Serie: La Responsabilidad (XLII)
¿Globalización o ecumenismo?
María Luisa Pfeiffer
Tanto del lado de la ética como del lado de la religión, se proclama la justicia y el amor y a la vez ambos discursos se ven negados por una práctica injusta, implantada por el odio y las diferencias, apoyada en la violencia y la destrucción. Etica y religión deben ser prácticas. Si nos empeñamos en hacerlas efectivas, habremos dado un primer paso hacia un mundo más bueno.
"Cuando odiamos a un hombre,
odiamos en su imagen algo
que se encuentra en nosotros mismos".
Herman Hesse
El ataque y la caída de las torres gemelas de Nueva York fue espectacular. No solo su realización sino cómo fue difundido por los medios nos induce a asociarlo con una película de Hollywood. Es precisamente el desarrollo del cine americano uno de los principales factores en la escalada de la concepción del mundo como un mundo de la imagen, es decir la imperancia de un cosmos imaginario puro en que la imagen no remite a nada más que a sí misma. Estas imágenes, que invadieron las pantallas de todo el mundo durante más de dos días, evitaron la presencia de la sangre, que es casi la única referencia a lo humano en los filmes catástrofe. Igual que con las películas, donde a nadie le interesa el argumento sino lo llamativo e impactante de los efectos especiales, este espectáculo producía una macabra y placentera atracción que impedía sustraerse a la necesidad de verlo y seguir viéndolo una y otra vez.
Pero no solo la preeminencia de la imagen sobre el contenido identifica lo sucedido con una película, sino que todo el desarrollo del atentado sigue los códigos de las producciones de Hollywood: por ejemplo, hay en este film un sheriff que busca al asesino "vivo o muerto" y todos estamos esperando la recompensa, la acción se desarrolla entre buenos y malos y deben "ganar" los buenos, aniquilando a los malos de cualquier manera y esa será la única manera en que todos (¿todos?) podamos salir del cine reconfortados porque "se hizo justicia".
Hasta tal punto la simplificación de la vida a que nos ha acostumbrado el cine y la televisión norteamericanos marca nuestras reacciones morales, que las diplomacias se plantean la necesidad de alinearse detrás de alguno de los dos bandos que se van a enfrentar, en una especie de "duelo al sol" a "la hora señalada". Claro está que en este juego no hay opción válida, todos quieren ir detrás de los buenos, los que se autoproclaman los buenos, lo cual significa exterminar a los malos.
Esta opción es exigida y alentada desde diversos ámbitos políticos y no políticos. Para estos, que a veces parecen ser los más escuchados, los espacios territoriales, ideológicos, religiosos, históricos, políticos, desaparecen detrás de una división simplificadora de las diferencias, en un aquí y un allá. Dentro de ellos encontramos a muchos conformadores y propagadores de opinión que ya han decidido que los malos son los terroristas; por supuesto que los que ponen bombas y hacen estallar aviones, ellos son hoy el mal absoluto. ¿Hay algo más parecido que esto a un fundamentalismo?
La razón occidental, pivote de sus éticas, sus políticas, sus ciencias, su declaración de los derechos humanos, cede al temor de no ser suficiente para garantizar la vida y vemos que una especie de resurgimiento del miedo a la muerte va ocupando su lugar, refugiándose en lo que la vulgarización darwiniana denominó supremacía del más fuerte. El que tenga más fuerza, el que sea capaz de alinear detrás de sí a los países más poderosos será el dueño de la razón. Agreguemos a esto el condimento moral y no solo será razonable atacar y aniquilar a los terroristas y a todos aquellos que estén cerca de ellos.
La razón aportada por Grecia a la cultura occidental, la igualdad y la libertad aportadas por el judeo-cristianismo, han sido enterradas junto con las gemelas y vemos resurgir de entre sus cenizas: la venganza, el resarcimiento, la revancha, la "represalia", la lógica de la guerra, apoyado todo ello en el imperio de la fuerza.
Sin embargo esto no es nuevo; esta lógica viene rigiendo las relaciones entre los hombres desde siempre, burlándose de todos los discursos y declaraciones en favor de la justicia y la paz. En realidad lo sucedido en Nueva York solo cambió el escenario del horror, de la muerte de "inocentes" y la vigencia de la arbitrariedad. Recordemos algunos datos:
Cada minuto gastan los países del mundo 1,8 millones de dólares en armamento militar. Con el 7% de ese gasto se evitaría la muerte por hambre de todos los niños del mundo.
