Serie: Convivencias (XL)

La democracia electrònica

INTERNET, GOBIERNO y SOCIEDAD

Pablo da Silveira

Durante mucho tiempo, la democracia directa fue vista como una forma de gobierno asociada al pasado. Los antiguos griegos vivían bajo una democracia directa, pero nuestras sociedades se habían vuelto demasiado grandes y complejas como para que pudiéramos considerar las posibilidad de imitarlos en este aspecto. Aun una sociedad comparativamente pequeña y simple como la uruguaya tiene muchos más habitantes, está mucho más extendida en el espacio y responde a formas de funcionamiento mucho más complejas que las que podían encontrarse en la antigua Atenas.

Pero la evolución tecnológica ha terminado por modificar este estado de cosas. Primero la difusión del PC, y luego el desarrollo de Internet, han abierto posibilidades de comunicación interindividual que hasta hace muy poco eran inimaginables. Y uno de los efectos que ha tenido esta evolución es que empieza a ser posible pensar en una democracia directa mediatizada a través de las computadoras y de Internet.

La democracia directa ya no es solamente una referencia del pasado. Ahora aparece como una posibilidad que se nos abre en el futuro y, más exactamente, en el futuro próximo. Y esto nos obliga a plantearnos la pregunta acerca de si sería una buena idea avanzar en esta dirección. Dentro de muy poco tendremos las condiciones tecnológicas para instalar una democracia electrónica. Pero la pregunta es si además tenemos razones políticas para hacerlo, o si más bien debemos pensar que, aunque la democracia electrónica sea tecnológicamente viable, no es deseable desde el punto de vista ciudadano.

Hay gente que evalúa muy positivamente esta posibilidad y que reclama, por lo tanto, que el desarrollo tecnológico se oriente a realizarla. Llevado a lo esencial, esta gente piensa del siguiente modo: si las sociedades democráticas hemos optado por la democracia representativa, es porque existía una imposibilidad práctica de mantener la democracia directa. Esto trajo una serie de consecuencias negativas que progresivamente tuvimos que admitir, como la pérdida de control por parte de los representados respecto de lo que hacen sus representantes, la aparición de grandes burocracias partidarias que introdujeron sus propios intereses en el juego político o la pérdida de interés en la política por parte de una proporción importante de la población. Podía ser que todos estos costos fueran inevitables mientras no se había generalizado el PC ni existía Internet. Pero ahora las condiciones han cambiado, de modo que se ha hecho posible volver a participar directamente en la toma de decisiones políticas. La solución a los problemas que se nos han creado es reconstruir la asamblea de ciudadanos, aunque ahora sea bajo la forma de una asamblea virtual y no de una reunión material en una plaza pública.

No hay duda de que esta argumentación tiene cierto atractivo, pero la pregunta es: ¿se trata de una argumentación que debemos aceptar? La respuesta que quiero proponer aquí es negativa. Creo que, aunque sea tecnológicamente posible un retorno electrónico a la democracia directa, sería una mala idea avanzar en esta dirección. Y lo que voy a hacer a continuación es presentar algunos argumentos a favor de esta idea.

Desmitificando la democracia directa

Para avanzar en esta dirección quisiera, en primer lugar, llamar la atención de ustedes sobre un punto: la democracia directa se nos presenta frecuentemente como el paradigma de la pureza y de la transparencia políticas. Las dificultades prácticas nos han obligado a alejarnos de ella, pero lo cierto es que al haberlo hecho hemos perdido algo importante. La democracia directa sería el ideal, y la democracia representativa sería su realización limitada e imperfecta.

Creo que esta manera de ver las cosas se apoya en una mitificación de la democracia directa. En realidad, ni la democracia directa eran tan perfecta como a veces se cree, ni la democracia representativa es tan poco interesante. Y para entender este punto es importante observar que, desde el punto de vista histórico, lo que llevó a las sociedades democráticas a adentrarse en el camino de la representación no fue la simple constatación de que la democracia directa se hubiera vuelto impracticable, sino la convicción de que la democracia representativa era políticamente superior a su predecesora.

La opción en favor de la democracia representativa fue, en efecto, una consecuencia de la opción en favor de la universalización de los derechos políticos. No es verdad que la democracia directa haya podido funcionar en la antigua Atenas o en las ciudades italianas del Renacimiento porque se tratara de comunidades pequeñas. Ciertamente lo eran, pero había en ellas suficiente gente como para que fuera imposible tomar decisiones en una asamblea. Se calcula que en la Atenas del siglo V antes de Cristo había unas cien mil personas. Esta es una población muy inferior a la de buena parte de las ciudades actuales, pero es suficientemente abundante como para hacer imposible el funcionamiento de la democracia directa. Si este régimen podía operar era porque los ciudadanos con derechos políticos sólo representaban una quinta o (en el mejor de los casos) una cuarta parte del total. Las mujeres, los extranjeros y la gran masa de esclavos no contaban políticamente (Finley 1983: 73). Del mismo modo, en la República de Venecia, durante el Renacimiento, solamente los nobles tenían derecho a intervenir en los asuntos públicos, y los nobles eran apenas el uno o dos por ciento del total. En Génova (la otra ciudad-estado que se erigió en modelo de democracia durante la época moderna) sólo unos 1.500 individuos tenían derechos políticos sobre una población de 25 mil (Dahl 1989; 354, Pocock 1975).

