Serie: Orbe Freudiano (XI)

El Edipo femenino 

FEDRA O LA CERTEZA DE LA PASION

Elina Wechsler

El personaje de Fedra es mucho más que el de una madrastra enamorada de su hijastro. Es la tristeza infinita, el dilema ético, el sacrificio extremo, el deseo compulsivo de la confesión amorosa, el alarido desgarrado de la pasión: su arquetipo

Amar a quien no se debe, como se ha dicho, o más bien, amar a quien no se puede amar. Pasión por la disimetría, por la imposibilidad, goce histérico en la insatisfacción, llevado hasta la muerte como castigo por la desmesura.

Fedra, raptada primero y transformada luego en reina y esposa por Teseo, héroe de héroes, se enamorará, durante la ausencia de su marido, de Hipólito, su hijastro. Al anuncio del regreso de Teseo, a quien se daba por muerto, se considerará un monstruo por haber confesado su pasión.

Condenada de antemano, como en toda tragedia, sacrificará hasta su vida por este arrebato que nada ni nadie podrá calmar.

Arrebato pasional femenino que, cambiante en las formas por las modalidades de los tiempos, sigue apareciendo como la tragedia femenina por antonomasia. Como si el destino-mujer se expresara aquí de manera radical.

Morir de amor, real o psíquicamente, concierne también a los hombres, pero en nuestra cultura, y esto es precisamente lo que nos indican los clásicos, se muestra como lo específico de la tragedia femenina.

Los héroes, interesados por la guerra, la batalla, el adversario, el honor, los asuntos civiles. El discurso pasional masculino suele encubrirse por la razón de Estado. Las heroínas, en cambio, hablarán desde una verdad personal que atañe a los asuntos de familia y, en último término, del amor.

Así, en Eurípides, Medea matará a sus hijos por el desamor de su marido, Jasón, y Fedra actuará el arrebato pasional por Hipólito anudando dramáticamente la transgresión pasional y la prohibición que Teseo, padre y esposo mitológico, representa. El rumor sobre la muerte de Teseo desencadena el arrebato pasional, en aras de lograr el goce imposible que ahora sí, en ausencia de la Ley, se creerá posible.

La palabra de Fedra se inscribe en una cadena genealógica femenina; ella pone la voz desgarrada a las historias repetidas de las mujeres de su familia.

- ¡Oh, el odio de Venus! ¡Su cólera fatal!

¡A qué extravíos el amor condujo a mi madre!

Ariadna, hermana mía; ¿de qué amor herida

fuiste a morir en la orilla en que te abandonaron?

Cadena hablante de una genealogía trágica femenina. Mujeres esclavas del falo, encarnación de la castración. Fedra se describe como atravesada por la cadena maldita, pero justifica su acto no como determinado por ese drama, sino en nombre de la certeza de su amor, que, como a los de su madre y su hermana, idealiza, transforma en goce supremo y en arma de batalla.

Fedra encarna el fantasma de las mujeres de su linaje, les da su voz.

Lo no simbolizado en torno al lugar de lo femenino es el resorte de su discurso, de sus síntomas y de sus actos. Los significantes privilegiados: amor, horror y abandono. La maldición cae sobre la madre y recae sobre las hijas.

Personajes míticos de Creta, su madre, Pasifae, se enamoró de un toro (¿hay alguna duda sobre este símbolo fálico?) y de su unión nació el Minotauro, el monstruo que despierta horror y que representa un flagrante desorden de lo humano. Su hermana Ariadna se enamoró de Teseo, a quien posibilitó encontrar la salida del laberinto. Se fugaron. Teseo la abandonó en la isla de Naxos.

No se trata ni más ni menos que de la repetición del drama de la generación anterior, y aun, del drama femenino por excelencia, vivir y morir por el amor, convirtiéndose la pasión por un hombre en el único horizonte libidinal posible. Causa de vida o de muerte.

Lo que Fedra sabe

Lo que Fedra sabe, lo que siempre ha sabido, es que Hipólito desprecia a las mujeres, odia su sexo y rechaza por tanto la sexualidad y el matrimonio.

Fedra ama desesperadamente a este enemigo de las mujeres, un hombre que no puede amarla. Allí se juega su deseo, su reto, su desafío. Queda comprometida, a pesar de ella misma y de sus dudas éticas, a un hombre que está fuera de la posibilidad de ser alcanzado.