Cada hora mueren 1.500 niños de hambre o de enfermedades originadas por el hambre o por causas evitables. Esto representa una media de 4 por segundo.
Cada semana de la década de los 80, han sido detenidos, torturados, asesinados, obligados a exilarse o bien oprimidos de las más variadas formas por regímienes represivos, más seres humanos que en cualquier otra época de la historia, exceptuando el tiempo de la segunda guerra mundial.
Cada mes el sistema económico mundial añade por lo menos 75.000 millones dólares a la deuda del trillón (un millón de billones) de dólares que ya está gravando de manera intolerable a los pueblos del tercer mundo.
Cada año se destruye para siempre una superficie de bosque tropical equivalente a la de la provincia de Córdoba de Argentina.
¿Cómo podemos volver a plantear la justicia? Estas cifras no provienen de acciones puntuales, sino de conductas que desde hace mucho tiempo van en la misma dirección: la que provocó las dos guerras mundiales, el archipiélago de Goulag, el holocausto, las bombas atómicas, la guerra de Vietnam, los desaparecidos de América Latina, por no nombrar más que algunos de los hechos políticos más detacados. Esas cifras son solo indicadores momentáneos que en cualquier momento pueden empeorar, sobre todo si seguimos pensando en solucionar los problemas mediante la fabricación de armas cada vez más sofisticadas. Y sobre todo: estas cifras no han sido causadas por terroristas que actúan fuera de la ley, sino por un terrorismo institucionalizado. .
Libertad y tolerancia
El Estado libre democrático tiene una propuesta que difiere de la de un Estado medieval-clerical o incluso moderno-totalitario. Su propuesta no es hija de una neutralidad respecto de valores y concepciones de la vida sino, por el contrario, la afirmación de sus fundamentos, que son la igualdad de las personas, su libertad y la ley como consenso necesario. Esto significa que debe practicar la tolerancia que atañe a la diversidad de religiones y confesiones, de filosofías e ideologías. En ello está su debilidad y al mismo tiempo su fuerza.
¿Significa esto que otras concepciones de la vida no valoran la libertad o los derechos de las personas? Lo que significa es que occidente ha logrado una formulación explícita de ciertas necesidades del hombre para poder serlo y vivir con otros que tal vez (digo tal vez porque mi ignorancia, como la del resto de occidente, es enorme sobre culturas y filosofías no occidentales) no hayan explicitado otros pensamientos. Su propia concepción de lo que es debido impide al Estado democrático imponer ese sentido o estilo de vida, así como prescribir legalmente cualquier clase de valores supremos o normas últimas. Su tarea es totalmente contraria a la de la imposición por la fuerza (sea esta militar, política o económica), ya que consiste en conseguir un consenso fundamental entre diferentes culturas que nunca podrá tener el signo de la globalización: ser total y estricto, sino el del ecumenismo, es decir, el de una dinámica reconocedora de las diferencias.
Frente a acciones como las que destruyeron las gemelas, que revelan también algún tipo de fundamentalismo cuyo signo aún no conocemos, puesto que no podemos caer en la simplificación hollywoodense de haber encontrado al responsable simplemente recordando un intento de atentado del año 1993, ¿es posible hallar puntos de coincidencia con sus autores? ¿Finalidades comunes? Sting dice en una de sus canciones: "lo único que nos puede salvar es que ellos también amen a sus hijos".
Sólo si cambiamos la óptica y nos empezamos a preocupar y ocupar en lograr una amplia base de coincidencias, en que tengamos en cuenta en qué mundo queremos vivir, podremos entendernos y no matarnos, tanto a nivel de pequeñas como de grandes sociedades. Es un principio altamente comprobado que la violencia genera violencia y que nadie gana en una guerra, sino que pierden todos.
Podemos inmolar la vida propia en aras de un ideal o incluso de un sueño, pero no podemos inmolar vidas ajenas. Esto es lo que es reconocido por la declaración de los derechos humanos. Reconocer el derecho del otro incluso a ser fundamentalista es la dificultad con que se enfrenta la proclamación de los derechos humanos, que deben ser respetados y hechos efectivos bajo cualquier circunstancia y no solamente si los respeta el que está enfrente. No podemos usar un juicio justo, el derecho a la defensa y una condena acorde al crimen con quienes comparten nuestra forma de vida, y la violencia, la destrucción sin apelación posible, la venganza sangrienta con lquienes no comparten nuestras creencias. La auténtica dificultad y el mayor desafío no es dialogar y alcanzar un acuerdo con los iguales sino con los diferentes, y no me estoy refiriendo aquí a los árabes, como la simplificación televisiva podría inducirnos a pensar, sino con cualquiera que proclame y pretenda imponer modos de vida totalitarios o marginales.
