 toneladas, y tenía unos 23 metros de eslora (largo), y casi 8 metros de manga (ancho). Durante siglos ésta fue la relación entre manga y eslora, es decir, de 1 a 3 ó 3,50. Como todos los buques, poseía timón que se gobernaba con una barra (no existía aún la rueda del timón), llevaba lastre, dos embarcaciones menores, llamadas barca y batel, que a veces iban a remolque y podían ofrecer refugio en caso de naufragio, pero servían asimismo para los recorridos de exploración. Los palos o mástiles eran tres: el mayor, de unos 28 metros de altura –lo cual superaba la longitud de la nave- era el del medio, siguiendo las tendencias anteriores de un solo palo al centro. Los otros dos eran mucho más pequeños: el trinquete (delantero) tendría unos 18 metros, y el mesana (posterior) unos 13 metros. El bauprés, que se proyecta oblicuamente hacia delante desde la proa, medía unos 14 metros en su totalidad.

La quilla se adentraba promedialmente en el agua, en condiciones normales de carga, unos 2,50 metros; adelante era más alta que atrás. El velamen es lo único que conocemos con certeza, porque Colón lo describe en su Diario: se componía de piezas llamadas técnicamente “cebadera, trinquete, mayor o papahigo, bonetas, gavia, latina”, en alguna de las cuales lucían las cruces e iniciales religiosas del momento. Poseía alguna artillería menor, porque no era buque pertrechado para la guerra (en esa época no se construían especialmente con tal fin), y los tripulantes portaban armas individuales también.

Los instrumentos que se utilizaban (brújula o compás, cuadrante, astrolabio, reloj de arena, llamado “ampolleta”) eran sumamente precarios todavía. La velocidad se estimaba prácticamente a ojo, porque se carecía de instrumental adecuado para la medición. A veces se arrojaba un trozo de madera al agua, por la proa, y se contaba para ver cuánto tardaba en pasar por la popa, a fin de tener una idea aproximada del andar del buque. La dirección se obtenía por la brújula graduada con 32 puntos cardinales, que se llevaba en una bitácora, es decir, una caja con balancines para contrarrestar y neutralizar de algún modo los movimientos del buque. Como el timonel estaba debajo de la cubierta principal y veía poco lo que sucedía en el mar, a veces tenía otra brújula a su lado. El tiempo se medía con la ampolleta, que un grumete debía invertir cada vez que se llenaba la parte inferior, normalmente cada media hora. Se llevaba la cuenta de las horas trazando rayas en una pizarra; ocho ampolletas marcaban una guardia. La distancia era el más variable de los elementos que tenían que calcularse; se medía por estimación, con la inexactitud inherente al método.


LA VIDA A BORDO

Por otra parte, las comodidades eran desconocidas. En los viajes colombinos, sólo el Almirante poseía una camareta para sí, con litera; la tripulación descansaba donde y cuando podía, en cubierta o en el interior del buque, en toda clase de climas, a menudo con la ropa puesta, sobre tarimas, colchonetas o esteras, que servían de mortaja en los casos fatales. El descubrimiento de las hamacas americanas solucionó luego en parte el problema. Pero pronto la falta de espacio, la insuficiente ventilación bajo cubierta, los problemas de higiene y limpieza –las necesidades debían hacerse a vista y paciencia de todos, sobre la borda–, la aglomeración de personas y materiales de a bordo, las dificultades para lograr cocinar comida en cubierta -donde a lo sumo se hacía una sola comida caliente al día en un fogón que debía cuidarse mucho para evitar incendios-, a todo lo cual se sumaba el progresivo deterioro de las provisiones, la carencia de agua potable, o por lo menos en buen estado, hacían difícil y trabajosa la navegación y la supervivencia. Por algo los marinos eran los laicos más religiosos del momento; por algo se decía “Si queréis saber orar, aprended a navegar”. No había jamás certeza de retornar. Por más que con los años fueron mejorando los buques y aparecieron los grandes galeones, y tiempo después los hermosos clippers, protagonistas de tantas hazañas y también de desventuras, y el velamen y los instrumentos fueron siendo gradualmente menos rudimentarios, las tripulaciones durante mucho tiempo siguieron confesándose y testando antes de embarcarse.