El paso de la democracia directa a la democracia representativa no fue, por lo tanto, el costo de un crecimiento demográfico más o menos fuera de control, sino el resultado de una opción en favor de la extensión de los derechos políticos a amplios sectores de la población. Si todos los residentes en Atenas mayores de edad hubieran disfrutado de estos derechos, probablemente la democracia directa hubiera sido impracticable en el siglo V antes de Cristo. La democracia ateniense nos resulta admirable cuando atendemos a su funcionamiento interno, pero eso no debe hacernos olvidar que estaba apoyada en un gran operativo de exclusión. Quien gobernaba no era el conjunto de los atenienses sino una elite con derechos políticos. Ya en aquella época, el pueblo en su conjunto no hubiera podido tomar decisiones.

Este punto es importante porque nos ayuda a tener una visión menos ingenua de nuestra propia historia política. Ni la democracia directa era tan formidable como parece, ni la democracia representativa es tan poco defendible en términos normativos. Sin embargo, alguien podría decir que este argumento a favor de la democracia directa es justamente el que acaba de ser pulverizado por la aparición de Internet. El pasaje a la democracia representativa estuvo fundado en buenas razones (la generalización de los derechos políticos) pero estuvo igualmente motivado por la imposibilidad material de organizar una discusión de la que participara una gran cantidad de individuos. Y esto es lo que ha cambiado con la generalización del PC y la expansión de Intenet. Por primera vez en la historia humana se hace posible combinar el componente participativo de la democracia directa con el componente inclusivo de la democracia participativa. Por primera vez en la historia podremos reunir lo mejor de los dos mundos. ¿O las cosas no son tan simples como esto?

Lamentablemente, no son tan simples. Hay varios argumentos que nos llevan a pensar que la democracia representativa no sólo significó un progreso en términos históricos respecto de la democracia directa, sino que todavía hoy tenemos razones para seguir prefiriéndola. Y de estos argumentos posibles quisiera destacar tres.

La importancia de la mediación política

Para entender el primero de estos argumentos volvamos a una observación de tipo histórico. Los ciudadanos de la antigua Atenas constituían un cuerpo social extremadamente simple. Todos hablaban la misma lengua, todos se remitían a la misma tradición moral, todos creían en los mismos dioses o al menos no tenían dudas respecto a cuáles eran los dioses en los que no creían. Había una gran homogeneidad étnica y de estilos de vida. En una palabra: un ateniense podía quedar en absoluta minoría desde el punto de vista político, pero al mismo tiempo seguía compartiendo con la mayoría una enorme cantidad de intereses y de rasgos distintivos. Algo parecido ocurría en las ciudades italianas del Renacimiento.

Las cosas ya eran diferentes en las colonias norteamericanas de fines del siglo XVIII, que fue donde se terminó de construir la democracia representativa tal como la conocemos. La unidad religiosa había desaparecido y los antecedentes culturales de los ciudadanos se habían diversificado: algunos llevaban varias generaciones en el nuevo continente, otros recién llegaban de Inglaterra, otros provenían de países no anglófonos. Además, la actividad económica se había complejizado en un grado inimaginable para un griego (principalmente a causa del desarrollo de las finanzas) y la distancia territorial hacía que no todas las colonias tuvieran los mismos tiempos ni las mismas prioridades. Si en el siglo V antes de Cristo alguien era identificado como un ateniense, era relativamente sencillo hacer muchas predicciones sobre sus intereses, costumbres y preocupaciones. En cambio, si en 1787 alguien era identificado como estadounidense, el margen de incertidumbre era significativamente mayor.

Este proceso de complejización no ha hecho más que profundizarse con el paso del tiempo, hasta el punto de que aun una sociedad muy simple como la uruguaya encierra múltiples formas de diferencia. Esto hace posible que dos individuos puedan ser uruguayos y al mismo tiempo muy diferentes entre sí. Pero sobre todo hace que un mismo individuo pertenezca simultáneamente a grupos de interés o a colectivos identitarios que no se superponen.