Acciones de fuerza como estas provocan sentimientos encontrados: odio, fracaso, miedo, angustia, sorpresa, tristeza, y ellos son los que deben empujar a buscar la comprensión, a un primer saludable ejercicio de ponerse en la piel del otro para comprender desde dónde hace y piensa, lo que hace y piensa, y al segundo saludable ejercicio de preguntarse cuál es la responsabilidad que cada uno tiene en este tipo de sucesos, sobre todo a nivel institucional. No basta con estar informado: es preciso hacerse responsable por lo acaecido. Esa responsabilidad está muy lejos de dividir el mundo entre buenos y malos y considerar buenos a los que más me simpatizan o a los que más se acercan a mi forma de vida y viceversa. No basta tampoco con traducir responsabilidad por buenas intenciones, confomando los juicios a la apreciación subjetiva de la presencia de ciertos valores en las conductas, como justicia, amor, verdad, olvidando las consecuencias de esas mismas acciones, la situación concreta de la que nacen, sus exigencias y repercusiones.
Ejercer la responsabilidad exige como primer paso buscar las justificaciones a los actos para poder determinar cuánto de bien entrañan y cuánto de mal. Ser responsables es encontrar algún tipo de medida para elegir unos actos frente a otros, comprendiendo que nunca van a ser definitivamente buenos ni malos, que todo acto, por mejor que sea, causa daño a alguien. Ser responsable es además hallar respuestas para el que sufre, consuelo para el que llora, fundar un mundo equitativo para todos en que todos los que hacen daño sean apartados de la sociedad para que no sigan haciéndolo.
¿Desde dónde todos los que de alguna manera somos responsables podemos ponernos a pensar un futuro en que atentados como este no se repitan?
¿Desde dónde deben comenzar al pensar el futuro de la humanidad los responsables de regiones, religiones e ideologías? La respuesta debería provenir de una ética y una política, pero con la salvedad de evitar un carácter global de las mismas, ya que esto conlleva el peligro del signo que tendrían esa ética y política globalizadoras. Quizá debiéramos considerar la posibilidad de ir conformando ámbitos de consenso: encontrar fines comunes y realizarlos. Al concretarlos deberíamos aceptar que los medios fueran diferentes, que llegáramos a ellos por vías diferentes, lo que llevaría a un planteo ecuménico y solidario. Pensemos que incluso el pensamiento occidental limita la libertad con la justicia, la productividad con el respeto a la naturaleza y la igualdad con la tolerancia, y a la que le exige la paz. La libertad, la justicia y la solidaridad con los otros y con la naturaleza se limitan mutuamente, lo que impide convertirlos en principios o valores absolutos.
Los fines no deben ser impuestos como verdades absolutas. Tomemos el ejemplo de la libertad, que es el principio cuyo carácter absoluto es proclamado con mayor frecuencia. A pesar de ser considerado el valor supremo por la ética y la política occidentales, sabemos que su práctica es imperfecta y contingente, porque en muchos más casos de lo deseable el ejercicio de la libertad, tal cual es entendida en occidente, conduce a la destrucción y la muerte no sólo propia, sino también ajena. De modo que nos enriquecerá sin duda comenzar a pensar y vivir la libertad con otro signo que no sea el del individualismo.
El camino a recorrer no es el de la globalización integradora a la cultura occidental de todo otro tipo de exteriorización cultural. No es fagocitar a otras culturas blandiendo la bandera de la verdad y la justicia, ni tampoco conseguir la paz ignorando las diferencias y contradicciones y permitiendo acciones que siembren la muerte. El camino es el más difícil, es el de reconocer valor de verdad a afirmaciones que cuestionen de plano la libertad tal como hasta ahora la entendemos y reconozcan valores donde, aunque sea a nivel del discurso teórico, el pensamiento occidental ve disvalores, como ser la violencia, la muerte, la desigualdad de los sexos, la negación de la ciencia.
