Serie: r-Educación (XXXIX)

Educación y Estado

Enrique Puchet C.

En tren de reactivar, si es ello posible, la discusión pedagógica en nuestro ambiente, conviene poner a la vista algunas comprobaciones molestas. La que quizás resulte más incómoda: no adolecemos tanto de inexistencia de debates como del malestar de combates que se libran en silencio, vale decir, en una penumbra favorecedora de sobrentendidos y, sobre todo, de malentendidos.

Medias palabras disimulan desacuerdos profundos que no se verbalizan como sería saludable: entre creyentes (inclusive autoridades eclesiásticas) e incrédulos desde varias generaciones atrás; entre filoestatistas que apenas se confiesan tales y privatizadores que montan guardia para que "no les roben sus yoes"; entre depositarios de la tradición (en el caso, la tradición docente) y personalidades permeables a las voces que pregonan, de F. Sinatra para arriba, el reino fracturado del "a mi manera"... ¿No son demasiadas conmociones subterráneas?

"Nosotros sabemos que hay niños que no van a seguir estudiando. Entonces, la escuela debería ofrecerles otro tipo de estudios: ejemplo, talleres con distintas actividades.

(...) Damos clase a 50 alumnos en aulas para 25." (Testimonio de maestra en barrio carenciado de Montevideo; 2001.)

"Muchas veces el poder del profesor le es otorgado por la sociedad debido a que posee un saber institucionalizado que en sus manos se convierte en un instrumento de coerción cuya primera función es ocultar lo que ignora.

"El vínculo que se establece entre docentes y alumnos es de dependencia: se educa en la dependencia y en la sumisión, y éstas se practican cotidianamente." (Escrito estudiantil; 2001.)

(INDECISIONES)

Las acciones diarias (hablamos siempre de enseñanza), se han formalizado al extremo y nos sabemos sometidos a horarios, programaciones y directivas bien determinados. Aunque esto es así -empleemos o no la fea palabra "burocratización"-, no se cumple con las ideas (objetivos, métodos) igual proceso de clarificación; no es habitual que nos ocupemos en perfilarlas con nitidez y asumirlas con convicción. Más bien se da, por contradictorio que parezca, una aceptación inconformista del orden vigente. Hacemos con asiduidad y ¿por qué no? con eficiencia aquello mismo que nos resistimos a formular como programa o como ideal. Rige una suerte de pudor de los enunciados generales, y este no beneficia a la siempre necesaria toma de conciencia.

Si se releen los textos de nuestro acápite (una maestra y una estudiante), que podrían multiplicarse con facilidad, se observa que denotan alguna especie de infortunio, nítidamente acentuado en el segundo caso. En ambos, la disposición a proponer cambios o las vías para impugnar las anomalías -las dos cosas bien podrían ser una sola- aparecen como bloqueadas. Ni la enseñante de aula lleva más lejos sus reparos a los defectos del sistema con los que choca su labor cotidiana, ni la aspirante articula con cuidado (con rigor) una grave objeción que, sin embargo, deja caer con estridencia. (Influye, en la última, el extendido hacerse eco de apreciaciones que descalifican en abstracto -llamarlas críticas es ponderarlas con exceso-, hábito que exime de detallar los agravios y aleja de cualquier instancia de rectificación en la práctica.)

Ahora bien: como los testimonios han sido recogidos en el medio de la educación formal estatal, no costará presumir que el arduo tema del ejercicio de las funciones del Estado -aquí, la función educadora- va involucrado en ello. Al mencionar este rasgo, se despliega una de las grandes controversias de este tiempo _una controversia, en verdad, mucho más compleja y necesitada de competencias específicas que lo que el autor de este trabajo puede abrazar. Pero, según el dicho pascaliano, estamos todos embarcados en el asunto. Para todos es audible el actual cuestionamiento del Estado, lo mismo desde la derecha que desde la izquierda. Puesto que el aire se ha poblado de proclamas, habrá que atender a las palabras del día, esto es, literalmente, del diarismo. Y como siempre hay que retroceder a las fuentes -los del oficio nunca dejaremos de hacerlo-, comparecerán luego dos teorizantes de un pasado no remoto. Este vaivén, ojalá que productivo, origina los tres parágrafos que van a seguir. Las simpatías del autor, que desde luego existen, van en el sentido de una recuperación del papel del Estado que, dejando atrás la proverbial impavidez del oficialismo, tome en cuenta la insistencia con que hoy afloran los requerimientos de la sociedad civil.