Imaginen un uruguayo que sea al mismo tiempo simpatizante del Partido Nacional, católico, anti-comunista y defensor del medio ambiente. En tanto simpatizante del Partido Nacional, estará de acuerdo con muchos otros simpatizantes del mismo partido en dar su apoyo a la coalición de gobierno. Pero en tanto católico estará en desacuerdo con otras personas que apoyan la coalición y de acuerdo con otros que no la apoyan respecto al tema del aborto. Asimismo, en tanto anti-comunista discrepará parcialmente con la política exterior del gobierno, ya que (junto a muchos otros anti-comunistas que no son simpatizantes del Partido Nacional ni católicos) considerará un escándalo la aproximación a la China continental y el alejamiento de la China nacionalista. Por último, en tanto defensor del medio ambiente se opondrá a diferentes propuestas de industrialización que (junto a otros individuos que podrán o no ser simpatizantes del Partido Nacional, católicos o anti-comunistas) considerará perjudiciales en términos ecológicos.

¿Qué nos enseña este ejemplo? Que en una sociedad mínimamente compleja, la mayoría no existe. Lo que existe es una gran cantidad de mayorías que se constituyen o se desvanecen según cuál sea el tema en discusión. Esto es algo que podemos percibir intuitivamente, porque todos sabemos por experiencia que estamos en mayoría respecto de algunos temas y en minoría respecto de otros.

Este fenómeno de "adscripción múltiple" fue descrito en términos clásicos por Lipset y tiene varias consecuencias decisivas. Pero la que importa resaltar aquí es que un sistema de gobierno que se limite a reflejar la preferencia de la mayoría circunstancial que se constituya en torno a cada tema tendría un comportamiento errático. La mayoría que se constituiría en relación al Tema 1 no estaría necesariamente formada por los mismos individuos ni seguiría los mismos criterios de decisión que la mayoría que se constituiría a propósito del Tema 2. Y lo mismo ocurriría en relación al Tema 3 y al Tema 4. Un gobierno que se condujera de este modo se parecería a un individuo amnésico, cada una de cuyas decisiones sería tomada en el olvido de las anteriores.

Esto explica por qué las sociedades democráticas de los dos últimos siglos no sólo han optado normalmente por el régimen representativo, sino por una modalidad de ese régimen que otorga a los representantes un amplio margen de maniobra. En las democracias representativas, ni quienes asumen responsabilidades ejecutivas ni quienes desempeñan tareas legislativas están mandatados por los ciudadanos. No son simples correas de transmisión sino actores con autonomía, a quienes se les reconoce el derecho de formarse sus propias opiniones y de cambiar de posición. Esto no es producto de una claudicación de los representados ante sus representantes, sino un resultado del modo en que se concibe el vínculo: a los representantes se les encomienda que sean capaces de construir acuerdos políticos a partir de la gran cantidad de mensajes cruzados que emanan de la ciudadanía. Para eso es imprescindible que tengan libertad de movimiento, capacidad negociadora y disposición a dejarse influir por lo que digan los demás.

Nada de esto significa que los representantes queden fuera de control. Sus cargos deben ser periódicamente renovados mediante procedimientos electivos, y sus posibilidades de reelección dependerán al menos en parte de la capacidad de construir un relato que dé sentido a la secuencia de sus decisiones. Pero el punto es que a los representantes se les exige que sean capaces de desempeñar una compleja tarea de mediación política que permita tomar decisiones colectivas coherentes en un contexto plural. Por esta razón, un legislador electo en un régimen democrático no se limita a representar a aquellos que lo votaron, sino que tiene responsabilidades ante el conjunto de la ciudadanía.

La idea de representación política no es una mala ortopedia a la que acudimos luego de constatar que la democracia directa se hizo imposible, sino una construcción cívica fundada en razones positivas. Entre otras cosas, la representación política es un instrumento que nos damos para tomar decisiones que sean sensibles a las preferencias mayoritarias y que al mismo tiempo sean coherentes. Este es un primer argumento a favor del mantenimiento de la democracia directa. Pero ahora quisiera pasar a un segundo, y para presentarlo propongo que nos imaginemos cómo podría funcionar un régimen de democracia electrónica.

¿Cómo funcionaría la "democracia electrónica"?

Asumamos que en cada hogar se ha instalado una computadora y que cada computadora está conectada a Internet. Supongamos asimismo que cada miembro del hogar es reconocido por el sistema como un usuario diferente, de modo que la individualidad de cada ciudadano es estrictamente respetada. Dadas estas condiciones, ¿cómo podría organizarse el proceso de decisión?

Una primera posibilidad consistiría en mantener un Poder Ejecutivo similar al que hoy existe, pero sustituir al Poder Legislativo por una asamblea virtual de ciudadanos. En estas condiciones seguiría habiendo un gobierno renovable en forma periódica, pero éste no debería buscar sus apoyos en el parlamento sino directamente en la ciudadanía. Los responsables del gobierno plantearían públicamente los problemas a considerar y propondrían sus soluciones. Luego, mediante un dispositivo electrónico, cada ciudadano votaría a favor o en contra de sus propuestas. Grandes computadoras se ocuparían de centralizar los "votos electrónicos" y de anunciar los resultados. Así como hoy los gobiernos ganan y pierden batallas parlamentarias, en este caso ganarían o perderían batallas ante la opinión pública.

