cuentario
Crucigramas
Duilio Luraschi
Aquel crucigrama tenía dieciséis palabras y dieciséis espacios.
Todo buen crucigrama debe tener la misma cantidad -en lo posible par- de espacios y palabras, según un tal Hutson, de la Universidad de Columbia.
El experto sigue su exposición de diez carillas de la siguiente forma: en el centro, en cruz, se repetirá de arriba a abajo y de izquierda a derecha una palabra: ABRACADABRA, que resultará de dos pistas diferentes en columnas verticales y filas horizontales.
Un buen crucigrama debe atrapar al lector, retenerlo.
Ese fue el caso de aquel publicado en la contra tapa del NEW JOKER & JOKERS, que creo un verdadero desastre, a mediados de los cincuenta, en la isla de Manhattan.
Mucha gente leía, camino a casa, en el Metropolitano, diarios y revistas, prefiriendo, muchas veces, dichos entretenimientos a las noticias locales o las que llegaban por cable desde Europa o América Latina.
El crucigrama, según pude averiguar, había sido enviado a la revista en un sobre común, con letras verdes de imprenta, por un colaborador anónimo, con un seudónimo mal escrito o desvirtuado.
Lo cierto es que lograba atrapar por completo a sus lectores, impidiéndoles salir de él hasta que no lo finalizaran.
Algunos solo alcanzaron a escribir ABRACADABRA, como si una voz los hubiese paralizado al hacerlo. Otros consiguieron conformar tres, cuatro, y los más osados hasta seis palabras completas. Pero con el transcurrir de los días quedaban atrapados en el crucigrama.
Abandonaron sus familias, sus trabajos, su vida anterior, obsesionados por terminar el juego, avanzar una línea, una columna, una palabra mínima de dos o tres letras. Luego venía una profunda depresión y desconsuelo.
Se ignora la suerte de muchos de ellos. Se dice que algunos murieron de cansancio.
La vida en N.Y.C. continuó normalmente, olvidándolos, pero Eva Cohen, esposa de uno de los infortunados, llegó hasta mi comercio, un día, y me pidió que liberase a su esposo.
En un principio la proposición me sorprendió, y quedé un rato callado, mirándola de arriba a abajo. Ella me ofreció doscientos cincuenta y cinco dólares. La suma me pareció insignificante, pero había algo en ella una gran sensualidad, por ejemplo cuando tomaba su pañuelo o pasaba su brazo por la falda, algo impreciso, que hizo que dejara cuanto estaba haciendo en esos días y aceptara la oferta.
Nunca supe por qué había llegado hasta allí, a un simple comercio de antig³edades, uno más de una fila de seis iguales, en una calle del Midtown, poco transitada y oscura. Qué la había llevado hasta mí, ya que no sabía siquiera mi nombre, nada en absoluto, así como yo no sabía nada de ella; pero entró con decisión, con pasos cortos y firmes, y no dudó un instante mientras me hablaba directo a los ojos.
Por fin acepté y ella me estrechó la mano y me agradeció varias veces.
Comencé mis investigaciones en una casa de venta de revistas en el Soho. Quedaba en una calle angosta, junto a galerías de arte y tiendas de ropa extravagante y cara.
Era un local con poco frente, pero que tenía unos cincuenta metros de largo, con mesa de saldos y estanterías. Encontré, allí, no menos de trescientas publicaciones con crucigramas, entre sopas de letras, "hágalo usted mismo" y comics antiguos. Los hubiera comprado a todos, pero me era imposible, así que hojeé varios, durante un par de horas, mientras el dueño me miraba con recelo.
Busqué, casi con desesperación, alguna pista. Miré muchísimos crucigramas, pero ninguno llegaba, aplicando las leyes de Hutson, a la categoría de perfecto.
Para poder liberarlos debería saber todos los secretos, sus atajos, y en lo posible encontrar un ejemplar de aquel número de la revista NEW JOKER & JOKERS, cosa que resultaría muy difícil, dado el tiempo transcurrido desde entonces.
Dejé, para concentrarme en la idea, el comercio a cargo de mi sobrino Daniel, un muchacho despierto, que casi llegaba a los veinte años, trabajador, pero algo pícaro, y ocupé el cuarto de la trastienda, donde tenía un gran sillón azul con cojines de pluma de ganso, y no salí de ahí en dos, quizá tres meses, rellenando, desde los más simples a los más complejos, casi un centenar de crucigramas.
Debería, sin embargo, estar prevenido, si lo encontraba, para no caer yo mismo en dicha trampa, por lo que acudí a casa del rabino Svirsky, quien había pasado toda su vida leyendo la Tora y escudriñando en los misterios de la Cábala.
El rabino era un ser amable y dulce, a pesar del porte severo que le daban su gran tamaño y la espesa barba azabache que le cubría casi por completo la cara.
Me recibió con té de samovar y pastelitos de ciruela, y pasamos al patio interior, lleno de plantas y pájaros exóticos. Era un buen día de sol, culminaba el verano, y en Queens las tardes son más lentas que en la isla de Manhattan.