(ABANDONOS)

"Vamos sin duda hacia una civilización en la que las manifestaciones y uniformidades tecnocráticas tendrán, como compensación, la multiplicación de pequeñas unidades favorables para la comunicación personal y para la representación de valores compartidos." M. de Certeau, 1973.

Servirá dirigirnos, primero, a un ensayista de estos días, ubicable (sin mayores cavilaciones) en la línea de los objetantes de izquierda.

Toni (Antonio) Negri se cuenta entre los que decretan, según se acostumbra decir, la obsolescencia del Estado nacional (1) (caducidad que es juzgada "prematura", sic, por un colaborador reciente de "Finanzas y Desarrollo", FMI). Lo hace mientras denuncia una nueva opresión, mundial e irresistible: la del Imperio, categoría con la que entiende referirse al orden capitalista universal. Afirma, sentenciosamente: "Arraiga progresivamente en todas las regiones del mundo utilizando la unificación económico-financiera como instrumento autoritario del derecho imperial. Peor: agrava su control sobre todos los aspectos de la vida. (...) Contrariamente a lo que aseveran los últimos sostenedores del nacionalismo, el Imperio no es americano... Es simplemente capitalista: el orden del ‘capital colectivo’, la fuerza que ganó la guerra civil del siglo XX".

Nos parece que hay todavía lugar de ver las cosas de otro modo, aun exponiéndose a quedar incluido entre "los últimos sostenedores..." En efecto: el argumento es rotundo pero no convincente. Es verdad que las cosas se han puesto difíciles para el Estado-nación, que suele ser presentado como un islote retrógrado; una ola desnacionalizadora se extiende por doquier. ¿Quiere decir que haya que abandonar la causa de las "asociaciones políticas" (una legalidad consentida; la iniciación en modos intensos de vivir colectivo) si sigue siendo percibida como "una buena causa" (no lo reconocen intelectuales como Negri, naturalmente) y si es posible asumir como una gran tarea -un estimulante llamado a la acción- el remozamiento de la vieja estructura estatal, y hacerlo, como es justo pensar, en las nuevas condiciones sobrevenidas?

¿Quién determina, en temas de obrar humano, lo que ha muerto sin remedio y no vale la pena intentar devolverlo a la vida? Cuando se declaran decesos (institucionales) es importante no incurrir en lo que se ha dado en llamar "naturalización": asentir a tales o cuales signos de hecho sin atender a los valores involucrados.

El argumento no es convincente porque es el propio articulista el que enumera virtudes del clásico modelo estatal (se entiende: dotado de "carta constitucional") y, en cambio, defectos, harto evidentes, de la situación creada por las nuevas realidades. La pregunta puede ser ingenua pero no hay modo de esquivarla: ¿no se han de preferir virtudes a defectos, sobre todo con una organización como la que está en juego -la estatal nacional- que ha hecho sus pruebas en el mundo y, en países como el nuestro, acompañado, acogido realizaciones y esperanzas del mayor número? Que se muestre ahora en crisis, y que sus instrumentos políticos (partidos) estén frecuentemente por debajo de su tarea, no son suficientes motivos para celebrar como "compensación" (ver acápite) el repliegue personalizado que desoye el llamado de la universalidad ínsito en la ciudadanía.

T. Negri advierte, con más retórica que precisión, que "batirse contra el Imperio en nombre del Estado-nación revela una total incomprensión de la realidad del comando supranacional, de su figura imperial y de su carácter de clase: equivale a una mistificación". Con probabilidad mucho menor de encontrar eco nos animamos a asegurar, al contrario, que revela una adecuada conciencia de las exigencias del presente.

Nótese que, cuando se ponen frente a frente el viejo método y el "nuevo" -Estado y "comando supranacional"-, se están dando los elementos para ver en esto una tarea que cumplir -todo lo dificultosa que se quiera-, y no un mero hecho que aceptar como un decreto celeste. Ello queda claro -pensamos- en las palabras que siguen.

"Mientras el Estado-nación se sirve de dispositivos disciplinarios para organizar el ejercicio del poder y las dinámicas del consenso, construyendo así, al mismo tiempo, una cierta integración social productiva y modelos de ciudadanía adecuados, el Imperio desarrolla dispositivos de contralor que abarcan todos los aspectos de la vida y los recomponen a través de esquemas de producción y de ciudadanía que corresponden [¡nada menos!: E. P.] a la manipulación totalitaria de las actividades, del medio ambiente, de las relaciones sociales y culturales. Etc."