Suponiendo que todos los problemas técnicos han sido resueltos, ¿supondría este modelo una ganancia en términos de control ciudadano? Contra lo que parece a primera vista, supondría exactamente lo contrario. Lo que habría no es una ganancia sino una pérdida de control sobre el desempeño del gobierno.

En política, en efecto, no sólo cuenta quién aporta las respuestas, sino también quién hace las preguntas. Lo que ha de considerarse un problema político no está decidido de antemano, ni está establecido previamente cuáles son los problemas más importantes o más urgentes. Por eso, y aunque no siempre lo percibamos, una parte esencial de nuestras opiniones políticas consiste en pronunciamientos acerca de cuáles son los problemas que deben ser resueltos, y en qué orden. Tener simpatías ecologistas no consiste en pensar que es importante preservar el medio ambiente (una idea con la que difícilmente alguien discrepe) sino en pensar que la preservación del medio ambiente es un problema que debe ser priorizado. Si esto es así, quien tiene el control de la agenda de discusión pública tiene el control de un aspecto esencial de la vida política.

Por esta razón, en una democracia representativa, la agenda de temas a tratar es parte de lo que todo gobierno debe negociar. Los gobiernos no sólo tienen que construir apoyos políticos para sus propuestas, sino también para seleccionar los temas que van a ser considerados. Con bastante frecuencia, los votos necesarios para aprobar una iniciativa legislativa no se consiguen a cambio del apoyo a otra iniciativa, sino del compromiso de introducir un tema en la agenda. Estas formas de control se perderían si el gobierno pudiera elegir libremente los temas de consulta y los ciudadanos se limitaran a pronunciarse a favor o en contra de sus propuestas. Contrariamente a lo que parece, una forma retorno a la democracia directa en la que el gobierno haga las preguntas y la ciudadanía se limite a reponder nos conduciría a un menor control del gobierno.

Una verdadera "democracia electrónica" no podría reducirse, entonces, a un simple mecanismo de consulta on line. Lo que haría falta es crear un sistema que pusiera a los ciudadanos en condiciones de intervenir en la elaboración de la propia agenda. Podría pensarse, por ejemplo, en la creación de grandes foros electrónicos (inmensas salas de chat) donde la gente se encontrara para presentar sus preocupaciones e intentara convencer a sus conciudadanos de la importancia de discutir un tema determinado. Luego podrían acumularse votos en sitios debidamente identificados y, una vez que un tema alcanzara una mínima cantidad de apoyos, sería incorporado a la agenda. Una vez que esta "consulta de primer grado" definiera los temas a discutir, se realizarían "consultas de segundo grado" para tomar decisiones concretas sobre los diferentes problemas planteados.

Este mecanismo sería bastante más complejo que el anterior, pero todavía no lo suficiente como para asegurar la buena calidad de nuestras decisiones políticas. En efecto, una cosa es saber que un tema forma parte de la agenda y otra muy distinta es asignarle un grado de prioridad en relación a los otros temas. Y esta es una tarea complicada que no puede resolverse por la simple vía de contar la cantidad de apoyos que acompaña a cada propuesta. La relevancia de ciertos temas depende de cuáles sean los otros temas que se están discutiendo y de las decisiones que se vayan tomando. Un tema puede ingresar a la agenda con apenas los apoyos requeridos para ser considerado, pero puede ganar relevancia como resultado de las decisiones que se adopten en relación a otros asuntos. De modo que no sólo habría que crear mecanismos que permitieran introducir nuevos temas en la agenda, sino también mecanismos que permitieran reasignar prioridades en función de lo que se va decidiendo.

La "democracia electrónica" debería ser entonces algo bastante menos simple de lo que hemos planteado hasta ahora. Los ciudadanos deberían poder participar directamente en todas las etapas del proceso de decisión política (desde la introducción de temas en la agenda hasta la toma de decisiones finales), o al menos deberían tener la oportunidad de incidir en cada una de estas etapas. No es imposible imaginar formas de gobierno que satisfagan estas exigencias, pero todas ellas enfrentan la misma dificultad: la inmensa cantidad de tiempo y de energía que se le exigiría a los ciudadanos que quisieran influir sobre las decisiones colectivas.

Para entender este problema hay que empezar por tener presente la enorme cantidad de decisiones políticas que se procesan cotidianamente en una sociedad democrática. En cualquier día que se considere, se están tomando o preparando medidas en campos tan diversos como la política económica, la seguridad interna, la salud pública, la educación, la preservación del medio ambiente, el desarrollo científico-tecnológico, la gestión territorial o la administración de justicia. Muchas de esas decisiones se procesan en el marco de las normas ya existentes, pero otras exigen nuevas leyes o reglamentaciones. La cantidad de asuntos en trámite en cualquier parlamento democrático o en las diferentes dependencias del ejecutivo es bastante más numerosa de lo que solemos imaginar.