» "Abreq ad habra", ese es el verbo.
» "Abracadabra" tiene once letras -once casilleros, pensé-, en cambio su frase contiene una docena -dije, y callé, para que retomara la palabra.
» Doce, que se reduce a tres -uno más dos, escribió en un papel amarillento. Se acercó un poco más y repitió -tres- y lo enmarcó en un triángulo.
Cuando bajó algo el sol refrescó de golpe, y continuamos charlando en la biblioteca. A eso de las siete me paré y dije que debería irme.
Una sola idea sobrevolaba mi cabeza.
Fui hasta la iglesia más cercana, que tenía aún sus puertas abiertas, y entré, quitándome el sombrero, que mantuve aferrado siempre con las dos manos.
Recorrí con la mirada el altar central, con una gran cruz de madera, los altares menores, con santos escasamente iluminados por pequeñas lamparitas amarillas, y un centenar de velas, que se iban deshaciendo lentamente, formando una costra de color indefinido, que caía casi hasta el suelo. Los bancos estaban completamente desiertos.
Me acerqué hasta uno de los tantos confesionarios que se suceden bajo el vía crucis, y puse mi boca cerca de la celdilla.
Una voz carraspeó desde dentro y dijo:
» Ave María Purísima sin pecado concebida. Te escucho.
» Hace un par de días robé pan. Y luego mentí. Le dije a mis hijos que el pan me lo habían dado.
Dudé, tomé un poco más de fuerzas y dije:
» También deseé a la mujer de mi vecino. Y a su madre. Y a la Virgen. Y deseé que mi vecino muriera.
Se hizo un silencio prolongado y profundo.
» ¿A qué has venido, realmente?
» Quiero saber qué esconde el número tres.
Luego de una gran pausa preguntó:
» ¿De qué pecados estamos hablando?
No terminé de oír lo que me decía. Seguí el corredor que me llevó a la calle, de allí giré a la izquierda y comencé a caminar sin ningún destino.
Entonces oí una voz, primero leve, luego irresistible, susurrándome: uno, doce, tres, ABRACADABRA en cruz, Abreq ad habra.
Seguí caminando. Caminé no menos de cien cuadras. Llegué a mi casa y me encerré en la habitación del fondo.
Todavía sin respuesta, me dediqué a las matemáticas.
Comencé leyendo pequeños teoremas, que encontré en un libro que aún tenía de mis tiempos de secundaria, realicé cientos de ecuaciones. Me introduje en el cálculo numérico, y en el de probabilidades. Estuve cerca de un mes haciendo las operaciones más variadas; pero tampoco encontré la solución para mi problema.
Traté de hacer mis propios crucigramas, por lo que compré todos los tomos de la Enciclopedia Británica de 1929, primera edición, que leí -debo confesarlo- solo en una mínima parte. Buscaba, primero al azar, luego con los más diversos métodos, que iban de los más simples a los más complejos, sinónimos, antónimos y palabras con connotaciones extrañas.
Pasaba toda la noche despierto, bajo la gran lámpara de pie, en el escritorio, dormía por las mañanas, y a la tarde volvía a los crucigramas.
Me daba cuenta que había cambiado el carácter. De un ser pacífico y compasivo, me volví vehemente, por ratos irracional, y solo alcanzaba a hablar con otra persona para pedir que me alcanzasen esto o aquello, perdiendo toda relación con mis amigos y mi familia.
Busqué durante años el original, sin encontrarlo.
Ofrecía recompensas en los diarios, e iba a lugares extraños, basado en algún dato vago, donde, en más de una ocasión, me robaban, luego de golpearme hasta que caía al suelo; recorrí con mis dedos, una y otra vez, las hojas de tantas revistas, dejándolos sucios y agrietados, como si hubiese trabajado toda mi vida la tierra, o fuera dependiente de un bazar de venta de carburo; perdí casi la vista, leyendo y releyendo bajo las mismas lámparas, y, sin que lo advirtiese, quebró mi negocio en manos de mi sobrino Daniel.
Quedé en la ruina.
Eva me había adelantado cincuenta, de los doscientos cincuenta y cinco dólares, y no tenía un centavo para devolverle.
Me enteré que ella se había mudado a New Jersey, a la casas de unos primos lejanos, y que murió de cáncer dos años más tarde.
En lo que llevo de vida he llenado seis mil seiscientos treinta y dos crucigramas, pero ninguno me fue de gran ayuda.
Ya no hablo con nadie.
Estoy encerrado en pequeños cuadrados blanquinegros, alternados, invariables y de igual tamaño, como si fuesen parte de un gran tablero de ajedrez.
Tal vez alguien, algún día, retome mi trabajo y consiga descubrir una salida.
Seguramente va a ser demasiado tarde.
![]() Portada |
© relaciones Revista al tema del hombre relacion@chasque.apc.org |