No se entiende por qué la conclusión ha de ser rendirse a la invasión neototalitaria y tachar de "mistificación" a su opuesto. El dominio que lo abarca todo, supuesto tan exclusivo como aquí se lo describe, pide resistencia, no aceptación. En lo que más nos interesa: una educación que se veda la intrepidez de fortalecer las solidaridades nacionales no se pone a la altura de los tiempos. Quizás se diga: no resiste quien quiera... Pero el Estado de derecho, entretejido en una historia singular, está todavía aquí con sus fallas y sus promesas, y, sobre todo, es la única vía concebible para contener/asimilar -en lo pertinente- la restructuración a escala mundial, a la que no hay que apurarse a declarar legítima e irresistible. Cuando un recurso es único, a él hay que atenerse. Sepamos oír lo que a diario se manifiesta a través de los instantáneos vehículos de esta hora; y si los gobernantes de grandes países pueden advertirnos, por si lo ignorábamos, que "su trabajo es hablar por sus representados", tanto más es esa la responsabilidad de formaciones incomparablemente menores.

En el orden estatal, aun rectificable como es, hemos vivido y nos hemos movido (palabras así se leen, claro que con otra referencia, en las Escrituras cristianas). No es conservadurismo ni -menos- "mistificación" retomar el impulso que viene de las raíces, siendo que los buenos conocedores nos aseguran que es precisamente el desarraigo el lema, anónimo, de la mundialización en curso. No crece el papiro fuera del pantano, su suelo nutricio: se lee también en las Escrituras, esta vez hebreas.

Restablecer un Estado a la altura de los rasgos de esta época debidamente discernidos y apreciados es, no un resabio inoperante, sino la obra, prospectiva y estimulante, que incumbe a las generaciones hoy en vida. Nos parece -es una hipótesis de trabajo-, que los planteos que, con convicción o sin ella, sólo dejan finalmente en pie el "comando" por encima de las naciones, están convirtiendo la historia en geografía, las condiciones en fatalidades. Están conformándose con lo establecido. O quizás, en el otro extremo, miran expectantes a un trastorno apocalíptico, a una hecatombe de dimensión universal. Pero, ¿quién está ahora para propiciar el gran incendio?

Cierto es que, entre las voces que se han alzado para diseminar la sospecha acerca de la intervención estatal, algunas merecen ser consideradas con particular respeto, también por su inesperado interés local.

(HIPERLIBERAL)

Sobre el Estado en relación con la educación se mostró muy prevenido el sagaz John Stuart Mill (1806-73) en su difundido ensayo Sobre la libertad, de 1859.(2)

Mill tiene en vista la Inglaterra de mediados de siglo (o una versión de la situación de entonces); pero, por una cualidad del intelecto humano que lo hace generalizable, algunas de sus consideraciones pueden ser repensadas en la actualidad. Su inquietud central es la pérdida de la individualidad en la sociedad industrial que estaba constituyéndose (se sabe que era Inglaterra el medio en que el proceso se hallaba más adelantado). Es que el avance del industrialismo, razona Mill, tiende a equiparar las condiciones sociales: los desniveles que restan son poca cosa comparados con los que han desaparecido. Argumentando sobre estas bases, que bien pueden ser exageradas para los mediados del siglo XIX, lo importante es que se suponía tener una sociedad de masas en la que todos sienten, prefieren y discurren del mismo modo y sobre los mismos asuntos (la influencia del periodismo debía ser contada en primer lugar).

Había nacido una suerte de "hombre unidimensional" (diría H. Marcuse), una clase de persona que ignora "la alternativa": la víctima del aplanamiento es la capacidad para objetar y para objetarse, a la que Mill da el nombre, hoy sin duda significativo, de lógica negativa. Así, escribe: "Hoy está de moda despreciar la lógica negativa, la que indica los puntos flacos de la teoría o los errores de la práctica, sin establecer verdades positivas. Es cierto que semejante crítica negativa sería triste como resultado final; pero, como medio de obtener un conocimiento positivo o una convicción digna de este nombre, no hay palabras bastantes para alabarla".