Hipólito vive captado por el mito de su propio engendramiento. Su padre habría raptado y luego abandonado a su madre, Antíope, y luego a Ariadna y a Pelibea. Este hijo de héroe rechaza a las mujeres, causantes del deshonor paterno, aunque inconcientemente se nos revela como identificado con la castidad materna antes de la caída. Pobre hijo casto de un padre glorioso, al que sólo podrá finalmente emular al precio de una muerte heroica.

Será justamente frente a este "hombre imposible" que Fedra experimentará el flechazo, pues está tomada por el goce que da la impotencia de la satisfacción. Captura del cuerpo bajo la forma histérica conversiva de la ceguera y el mutismo:

-Lo vi, me sonrojé y palidecí luego;

la emoción turbó mi alma enajenada;

mis ojos no podían ver y mis labios no hablaban.

Mis fuerzas me abandonan.

Me siento deslumbrada al ver la luz del día,

y mis rodillas, temblorosas, no aciertan a sostenerme.

Mis ojos, a pesar mío, se anegan en llanto.

Un mal diferente me turba y me devora.

Un cuerpo para la cristalización fantasmática que carga sobre sí las marcas, las cicatrices de la castración imaginaria femenina. Un cuerpo que desfallece como ha desfallecido, reprimida, la pregunta que la habita.

Un espacio teatral que anuda la pasión incestuosa y prohibida con la pasión discursiva. Fedra quiere decirlo todo, exhibir su palabra amorosa. Más que la realización, busca y encuentra en Enone, su nodriza y confidente, más tarde en el propio Hipólito, que la escucha entre fascinado y horrorizado, y finalmente en Teseo, interlocutores hacia quienes dirigir su certeza.

Terrorismo pasional discursivo, confidencia que llevará al efecto trágico por antonomasia: la muerte de Hipólito, el suicidio de Enone, su propio suicidio.

FEDRAS MODERNAS

Las mujeres de nuestra cultura ya no están conminadas a quedar encerradas en palacio, como Fedra, ocupadas sólo en los hijos y en las labores llamadas femeninas. Pueden desarrollarse como profesionales, artistas, científicas, pueden viajar y conocer el mundo… siempre que la neurosis no las detenga, pues "el amor o la actividad" sigue presentándose como una encrucijada específicamente femenina, que nos interpela desde la consulta psicoanalítica.

Si el complejo de Edipo en la mujer presenta escollos específicos, trataremos de ver esta problemática desde allí y no desde otras vertientes, como la sociología, o aun, el feminismo.

Los estados pasionales femeninos se presentan clínicamente como el reverso de la autonomía femenina en cualquiera de sus ámbitos, pues implican el sacrificio extremo en nombre del amor.

Todos los demás aspectos de la vida quedan entonces anulados por este arrebato que nada ni nadie, mientras dura, podrá calmar. La causa desesperada se pone al servicio de una derrota inevitable y mantiene a las mujeres en un destino de fracaso.

¿De qué nos advierte la insistencia de esta maldición en la tragedia clásica? De aquello que yace en lo inconciente, en el sentido freudiano del término, del goce en el exceso, que convoca a repetir justamente el goce absoluto que no pudo realizarse con el objeto primordial y que no se realizará jamás.

Dice Freud que "Toda vez que existía una ligazón-padre particularmente intensa, había sido precedida, según el testimonio del análisis, por una fase de ligazón-madre exclusiva de igual intensidad y apasionamiento" (énfasis de EW).

La pasión femenina instaura una posición invertida en virtud de la cual la mujer ama como hubiera querido ser amada. La hija invoca así al hombre como detentor de una plenitud fálica, herencia imaginaria del Otro primordial, la madre, que alimentó la avidez de la demanda, esencia de la pasión.

El padre, que se significó en la fase fálica como poseedor del falo que le falta a la madre, hereda la omnipotencia con la que ésta estaba investida y el fantasma concomitante de un goce ilimitado. La niña no ha hecho más que desplazar sobre el padre, y más tarde sobre un hombre, las metas de su lazo libidinal con la madre.

Trasmitido por la cultura, el análisis permitirá a estas Fedras modernas, cuyo discurso nos interpela desde una obstinada fijación ("es que lo amo") encontrar, simbólicamente, otro lugar en el que reconocerse como mujeres, libres de la desgracia de los amores que, psíquicamente, matan.

LA CLINICA

Lo que ellas saben, lo que nos dejan oír, es que ellos, los elegidos, o desprecian a las mujeres, o no quieren ningún compromiso, o son… homosexuales.

