Serie: Pensamiento (XC)

LA "VEZ" O LOS FANTASMAS DE LA LÓGICA

Jorge Liberati

La palabra "vez" es una palabra cualquiera, sin contenido conceptual. Una de esas tantas palabras que no presentan ninguna sugerencia conceptual, ninguna significación importante. El hablante, o el escribiente, la introduce aquí y allá sólo para "seguir", para concatenar o referir cosas o hechos que se corresponden con vocablos más importantes. Sin embargo, encierra algunos misterios cuya investigación puede resultar provechosa.

La palabra vez, del latín "vicis", quiere decir "turno" y "alternativa". Le corresponden también las acepciones de "momento" y "ocasión". Si bien hasta ahora no haya despertado mayor interés metodológico, sabemos cómo John L. Austin clamaba por un estudio concienzudo de palabras aparentemente sin trascendencia, como las preposiciones, o cómo Vaz Ferreira dejaba ver la enorme influencia de conjunciones como "sino" o de adverbios como "demasiado", responsables de subvertir y falsear el significado de algunas expresiones. Una sola palabra común, o no conceptual, se puede convertir en la principal articulación del pensamiento filosófico. En la Moral, a Nicómaco, de Aristóteles, la palabra "cosa", o "cosas", aparece unas seiscientas veces, y por lo menos la mitad de ellas es empleada con un matiz de significado diferente.

NI MOMENTO NI LUGAR, SINO TURNO

El significado de la palabra vez parece guardar relación con una especie de forma, perteneciente al tiempo pero independiente de él en tanto decurso o sucesión, necesaria como mínimo para que en ella pueda hacerse contener un episodio o un hecho. Es insustituible cuando no es del caso suministrar datos espacio temporales específicos. Todo hecho ha ocurrido una vez, ocurre la vez de la actualidad que se considere, u ocurrirá una vez futura. El espacio particular y el tiempo exacto en que ocurrió, en que ocurre o en que ocurrirá, sin embargo, ya no interesarán si usamos esta palabra. Nos pueden preguntar si alguna vez escalamos un monte, y podemos responder que sí, que cierta vez lo hicimos. En tal caso la pregunta tanto como la respuesta estarán formuladas sin que fuera preciso decir cuándo y dónde. Sin duda la palabra vez se refiere al tiempo, pero a un tiempo sin nombre.

No se trata, pues, de un momento y de un lugar sino de un turno en que algo "toca". Pero este "toca" no es el tocar de la mano sino el de algo que se corresponde con una porción de tiempo que no interesa a los efectos de la expresión. Por ejemplo: «a mí me toca poner la mesa», o «me toca jugar a mí». En estas expresiones interesa manifestar que pasó cierto tiempo, pero no interesa indicar cuánto, ni interesa saber qué cosa es la que pasó puesto que esa cosa es sobreentendida. Se destaca que sobreviene lo que se sobrentiende. Se desea expresar no el poner la mesa ni el proceder al juego sino la propiedad que poseen estos hechos de relacionarse con personas en alguna ocasión, al menos, o en varias y con alguna frecuencia.

Se advierte, como cuestión ajena al espacio y al tiempo, que una vez no tiene partes; es mentada en su todo y el hablante incluye en ese todo desde el hecho más insignificante hasta el conjunto de hechos más destacados. El cuento que empieza "Había una vez" anuncia una unicidad temporal, aunque se componga de una serie de acontecimientos, hechos, aventuras, que ya no serán llamados "veces". "Había una vez un rey" es una vez que incluye en ella sola todo lo que podrá ocurrir al rey. Ahora bien, si nos fijamos en cada una de las veces en que el rey va de caza o en cada una de las veces en que el rey declara la guerra, advertiremos que no son las partes de la vez en que, se diría, "había un rey" sino las partes del cuento, las partes de la vida de un rey de fantasía o de verdad, u ocasiones y momentos con veces en las cuales la atención se fija en tiempos y en lugares determinados.