No es necesario subrayar que se trata de una exaltación del individualismo. "La variedad se pierde día a día en Inglaterra"; y esto es expresable -antes o ahora- con tres palabras que vienen a ser una sola: ortodoxia, conformismo, asimilación. El disgusto que a nuestro autor le provoca la uniformidad lo hace aparecer como alguien que, según sabemos, no era: un reaccionario social. Leemos, por ejemplo: "Por grandes que sean las diferencias de posición que aún quedan, no son nada al lado de las que han desaparecido. Y la asimilación adelanta todos los días. Todos los cambios políticos del siglo la favorecen, puesto que todos tienden a elevar las clases bajas y a rebajar las clases elevadas. Toda extensión de la educación la favorece; porque la educación sujeta a los hombres a influencias comunes y da a todos acceso a la masa general de hechos y de sentimientos universales.

"Cada progreso de los medios de comunicación la favorece... Cada crecimiento del comercio y de las manufacturas aumenta esta asimilación...

"La reunión de todas estas causas forma una masa tan grande de influencias hostiles a la individualidad, que no es posible calcular cómo podrá ésta defender su terreno."

Sólo que el milleano es un individualismo tomado en serio. Sin duda es altamente deseable que actúe cada cual por su cuenta, que se resista la imitación e impere la persuasión según razones para hacer esto o aquello..., salvo que uno se esté arrogando abusivamente una representación o desconociendo derechos ajenos. A esta luz hay que encarar el tema de la autoridad de los padres sobre sus hijos (en general, la moral familiar); y es precisamente en beneficio de la individualidad que la presencia del poder público -la acción estatal y sus "deberes"- se restablece en el seno de esta ideología hiperliberal.

En el párrafo que transcribiremos se encontrarán buenos motivos para (al menos) estimar la integridad con que el teórico del Utilitarismo ha sustentado su posición, así como incitaciones que remiten a nuestro presente. Lo reproducimos con cierta extensión porque no es seguro que en estas materias sepamos de veras qué es lo que han pensado las gentes en el pasado (más bien nos guiamos -o nos desorientamos- con estereotipos).

"Todo el mundo debe ser libre para hacer lo que le plazca tratándose de sus propios asuntos, pero no debe ser libre para hacer lo que le plazca cuando obra en nombre de otro, a pretexto de que los asuntos de éste son como los suyos propios. El Estado, en tanto respete la libertad de cada individuo en lo que no importa a nadie más que a éste, tiene la obligación de inspeccionar con cuidado el modo que el individuo tiene de usar el poder que se le ha conferido sobre otros individuos. Esta obligación es casi totalmente desatendida cuando se trata de las relaciones de familia, caso que, precisamente por su influencia directa sobre la felicidad humana, es más importante que todos los demás juntos. No hay necesidad de insistir aquí sobre el poder casi despótico de los maridos sobre sus mujeres... Precisamente en el caso de los hijos es en el que las nociones de libertad, mal aplicadas, son un obstáculo real para el cumplimiento de los deberes del Estado."

Por ahí desemboca en una tesis que nos concierne y que era todavía impopular en Inglaterra: la obligatoriedad escolar, que sería implantada en 1880. Los progenitores deben quedar obligados a "instruir y formar el espíritu" de sus descendientes; no hacerlo así es "un crimen moral que se comete contra la sociedad y contra el desgraciado vástago". El Estado es la "persona" que puede exigirlo coactivamente, y con esto, repetimos, Mill se estaba adelantando al régimen que en su país tendría fuerza legal sólo después de su muerte.

Sin embargo, no cree que sea el Estado el que tenga que proveer "la instrucción y la formación del espíritu", vale decir, la educación misma. Apela a la "sociedad civil", en la tradición de los planteos liberales. "Estoy muy lejos de desear que toda o la mayor parte de la educación de un pueblo se ponga en manos del Estado" -declaración inquietante para lectores acostumbrados a una escuela pública ampliamente mayoritaria, ya que no exclusiva. El horror a la posible instauración de ortodoxias inspira a Mill enunciados que -hay que confesarlo- se reciben con cierta prevención, pero dignos, nos parece, de que los tomáramos en cuenta como advertencias contra la uniformidad, la producción como en serie que las instituciones amparan cuando, al envejecer, dan señales de esclerosis. (También entre nosotros ¿por qué negarlo? hay demasiada distancia entre los ideales proclamados, invariablemente ambiciosos, y la extenuante rutina diaria; entre esfuerzo de cada jornada y factibilidad de un intercambio de largo alcance que aparte bloqueos y permita acceder a reformas liberadoras.)

