El laberinto
Mónica Salinas
Visto desde fuera, el laberinto es un caserón vetusto con ventanas del ancho de un niño raquítico. A la entrada yace el cadáver de un animal, del tamaño de un perro chico, un cabrito o un cordero; parte de la piel ha sido roída y muestra la carne que sangra con persistencia.
Las galerías del laberinto son amplias como salas. Carecen de ventanas, lo cual es curioso puesto que, como he señalado, las hay en el exterior. De cualquier modo, cada sala tiene una puerta por la que comunica con otra cámara muy semejante a la que le precede y a la que le sigue. Las que pueden ser visitadas por el público están absolutamente vacías, pero es notoria su disposición a albergar muebles o utensilios.
El número de salas tal vez sea infinito; tal vez no.
Una de las salas no tiene puerta. No obstante, es posible entrar en ella mediante el dispositivo adecuado. (Para obtenerlo, es preciso poseer un conocimiento especializado, o gran tenacidad o, lo que quizá sea más difícil, influencias.) Salir, en cambio, es imposible.
Como es natural, se dicen muchas cosas acerca del laberinto. Por ejemplo, que no existe y, por consiguiente, quienes aseguran que lo han visto mienten o han sufrido alucinaciones. El argumento en que se basa esta negación tan rotunda es que la estructura del laberinto contraviene las leyes físicas que rigen nuestro mundo -siquiera la parte de él que conocemos- y determinan que la abertura que permite entrar en una habitación también sirva para salir de ella. (Es obvio que quienes afirman esto no tienen en cuenta el dispositivo especial al que hice referencia, cuya verdadera naturaleza ignoramos; cabe suponer que se trata de un mecanismo selectivo o, en otra palabra, inteligente.) Aplicando el mismo razonamiento, los refutadores de la existencia del laberinto sostienen que las ventanas visible desde el exterior no pueden ser invisibles desde adentro. La objeción parece sensata, pero demuestra un lamentable desconocimiento de la técnica del trompe-l’oeil.
Según algunos, esta argumentación adversa es motivo de sobra para perder todo interés en el laberinto. Aun así, muchos interpretan de modo distinto los rasgos perceptibles de la construcción. "Es que lo que vemos es un engaño", insisten, "una forma tan compleja y extravagante debe, necesariamente, hallarse en correspondencia con otra, no material sino ideal, a la cual nuestra inteligencia sólo puede acceder a través de la primera". Aquí reside, a su entender, la justificación del laberinto: la excéntrica arquitectura copia un original imprescindible y revela, si no el gusto del arquitecto -pues podría tratarse de una obra por encargo- al menos los límites de su fantasía.
El sentido de la presencia del laberinto en nuestro mundo es un tema sustancial, objeto de controversias. Los defensores de la teoría de la copia ponen el acento en la función instrumental o, si se prefiere, mediadora, del edificio; sin duda se trata de una reproducción imperfecta, pero el solo hecho de que se encuentre aquí prueba que no es ajeno al orden (trascendente, sin duda) que nos gobierna.
Hay quienes se oponen radicalmente a esta prédica. "Es cierto que el laberinto está entre nosotros", dicen, "puesto que lo vemos, y nadie en su sano juicio se atrevería a hablar de una alucinación colectiva. Pero de esto no se sigue que tenga un sentido. "Es mi deber advertir al lector que la palabra favorita de los integrantes de este grupo es "sin sentido", si bien en ciertos contextos la sustituyen por "absurdo". Con exasperante obstinación, repiten que nada podemos saber acerca de la forma como el laberinto llegó a este mundo, y que toda conjetura relativa a su finalidad, así como a la identidad del arquitecto, carece de fundamento; es más, proclaman que nunca ha habido tal arquitecto. De modo que, desde su perspectiva, lo único que puede decirse del laberinto es que está -insensatamente- ahí.
Enzarzados en discusiones de esta índole, pocos se ocupan de investigar si la obra es útil o no. Uno, hace mucho tiempo, fustigó a los propietarios del edificio (lo que es sorprendente, pues en este caso nadie ha reivindicado derechos de propiedad) por no haberle dado un "uso productivo". Su diatriba -formulada por escrito- conjugaba la pasión con el cálculo y acaba en una propuesta donde reaparecerían con constancia el sufijo "ístico", que las gramáticas del español no registran, y los gerundios.
Se desconoce el fin de ese generoso documento. Apenas dio lugar a algunos comentarios y poco después, felizmente, la controversia retornó a su cauce normal. Fue entonces cuando comenzó a difundirse el postulado concluyente: si el laberinto es perceptible para nuestros sentidos y comprensible para nuestro intelecto, su existencia no debe ponerse en duda, por cuanto los órganos sensoriales y el entendimiento humanos han sido configurados en forma tal que pueden aprehender y dar cuenta de todo lo que es; y, a su vez, lo existente no tiene más objeto que ser conocido por el hombre.
Mientras tanto, en callejones secretos persistían los rumores sobre la criatura que habitaba el laberinto. Una imaginación aficionada a las aberraciones había creado la fábula del monstruo con cabeza de bestia y cuerpo de efebo, pero la historia terminó por convertirse en argumento de juegos infantiles. También se ensayaron, como era de esperar, hipótesis espiritualistas (el término puede parecer incómodo, pero conviene por igual a los discursos más simples y a los de mayor complejidad conceptual), hasta que la población de seres volátiles excedió la capacidad del edificio.
Quizá sea por rara elaboración estética que una de esas teorías ha perdurado. La imagen central es la de un ser semejante a los humanos, aunque algunos postulan, invirtiendo la relación, que son los hombres quienes se asemejan a ese ser elusivo. No hay alusiones directas al parecido físico, exceptuando una representación pictórica cuyo autor ha sido señalado a menudo por su imprudencia. En cambio, los seguidores de la doctrina enfatizan los atributos de índole moral: Él (así prefieren denominarlo) es bueno, justo, misericordioso, compasivo, etc. Este es, por cierto, uno de los puntos críticos en al relación de similitud, porque, a diferencia del hombre, El está exento de cualidades negativas.
Del origen y el fin de este ser, nada se dice. Por el contrario, toda vez que se refieren a Él, los adeptos reemplazan las fechas de nacimiento y muerte por la palabra "eternidad", no menos usual en el vocabulario de otras doctrinas.
Presumiblemente, la irrupción de otros dos seres en el fluir incesante de Él obedezca a convenciones retóricas. Uno de ellos parece haber descendido a la poco estimada condición de individuo histórico. En cuanto al tercero, podría tratarse de una concesión a las corrientes espiritualistas, o de la supervivencia de fetichismos numerarios. Desatendiendo la contradicción, los adeptos declaran que los tres son uno.
Ninguna luz ha aportado la doctrina de la tríada, que permita recorrer con paso seguro las caprichosas salas del laberinto. Esto es verdad. También lo es que la teoría tiene la belleza de lo inverosímil.
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