Un uso responsable del "derecho a voto electrónico" requeriría, por lo tanto, un esfuerzo importante de parte de la ciudadanía. Para participar con un mínimo conocimiento de causa, la gente debería dedicar varias horas por día a informarse sobre los temas que están en discusión, profundizar en aquellos que le interesen en forma prioritaria y evaluar las diferentes soluciones propuestas. Esto requiere mucho tiempo libre, disciplina, un nivel educativo relativamente alto y una importante cuota de esfuerzo intelectual.

Esto es mucho más de lo que hoy nos exige la democracia representativa para tener algún tipo de incidencia sobre las decisiones colectivas. En un régimen representativo, los ciudadanos tenemos abierta la posibilidad de movilizarnos y convertirnos en militantes o en dirigentes políticos, pero para "existir" políticamente alcanza con que hagamos ejercicio del voto en el momento de elegir a nuestros representantes.

La democracia representativa sólo exige a los ciudadanos que seleccionen con razonable lucidez a sus representantes y que sean capaces de evaluar globalmente la gestión que éstos realicen (principalmente por la vía de atender a las consecuencias de sus decisiones). Para existir como ciudadano de una democracia representativa, alcanza con votar. Y si bien todos sabemos que nuestro voto personal es insignificante desde el punto de vista aritmético, también sabemos que, al sumarse a otros votos, puede tener consecuencias importantes sobre la continuidad de las decisiones y del personal político. Esto también es sabido por los dirigentes, de modo que las eventuales reacciones de los ciudadanos desmovilizados están permanentemente presentes en sus cálculos. El ciudadano de una democracia representativa no tiene que pagar un costo muy alto para "existir" en términos políticos.

Lo que hace toda forma mínimamente ambiciosa de democracia directa (incluida la "democracia electrónica") es aumentar el costo mínimo a pagar para ingresar al universo político. Tal como ocurre en las democracias asambleísticas, la regla "un hombre-un voto" termina siendo sustituida por la regla "un ciudadano movilizado-un voto, un ciudadano desmovilizado-ningún voto". Las únicas dos opciones que se le presentan a los ciudadanos es involucrarse de manera muy significativa en el debate público o dejar de existir políticamente. Y debe tenerse en cuenta que la opción de involucrarse en el debate es enormemente costosa: la "democracia electrónica" exige que cada ciudadano haya desarrollado buena parte de las destrezas y competencias que hoy deberíamos encontrar (y que no es seguro que siempre encontremos) en nuestros representantes

La "democracia electrónica" implicaría así un retorno a una forma de democracia censitaria, que ya no calificaría el voto de cada ciudadano según su riqueza o su nobleza de sangre sino según su disposición o su capacidad para participar en la cosa pública. Quienes carezcan del entrenamiento intelectual o no cuenten con las condiciones de vida adecuadas para involucrarse en el tratamiento cotidiano de los asuntos públicos (pero también quienes prefieran dedicar su tiempo libre al cultivo de su vida privada) serían sistemáticamente discriminados por el funcionamiento de las instituciones políticas. Quien prefiera dedicar sus noches a leer poesía o a entretener a sus hijos corre el riesgo de quedar marginado en un sentido fuerte del término, es decir, corre el riesgo de dejar de existir políticamente. De este modo se perdería uno de los puntos fuertes de la democracia representativa, que consiste en evitar que la disposición a participar en los asuntos públicos se convierta en una condición para tener derechos políticos. Se habría terminado por generar una nueva forma de aristocracia, que sería la aristocracia de los activistas.

La desprotección de las minorías

Hasta ahora he mencionado dos consecuencias negativas a las que nos enfrentaríamos en el caso de instalar una democracia directa por vía electrónica. La primera es que nos quedaríamos sin ningún ámbito donde realizar la tarea de mediación política, lo que tarde o temprano llevaría a tomar decisiones mayoritarias pero inconsistentes. La segunda es que, al elevar el costo que hay que pagar para "existir" políticamente, terminaríamos creando un nuevo tipo de aristocracia. Ahora quisiera mencionar un tercer y último efecto negativo, que es la desprotección de las minorías

La democracia representativa se caracteriza por tratar razonablemente bien a quienes han perdido. Si el partido al que apoyé en las elecciones sale segundo o tercero, habrá sido derrotado en el sentido de que no ejercerá la titularidad del gobierno, pero aun en ese caso mi voto no habrá sido completamente inútil. Mi partido tiene todavía la posibilidad de integrar una coalición parlamentaria o de servirse de su bancada para hacer oposición y, por esta vía, influir sobre las decisiones que se adopten. Dicho de otro modo, la democracia representativa no aplica una lógica del tipo "el ganador se lleva todo" (winner-take-all) sino que reserva cuotas importantes de influencia para quienes han perdido. Esto asegura, entre otras cosas, que las minorías tengan razones para reconocer la legitimidad de las decisiones mayoritarias.