Si se quiere encontrar fuera de la vez algo que pueda pertenecerle se debe buscar en otra vez. Sólo otra vez es parte de una vez. Pero de que varias veces pertenezcan a una serie no surge ningún todo. "Estuve por allí un par de veces", por ejemplo, refiere un todo más por el par que por las dos veces. "Te lo he advertido varias veces" no representa un conjunto completo de advertencias sino, más bien, un número suficiente de ellas. "No faltó una sola vez" alude a un conjunto vacío, esto es, a un todo sin partes.

Si nos referimos a las veces que hemos escalado el monte no nos ocupamos de la cantidad, del orden, de la calidad ni de los contenidos narrativos. Diremos, en cambio, que hemos corrido riesgo, que hemos disfrutado o que hemos sufrido el frío, si deseamos contar, ordenar, calificar o fijar relaciones particulares. Proporcionaremos detalles. Estuvimos allá tantas veces; la primera fue tal, tuvimos frío tal día, la última vez fue la mejor, etcétera. Para entonces no se trata de la vez sino de la ocasión número tal, esto es, del momento, de cuestiones, en fin, espacio temporales, con comienzo y fin, con límites. Pero la vez no tiene límites espaciales ni temporales sino límites frecuenciales. Estos límites no limitan entre sí; estas lindes no colindan. Aunque una vez pueda estar en el espacio y en el tiempo, podemos distinguir el aspecto de continuidad o de discontinuidad, es decir, la relación vicisitudinaria, vecera o, se podría decir, vécica.

Con frecuencia no se trata de que algo sea probable. En justo término se trata de que habrá veces. Quizá no se dé la ocasión; quizá no llegue el momento. Pero, sea como fuere, tendremos vez. Es una probabilidad "vécica", un tipo de probabilidad en que lo posible resulta sólo de contar con que habrá algo, aunque esté vacío o sea nada. El tiempo, en este sentido, consiste en saber que lo habrá. Por otra parte, y así como la vez distingue diferencias frecuenciales, también refiere similitudes como las que dan sentido a "conjunto" o a "clase".

Si en un conjunto o clase de acontecimientos encontramos un motivo que siempre se cumple, encontramos también razón para volver pensable un futuro esperado. Decimos que desde entonces se justifica la "inducción". Consiste en considerar que si el motivo se cumple una vez, y si se cumple otra vez, y otra y otra, se supone cumplido "cada vez". Y de allí, si existe un razonable conjunto de veces en que el motivo se cumple, pasamos a establecer la hipótesis según la cual el motivo se cumple y se cumplirá "todas las veces".

Es dudosa la legitimidad de esta forma de vincular los elementos del conjunto, aunque tenga una utilidad práctica incuestionable. Las veces en que "experimentalmente" se ha comprobado un hecho, obran como punto de arranque para luego entrar en un terreno no experimental, no observado. A este terreno se extiende lógicamente la verdad de la proposición, de tal manera que puede considerarse lógica la certeza del hecho. Pero esta certeza siempre es precaria, e incluso se conocen opiniones muy influyentes, como la de Karl Popper, según las cuales la inducción nunca puede dar pie a una ley de la ciencia. Se trata, si se quiere, del instrumento que puede justificar no la verdad de un hecho sino la verdad del mundo al cual pertenece el hecho, el "formato" en el cual puede sobrevenir. Las justificaciones de la inducción, tanto como sus más vigorosas críticas, parten, hasta donde sabemos, de hechos y de sus frecuencias. Sin embargo, deberían advertir que tales frecuencias son frecuencias de veces y no de hechos.