La vida a bordo, por otra parte, estaba sujeta a un sinnúmero de ceremonias, plegarias y usos del momento que hoy nos resultan curiosos, que se observaron durante mucho tiempo, los cuales, junto con las agobiantes tareas propias de la mera navegación, prácticamente no dejaban tiempo para el solaz, que a veces se disfrutaba tocando algún instrumento o jugando a las cartas, siempre que las condiciones atmosféricas lo permitiesen.

Las cosas se complicaron cuando los viajes incluyeron no solo a la marinería sino a otros tripulantes o viajeros: religiosos, familias, colonizadores, que se veían obligados a ocupar un espacio reducidísimo a bordo, en perjuicio de la más mínima comodidad. Pero esto, sin embargo, no es todo: es preciso emplear la imaginación y pensar en las condiciones en que se viajaría en los casos de transporte de esclavos negros hacinados bajo cubierta, o de prisioneros de guerra, y en épocas de piratería, con el riesgo siempre presente de ataques y abordajes, con todas sus tremendas consecuencias, en que los factores adversos se multiplicaban normal e irremisiblemente. A medida que los viajes normales se fueron haciendo más largos, las penalidades anteriores se fueron haciendo más agudas, y fue revistiendo creciente importancia el agente etiológico consistente en la mala calidad o insuficiencia de los alimentos, causa de diversos desórdenes. Colón, por ejemplo, no tuvo escorbuto en sus viajes, debido a su relativa corta duración; pero luego esta enfermedad, como es sabido, causó estragos en todos los mares. Es el tipo de carencia vitamínica más peligrosa, que hizo, por ejemplo, que más de la mitad de los marinos de Vasco da Gama fallecieran en el viaje a la India. Parece ser que el límite de reservas de un adulto sano es de unos 40 días; más allá, no había forma de evitarlo sin tocar tierra.


ASÍ SE VIVÍA… Y SE MORÍA

 

Los conocimientos médicos de la época no alcanzaron muchas a veces a distinguir el escorbuto de otras epidemias infecciosas, lo cual apoyaba la teoría del contagio. Un purgante suave se utilizaba como tratamiento del escorbuto, así como las sangrías; la miel rosada era corriente para las lesiones bucales. Mucho después, en el siglo XVIII, James Lind publicó un tratado sobre esta dolencia, en el que recomienda jugo de limón y una ración diaria adecuada; poco después, el Capitán Cook experimenta con malta y col agria. La vitamina C se sintetizó recién en 1933.

Por supuesto, había también otras avitaminosis; con respecto a la B1, las dietas de arroz sin complemento de tiamina causan beriberi, que se cura sustituyendo arroz por cebada.

En cuanto al agua, los españoles destilan la de mar desde 1566, comenzando en el Pacífico. Todo eso realza la importancia de ciertos personajes de a bordo: el carpintero, el tonelero, el calafate (que asegura la impermeabilidad de los toneles). Pero el gasto de agua siempre despertó suspicacias, y hay muchos relatos referentes a esto, que muestran hasta dónde pueden llegar las cosas.

Los alimentos nuevos, hallados en las tierras recién descubiertas provocaban, por su parte, trastornos al principio: intoxicaciones, diarreas, etc., mas gradualmente fueron descubriéndose también los usos medicinales de numerosas plantas, que habrían de llevarse a Europa.

Las enfermedades infecciosas estaban representadas especialmente por el tifus, término que incluye enfermedades causadas por diversos microorganismos y que se trasmiten con el agua o los alimentos contaminados. Era corriente el cuadro clínico de la tifoidea: fiebre, erupción cutánea, diarrea. Las picaduras de ciertos insectos, como la pulga que contamina la herida con sus heces, provocaban ricketsias. Colón padeció tifus exantemático, cámaras (disentería) y enfermedades de la vista en diverso grado a lo largo de sus viajes, aparte de diversas formas de artritis. Era común entonces hablar de un estado caracterizado como “modorra pestilencial”.