He aquí uno de esos pasajes perturbadores:

"Todo lo que llevo dicho acerca de la importancia de la individualidad de carácter, de la diversidad de opiniones y de los modos de conducirse, no se concibe sin conceder la misma importancia a la diversidad de educación. Una educación general dada por el Estado no es otra cosa que una combinación estructurada para encajar a todos los hombres en el mismo molde; y como el molde en que se pretende encajarlos es el que más satisface al poder dominante (lo mismo si se trata de una monarquía que de una teocracia o de una aristocracia o de la mayoría de la generación existente), cuanto más eficaz y poderoso sea este poder, tanto mayor será el despotismo que establece sobre el espíritu y que tiende naturalmente a extenderse sobre el cuerpo.

"Una educación establecida e intervenida por el Estado no debería existir nunca..."

La opción hiperliberal apunta, pues, a confiar en las asociaciones voluntarias: las actuales ONGs, ni más ni menos. De ellas, no del Estado, puede esperarse el fomento de la diversidad, el pluralismo.

Pero, aun en esto -nuevo giro de quien no es un "liberal ultra"-, existe una tarea que la institución pública (digamos, como en nuestro medio: un ministerio) está siempre destinada a cumplir: acumular la información, poner las experiencias innovadoras al alcance de cualesquiera actores. Por más que este papel difusor nos resulte demasiado restringido, no es posible negar que hay allí una responsabilidad de la que no pueden desentenderse los organismos nacionales. Más: tampoco pueden exceptuarse los internacionales, como la UNESCO, de escasísima "visibilidad", por lo que sabemos, entre maestros y profesores de aula: los "últimos distribuidores", como hubiera dicho Andrés Bello, quien -no olvidarlo- pensaba que "la instrucción literaria y científica es la fuente de donde la instrucción elemental se nutre y vivifica" -correctivo para nuestros excesos "didactistas".

(TRAIDO AL PRESENTE)

Importa señalar cómo algunos enfoques actuales, que se colocan genéricamente en una postura progresista, se corresponden, hasta cierto punto, con las tesis del pensador inglés.

El libro de Adriana Puiggrós, destacada investigadora argentina, Volver a educar (1995), permite advertir similitudes y diferencias. El papel de las iniciativas privadas aparece reconocido junto con el prevalente del Estado (aunque se habla de Argentina, no costará trasladarlo a nuestro país): "Los grandes problemas actuales y los retos que presenta el futuro a la educación argentina requieren poner en marcha toda la capacidad educativa nacional. Cualquier alternativa progresista necesita afirmar la responsabilidad principal del Estado y convocar a la vez al conjunto de la sociedad civil para realizar esfuerzos concurrentes." Asimismo, la idea de un Estado que "se convierta en un productor de espacios en los cuales fructifique el conocimiento y en un distribuidor de saberes", se aproxima notablemente al concepto milleano del "depositario central y propagador activo de las experiencias".

(EL JUSTO MEDIO)

"No cabe duda de que los fines más generales y constantes son también los más valiosos (elevées)." E. Durkheim.

No mucho después de J. Stuart Mill, en el paso de un siglo al otro, Emile Durkheim (1858-1917) dio del tema una versión que en algunos aspectos bien puede considerarse clásica. Ha atravesado todo el siglo XX en múltiples alusiones, y en sus puntos esenciales convendrá retomarla en la centuria que comienza. (¿Se entenderá como malignidad que digamos que buena parte de nuestra tarea debe consistir en descubrir con qué pensadores del pasado hemos de vincularnos?) Tal vigencia no es algo que se comprenda y se acepte sin dificultades. La pondrán en duda, por de pronto, todos los que pretenden acogerse a la llamada "posmodernidad". Se encontrará en Durkheim un aire de solemnidad que no lo recomienda en un tiempo, el nuestro, que se jacta de antiformalismo y, aun, de practicar una diversidad que no teme ser confundida con el caos.

Así y todo, creemos que permanecen en los textos del gran sociólogo afirmaciones e incitaciones, separables de la especialidad científica, que importa todavía recoger. La notoriedad del asunto -¿qué egresado de la formación docente no ha tenido que pasar por las fórmulas durkheimeanas?- autoriza a tratar de decir lo sustancial en pocas palabras; no se perderá de vista que, aquí, es la educación -su encuadre social y, nos permitimos añadir, nacional- el tema al que nos referimos constantemente.