AL HOMBRE PERTENECE EL MUNDO DE LAS OCASIONES

La palabra vez no ha llamado la atención de los filósofos. Sin embargo, la palabra "ocasión" ocupó a pensadores de diversas épocas antiguas. Sin que para nada tenga que encontrarse sinonimia entre ellas, es del todo sorprendente comprobar importantes semejanzas y, sobre todo, advertir que se subrayan en forma inopinada características o propiedades de la ocasión que corresponden con mucha justeza a la vez. En el siglo XI vivió en Bagdad y en Damasco el famoso Algazali. Este hombre atribuía gran importancia al concepto de ocasión. Sostenía que en verdad no había causas de las cosas sino ocasiones independientes de la existencia de cualquiera de sus efectos. No hay ninguna necesidad de buscar tal o cual causa de un efecto porque la única causa verdadera de todos los hechos y de todas las cosas es Dios. Uno de los más relevantes filósofos del siglo XV, Nicolás de Cusa, se refirió a la condición humana comparándola a la de un "Dios ocasionado", puesto que al disponer de cierta libertad puede crear, como Dios, aunque sus creaciones no sean absolutas. El hombre sería, pues, el Dios de la ocasión, como recuerda José Ortega y Gasset, el Deus occasionatus que, aunque limitado por la ocasión, puede crear a semejanza de la divinidad: «el hombre se hace a sí mismo en vista de la circunstancia, que es un Dios de ocasión», afirma el creador de la conocida teoría de la circunstancia, concepto éste vinculado a la vez y a lo que nos toca en la vida.

En el siglo XVII, el siglo del gran Leibniz, vuelve la ocasión a hacer de las suyas, por obra sobre todo de un profesor de Lovaina, Arnold Geulincx. Para él también Dios es la causa verdadera de todo. La voluntad humana: causa ocasional solamente. Su teoría representa la antigua tradición por la cual se cree que nosotros somos el modo de ser de Dios. Fue más lejos aun contemporáneo, el parisino Nicolás Malebranche. De Descartes tomó un concepto capital: la idea (invención fundamental de Platón). La idea, según Malebranche, es el atributo de la voluntad divina, en la cual están las causas de todo. Al hombre pertenece el mundo de las ocasiones (como pensaba Algazali). Malebranche, a pesar de que aparentemente sólo deseaba justificar la fe religiosa, intuía el carácter fenomenal y fragmentario de la experiencia humana, como también lo intuía Leibniz. Éste, de una manera sumamente escrupulosa y analítica, llamó "mónada" a aquello en «donde no hay partes, ni figura, ni divisibilidad posible». La forma que encontró Leibniz de explicar qué eran estos átomos de la naturaleza, como también los llamó, fue la de apelar a la palabra "vez": «Se puede decir que las mónadas no podrían comenzar ni terminar sino de una vez, no podrían comenzar más que por creación y terminar más que por aniquilación; por el contrario», agrega, «aquello que está compuesto comienza y termina por partes».

El problema de las causas o de la causalidad obsesiona a David Hume en el siglo XVIII. Si a menudo la relación entre una causa y un efecto no es perceptible, es decir, no es sensible, no se puede ver, ¿cómo se puede defender esta idea? Todas las ideas, creía Hume, derivan de impresiones, sujetas a espacio y a tiempo, a cantidad, a cualidad. Pero la idea de causa parece escapar a esta característica. La causalidad «puede rastrearse más allá de los sentidos y... nos informa acerca de objetos existentes que no vemos ni tocamos». Relaciones fundamentales son las de contigüidad y sucesión. Pero, ¿cómo advertir la contigüidad y la sucesión si no median los sentidos? Habría una relación o conexión necesaria que haría posible la causalidad; pero, como era de esperar, no encuentra esta conexión en los objetos. No hay una causa necesaria y, como si fuera poco, creemos en aquello que tiene su origen en los sentidos. Hume no cree en fantasmas. Pero, si nuestra manera de conocer prescinde de las conexiones, de la continuidad de las series, de manera que puedan resultar ostensibles la causa y el efecto, ¿cómo realmente procedemos? Nos valdríamos, al menos en ciertos casos, de un «hábito» por el cual se establecerían las relaciones. De modo que la relación se originaría de la «observación de varios casos en que los mismos objetos se dan siempre unidos entre sí», o «constantemente ligados». Y, aunque la «repetición de objetos similares en situaciones similares no produce nada nuevo», afirma, «los casos semejantes son, sin embargo, la fuente primaria de nuestra idea de poder o necesidad». Hume, pues, da un paso adelante: distingue entre "objeto" y "caso". No forja ningún concepto que pueda llamarse vez, pero deja que le ronde, como si fuera un fantasma.

