Poesía, verdad y mentira

Ezra Heymann

En la discusión que siguió a una de las charlas que tuvieron lugar en el Simposio de Estética, un joven intervino señalando que la realidad como tal no es bella; que a lo sumo puede aparecer así cuando queda revestida por nuestra imaginación. Con esta afirmación queda planteada una posición que ya merece considerarse como clásica. Ver algo como bello, decía Sartre, es irrealizarlo (para comenzar, porque es verlo como una imagen).

 

En la misma dirección apuntan algunos intérpretes de Kant al señalar que el juicio que aprecia lo bello es desinteresado en el sentido de ser indiferente frente a la existencia o inexistencia del objeto, y esto quiere decir, para Schaeffer entre otros, que lo considera solo como representación.

 

Dos posturas estéticas y artísticas

Esta tesis puede ser entendida de una manera que la vuelve inocua. Desde luego, lo bello tiene que ver con la forma del aparecer, del aparecer a alguien, e implica por lo tanto, una sensibilidad peculiar. Esta sensibilidad no es, además, algo simplemente dado con la presencia de cierta clase de receptores, como ocurre en la percepción de los colores. Se trata más bien de una respuesta afectiva, una complacencia de la cual Kant decía que hace pensar; otro diría que hace soñar, o algo intermedio entre las dos cosas. Aún en sus formas más sobrias y hasta austeras, lo bello parece inseparable de cierta capacidad de embrujo ejercida sobre alguien cuya vida es susceptible a este efecto.

Hasta aquí es pues difícil contradecir a esta tesis. Pero este fácil acuerdo oculta una profunda divergencia acerca del fenómeno estético que vale la pena traer a la luz del día.

En un sentido más fuerte la tesis afirma que la belleza, o en general, la cualidad estética, es ajena al ámbito de lo real y que pertenece solo a la imaginación. Agréguese ahora el término más popular de la estética moderna, el de “creación”, y parece de nuevo que la doctrina adquiere una capacidad convocatoria irresistible. Esta postura podría considerar hasta a Kant como afiliado. ¿No dice él acaso en la C.d.J. que el arte, o el genio, es poderoso en la creación de una segunda naturaleza con los materiales de la primera?

Y sin embargo, no es parte menos significativa de la estética moderna la otra voz, la del Kant que afirma que es nuestra relación con lo bello natural, y no con una segunda naturaleza, lo que constituye el fenómeno estético primordial, la de Adorno para quien el “aquí estoy” o “eso soy” del objeto natural es el modelo al cual tiende la creación artística, reecontrando tanto en el objeto artístico como en el natural su condición de postura, de comportamiento, de manera de estar en el mundo. Es la voz de aquellos que ven el acto propiamente artístico en la percepción que se continúa y define su contorno en el movimiento de la mano o en la articulación de la voz, así como lo vio Konrad Fiedler y aún su gemelo enemigo Benedetto Croce: la creación al servicio de la percepción en el primero, la identidad de intuición y expresión en el segundo.

Debemos reconocer que se trata de dos posturas estéticas y artísticas radicalmente opuestas. En una es la movilidad imaginativa, la inventiva y la capacidad fabulatoria a las cuales obedecen con virtuosismo mano y voz, lo que define al arte. Para la otra es la fidelidad a los encuentros primarios en los cuales se revela la realidad en la cual vivimos: los miedos indecibles de la niñez, junto con la experiencia de ser, a pesar de todo, amado; la confusión y el entusiasmo de la juventud, que igualmente, para bien o para mal, no terminan con ella; las dudas y el temple de la adultez, pero también las insinuaciones de las formas, sonidos y palabras sin fin, el estar en medio de las realidades naturales y culturales; toda esta vida previa es parte de lo que constituye, en esta visión, el origen del arte.


Entre ambos extremos

Hablando del arte mismo se puede intentar quizás una mediación señalando que el arte se mueve entre ambos extremos. Se encuentra en uno de ellos cuando se trata de un saber hacer omnímodo. En su forma más divertida, tenemos el arte del poeta de la plaza del pueblo de siglos atrás, que con igual destreza y elocuencia escribía en el acto, a pedido, cartas de amor o de despecho, versos de cumpleaños o parrafadas de condolencia; en su forma más triste, el artista mercenaria o estúpidamente comprometido. En el otro extremo, ante el mundo que arrolla, el artista se extenúa cuando ya no llega más que a un grito pelado.