El nervio de la argumentación sociológica es bien conocido. Puesto que las sociedades sólo pueden subsistir a base del acuerdo entre sus miembros sobre valoraciones fundamentales (propósitos, rasgos moralmente apreciables, destrezas laborales de todo nivel), la educación, instrumento para garantizar tales consensos e iniciaciones, es, pura y simplemente, la actividad que mantiene al grupo en la existencia (al "gran grupo", puesto que se dan -y deben darse- otros menores). Educar significa socializar, aprender a vivir en común.

Esto parece hoy más o menos obvio -o lo han hecho tal las incontables repeticiones de los conceptos de nuestro autor.(3) En cambio, son menos familiares algunas consecuencias necesarias del planteo sobre las que vale la pena volver a llamar la atención. Eso será lo que sigue -un llamado de atención-, no una aclaración exhaustiva. Para ir más lejos se requeriría la competencia, la autoridad de diversos y complementarios cientistas sociales.

(a) En las lecciones, de 1898-900, que conocemos con el título Leçons de Sociologie. Physique des moeurs et du droit (edición póstuma, P.U.F., 1950), se verifica lo que denominaríamos un desplazamiento, aunque este sea natural: el papel socializador que define la función educativa remite lógicamente a la presencia del Estado como indispensable trasfondo para que, en la civilización política moderna, se lleve a cabo la integración de los individuos al grupo nacional. No sin vacilación, -es un terreno sembrado de riesgos conceptuales-, escribiríamos: para una comunidad de nuestros días, vivir en sociedad implica vivir estatalmente.

Es claro que para que una visión de este tipo se ajuste a las exigencias de la conciencia contemporánea, estén ellas realizadas o no en los hechos, es preciso superar las concepciones clásicas -individualismo y estatismo- que representan los extremos de más fácil adopción. Cada uno de ellos (agregamos) ignora lo que sin embargo está siempre presupuesto: que el individuo no se constituye si no es en el medio regulado; que el poder público no se apoya sino sobre células vivientes.

Es necesario rechazar, por un lado, el minimalismo que hace de los individuos la realidad primigenia y reserva al Estado la única función de salvaguardia del desarrollo de cada cual; punto de vista que se insinúa a cada paso, siendo cierto que hay una crisis de la estatización y que ella ha afectado, no sólo a los principios básicos de los socialismos, sino al más moderado Estado de Bienestar. Pero la otra exageración, la que aman los partidarios espontáneos de los autoritarismos, estaba ya presente en la Europa en la que Durkheim vivía y se expandiría mucho más después de la I Guerra: en el Estado como entidad primaria tienen los individuos su razón de ser, su justificación inclusive ética, la certeza de sus logros más elevados -y no hace falta agregar cómo los totalitarismos posbélicos llevaron esta perspectiva a su paroxismo.(4)

La vía media, debe reconocerse, ofrece sus dificultades. Aparece como un simple tomar de aquí y de allá, sin tesis propia: el poco apreciado eclecticismo. Y la difícil operación de superar la antinomia (en verdad, no se ganaría nada con evocar simplemente la prestigiosa palabra hegeliana Aufhebung), ese embarazo que produce el pensar las síntesis, se deja percibir en pasajes como el siguiente, del propio Durkheim: "La única manera de suprimir la dificultad es negar el postulado de que los derechos del individuo nacen con el individuo (sont donnés avec l´individu) y admitir que la institución de esos derechos es obra del Estado. Entonces, efectivamente, todo se explica. Se comprende así que las funciones del Estado se amplíen sin que de ello resulte una disminución del individuo, o que éste se desarrolle sin que por eso el Estado se reduzca; puesto que, en ciertos aspectos, el individuo es producto del Estado, y la actividad de éste vendría a ser esencialmente liberadora del individuo." (Leçons..., pp. 70-71.)

"En ciertos aspectos": esta manera cautelosa de decir, que podría indicar debilidad de la afirmación, alude a todos aquellos dominios, directamente conectados con lo educativo, en los que la múltiple experiencia social es la condición para que se constituya una personalidad distintivamente humana. De todos ellos, -mencionemos la adquisición del lenguaje como bien común, la moralidad, las categorías teóricas (las en otro tiempo llamadas "gnoseológicas")-, ha hablado el sociólogo aportando aclaraciones decisivas. Desde el punto de vista que adoptamos en este ensayo, es bien conocido que se encuentran indicaciones útiles en Educación y Sociología, que es también un volumen póstumo (1922) en tanto que colección de trabajos breves antes publicados entre 1902 y 1911.

