LA FAMILIA
Mónica Salinas
Raskolnikov es joven y tiene dos padecimientos: la miseria y el desprecio. Alquila un cuarto escaso en lo alto de una casa de cinco pisos; debe varios meses de renta. Raskolnikov desprecia la casa y el cuarto, las calles y el verano inútil de San Petesburgo. Desprecia a los borrachos, que no se sacian del hedor de las tabernas, y a los taberneros que aspiran el aliento de los borrachos; a los pobres porque son poca cosa, y a los ricos, que lo son menos aun.
Raskolnikov siente en la boca, acre, el desprecio. No es difícil entender por qué pasa de la somnolencia al arrebato: un estudiante sin dinero en una pieza sofocante, con ese sabor espeso siempre adherido al paladar. Está claro que Raskolnikov necesita escupir su desprecio. Para eso, precisamente, la suerte ha puesto ante él a Aliona Ivanovna, que es una rata. En realidad es una usurera, pero la talla, la nariz y los ojitos ávidos, el pelo aceitoso, son los de una rata.
Con tres golpes de hacha, Raskolnikov destroza la cabecita de Aliona Ivanovna, la rata. Aunque el líquido que mana del cráneo no es el mismo que amarga la boca del estudiante (ahora el asesino), basta para aliviar, al menos momentáneamente, la acritud.
La manos de Raskolnikov están sucias de sangre. En la cocina de Aliona Ivanovna (ahora la víctima), encuentra un balde con agua y un trozo de jabón. Raskolnikov toma el jabón; lo frota primero contra las palmas de las manos, después cubre de espuma el dorso de una, luego el de la otra, y desliza la espuma entre los dedos, junto a las uñas, sobre las muñecas; la piel queda limpia, pero la estriega hasta enrojecerla otra vez y cubrirla de pequeñísimos granos quemantes.
William Blake ha dicho:
El rugido de los leones, el aullido de los lobos, la cólera del mar tempestuoso y la espada destructora son porciones de eternidad demasiado grandes para el ojo del hombre.
La rata, el ratón, la zorra y el conejo cuidan de las raíces; el león, el tigre, el caballo, el elefante, de los frutos.
Los tigres de la cólera son más sabios que los caballos del saber.
Una misma Ley para el León y el Buey es Opresión. (El Matrimonio del Cielo y el Infierno).
Si en las palabras de Blake está la verdad, Raskolnikov no ha hecho más que volcar sobre una alimaña su justo furor de animal potente. Hay un certero brillo de eternidad en el filo del hacha que parte la cabeza de la rata (circunstancialmente, Aliona Ivanovna). El brazo de Raskolnikov se eleva para arrancar el fruto en el punto más alto del árbol. El brazo desciende para ejecutar -instantáneo, digno- la Ley del León.
El árbol, las raíces que se resignan a la tierra, el encumbrado fruto; Nietzsche también saboreó la metáfora:
...el fruto más maduro del árbol es el individuo soberano, el individuo que no es semejante más que a sí mismo, el individuo autónomo y supermoral...; en una palabra, ...el hombre que puede prometer. (Más allá del bien y del mal).
¿Qué puede prometer Raskolnikov? Que irá varias veces a la casa de Aliona Ivanovna para ensayar el acto necesario. Que eludirá todo detalle (el sombrero vergonzante y descolorido, por ejemplo) que pueda frustrar su plan. Que no omitirá uno solo de los ochocientos treinta pasos entre su buhardilla y la muerte de la usurera. Que no se confundirá de puerta en aquel embrollo de corredores, voces, escaleras y oscuridad. Que sólo eliminará a Aliona, como es su deber (es decir, su voluntad). No, de ningún modo, Raskolnikov no puede prometer esto último. Un desvío ínfimo, una inoportuna partícula de azar -tal vez no sea "azar" la palabra adecuada- y el fruto puede caer antes de tiempo. O quizá la mano, en su urgencia, arranque un fruto subalterno, de esos que se ofrecen complacientes en las ramas más bajas del árbol. Y aun es preciso considerar una tercera posibilidad: la mano, olvidada de su propósito inicial, desgaja el árbol, y el suelo recibe un irremediable amasijo de ramas y frutos, no más perteneciente que el sombrero que pudo haber delatado al ejecutor del acto necesario.
Y así sucede, en efecto. Lizaveta Ivanovna (la hermana de la rata) también alza su brazo. Esta vez el ademán no tiene otro fin que reemplazar el grito -Lizaveta es mujer de miedo silencioso-. El hacha hiende el cráneo fuera de todo plan, de modo decididamente inconveniente. Un golpe inopinado, dos muertes en lugar de una, son suficientes para deslucir la belleza terrible de la acción.
("Todo está al alcance del hombre, y todo se le viene a las manos", se había dicho Raskolnikov. Y de pronto, allí, la frente dócil de Lizaveta Ivanovna...)