El poema, dice Paul Hoffmann, es un viaje del caso del fondo vivencial (o de la vividura, como proponía traducir Américo Castro el diltheyano Erlebnis) al cosmos de la forma que, sin embargo, se acuerda de su origen. Esto es sin duda cierto, se trata en todo arte de una tentativa de balancear un padecer con un saber hacer, una capacidad perceptiva con la de una respuesta articulada. Pero esto no debe hacernos olvidar que el territorio del arte ha estado marcado en todas las épocas que conocemos, por profundas oposiciones.

Después de la oposición entre el mundo de los reyes y héroes homéricos y el mundo sufrido del campesino Hesíodo, quien pone el grito en el cielo ante la justicia corrupta, surge la lírica, iniciada, según la tradición, con los versos de Arquílojos, un marginal ya soldado mercenario, ya bandido libre, cuya obra consiste en buena parte de maldiciones proferidas contra sus compañeros que lo abandonan en la brega. Por otra parte, la lírica se desarrollaba como cantos en las cortes: una celebración de momentos destacados de la vida con acentos más personales que la épica.

La lírica se despliega así entre la protesta y la celebración, entre el desmaquillaje y la transfiguración, pero también entre la aptitud para la participación coral y la expresión íntima y singular que, no obstante, cuenta con la resonancia en el otro. Asimismo entre la fluidez, facilidad y cercanía al hablar y cantar cotidiano, y el hermetismo, la dicción inusual que se resguarda frente a la trivialización y da a la palabra un nuevo poder expresivo, sacándola de sus contextos discursivos.

En nuestros días fue Paul Celan quien en su poética dio con más fuerza voz a la angustia del poeta ante la palabra abusada. El poeta es para Celan, ante todo, alguien sediento de realidad, frente a su mediatización por los siglos, las opiniones y convenciones, las doctrinas y propagandas, los encubrimientos píos e impíos, idealizantes o denigrantes, frente a toda nuestra habilidad en anticiparnos a los encuentros con la realidad, para no tener que verla, y para no escuchar las voces en nosotros que hablan de lo que de paso hemos visto y que contradice a nuestras más queridas opiniones. De esta manera no solo la teoría poética, sino también la poesía misma, si no se vuelve polémica, por lo menos se mantiene constantemente en vilo ante el acecho del Meingedicht. Esta palabra, una de las más características de las muchas acuñadas por Celan, puede entenderse de tres maneras. Primero, entendiendo la sílaba mein a partir de Meinnung, opinión, con lo cual Meingedicht llega a ser el poema de opinión a diferencia del poema del encuentro. En segundo lugar se puede entender mein como el pronombre posesivo mío, significando entonces Meingedicht poema mío, poema acariciado como producto mío, que lleva el sello de mi personalidad, o más exactamente, del personaje que me he creado. Pero más fuertemente se asocia Meingedicht con Meineid, falso juramento: el poema perjuro. Ahora, frente a éste, ¿cómo se reconoce el testimonio poético verídico, que autoriza al poeta a dar a entender que el suyo no es un poema perjuro?

Entre verdad y mentira

En cuanto a la primera pregunta, se me ocurre primero como respuesta que antes de juzgar qué es lo que un poema dice, lo juzgamos como presencia y como gesto, y lo juzgamos con no más seguridad, pero tampoco con menos, que la presencia y el gesto de personas que encontramos, de acuerdo con el celebrado dicho de Archibald Mc Leish, de que antes de significar, un poema debe ser. Pero esta respuesta no nos deja completamente satisfecho. A fin de cuentas sería una locura confiar mucho en una persona solo por su presencia. Forzosamente tenemos que atender también qué es lo que dice y lo que hace, y no solo cómo lo dice y cómo lo hace. No podemos apreciar un poema sino a través de toda nuestra experiencia vital, sopesando uno contra el otro el pensamiento expresado y el modo y tono de la expresión, no por cierto para ver una vez más confirmadas nuestras opiniones, sino para ser interpelados por esta otra manera de ser y de pensar que se manifiesta en el poema.

En cuanto a la segunda pregunta solo podemos decir lo siguiente: Si el poeta da por garantizada la autenticidad de su testimonio, si da por sentado que no es la opinión y la convención las que hablan a través de él, entonces él es solo un propagandista y un profeta más, y profetas no hay sino falsos, aunque alguna voz modesta llegó a parar también, no se sabe por qué, en el ominoso grupo. Lo que caracteriza a los poetas en nombre de los cuales habla Paul Celan es la conciencia de estar en el riesgo dado por la alternativa de la verdad y de la mentira.