Ellas quieren decirlo todo, exhibir su palabra. Más que la realización que temen, buscan y encuentran en las amigas, y cómo no, en el analista, interlocutores a quienes dirigir su certeza.

Esta vocación de desposesión de todo, tener Amor por él es una tentativa fallida de simbolización del objeto de deseo, siempre huidizo, errático, necesariamente insatisfactorio, al mismo tiempo que satisface sintomáticamente la actividad fálica, omnipresente en el "darlo todo" para ser algo. El proceso sublimatorio ha quedado detenido. Imaginariamente, amando al hombre, quien supuestamente lo tiene todo, lo tienen todo. Si aman de ese modo no están castradas.

Si no lo logran, no son nada y ellas mismas caen. Paradójicamente, se tratará de no tener libidinalmente, pues si lo obtienen, suele sobrevenir la desilusión y reanudarse el circuito pasional, esta vez por otro hombre.

La desesperanza o la caída llevará inevitablemente a la depresión, que oscura y permanentemente acecha en la estructura, pronta a manifestarse en cuanto se produce la desilusión que evoca, nuevamente, aquella primera desilusión fálica: la suya, la de su madre. Movimiento regresivo en respuesta al fracaso parcial de la demanda de amor dirigida al padre. Para romper con la madre hace falta un padre. La mirada rechazante o seductora del padre edípico facilita los senderos de la futura pasión.

"Así, una muchacha de 18 años, que consulta por una bulimia desde los 16, y una vez atenuado su síntoma oral, desarrolla lo que ella llama ‘una obsesión por los hombres’. Cae en los estados pasionales, como antes caía en los atracones. Estudiante brillante, angustiada por ser la mejor del curso, interesada por la cultura y por el arte, se sorprende y se enfada por esta ‘enfermedad de las Marujas’, como la llama, que no puede controlar, y que ocupa todo su espacio psíquico.

"Hija de una madre exitosa profesionalmente, separada de un padre que ocupó poco su función, y con una hermana mayor lesbiana que no se cuestiona su elección sexual, Ana reivindica en su desesperada manera de amar a los hombres su feminidad, eyectada por la madre y la hermana. Cuando puede empezar a pronunciar ‘No quiero ser una mujer como mi madre, como mi hermana’, el síntoma, que duró más de dos años, comenzó a ceder. Podrá entonces enamorarse de un compañero de facultad, con el que tiene actualmente una relación ‘no adictiva’.

"Otra paciente de 20 años, bailarina, muy guapa y exitosa, sufre desesperadamente desde los 17 por un actor famoso que la rechaza, se va con otra, la deja. Los muchos pretendientes posibles son sistemáticamente rechazados (‘los hombres de esa clase no me atraen’’). Los hombres de esa clase no son otros que los que la desean como mujer. Dentro de esta problemática claramente histérica, el síntoma sólo cesará luego de un largo y difícil ‘nsight’ de su deseo de masculinidad, transferido narcisísticamente a ‘EL’. Deseo de masculinidad que podemos formular como ‘ser el varoncito de mamá’ del Edipo negativo en una identificación con el padre del Edipo positivo (el objeto, inequívoco, del deseo de esta madre). Así, ‘El’ la defiende de la relación con un hombre que la conminaría a ubicarse en el lugar de mujer- castrada, según su libreto inconciente, lugar que ocupó "la Maruja de mi madre".

Dos imagos maternas muy diferentes, dos intervenciones paternas muy disímiles, y una misma pregunta obturada. Ser una mujer, en el primer caso, estar locamente enamorada. En el segundo, estar locamente enamorada para negarse a ocupar el lugar de objeto del deseo masculino, pues eso sería convertirse en nada, eso sería sufrir los estragos de estar a merced del otro omnipotente.

La certeza pasional, en ambas, la obturación sintomática de la pregunta por la feminidad.

El EDIPO FEMENINO

"El psicoanálisis no pretende describir qué es la mujer -una tarea de solución casi imposible para él- sino indagar cómo deviene, cómo se desarrolla la mujer a partir del niño de disposición bisexual." S. Freud, "La feminidad".

Freud enunció en La organización genital infantil, de 1923, la universalidad de la referencia fálica y su estatuto central para ambos sexos con relación a la sexuación, al Edipo y a la castración.

El falo como significante de la falta, así como de la ley de la prohibición, es soportado en lo imaginario de ambos sexos bajo la forma de pene.