Raskolnikov lleva el arma oculta bajo su abrigo, un saco amplio de paño grueso; inapropiado, desde luego, si se considera que es verano. Sólo que esta prenda, a diferencia del sombrero, cumple una función. Raskolnikov ha fabricado un artilugio perfecto: una tira de tela (cinco centímetros de ancho por treinta y seis de largo) cosida a las sisa izquierda del saco, formando un nudo corredizo donde introduce el mango del hacha. ¡Tanta pulcritud para encontrase al fin con el cráneo impensado de Lizaveta Ivanovna!
Nietzsche, por su parte, no se detiene a contar los cadáveres ni a reflexionar acerca de los méritos de las víctimas para acabar tan definitivamente muertas:
Una vez tomada una decisión, hay que cerrar los oídos a los mejores argumentos en contrario. Este es el inicio de un carácter fuerte. En ocasiones, hay que hacer triunfar la propia voluntad hasta la estupidez. (Más allá del bien y del mal).
Pero es que aquí no se trata de la estupidez del asesino (llamémoslo así para zanjar el problema estilístico de la repetición del nombre), sino de Lizaveta y su estúpido horror ante el resultado de la decisión de Raskolnikov. ¿Por qué, si en vida de Aliona Ivanovna, y sometida a su dominio, no había sido más que una sirvienta? ¿Acaso era preciso emitir ese quejido tan, digamos, humano, al ver el cuerpo ensangrentado? Lizaveta no había nacido para alcanzar los frutos; se contentaba con cuidar las raíces -los dulces lazos familiares, el hogar venerable. Por consiguiente, Raskolnikov tuvo que enmendar las palabras de Nietzsche: Hay que hacer triunfar la propia voluntad sobre la estupidez ajena.
Otto Dietrich zur Linde habría llegado a una conclusión muy distinta. Como todos los personajes de Borges, había leído bien a Nietzsche, pero también a Schopenhauer. De la combinación nace ese persistente discurso acerca del destino, de la estudiada trama (el gusto de Linde por las imágenes textiles es manifiesto) de hechos prefijados, de un orden recóndito y una secreta continuidad, de acontecimientos simbólicos, de la aniquilación del individuo, del eterno retorno de muchas cosas. Cito algunas de sus frases.
Individualmente, mis camaradas me eran odiosos; en vano procuré razonar que para el alto fin que nos congregaba, no éramos individuos.
Nadie puede ser, digo yo, nadie puede probar una copa de agua o partir un trozo de pan, sin justificación.
...toda negligencia es deliberada, todo casual encuentro una cita, toda humillación una penitencia, todo fracaso una misteriosa victoria, toda muerte un suicidio.
...censurar o deplorar un solo hecho real es blasfemar del universo.
...a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas. ("Deutsches Requiem", EA, 81 A 89).
Leídas las palabras de Linde, el acto necesario se presenta bajo otra luz. En primer lugar, Raskolnikov no ha partido dos cabezas en ejercicio de su voluntad, su libre y plena voluntad individual, sino como servidor de un "alto fin", individualmente genérico. No es tan descabellado, después de todo; puesto que las dos mujeres se movían a ras de tierra (recordemos que su misión era cuidar las raíces) es verosímil que el golpe que las derribó proviniera de las alturas. Por otra parte, tampoco es difícil imaginar a su ejecutor como un símbolo, o cifra, o emblema del pueblo peterburgués y aun de la humanidad toda, pues ni el uno ni la otra han mostrado nunca simpatía por las ratas.
En segundo lugar, cada movimiento de cada músculo de cada parte del simbólico cuerpo de Raskolnikov debe tener una justificación. Incluso el descenso fulmíneo del puño que sostuvo el hacha sobre la frente de Lizaveta Ivanovna. Es probable que al pueblo peterburgués, a la humanidad y, en especial, al Tejedor, les fastidien las hermanas incondicionalmente fieles. Y si el determinismo es aplicable al victimario, también lo es a las víctimas; la grasitud del pelo de Aliona y el incómodo quejido de Lizaveta ante el cadáver se justifican en cuanto los entendemos como causas inmediatas de sus respectivas muertes. De cualquier modo, para qué abundar en argumentos cuando Linde lo resuelve con felicidad: Aliona y Lizaveta se suicidaron.
Con respecto a la conducta de las dos mujeres, esto es, su autoeliminación, ya sabemos que responde a un alto fin. Deplorarla -invocando preceptos religiosos, éticos o estéticos, por ejemplo- sería "blasfemar del universo" y, según parece, esa blasfemia es lo único que no puede justificarse.
Y la última frase del fatal Otto Dietrich zur Linde: "a través de los siglos y latitudes, cambian los nombres, los dialectos, las caras, pero no los eternos antagonistas". Ciertamente, no quiero pensar que Raskolnikov pueda reaparecer, siglo tras siglo, país tras país, con nombres como Alvargonzález o Mersault -ambos serían imperdonables, tanto desde el punto de vista literario como filosófico-, con una cara más ancha o más oscura, hablando una presuntuosa variedad del español o un francés amargo, para urdir de nuevo el tapiz apremiante que Alguien o Algo ha diseñado en el principio de los tiempos.
(Sólo me proporciona cierto alivio la esperanza de que no vuelvan ni el sombrero ni la cinta de cinco centímetros por treinta y seis.)
Mónica Salinas
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