Mónica Salinas
La habitación es decente y no la estorban galas. El color marfil de las paredes reprime con severidad estridencias y brillos.
La habitación se refleja en un espejo. Mejor dicho, en el espejo se ve una habitación. La habitación del espejo es estrecha y profunda. Inusitadamente profunda. En el fondo hay una pared, pero no parece definitiva. Si el observador se mueve hacia adelante o atrás, a derecha o izquierda, es posible que la pared desaparezca y la profundidad continúe, ininterrumpida.
La habitación del espejo es reluciente. Allí los objetos tienen contornos más nítidos que del otro lado. La visión fragmentaria (la habitación no cabe entera en el espejo) tiene como efecto una concentración de los colores y las formas. Cada cosa que se ve en el espejo es indudable como un arquetipo platónico.
El problema es el observador. Nos obliga a inferir que la habitación del espejo y la otra, donde él está situado, son idénticas, y que dos factores: él mismo, capaz de adoptar posturas diversas y de trasladarse, y el campo del espejo, menos extenso que la habitación, son las causas de que se vean distintas. ¿De qué otro modo se explica que sus movimientos desplacen e incluso supriman partes de la habitación contenida en el espejo?
Tal vez se trate de un error en nuestro razonamiento. Atribuimos a la habitación del espejo las propiedades de la otra, donde se encuentra el observador. Esta no puede moverse; aquella tampoco podrá hacerlo. Esta no tiene conciencia; lo mismo cabe suponer de aquella.
Es posible, sin embargo, que la habitación del espejo y la otra obedezcan a leyes distintas. La del espejo podría ser una forma de realidad discontinua, integrada por partes con existencia alternativa. Cada parte existiría sólo cuando fuera percibida.
La realidad del espejo se adecuaría automáticamente a la visión del observador. (No juzgo pertinente proponer aquí algunos mecanismos que permitirían esa regulación.) Aunque no sería improbable que la rigiera una voluntad. Esta conocería ambas realidades, la del espejo y la otra, y desde la primera incidiría en la segunda, por mediación del observador.
La intención de esa voluntad (seguramente interior al espejo) es muy difícil, si no imposible, de determinar. Quizás actúe sobre el observador (y, a través de él, sobre la otra realidad) para beneficiarlo, según una definición del bien dictada por su infinita sabiduría. En ese caso, el observador no estaría en condiciones de advertir, al menos en lo inmediato, el beneficio resultante de esa acción.
No encuentro razón para descartar la hipótesis opuesta: que la intención de la voluntad sea dañar al observador engañándolo, confundiéndolo, en definitiva, convenciéndolo de que la realidad del espejo y la otra son la misma, con la diferencia de que, mientras la última no se presta a ser modificada por él, la primera está enteramente sometida a su arbitrio, de tal modo que una simple inclinación de su cabeza basta para alterarla o excluirla.
Pero esta hipótesis contiene dos proposiciones que pueden ser refutadas sin dificultad. En primer término, la afirmación de que los actos de la voluntad responden a una intención dañina carece de fundamento objetivo. Se podría argüir, contrariamente, que esos actos fortalecen la confianza del observador en sí mismo al conferirle la jerarquía de sujeto activo, de perceptor capaz de reconfigurar la realidad mediante el único expediente de situarla dentro o fuera de su campo de visión. (Aunque también es cierto que la excesiva confianza en sus facultades podría convertir al observador en un individuo descuidado de su entorno y, por consiguiente, vulnerable.) En segundo término, la diferencia aludida no es insignificante: el hecho de que el observador tenga poder sobre una de las realidades y no sobre la otra, es un argumento de peso para negar la identidad de ambas.
De cualquier modo, la cuestión acerca de si la realidad del espejo y la otra son una misma o no lo son, no será discutida en lo que resta de este ejercicio. Prefiero plantear una situación que, hasta el momento presente, no ha sido denunciada por ningún observador. Pensemos en la posibilidad de que la voluntad (cuya existencia es, a esta altura del discurso, nuestro presupuesto básico) se debilite, renuncie a sus potestades y deje el mando en manos del azar. Al mirar el espejo, el observador verá un tumulto de figuras sin respeto por la otra realidad, estáticas o en movimiento con absoluta independencia de la posición del observador, tan pronto simultáneas como sucesivas, contiguas como superpuestas, ligadas como inconexas, compuestas como desatinadas; libres. Ninguna de las hipótesis precedentes podrá ser tomada en cuenta en este caso, y el observador deberá abstenerse de creencias que hasta ese instante ha considerado irrenunciables.
De todo lo anterior, sólo puede concluirse que
el observador de un espejo se halla en permanente riesgo y que sus puntos de
vista no tienen un papel significativo en la conformación y delimitación de la
realidad.
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