La fantasía de castración y su correlato, la envidia del pene, son hipótesis, premisas propias de la teoría que dan cuenta de la operación de separación con la madre mítica e incestuosa. El pene se convierte en el referente central de esta operación.

El psicoanálisis constata que la angustia ante la castración y la envidia del pene son formaciones imaginarias, propias de los discursos neuróticos de ambos sexos y plenamente vigentes no ya en la fase fálica, sino en la genitalidad adulta, hecho que subraya el carácter problemático de la noción misma de genitalidad.

Si bien la sexualidad genital adulta reconoce al otro sexo, el monismo fálico subsistirá en el inconciente como organizador del psiquismo y productor de síntomas. No hay simbolización del sexo de la mujer como tal en el inconciente.

La encrucijada femenina presenta su particular escollo. En efecto, si la castración simbólica se torna efectiva cuando el niño percibe que el deseo materno se dirige hacia otro lado, que lo destituye, y resitúa el enigma del falo, hombres y mujeres quedarán entonces situados en un lugar de insuficiencia frente a él. Pero la castración imaginaria, en que queda detenida la mujer neurótica, avala la certeza de estar castrada si no se tiene el pene.

Si los hombres sueñan con recuperar lo que nunca han tenido (el goce pleno con la madre), también para las mujeres el Paraíso perdido remite al objeto primordial; sobre esta sombra de incesto materno se articulará el complejo de Edipo en la mujer.

En la niña, el investimiento fálico se centra en el clítoris, y a este placer sexual queda ligado el vínculo incestuoso con el objeto primordial.

He aquí la primera vertiente del Edipo antes de la caída narcisista por el descubrimiento de la diferencia sexual, que la impulsará al cambio de zona y al cambio de objeto. La niña, decepcionada, ya no amará a la madre, concluye Freud, sino a aquello que la madre desea. Al padre. Más exactamente, anhelará de allí en adelante que el padre, y luego de la salida edípica, un sustituto, le dé aquello de lo que está privada (el falo) en forma de hijos.

El penisneid resulta así, paradójicamente, la articulación esencial del pasaje de la madre al padre, de la posición masculina a la femenina.

El descubrimiento de que la madre no posee el pene permite responder a la pregunta por lo que la madre desea. La envidia del pene corresponde al deseo de tenerlo para ser lo que le falta a la madre, según la vertiente imaginaria de la castración.

Los tres destinos posibles serán, luego de este tránsito: la feminidad normal, el rechazo a toda sexualidad -rechazo que es consecuencia de la actividad fálica y compromete la actividad en otros dominios- y el complejo de masculinidad.

La niña, aunque se dirige al padre luego de la desilusión fálica, llevará consigo, sin embargo, una orientación libidinal hacia la madre que ha re-signado pero no necesariamente abandonado y que entra de lleno en el Complejo.

La orientación de la mujer hacia el hombre se presenta problemática, vacilante. Freud, que no era ajeno a esta circunstancia, mostró su extrañeza con la pregunta "¿Qué quiere la mujer?". Parece haber resuelto el tema de la castración femenina por la vertiente materna, situada de este modo del lado de lo fálico. Tener hijos, en lugar del falo anhelado. ¿Pero, y el ser? Fedra tiene con Teseo dos hijos varones, y esta realización materna no parece haberla defendido de la pasión mortífera por Hipólito. No es sólo su caso.

Lacan planteará el ser mujer como la interrogación prínceps de la encrucijada femenina, pregunta que de no ser resuelta insistirá en forma sintomática en la estructura histérica. Así, afirmará:

La estructura de una neurosis es esencialmente una pregunta… ¿Qué dice la histérica-mujer? Su pregunta es la siguiente: ¿Qué es ser una mujer?

La disimetría del Edipo de la niña y del niño se sitúa para Lacan a nivel de lo simbólico. En efecto, no hay simbolización del sexo de la mujer como tal porque el imaginario sólo proporciona una ausencia donde, del lado hombre, hay un símbolo prevalente.

Así considerada, la bisexualidad, que Freud constata de tal magnitud en las mujeres, se refiere, más que a la referencia anatómica, a un doble goce. Conoce un goce, fálico, que se sitúa en el mismo registro que el hombre, pero puede acceder a un placer orgásmico que le es propio, en ruptura con el precedente y sobre el cual, sin embargo, se apoya.

Articulación del goce del Otro con el goce fálico, en el cual el hombre está enteramente tomado. Motivo de goce suplementario, la vagina no reemplaza al clítoris. El exceso de goce en la mujer no reemplaza a su goce fálico, se produce en suplemento, y no deja de ser contingente Puede presentarse regularmente, a veces; a veces nunca.