Que haya ocasiones hace suponer que algo pueda sobrevenir. Esta suposición depende de otra, a saber, que existe una serie o un campo lineal. Si algo es probable, sobrevendrá después de una espera que se vivirá sin suspensiones, en forma continua. Pero la vez sobreviene aun cuando no sobrevenga algo determinado. Que algo sea probable o que encuentre su ocasión para ser algo dado dependerá de que alguna cosa se presente o de que algún hecho ocurra. En tal caso no interesará mayormente que de cualquier manera habrá, como si dijéramos, ocurrencias de nada, es decir, veces. Se puede, por ejemplo, establecer la probabilidad de que tal planta sobreviva en tal medio. No se sabe qué ocurrirá, si sobrevivirá o se morirá. Probabilidad de que viva o de que muera y veces para cada una de las probabilidades. Pero habrá una tercera instancia: aquella a partir de la cual comprobaremos alguna de las dos primeras. Para entonces "planta" todavía tendrá sentido para nosotros. La tercera instancia, caso, ocasión, probabilidad, es un caso vécico, aunque sea también eventual, ocasional o como se desee llamar. Diremos: "tal vez la planta sobreviva porque otra planta una vez sobrevivió en las mismas condiciones", o algo por el estilo.

La vez habrá de contar con la repetición si se entiende la repetición como algo que alude a una forma y no a un contenido, o si se entiende que nada que se repite es exactamente igual a lo originario. La ocasión tiene su forma y tiene también su contenido. Y hay ocasión sin veces; hay contenidos de ocasión sin veces. No hay más que pensar en una sola vez para confirmarlo. Pero se usa la palabra vez comúnmente en un contexto de veces. En puridad, no existe una vez sola, puesto que, cuando por ejemplo decimos "una vez viajé a tal lugar", la vez es el acto cuya frecuencia no interesa, como si se dijera "un día fui...".

YACE ESCONDIDO UN CONCEPTO

Esta palabra presenta una propiedad única y estaría sujeta a lógica si en su significado pudiera comprobarse un sentido de tipo relacional. Se refiere a, o nombra, algo que puede esperarse sólo por su forma, válido o no sólo por cómo se han ordenado ciertas variables con cualesquiera contenidos. Es el caso en que responde a una sintaxis, desde que la sintaxis se ocupa del orden que guardan las palabras en la enunciación. Pero, y aquí aparece otro rasgo único, lo esperable de la vez no respeta la serialidad de la lógica. La vez no es secuencial en el sentido en que esta palabra alude a cierta regularidad en su manifestación. La vez resiste cualquier orden, cualquiera sintaxis, cualesquiera de las relaciones formales esperables. Si bien las veces aparecen en serie, esta serie es discontinua.