Durkheim ha estado pensando siempre como sociólogo que es, inclusive al hablar de la estructuración política. Lo que proponemos, como línea de interpretación, es rehacer el camino que en la exposición del autor ha llevado del planteo explícitamente social al político (el Estado), y contemplar la estatización como el cuadro -normal, en las naciones modernas- en el que la socialización se cumple históricamente. De todos modos, sin el marco estatal resulta impensable la convivencia garantizada, que sigue siendo el objetivo primordial.

(b) "Salvo casos anómalos, escribe Durkheim, cuanto más fuerte es el Estado, más respetado el individuo": esta aseveración, inusitada para el criterio liberal clásico (o que se pretende tal), se aplica cabalmente al caso de la educación. Para confirmarla -y, quizás, agravar la desconfianza-, interesa citar, asimismo: "Desde el momento en que la educación es una función esencialmente social, el Estado no puede desinteresarse de ella. Al contrario: en cierta medida, todo lo educativo tiene que estar sometido a la acción estatal."

La tesis es menos escandalosa de lo que pudiera parecer. No hace más que asumir lo que está implícito en toda tarea educativa: asegurar una cohesión básica en torno a aquellos principios que, de no ser compartidos, se estaría impidiendo la existencia de la sociedad como tal.

Durkheim, a quien inquietaba asistir en su país a una crisis de anomia -y, una generación antes, a la derrota de Francia ante la disciplina prusiana (de la que se pudo afirmar que se debía también a los maestros, a la escuela)-, no dudó en escribir algunas necesarias frases altisonantes:

"Incumbe a la sociedad recordar incesantemente, al maestro, cuáles son las ideas, cuáles los sentimientos que hay que grabar en el niño para ponerlo en consonancia con el medio en que le toca vivir. Si no estuviera constantemente presente y vigilante para obligar a que la acción pedagógica se ejerza en un sentido social, ésta se pondría fatalmente al servicio de creencias particulares, y la grande alma de la patria se fraccionaría y se disolvería en una multitud incoherente de pequeñas almas fragmentarias en conflicto entre sí. Imposible contrariar más cabalmente el propósito básico de toda educación.

"Hay que elegir: si se concede algún valor a la existencia de la sociedad (...), entonces es indispensable que la educación asegure entre los ciudadanos una suficiente comunidad de ideas y de sentimientos sin la cual es imposible cualquier sociedad. Y para lograr este resultado, es a su vez necesario que no esté totalmente confiada al arbitrario de los particulares."

(Este elocuente fragmento proviene del ensayo "La educación: su naturaleza y su función", de 1911, que forma parte de Educación y Sociología.)

(c) No se ha dicho todo, sin embargo. La orientación global del sistema, que es indispensable, no significa la prestación directa del servicio, el monopolio. Junto a la escuela, es habitual que exista -y no tiene por que sorprendernos, en Uruguay- una escuela privada, que no por sujeta a supervisión ha de ser objeto de sospecha.

Una buena razón para conservar lo privado es aducida por Durkheim en el escrito antes citado e implica cierta disonancia con el concepto corriente según el cual el criterio sociológico ha de traer consigo conservatismo y parálisis. Después de escribir: "en cierta medida todo lo educativo tiene que estar sometido a la acción estatal", añade:

"No significa que necesariamente tenga que monopolizar la enseñanza. La cuestión es demasiado compleja para tratarla de paso. La verdad es que cabe pensar que los avances en materia escolar son más fáciles y rápidos cuando se deja un cierto margen a las iniciativas individuales: con mayor frecuencia innova el individuo que el Estado".

Pero se sabe que en esta materia existe un elemento que propende a desorientarnos. Es la idea de que a menos que lo abarquemos todo con minucioso centralismo, no estamos produciendo nada eficaz o definido.

Es uno de los tenaces prejuicios que reaparecen "a la menor provocación"... Merecería llamarse síndrome bonapartista; irreverencia con la que estaríamos subrayando su costado amenazador.

REFERENCIAS

(1) L´"Empire", stade suprême de l´impérialisme, en Le Monde diplomatique, enero/2001. -Negri es autor, con M. Harot, de Empire, Paris, 2000.