La posición femenina supondría por tanto que se establezca la diferencia entre falo y pene, que la ausencia de pene no conlleve la desaparición de la actividad, en particular la intelectual, y que este mantenimiento del falicismo no le impida, sin embargo, situarse como causa de deseo del hombre.

EDIPO FEMENINO Y ESTADO PASIONAL

La pasión por un hombre es una modalidad, en acto, de obturar la pregunta sobre la feminidad. En efecto, la femineidad se desarrollará entonces como el libreto de una tragedia basada en una subjetividad puesta entre paréntesis por la loca pasión. El flechazo pasional tiene como efecto bien conocido petrificar el pensamiento. Ya no se piensa ni se duda. Se ama desesperadamente desde esa certeza.

Adicción alienante al falo imaginarizado en el hombre, libido intrincada de manera nodular con la pulsión de muerte jugándose en su modalidad sacrificial.

La pasión femenina se asienta sobre una pregunta sobre el ser. Ser mujer. Si la pregunta tiene vigencia inconciente, en una loca pasión que arrastre, no habrá lugar para la molesta sospecha, sino una respuesta en acto. La pasión se habrá situado en el lugar de la interrogación. Pregunta, pasión que momentáneamente la obture, o saber. ¿Saber de qué? De la castración simbólica, de que el pene no es el falo, de que tanto hombres como mujeres, si pueden desear, lo hacen únicamente desde la falta. Esta pasión por la ignorancia de la castración misma sostendrá el engarce pasional.

Falta de simbolización de la castración simbólica como estructuración del deseo, en una modalización eminentemente femenina.

Piera Aulagnier ha definido la relación pasional como "Una relación en la cual un objeto se ha convertido para el Yo de otro en la fuente exclusiva de todo placer… Un placer que se ha tornado una necesidad."

Sitúa la pasión amorosa como el prototipo de la relación de asimetría, en una modalidad del tipo "sufro, luego amo". Diferente de la relación sadomasoquista, aunque el masoquismo esté presente, porque el Yo choca con la imposibilidad de hacer sufrir al otro, en nuestro caso un hombre, quien se presenta como poseedor de la omnipotencia fálica.

El estado pasional, al transformar el objeto de placer en objeto de necesidad, dice Aulagnier, transforma al objeto en obligado. Objeto obligado y, sobre todo, vida obligada. Contrariamente al amor, la pasión no puede compartirse.

La reciprocidad está excluida porque el otro es aplastado por las proyecciones: el ideal se transporta masivamente hacia el hombre, produciéndose una elección de objeto netamente narcisista.

La pasión pone en escena un yo empobrecido frente a un objeto masivamente idealizado. La mujer apela al Otro exhibiendo su ubicación plena en la castración imaginaria, desafiándolo a remediar lo irremediable. Es su manera de denunciar lo "demasiado poco" de la relación posible entre los sexos, demasiado poco en comparación con el goce absoluto en el que se sigue persistiendo. Un goce superior a todos los goces, por el cual paga con el sufrimiento y la enfermedad.

Es también su manera de denunciar el enorme escollo para la sublimación en la mujer, si no se ha resuelto el complejo de castración imaginario.

El análisis permitirá a estas mujeres renunciar a mantener la ficción de la omnipotencia paterna, renuncia comparable al reconocimiento de la castración materna. Si se accede a la castración simbólica, ni la madre, ni el padre, ni ellas mismas serán ya figuras de la completud.

LA MASCARADA FEMENINA

Decimos que un ser humano, sea macho o hembra, se comporta en este punto masculina y en este otro femeninamente. Pero pronto verán ustedes que lo hacemos por mera docilidad a la anatomía y a la convención. No es posible dar ningún contenido nuevo a los conceptos de masculino y femenino. S. Freud. "La feminidad".

Aunque los siglos hayan transcurrido, siguen siendo las mujeres las que siguen presentando como síntoma privilegiado los estados amorosos pasionales, si la actividad de cualquier otro orden implica para el fantasma inconciente haber robado el lugar al padre.

Joan Rivière, en su artículo La feminidad como máscara, de 1927, aporta al tema de las dificultades para la actividad y la sublimación en la mujer una agudísima reflexión.