¿Cómo crece la planta? Tal vez la planta no "sabe" cómo establecer una serie, pero "sabe" cómo establecer una fecha, es decir, un fecho, un acto; sabe de la necesidad de cumplir con ella. La planta tiene fechas, no grandes momentos ni ocasiones diferenciales. Tiene veces. Sin duda, cumple rigurosamente con continuidades; pero no son ellas lo importante en la planta. La planta tiene, en cambio, dehiscencia, esto es, la facultad de dejar que algo emerja, de que un fruto deje salir sus semillas, de que una flor abra. Es, si se quiere, conceptualmente impropio atribuir al organismo una característica sensible que, por cierto, no muestra ostensiblemente. La planta no tiene que continuar sino que vecear. Esto es: no tiene que acumular una serie continua de hechos o, al menos, no es eso lo que primariamente deja trasuntar al observador. No "tiene que", como en el caso del individuo provisto de conciencia. No necesita una voluntad de cumplir o de crecer o de continuar. "Tener que", para ella, ya está en su instinto o, más científicamente, en su programación genética. Pero la programación genética de la planta no es un plan de sucesiones sino un plan de relaciones; no un plan para que algo serie sino un plan para que algo sea. Henri Bergson pronosticó esta característica de la vida al hablar del «élan vital», del «impulso de vida». Este impulso de vida no es una voluntad de ser sino una «exigencia de creación».

Las relaciones que tienen que ver con la planta no son las de la serialidad de sus hechos evolutivos sino las de algo que se ha dado en llamar dignidad de ciertos hechos. Esta dignidad es la dignidad de los fundamentos. Nicolai Hartmann, entre otros, se refiere a ella cuando afirma que «todo ser superior permanece dependiente del inferior, porque "descansa" sobre él y lo "sobreforma". Pero jamás un ser inferior es dependiente del superior, pues según su estructura es más elemental y, justo por ello, indiferente respecto a su sobreformación». Encontramos la dignidad de los fundamentos en la matemática, por ejemplo, desde que un axioma —palabra cuya etimología proviene del mismo concepto— hace posible la verdad del postulado que le sigue en la serie de las jerarquías lógicas. Es de celebrar que también las relaciones constituyan la base de la ciencia exacta, como observó uno de los padres de la lógica contemporánea, Louis Couturat: «la verdadera lógica de las matemáticas es la lógica de las relaciones». Pero la ciencia de la vida no puede atribuir serialidad jerárquica al ser, ya que éste no es ni posterior ni anterior, como es el ente matemático. La vida descansa en lo inferior, que es el fundamento de cualquiera de sus desarrollos. Aunque, es claro, en este contexto "inferior" tiene significado aumentativo y no diminutivo, edificante y no peyorativo.

Apreciamos cómo en la palabra "ocasión" se atesora un importante mojón en la historia del pensamiento. Todo hace pensar que también la palabra "vez" esconde un concepto rico en significados y sentidos. Se trata de indagar un poco más allá de las acepciones del diccionario. Este breve vocablo oculta una historia insospechada. Intentaremos ingresar en ella en próximas indagaciones.

REFERENCIAS

ABBAGNANO, Nicolás, Historia de la filosofía, Hora, Barcelona, 1994, volúmenes I y II.
BERGSON, Henri, La evolución creadora, Planeta Agostini, Barcelona, 1985, III.
BOUDOT, Maurice, Lógica inductiva y probabilidad, Paraninfo, Madrid, 1978, VI.
COUTURAT, Louis, El álgebra de la lógica, Tecnos, Madrid, 1976, p. 99.
HARTMANN, Nicolai, Autoexposición sistemática, Tecnos, Madrid, 1989.
HUME, David, Tratado de la naturaleza humana, Paidós, Buenos Aires, 1974, Tercera Parte, II, V y VI.
LEIBNIZ, G. W., Monadología, Aguilar, Buenos Aires, 1961, 3.
ORTEGA Y GASSET, José, Historia como sistema, Revista de Occidente-Alianza, Madrid, 1987, VII.
POPPER, Karl, La lógica de la investigación científica, Tecnos, Madrid, 1980, Primera Parte, I, 1.