Pero estaban además las enfermedades tropicales, como la fiebre amarilla, viruela, sarampión; las bacterianas, como tularemia, cólera y otras, a lo que hay que agregar otro tipo de problemas que siempre existieron: los traumatismos y las heridas (no sólo las producidas por acciones bélicas), provocados por caídas, accidentes a bordo o por animales acuáticos o terrestres. Naturalmente, los combates agravaban la situación: eran corrientes las heridas de flecha, con o sin veneno, por ejemplo, tras de lo cual había que recurrir a remedios dolorosos, como la cauterización o el desbridamiento, todo en condiciones sumamente precarias siempre. Pero además, naturalmente, las enfermedades cardiopulmonares, reumatismos, ulceraciones de las extremidades, eran un factor permanente de angustia.

Ante todo esto uno se pregunta cómo pudieron sobrevivir los conquistadores en medio de una naturaleza por momentos hostil, en mares tormentosos, en tierras desconocidas, que les pusieron frente a inmensas llanuras, a cumbres heladas, a ríos caudalosos, a selvas impenetrables, a animales de todo tipo, tantas veces en territorio habitado por tribus indómitas; actuando sin descanso ninguno, viajando en navíos incómodos, insalubres, en jornadas inacabables, de permanente incertidumbre, con poca lumbre y abrigo, alimentándose mal, sintiendo unas veces el peso de la derrota, y a veces el aliento del triunfo, peleando por su rey y su honra y también por adquirir riquezas. No se puede comprender cuánto lograron o qué hicieron, o qué energía debieron desplegar para lograr sus metas sin atender debidamente todos estos factores, tantas veces no enfatizados suficientemente en los libros de historia, que por lo general no se detienen, o lo hacen apenas, en el estudio del aspecto médico, cuya importancia no puede ocultarse.

Hay que recordar también que las ordenanzas y los decretos fueron paulatinamente regulando todo lo referente a las navegación de la época. Así, la Casa de Contratación fue determinando cuál era la alimentación adecuada para el navegante, teniendo en cuenta que algunos alimentos se conservaban más que otros, ya sea transformados (alimentos salados, bizcocho, etc.) o en su estado natural (semillas secas, agua, vino). Surgieron entonces las tablas que indicaban promedialmente la calidad y cantidad de lo que debían ingerir las tripulaciones: p. ej., bizcocho, 690 g por día; carne de vaca, 450 g; arroz, 45 g, queso, 60 g; vinagre, 1 l por semana, y así sucesivamente. Se contemplaba de un modo u otro, según los conocimientos y prácticas de la época, una dieta que hoy llamaríamos compuesta de vitaminas, hidratos de carbono, proteínas y grasas. Pero además las ordenanzas –que fueron en muchos aspectos sumamente minuciosas, aunque no siempre se respetaron- indicaban los períodos durante los cuales debían los buques estar aprovisionados: en viajes a América, por ejemplo, 80 días.

Cuando zarpó Magallanes se preveía una duración de dos años. Naturalmente, a lo que llevaban se agregaba el agua de lluvia, recogida en lonas y vasijas, la pesca y todo lo que pudiese hallarse en las tierras visitadas. El beber agua salada, que ocasiona la deshidratación hipernatrémica, era un riesgo constante. La ración alimentaria corriente, que nos revelan las crónicas, en determinados días de fiesta se mejoraba y aumentaba, cuando era posible, con más carne de vaca, queso o cerdo, por ejemplo.

Finalmente, hay que recordar que las primeras noticias de los médicos de las travesías marítimas las debemos a Colón, que siempre tuvo a su lado a alguien más o menos entendido, aunque no siempre con el título de médico. En el primer viaje estaba un tal Maestre Alonso en la Santa María; en el segundo (ya no en ese buque, hundido en América), el Doctor Diego Álvarez Chanca, médico de los reyes; en el tercero, un tal Maestre Diego, ayudado de un barbero, Gonzalo; en el cuarto, Maese Bernal, cirujano.

Como dato curioso, parece que la primera autopsia realizada a bordo tuvo lugar a bordo de la “Trinidad”, en la flota de Magallanes, en algún lugar del Pacífico, hecha por un tal Juan Morales y un barbero, Marcos de Bayas.

 

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