Cartas
Duilio Luraschi
Tenía veinte años y estaba lleno de expectativas.
Era escritor, y dedicaba gran parte del día a escribir cuentos fantásticos, género que me había seducido.
Mi cultura no era vasta pero mi ímpetu era devastador y mi juventud hacía que lo más difícil se tornara algo posible.
Era como un gato chico, no temía al peligro, y creía que en poco tiempo obtendría el lugar que me correspondería y todos se darían cuenta de ello. Las cosas sucederían tal como sucedían en mis pensamientos, día a día.
Si bien leía, sobre todo a los clásicos, dedicaba la mayor parte del tiempo libre a escribir, a contar mis propias historias.
Escribía mucho, casi un cuento por semana -la mayoría ahora están perdidos, los tiré o regalé, ya no podría recuperarlos-.
Tenía, en ese entonces, una novia culta, bonita, pero sobre todo, capaz de debatir con cualquiera acerca de cualquier tema.
Estudiaba literatura en la Femenina y había hecho algún año de leyes, en forma paralela.
Ella corregía mis originales, muchas veces tachando algunas de las frases con una pluma a fuente roja, cosa que me enfurecía enormemente, al punto de discutir horas por una palabra o una idea.
En Montevideo nos creíamos, todavía, la vanguardia cultural de América Latina y soñábamos con morir tísicos escribiendo en una buhardilla.
Una vez que clasifiqué mis mejores cuentos, fui, con la carpeta repleta de folios bajo el brazo, de un punto a otro de la ciudad, y golpeé, una y otra vez, mis puños, en las puertas de casi todas las editoriales. Comencé por las más grandes y prestigiosas, luego por las que realizaban publicaciones de menor tiraje.
Observaba, en los trayectos más cortos, que realizaba siempre a pie, los escaparates de las librerías, imaginándome en un lugar destacado, muy pronto, con el primero de mis libros.
Una vez realizado el recorrido, iba hasta casa y me dirigía a mi cuarto, donde me hundía en pensamientos gratos.
La casa era una especie de refugio tras las verjas altas y negras, que culminaban en flores de lis, abiertas y punzantes.
No estaba preparado para el fracaso.
En un primer momento creí que la primera editorial me los aceptaría, que me daría un quince o un veinte por ciento de todas las ventas, y que la edición se reeditaría enseguida, a lo sumo a los tres meses de haber salido el libro a la venta.
Beatriz decía que debería insistir, tal vez en una editorial más chica, que posiblemente debería pagarme la edición, que llevara los cuentos a un diario o a una revista.
Cuando no visitaba a ningún editor, iba directamente de mi trabajo -era dependiente en una farmacia- hasta casa, por el mismo camino de plátanos grisáceos e iguales.
Comía sólo un poco, casi siempre en la cocina y me dirigía directamente a mi cuarto, sin más que las frases formales y de cortesía que correspondían, con mis padres y con Marga.
En mi cuarto pasaba largas horas del día y de la noche acostado, pero no dormido, con los ojos fijos en las paredes blancas y desnudas, o en el techo, con sus bordes de yeso labrado, pensando cómo era posible que no me reconocieran.
Estaba así, en medio de mi angustia, cuando oí la campanilla del teléfono, en la sala. No di más de unos pocos segundos de atención al hecho y volví a sumergirme en mis lamentos.
Mi madre llegó hasta mi habitación y dio dos golpes secos.
-Es de una Editorial.
Probablemente le había entendido mal. Le pedí que me repitiese el mensaje.
-Un señor Vicente, de una Editorial.
Yo estaba echado en la cama, vestido pero descalzo y corrí hasta la puerta, llevándome todo cuanto había en el cuarto por delante.
La editorial era pequeña, pero se haría cargo de la edición. Los ejemplares no serían más de trescientos, pero para mí esas palabras eran extraordinarias.
Llamé a Beatriz y los dos festejamos.
Esa noche gasté el poco dinero que había ahorrado y fuimos a cenar.
Tomamos un buen vino y pedimos postre y café luego de la comida.