Esto deja de ser posible si se opta por una "democracia electrónica". Como ocurría en la antigua Grecia, ahora no habría elencos estables de representantes ni mayorías ciudadanas que puedan aspirar a una mínima continuidad. Lo único que habría son mayorías que se suceden según cuál sea el tema en discusión. En estas condiciones, la democracia pasa a funcionar con una lógica plebiscitaria: cada decisión se adopta en función del apoyo mayoritario que se haya construido en torno a esa decisión. Y como esa mayoría puede cambiar cuando se trate el próximo problema, no hay nada que negociar ni existen parcelas minoritarias de influencia que puedan ser retenidas. Da lo mismo perder con el 49 por ciento o con el 1 por ciento. En cualquiera de los dos casos, el ganador circunstancial se queda con todo.

Esta lógica se aprecia con claridad cada vez que la lógica plebiscitaria se interpone al juego democrático. Para no poner un ejemplo nacional, voy a referirme a algo ocurrido en Francia en 1992, cuando los ciudadanos debieron pronunciarse a favor o en contra de la profundización del proceso de integración europea. El presidente Mitterrand y varios líderes opositores habían coincidido en dar su apoyo al "Sí". Una parte de la oposición (incluyendo un ala del gaullismo) había llamado a votar el "No". Cuando finalmente se fue a las urnas, el "Sí" ganó ajustadamente con el 51 por ciento de los votos. El resultado había sido casi un empate, pero el "casi" favorecía a los europeístas. Cuando los periodistas le preguntaron a Jacques Delhors (presidente del ejecutivo europeo y figura destacada del socialismo francés) qué opinión le merecía la justeza de las cifras, su lacónica respuesta fue: "en un plebiscito, lo que importa es el resultado". Esta fue una dura lección para los votantes del "No", que descubrieron que no podían sacar mayor partido del hecho de ser casi la mitad de los franceses. El "No" había obtenido el 49% de los votos, pero el resultado institucional era el mismo que si hubiera obtenido el 5%.

La eliminación de los elencos estables de representantes lleva a que sólo se pueda funcionar con mayorías ad hoc que se quedan con todo lo que hay para ganar. El sistema se vuelve incapaz de distinguir entre minorías robustas y minorías raquíticas. Pero además, la eliminación de los representantes vuelve muy difíciles las salidas negociadas. Millones de personas no pueden negociar a la vez. Esto sólo se puede hacer entre grupos pequeños que conocen su propia fuerza y la del otro. Y es importante resaltar que "salida negociada" no significa "salida indigna". Al contrario, una negociación bien realizada genera mayores niveles de legitimidad y da lugar a soluciones más sensibles a la diversidad de demandas de la ciudadanía, lo que normalmente tiende a favorecer a las minorías. En cambio, la lógica plebiscitaria nos encierra en alternativas del tipo "o lo uno o lo otro" en las que no hay lugar para posiciones matizadas (BOBBIO 1987: 20). Esto le quita flexibilidad a las decisiones, al tiempo que deja sin capacidad negociadora a las minorías. Y lo que es más grave, las deja sin razones para reconocer la legitimidad de las decisiones mayoritarias.

¿Qué lugar para la comunicación electrónica?

Los argumentos que he presentado hasta aquí sugieren que sería una mala idea eliminar abandonar la democracia representativa y sustituirla por alguna forma de "democracia electrónica" fundada en una asamblea virtual de ciudadanos. Pero esto no significa que no tengamos que esperar ningún impacto del empleo de las nuevas tecnologías sobre el funcionamiento de las instituciones políticas. Muy al contrario, un uso inteligente de esas tecnologías pueden ayudarnos a mejorar el funcionamiento de las instituciones y, a aumentar los niveles de control ciudadano y a mejorar la calidad de las decisiones. Sólo que vamos a conseguir estos beneficios por caminos que no conducen a una "democracia electrónica".

Quisiera, antes de terminar, mencionar algunos de los aspectos en los que el uso de las nuevas tecnologías pueden aportar novedades importantes. En primer lugar, las nuevas tecnologías pueden permitir mejorar el desempeño del Estado como prestador de servicios y, por esta vía, mejorar de manera significativa la calidad de la relación con los contribuyentes. En diversas partes del mundo, trámites como la renovación de una libreta de conducir, la presentación de declaraciones de ingresos o el cobro de impuestos se están haciendo por vía electrónica. Esto permite mejorar la calidad del servicio (por ejemplo, elimina buena parte de las temidas "colas") al tiempo que ayuda a reducir costos de funcionamiento. Pero además puede contribuir a frenar el deterioro de imagen del sector público y, en consecuencia, a mejorar la imagen de los responsables de la administración ante los contribuyentes. No debe olvidarse que, en Uruguay como en todo el mundo, parte del desprestigio de la clase política se debe a la percepción de que no son suficientemente eficaces como administradores de los recursos públicos.