(2) Antes de fines de siglo existía ya una versión española, Madrid, 1890 (trad. de L. Benito).

(3) Aunque es verdad que subsisten malentendidos. Hay tendencia a suponer que el fenómeno de la socialización, tan altamente valorado por Durkheim, se reduce al aprendizaje de un orden mecánico del tipo "mantener las cosas en su debido lugar". Es, desde luego, una simplificación, una caricatura. Es curioso comprobar que un activista que no se caracterizaba por su sutileza, A. S. Makarenko (1888-1939), representativo de la tradición educativa soviética (o, por lo menos, de su notoriedad hacia el exterior), hacía ver la clara diferencia entre adoptar normas colectivas -lo que es inseparable de existencia compartida- y la mera práctica de una prolijidad meticulosa, que corresponde más bien a un individualismo ineducado. De Antón Brátchenko, que tiene a su cargo la cochera de la colonia Gorki (ver Poema pedagógico, I, cap. 12), se nos dice que se mostraba "absolutamente incapaz de comprender la lógica de la disciplina. (...) No reconocía la necesidad de cumplir las reglas de la colonia, y no lo ocultaba". En cambio, era extraordinariamente ordenado en los estrictos límites de la labor a su cargo: carros, arneses, caballos, exhibían un cuidado maniático de su parte. Como Makárenko no acostumbraba hacerse preguntas, no parecía notar la incongruencia contenida en esto de que la implacable exigencia del "oficio" denotara, no sociabilidad lograda, sino in-sociabilidad.

(4) Durkheim ya advertía que el principio del estatismo omnicomprensivo "no tiene sólo un interés especulativo e histórico: se lo ve en tren de empezar un renacimiento, aprovechando el actual desconcierto de las ideas" (op. cit., p. 66). Habría que preguntarse si no se da hoy un "desconcierto" parecido al de un siglo atrás.

r-Educación
Artículos publicados en esta serie:

(I) Constructivismo y educación (Sergio R. Kieling Franco, Nº 109).
(II) El sexto año escolar (Héctor Balsas, Nº111).
(III) Formación lingüística. Maestro de la Frontera (A Menine Trinidade, L. E. Behares, M. Costa Fonseca, Nº 118)
(IV) La formación a distancia (Santiago Agudelo, Nº 124)
(V) Desarrollo y educación (Mariluz Restrepo, Nº127)
(VI) Calidad de la educación (Mariluz Restrepo, Nº 133)
(VII) Informática y educación ( Elida J. Tuana, Nº 136)
(VIII) La computadora en la escuela ( Rosa Márquez Nº 137)
(IX) Informática y educación (Elida J. Tuana, Nº 138)
(X) Los puntos sobre las íes y las jotas (Héctor Balsas, Nº 147)
(XI) La escuela moderna (Ana maría da Costa, Nº 149)
(XII) Filosofía para niños (Stella Accorinti, Nº 155)
(XIII) Reformas educativas y estilos de desarrollo (Cecilia von Sanden-María Luisa González, Nº 161)
(XIV) La ortografía y las creencias (Oscar Yánez, Nº 162)
(XV) Formación cuatro trampas a evitar (OIT, Nº 164/65)
(XVI) Aprender ¿para olvidar o para vivir? (Félix Ovejero Lucas, Nº 179)
(XVII) Reforma e innovación educativa (Guillermo Pérez Gomar, Nº 183)
(XVIII) La Universidad y el futuro (Rafael Guarga, Nº 184)
(XIX) Educación en el siglo XXI (Unesco, Nº 184)
(XX) El hipertexto, herramienta pedagógica (Juan E. Fernández Romar, Nº 185)
(XXI) Tensiones en la "Educación a distancia" (Marta Mena, Nº 188/89)
(XXII) Enseñar filosofía (Silvia Trías, Nº190).
(XXIII) La laicidad en cuestión (Pablo da Silveira, Daniel Schwartz, Nº 192)
(XXIV) Legados dePaulo Freire (Alfredo Ghiso, Nº 195).
(XXV) "Fracaso en la escolarización" (Víctor A. Giorgi, Nº 204)
(XXVI) Reformas Educativas (Enrique Puchet C. , Nº 204)
(XXVII) Lo vocacional y lo ocupacional (Martha Rodríguez Villamil, Nº 204)
(XXVIII) Educación superior (Miguel Angel Ramírez, Nº 206)


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