Estamos diciendo “verdad” y estamos pensando, por lo pronto, en la veracidad, y la veracidad es una noción notoriamente difícil (mientras que la verdad, dígase lo que se diga, no lo es). Si concebimos la veracidad como el decir lo que uno piensa, entonces ya salta a la vista toda la dificultad, ya que no pensamos con una sola voz, sino que somos, cada uno, todo un parlamento, y para peor un parlamento en el cual algunos no toman nunca la palabra, sino solo susurran, de manera apenas perceptible, sus acotaciones. Pero se trata de reconocer, de una vez y siempre de nuevo, la fundamental diferencia entre opinión y percepción en nosotros, entre lo aceptado y la evidencia que surge, entre lo que sentimos y lo que nos hemos habituado a creer. Ninguno de estos dos lados lleva ínsita la garantía de la verdad, pero solo dándole una oportunidad a la percepción y al sentir, con lo que en ellos irrumpe de improvisto, tenemos la posibilidad de no quedar separados de la realidad por un velo espeso y tenaz.

Quedan, en este orden de ideas, dos cosas para considerar. Celan, sorprendentemente, quiere que se distinga la poesía del arte. En la palabra “arte” oye un predominio del virtuosismo, del saber hacer, y por otra parte ve en el artista un perfeccionamiento demoníaco de ciertas capacidades que ponen en grave peligro su humanidad. No hace falta cerrar un ojo, sino ambos, para no ver la razón de ser de esta aprehensión, y es de pensar que Celan no quiere sugerir que el poeta está eximido de este riesgo. Más bien pide que el poeta no se entienda a sí mismo a partir de la noción general del arte, sino a partir de la lucha por la palabra, como portador de una contrapalabra. Pero cabe pensar que muchos artistas plásticos y músicos se comprenderán a sí mismos de manera análoga, planteándose la cuestión si no existe también una sed de realidad en su arte. ¿Es el kirsch (y su simétrico, el escándalo que cuenta de antemano con su efecto) el análogo del Meingedicht, o se declarará soberanamente que hemos dejado atrás la preocupación por esta última delimitación?

Esta pregunta nos lleva a la segunda cuestión más general. ¿Debemos admitir sin más este ethos expresado por Celan, este pudor y esta exigencia de poner la poesía bajo la alternativa de la verdad y la mentira, así como Kierkegaard había caracterizado la ética no como la elección del bien frente al mal, sino como el ponerse bajo la alternativa del bien y el mal?

Sin duda no pocas veces manifiestan lo contrario, sea porque piensan, como Schiller en cierto momento que el arte se interesa por la apariencia, y no pretendiendo otra cosa está a priori a salvo de la mentira, ya sea porque, dicho drásticamente, se considera que la mentira es parte de la vida, y que por lo tanto tampoco debe ser ajena al arte. Así señala Lévy–Strauss en Tristes Trópicos, en un lenguaje directamente opuesto al de Celan, que el hombre tribal es más libre que nosotros, porque interpone entre él mismo y la realidad la almohada del mito, mientras que nosotros vivimos con la realidad a flor de la piel. Más lúdica y lúcidamente pone Paul Valéry en la boca de un médico antiguo palabras parecidas a las siguientes: Los remedios para el cuerpo son seis: el calor y el frío, lo seco y lo húmedo, la abstinencia y su contrario. Pero los remedios para el alma son solo dos: la verdad y la mentira. Por una vía o la otra, esta postura caracteriza el arte actual no menos que el ethos celaniano, y lo que se trata de notar es que su coexistencia no es una alegre convivencia de una al lado de la otra, sino que es eminentemente polémica. ¿Qué hora es? pregunta Baudelaire. Cualquier hora que sea, es hora de emborracharse. Con bebida o con versos, y Apolinaire titulaba a uno de sus poemarios: Alcoholes. Paul Celan, quien por lo menos en un tiempo se sentía cerca de los poeta del modernismo, ¿qué dirá? ¿Señalará de nuevo la sed de realidad que ningún alcohol aplaca? ¿O recordará el verso de Hölderlin de los cisnes ebrios de sobriedad? O más bien nos instará a no confiar ni siquiera en esta ebriedad y en ninguna otra forma de autocomplacencia?

Mientras haya poesía está abierto el debate.

 

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