Este es un terreno donde Internet tiene mucho que aportarle al funcionamiento de las instituciones públicas. En primer lugar, y como dije recién, puede mejorar lo que en el sector privado se conoce con el nombre de "atención al cliente". Por ejemplo, la recepción de quejas y reclamos no sólo puede volverse más ágil, sino que puede dar lugar a respuestas más rápidas y personalizadas. Pero además, la administración estatal puede volverse más eficiente (y mostrar que se vuelve más eficiente) por la vía de racionalizar la relación con sus proveedores o mejorar sus políticas de reclutamiento de personal. Esto no sólo puede dar lugar a importantes reducciones de costos sino que, insisto, puede mejorar significativamente la imagen de la administración ante los contribuyentes/ciudadanos.

En segundo lugar, las nuevas tecnologías de comunicación pueden facilitar el control ciudadano sobre el desempeño de los responsables públicos. Un uso inteligente de Internet permite dar mucha mayor transparencia al manejo de fondos y puede poner a los ciudadanos en mejores condiciones para evaluar la gestión de diferentes autoridades y servicios. Esto es en sí mismo una poderosa arma de lucha contra la corrupción y a favor de la eficiencia. Pero además, como se vio recientemente en nuestro país cuando el Poder Ejectuvo dio a conocer los sueldos de una parte de los empleados públicos, esta una vía extremadamente eficaz para alimentar el debate público con nueva información y nuevos puntos de vista. Un uso inteligente de las tecnologías de Internet puede significar que más gente acceda de manera sistemática a información que hasta ahora sólo estaba al alcance de los jerarcas públicos.

En tercer lugar, un uso adecuado de las tecnologías de Internet permite que la administración se vuelva más sensible a las demandas de los ciudadanos por la vía de un diálogo más fluido entre representantes y representados. Aun en un país con poca población como el nuestro, la posibilidad de tener acceso a un legislador es algo muy trabajoso para el ciudadano común. Y a su vez, para los legisladores puede resultar difícil conocer ciertos estados de opinión sin la mediación de las estructuras en las que se apoyan para obtener información. El uso de páginas Web como ya se hace en nuestro Parlamento puede ser un camino eficaz para que ciertos mensajes lleguen por vías más directas. Esto no significa, por cierto, que el uso de Internet pueda terminar sustituyendo todo el trabajo que hacen, por ejemplo, las estructuras partidarias. Pero se trata de un recurso complementario que puede enriquecer la tarea de representación.

Todas estas son posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías y que terminarán cambiando las maneras de organizar la administración pública, el modo en que los ciudadanos nos vinculamos con el Estado y, en última instancia, las maneras de hacer política. No obstante, no hay que creer que estos cambios sumados conduzcan necesariamente hacia un cambio en la naturaleza misma del vínculo entre gobernantes y gobernados. Por cierto, la evolución tecnológica abre la posibilidad de que consideremos ese vínculo desde nuevos ángulos. Pero de momento no parece haber razones fuertes como para que debamos buscar alternativas a la representación. La idea de representación encierra mucha sabiduría política y está sólidamente protegida contra sus peores debilidades. Por esta razón, lo más útil que podemos hacer no es ponernos a ensayar maneras que nos permitan "librarnos" de la representación, sino buscar los caminos que nos permitan, tanto a los representantes como a los representados, desempeñar mejor el papel que nos corresponde.

REFERENCIAS

Barber, B. 1995: "An American Civic Forum". The Good Society Journal 5/2, 10-14.
Bobbio, N. 1987: The Future of Democracy. New York, Polity Press.
Boyte, H. 1995: "Beyond Deliberation: Citizenship as Public Work". The Good Society Journal 5/2, 15-19.
Dahl, R. 1983: "Federalism and the Democratic Process". En J.R. Pennock & J.W. Chapman (eds.): Liberal Democracy (Nomos XXV). Nueva York y Londres, New York University Press, pp. 95-108.
- 1989: Democracy and its Critics. New Haven & London, Yale University Press.
Darwall, S. 1983: "Equal Representation" En J.R. Pennock & J.W. Chapman (eds.): Liberal Democracy (Nomos XXV). Nueva York y Londres, New York University Press, pp. 51-68.
da Silveira, P. 1995: "Comentario a Nos los representantes, de Roberto Gargarella".Cuadernos del CLAEH (Montevideo) 73-74, 251-63.
Finley, M. 1983: Politics in the Ancient World. London, Cambridge University Press.
Fishkin, J. 1991: Democracy and Deliberation. New Haven & London, Yale University Press.
Gargarella, R. 1994: Nos los representantes. Crítica de los fundamentos del sistema representativo. Buenos Aires, Niño y Dávila Editores.
Lipset, S. 1963: Political Man, New York, Anchor.
Manin, B. 1985: "Volonté générale ou délibération?". Le Débat 33 (1985), 72-93.
1997: The Principles of Representative Government, Cambridge, Cambridge University Press.
Mansbridge, J. 1995: "Does Participation Make Better Citizens?". The Good Society Journal 5/2, 1-7.
McLean, I. 1991: "Forms of Representation and Systems of Voting". En David Held (ed.): Political Theory Today. Cambridge, Polity Press, pp. 172-96.
Novaro, M. 1995: "El debate contemporáneo sobre la representación política". Desarrollo Económico 137/35, 145-57.
Pitkin, H. 1967: The Concept of Representation. Berkeley, CA, University of California Press.
- 1989: "Representation". En Terence Ball et al. (eds.): Political Innovation and Conceptual Change Cambridge, Cambridge UP, pp. 132-54
Pocock, J.G.A.1975: The Machiavellian moment. Florentine Political Thought and the Atlantic Republican Tradition, Princenton, NJ, Princenton University Press.
Thomson, D. 1987. Political Ethics and Public Office. Cambridge, Mass., Harvard University Press.