¿Significa esto implantar un relativismo que rechace todo absoluto y para el cual todo tenga el mismo valor? Más bien significa atreverse a una racionalidad que aunque reconoce al absoluto no se identifica con él, pero sí se permite contemplar y considera cada cultura en su propio contexto. No es que todo "dé igual", sino por el contrario es asumir una actitud práctica de prescindir de ortodoxias que se constituyen a sí mismas en la medida de la salvación. El ecumenismo permite la síntesis, mientras que la globalización exige el sincretismo en que se funden y amalgaman lo posible y lo imposible.
Las religiones
Por último, algo que debemos reconocer, valorar y recuperar: el peso de las religiones en la vida de las personas y los pueblos. El esfuerzo del pensamiento de la modernidad por deshacerse de un dios identificado con el ser de la metafísica griega, y convertido en justificación de los poderosos, se radicalizó como negación del costado religioso del humano. La religión pasó a ser cosa de mujeres y pusilánimes temerosos de enfrentar los desafíos de la libertad. Ello impidió que el primer motivo de reacción contra las religiones establecidas, que era el imperio de la metafísica y del poder amparado en la religión como ideología, pudiera ser cuestionado realmente. Es así que hoy vemos muchas veces a algunas iglesias amparar a poderes que las usan y las tiran como a cualquier objeto de consumo.
Sólo la ciencia antropológica seguía considerando las religiones como elementos diferenciadores de morales y culturas, al mismo nivel que los lenguajes, los modos de representación del mundo y los órdenes político-sociales.
La religión no solo operó sino que opera en la vida de las personas y los pueblos. Es por ello que me hago eco de la afirmación de Küng, teólogo alemán conciliar, quien afirma que es imposible una paz mundial sin paz religiosa. En 1970 se realizó en Kioto (Japón) la Conferencia mundial de las religiones en favor de la paz, en la que se buscó coincidir en la formulación de una ética mundial. Se reunieron allí miembros de la fe bahai, budistas, confucionistas, cristianos, hinduistas, jainistas, judíos, mahometanos, sintoístas, shiks y zoroatristas, tratando de descubrir lo que los unía y no lo que los separaba. En su declaración dejaron establecidas algunas de esas coincidencias: la dignidad del ser humano, la inviolabilidad del individuo y su conciencia, el valor de la comunidad humana, que poder no equivale a derecho, la preferencia por el amor, la veracidad, el altruismo y la compasión frente al odio, el egoísmo y la enemistad, la opción por los pobres y oprimidos.
Existe un desarrollo ético de lo que se ha dado en llamar la regla de oro. Esta regla de oro es un importante lugar de coincidencia entre las religiones. Está formulada explícitamente por Confucio (aprox. 551-489 a.C.) "Lo que no deseas para ti no lo hagas a los demás hombres ", en el judaísmo "No hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti" (Rabbi Hillel, 60 a.C. 10 d.C.) y por el cristianismo "Lo que quieran que les hagan los otros, háganlo también ustedes". La regla de oro es la contracara de la ley del talión, que empuja a la revancha y la represalia. Más allá de las tentaciones que han sufrido las religiones de exigirles obediencia ciega a sus fieles, incluso llegando a violentar las conciencias en más casos de lo deseable, pueden hoy ofrecer motivaciones morales convincentes y modelos de vida con los que pueden llegar a coincidir muchos no creyentes.
¿Significa esto dejar de lado la razón? Significa simplemente comprender que la razón no llega a todos los ámbitos de la vida, que los humanos somos movidos por muchas motivaciones, más allá o más acá de las racionales, y que si vamos a dialogar en serio no podemos dejarlas de lado, sobre todo porque la presencia de lo religioso es determinante en este momento histórico.
"La religión es vestigio del antiguo estado de siervo", dice Spinoza en los albores de la modernidad. Esta creencia, firmemente arraigada en filósofos y científicos, ha opuesto la religión a la razón, la existencia de Dios a la existencia de la libertad. ¿Cómo establecer entonces un vínculo entre la ética, apoyada en la razón y la libertad del hombre, y la religión? Hemos visto que tanto de un lado como del otro se proclama la justicia y el amor y también como tanto de un lado como del otro este tipo de discursos se ven negados por una práctica injusta, implantada por el odio y las diferencias, apoyada en la violencia y la destrucción. Etica y religión tienen en común que no son discursos, no son teorías, sino que deben ser prácticas. Si nos empeñamos en hacerlas efectivas, habremos dado un primer paso hacia un mundo más bueno.
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