El libro salió a la venta en febrero y yo había llamado, uno a uno, a todos mis amigos, a mis tías viejas, a mis compañeros de secundaria, y a los de primaria, para comunicarles que “Aquileo” estaba a la venta en varias librerías.
Llegó el invierno.
Las ventanas eran magras y no había logrado siquiera una reseña pequeña en algún diario o revista literaria. Comenzaba, una vez más, a angustiarme y perder las ilusiones.
En julio de ese año llegó a Montevideo Arturo, un primo segundo, que vivía, desde niño, en Buenos Aires, ciudad donde sus padres se asentaron, poniendo un negocio de lanas.
Si bien mantenía una buena relación con él, nuestra amistad no era muy grande y se resumía a enviarnos postales a fin de año o una tarjeta en el día de nuestros cumpleaños.
Él era algo mayor que yo, pero no mucho. Era alto y delgado, vestía siempre con trajes grises, y llevaba un bigotito oscuro y parejo.
-Realmente éste es un gran libro- me dijo, mientras charlábamos en el fondo de la casa, una tarde de buen sol, junto a una higuera casi seca.
Hojeaba el volumen que tenía entre sus manos y repetía sus halagos. Sus palabras me llenaron de ánimo. Conversamos del libro, de cada uno de sus cuentos, lo que quedó de la tarde. Él me prometió que llevaría algunos ejemplares a Buenos Aires, y se los daría a varios amigos, o a quien se los pidiera, ya que conocía, por el negocio, a gran cantidad de gente.
Las primeras noticias que tuve, después de nuestra conversación, llegaron el 8 de agosto.
Fue una carta, que llegó a mi nombre, con remitente de un tal Augusto Dos Pasos, de Capital Federal, Buenos Aires, Argentina.
Abrí el sobre con gran torpeza, con la impericia que generaba mi ansiedad, que me enceguecía.
Una vez que tuve la carta en mi mano, fuera del sobre, cerré los ojos, esperando que fuesen buenas noticias.
Abrí los ojos y me puse a leer.
El texto decía así:
“Mi muy estimado escritor
Leí su libro que me acercó mi gran amigo Arturo Veira y le diré que lo disfruté de principio a fin.
Hacía mucho tiempo que no tenía la oportunidad de cotejar los textos nuevos que se están produciendo en la vecina orilla, y es grato decirle que su prosa, sencilla y directa, pero a su vez llena de significados, me agradó sobremanera y me gustaría mantener una relación epistolar con usted, si así usted lo entiende, así como me agradaría recibir algún cuento inédito, y comentárselo, como haré a continuación con los cuentos de este volumen.”
La carta continuaba con palabras halagadoras de cada uno de mis cuentos y algunas sugerencias, sobre todo con respecto a la puntuación.
Me contaba que él era Químico. Que se especializaba en Química Farmacéutica y que daba clases en la Universidad de La Plata.
Esta primera carta hizo que retomara mis ilusiones y así se lo hice saber a Arturo, a quien escribí el mismo día, agradeciéndole todo lo que había hecho por mi literatura.
Pronto llegó una segunda carta, también procedente de Buenos Aires, ahora de una mujer: Susana Fernández.
“Señor Jorge Cáceres Veira
Presente
Me dirijo a usted de “señor” porque no sé si usted tiene algún título universitario, pero si es así , le pido disculpas por eso.
Soy una amiga de la señora Ethel, la madre de su primo Arturo, que me obsequió el último libro que publicó, hace poco ahí, en Montevideo.
Lo felicito por su obra. Me pareció de un nivel altísimo.
Tengo, sin embargo, una serie de preguntas que hacerle, porque no pude comprender algunos de los finales de sus cuentos, y como yo nunca tuve la posibilidad de comunicarme directamente con un escritor, me gustaría, si usted está de acuerdo, que me explicara algunas cosas que no sé, como en qué consiste el arte de escribir, cuándo empezó a escribir, si es algo que se aprende o se trae desde el nacimiento, en fin, cosas que me gustaría saber, si es que sus actividades, que deben ser muchas, y muy importantes, le permiten escribirme.”
Seguía la carta alabándome largamente.