Explora el caso de una paciente que lleva adelante una exitosa vida profesional y ha conseguido una satisfactoria situación con su marido y sus hijos. Sin embargo, presenta un síntoma: la noche que sigue a sus exitosas conferencias hace presa de ella la enorme ansiedad de haber hecho el ridículo, lo que la lleva a tranquilizarse de manera compulsiva provocando sexualmente a los hombres.

Rivière concluye que la demostración en público de sus aptitudes intelectuales tomaba para ella el sentido de una exhibición tendiente a mostrar que ella poseía el pene del padre, después de haberlo castrado. Esta fantasía la llevaba a ofrecerse sexualmente a los hombres.

La paciente se disfraza de "mujer castrada", se pone la mascarada de la inocencia y se asegura así la impunidad. Su conducta con los hombres anula imaginariamente un rendimiento intelectual vivido como masculino.

Recalquemos que la actividad intelectual no es para el psicoanálisis de carácter masculino ni femenino, sino sublimatorio, ya que evoca, cambiada la meta, el deseo edípico incestuoso, mítico, que en ambos sexos caerá bajo la represión.

La conducta amorosa activa hacia los hombres era la única actividad permitida y aun protectora de la angustia frente a la actividad intelectual. Escribe Rivière:

"El lector puede preguntarse cómo distingo la feminidad verdadera y el disfraz. De hecho, no sostengo que tal diferencia exista."

Este disfraz femenino, al que Rivière llama "mascarada", es la forma de hacerse pasar por mujer, y así diremos, para concluir, que, si la verdad de la diferencia instintiva entre los sexos está para el sujeto inevitablemente perdida, de mascaradas se trata, pues no hay respuesta para lo que es ser una verdadera mujer, sino caminos, más o menos sintomáticos, que el análisis de cada mujer intentará despejar para construir un camino inédito.

Cualquier respuesta dada de antemano sobre el ser femenino es sólo un mito fundado por los objetos primordiales de cada cual, por el ideal, por los significantes de la cultura en que se inscriben y por los síntomas, como la certeza pasional fedriana, que intentan obturar la pregunta sobre la feminidad, pregunta clave a transitar durante el análisis de la mujer neurótica.

REFERENCIAS

Assoun, P (1989): Fedra o la histeria sublime. En El perverso y la mujer en la literatura. Nueva Visión. Buenos Aires. 1989
Aulagnier, P (1979): Los destinos del placer. Argot. Barcelona. 1984
Eurípides: Hipólito. Alianza Editorial. Madrid. 1990.
Freud, S (1923): La organización genital infantil. Amorrortu. Vol. XIX.
(1925): Algunas consecuencias psíquicas de la diferencia sexual anatómica. Amorrortu. Vol. XIX.
(1931): La sexualidad femenina. Amorrortu. Vol. XX
(1933): La feminidad. Amorrortu. Vol. XXI.
Kristeva, J (1993): Tiempo de mujeres. En Las nuevas enfermedades del alma. Cátedra. Madrid. 1995
Lacan, J: La pregunta histérica. En "Las psicosis". Paidós. 1984
: Seminario Aún. Paidós. Barcelona. 1981
Perrier, F: La erotomanía. En El deseo y la perversión. Bs.As. Sudamericana. 1986.
Pommier, G: La excepción femenina. Alianza Editorial. Bs.As. 1986
Racine, J: Fedra. Cátedra. Letras universales. Madrid. 1985
Rivière, J: La feminidad como máscara.
Wechsler, E y Schoffer, D (1992): La loca pasión femenina. En La metáfora milenaria. Biblioteca Nueva. Madrid. 1998.

 

Orbe Freudiano

Artículos publicados en esta serie:

(I) Psicoanálisis en el tiempo (J. B. Pontalis, Nº 112)
(II) En psicoanálisis ¿Moralización o controversia? (Raquel Capurro, Nº 183)
(III) Freud-Lacan ¿qué relación? (Ma. Amelia Castañola, Nº 186)
(IV) El desafío histérico (Lucien Israel, Nº 193)
(V) Psicoanálisis porque ...(Elizabeth Roudiesco, Nº 194)
(VI) Lou Andreas-Salomé (Adolfo Berenstein, Nº 199)
(VII) Salomé: el alma humana (Hiltrud Amuser, Nº 199)
(VIII) "Tus hojos no son los míos" (Alba Busto de Rossi, Nº 202)
(IX) Fuentes de lo humano: naturaleza y sociedad (Víctor Raggio, Nº 203)
(X) Psicoanálisis: situación y límites (Cornelius Castoriadis, Nº 206)


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