Pensamiento
Artículos publicados en esta serie:

(I) Supratemporalidad de las Humanidades (María Noel Lapoujade, Nº 148)
(II) La idea de problema (Mario Silva García, Nº 149)
(III) Filosofía, camino y experiencia (Mario A. Silva García, Nº 150)
(IV) ¿Crisis de la racionalidad científica? (Ezra Heymann, Nº 151)
(V) Lo natural y lo artificial (Roald Hoffmann, Nº 154)
(VI) Herder y el origen de la lengua (Mario A. Silva García, Nº 156)
(VII) Vico y Joyce (José Guilherme Merquior, Nº 157)
(VIII) Un modelo dialógico del pensar. Reflexiones a partir de un espacio de diálogo intercultural. Mauricio Langón, Nº 158)
(IX) A propósito del dualismo cartesiano. ¿Quién tiene el cuerpo? (Massimo Desiato, Nº 159)
(X) Verdad y mentira en el lenguaje (Mario A. Silva García, Nº 160)
(XI) Habermas y la hermenéutica (Gianni Vattimo, Nº 162)
(XII) Avatares de la imaginación (Maria A. Silva García, Nº 163)
(XIII) ¿Comprender o explicar? (Alberto Chá Larrieu, Nº 164/65)
(XIV) Los arquetipos (Mario A. Silva García, Nº 167)
(XV) Arquetipos y pensamiento colectivo (Mario A. Silva García, Nº 169)
(XVI) Emanuel Levinas (Efraim Meir, Nº 170)
(XVII) Los arquetipos en el pensamiento filosófico (Mario A. Silva García, Nº 174)
(XVIII) Etica y moral (Mario A. Silva García, 176/77)
(XIX) Nietzsche Un polémico legado (Pablo Ney Ferreira, Nº 179)
(XX) La gran fisura (Francis Fukuyama Nº 182)
(XXI) La gran fisura (Francis Fukuyama, (INEDITO) Nº 182)
(XXII) La casa (Mario A. Silva García, Nº 182)
(XXIII) Especulación trascendente acerca de La supuesta intencionalidad en el destino individual (INEDITO) (Arthur Schopenhauer, Nº 183)
(XXIV) Una confidencia (Mario A. Silva García, Nº 183)
(XXV) Estética contra ética (Amelia Valcárcel,.Nº 184)
(XXVI) Revisión de la analogía (Oscar Luis Sarlo, Nº 186)
(XXVII) Etica y estética (Ezra Heymann, Nº 190)
(XXVIII) Realismo ontológico, relativismo epistemológicoLa mirada médica (José Portillo, Nº 192)
(XXIX) Schopenhauer y Nietzsche (Rüdiger Safranski, Nº 194)
(XXX) El "Ariel" de Rodó (Mario A. Silva García, Nº 195)
(XXXI) La realidad ¿inventada? (José Portillo, Nº 196)
(XXXII) Nietzsche, el crítico (Enrique Puchet C., Nº 198)
(XXXIII) Nietzsche, el retorno (Ma. Noel Lapoujade, Nº 198)
(XXXIV) Nietzsche: ¿filósofo o poeta? (Mario A. Silva García, Nº 199)
(XXXV) Arturo Ardao De y por la inteligencia (Ma. Angélica Petit, Nº 200/201)
(XXXVI) Arturo Ardao La pasión y el método (Jorge Liberati, Nº 200/201)
(XXXVII) ¿Por qué temer a los depredadores (Enrique Puchet C., Nº 202)
(XXXVIII) Martin Buber Una lectura de la filosofía contemporánea (Pablo Da Silveira, Nº 203)
(XXXIX) ¿Qué es el hombre? (Andrea Díaz Genis, Nº 204)
(XL) Quine (Carlos E. Caorsi, Nº 205)
(XLI) Una realidad que se escapa de las manos (Jorge Liberarti, Nº 206)
(XLII) Identidad cultural (Ezra Heymann, Nº 206)
(XLIII) El mal (Mario A. Silva García, Nº 207)
(XXXIX) Crítica del instante y del continuo Tiempo e historia (Giorgio Agamben, Nº 208)


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