Contesté su carta, como había contestado anteriormente la carta de Dos Pasos y le expliqué, con palabras sencillas algunos de los finales. Le dije que me escribiera cuanto quisiese que yo, con mucho gusto le respondería cada misiva. Taché la palabra misiva y puse la palabra “carta.”
Una vez más escribí a Arturo, lleno de gozo, por los resultados que había obtenido en Argentina.
Beatriz también se sintió animada por la receptividad que tuvo mi libro y hablábamos, constantemente del tema, ya más que como motivo de alegría, como una verdadera obsesión.
Al poco tiempo llegó, junto a carta de Dos Pasos y la señora Susana, una más, de un joven llamado Juan Pablo Croce, al que le llegó mi libro a través de su hermano, amigo de Arturo.
Juan Pablo, a pesar de su adolescencia, era un muchacho preocupado por el arte, pero lo que había deslumbrado a él de mis cuentos, era la referencia a hechos bíblicos, o a temas religiosos, en general.
Él era sobrino del Obispo, que le había dado una buena formación religiosa. Mis cuentos tenían componentes místicos entrelazados con bases cristianas, por lo que en las sucesivas cartas nos dedicamos a filosofar acerca de Pablo de Tarso. Discutimos de si el Concilio donde prevaleció su opinión de religión Universal y no una simple herejía o apartamiento del judaísmo, fue en el año 48 o en el 52. Los dos estuvimos de acuerdo de que había sido en Jerusalén, y estaban presentes Pedro, Juan y Tito, entre otros.
Cuando alguna de sus preguntas me superaba, iba directamente a la Biblia, o consultaba a mi tía, que había leído el texto en su versión latina.
Beatriz que me daba ánimo, me decía que debería seguir escribiendo.
Cada carta de cada uno de mis nuevos amigos enriquecía mis cuentos y me daba una gran fuerza para proseguir escribiendo.
Todos los días, apenas me despertaba, corría hasta el buzón que había en la puerta principal y husmeaba, con desesperación, entre facturas y demás papeles, si había llegado alguna carta para mí, desde Argentina.
Al finalizar la primavera ya me había carteado con varias personas que habían tenido contacto con mi libro.
A todos contestaba de inmediato. Pero mis preferidos eran estos tres: el profesor Dos Pasos, la señora Susana y el joven Juan Pablo.
Leía y releía sus cartas hasta cinco o seis veces y las guardaba en un cofre de cedro, que mantenía dentro del ropero de dos cuerpos que había en el cuarto.
Un día sucedió algo inesperado.
Fue un llamado telefónico, de mi tía, de Buenos Aires. Arturo había sufrido un accidente cuando iba con unos amigos, rumbo a Bariloche.
Pedí licencia en mi empleo, pero no me la dieron. No podría tomar ningún día hasta enero, y para eso faltaban cuatro largos meses.
Por ese motivo tan vil, no pude ir al velatorio de mi primo.
Entré en una gran depresión y escribí, enseguida, constantemente, a mis lectores argentinos, sobre todo a Dos Pasos, Juan Pablo y la señora Susana.
Necesitaba sus palabras para mantener el ánimo necesario para continuar escribiendo.
No obtuve respuesta alguna. Ni ese mes, ni el siguiente, ni el otro.
En enero, cuando por fin obtuve mi licencia, viajé a Buenos Aires y fui a casa de Dos Pasos y luego a la de la señora Susana, y a la de Juan Pablo: todas las direcciones eran depósitos de la lanería de mis tíos.
Tuve una serie de espasmos, seguidos de intenso frío. Me toqué la frente, y comprobé que no tenía fiebre.
Caminé unas cuántas cuadras hasta llegar a la parada de colectivos. Tomé uno que me llevara hasta el cementerio inglés.
Antes de entrar compré crisantemos blancos.
Busqué, por los datos que me habían dado, la tumba de mi primo, y deposité las flores en la puerta del panteón familiar.
Estuve frente al sepulcro, en total silencio. La brisa balanceaba levemente mis solapas.
Me coloqué el sombrero, y me marché, dejando a mis espaldas la tumba de mi primo -mi mentor-, de todos mis amigos y todos mis lectores.
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