NOTA: Una versión de este artículo fue presentada por autor en el "Foro sobre ética en internet" organizado por ANTEL en Montevideo, noviembre de 2000

Convivencias
Artículos publicados en esta serie:

(I) La democracia como proyecto (Susana Mallo, Nº 126 )
(II) Nuevas fronteras -lo público y lo privado (Gustavo De Armas Nº 127)
(III) Refeudalización de la polis (Gustavo De Armas, Nº 130)
(IV) América Latina: entre estabilidad y democracia (H.C.F. Mansilla,132)
(V) El defensor del Pueblo (Jaime Greif, Nº 133)
(VI) Crimen, violencia, inseguridad (Luis Eduardo Moras, Nº 137)
(VII) ¿"Fin" de la Historia? (Emir Sader ,Nº 139)
(VIII) Democracia y representación (Alfredo D. Vallota? Nº 140/41)
(IX) Discusión, Consenso y Tolerancia Habermas y Rawls (Jaime Rubio Angulo Nº 140/41)
(X) Irrupción ciudadana y Estado tapón (Alain Santandreu - Eduardo Gudynas Nº 142)
(XI) Moral y política (Hebert Gatto, Nº 146)
(XII) Un señor llamado Gramsci (Carlos Coutinho, Nº 148)
(XIII) La reforma constitucional (Heber Gatto, Nº 151)
(XIV) Un poder central (Christian Ferrer, Nº 158)
(XV) Antipolítica y neopopulismo en América Latina (René Antonio Mayorga, Nº 161)
(XVI) La inversión neoliberal. Marx, Weber y la ética cotidiana en tiempos de cólera (Rolando Lazarte, Nº 164/65)
(XVII) Nazismo, bolcheviquismo y ética (Heber Gatto, Nº 166)
(XVIII) Marginalidad. Frente a las ideas de pobreza y exclusión (Denis Merklen, Nº 167)
(XIX) La invención anarquista (Christian Ferrer, Nº 170)
(XX) Violencia en el espacio escolar (Nilia Viscardi, Nº 172)
(XXI) El ciudadano dividido, (Pablo Ney Ferreira, Nº 173)
(XXII) Terapeutas, ciudadanos, criminales y creyentes (Christian Ferrer, Nº 176/77)
(XXIII) Utopía y esperanza (Damián Mozzo, Nº 181)
(XXIV) Un politicidio en el siglo XX (Hebert Gatto, Nº 181)
(XXV) ¿Fahrenheit 451 para la democracia? (Joseph Vechtas, Nº 182)
(XXVI) ¿Razones para el genocidio? (Hebert Gatto, Nº 183)
(XXVII)Intelectuales y política en Uruguay (Adolfo Garcé, Nº 185)
(XXVIII) La izquierda como proyecto (José Portillo, Nº 186)
(XXIX) ¿Qué socialismo? (José Portillo, Nº 188/89)
(XXX) Economía y sistema de valores (Joseph Vechtas, Nº 192)
(XXXI)Pena de muerte (Héctor Caraballo Delgado, Nº 195)
(XXXII) Poder sobre la vida (Michel Foucault, Nº 197)
(XXXIII) Pena de Muerte El abolicionismo (Héctor Caraballo Delgado, Nº 198)
(XXXIV) La socieda civil global (Alfredo Falero, Nº 199)
(XXXV) Violencia en la familia (Arnon Bentovim, Nº 200/201)
(XXXVI) La conciencia colectiva en América Latina, (H. C. F. Mansilla, Nº 202)
(XXXVII) Teoría política ¿para qué? (Pablo Ney Ferreira, Nº 204)
(XXXVIII) Violencia, inseguridad pública y desigualdad social (Luis Eduardo Morás, Nº 206)
(XXXIX) Dos expresiones del imaginario social Ideología y utopía (Paul Ricoeur, Nº 207)


Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org