cuentario

Pedido

Duilio Luraschi

En el centro de la habitación hay tres jóvenes que están soñando. Sus brazos se entrelazan con sus cuellos y sus cinturas. Sus sueños también se entrelazan en forma breve, pueril.

A un lado, sobre un gran sillón con patas de hierro, hay un extranjero. El Cardenal está ausente. Dicen que vendrá en los próximos días.

Yo estoy frente a la puerta. No es de grandes dimensiones. Es una puerta corriente, pero contiene designios urgentes.

Me llama, pero permanezco parada. Estoy de pie, conservando la curvatura de mis brazos que ascienden, levemente, y sobrepasan mi cabeza, estoy así, inmóvil, y cae una silla, estrepitosamente, de golpe, junto a nuestra habitación.

Es en otra pieza. No es la habitación que está detrás de la puerta, es la sala que da al torreón. Como es de suponer, allí hay muchas sillas y es muy fuerte el viento del torreón, más en primavera, cuando siempre dejan las dos ventanas que se suceden caprichosamente abiertas, por orden de quién sabe y que a estas horas ya tendrían que estar cerradas, lo sé. No digo los postigos y la barreta central que la cose, al menos con cristales. Los cristales que trajo el Señor de Oriente. A través de la ventana del torreón todo hace crepitar un futuro en mi pecho, una especie de palpitación, un estigma que no se abre en mis manos ni en mis pies, sino en mis pensamientos.

Pero nadie se percata que cae la silla. Cae y cruje. Todos le restan importancia, o, quizá, no han oído su estruendo.

Yo siento voces de sillas.

Voces de hierro, de barro o de fuego.

Mis gritos.

Gritos horribles de viento.

Gritos airados de hierro y también mis gritos de fuego.

Pero hay un rezo, que no oigo. No puedo oír todo lo que la gente dice o piensa.

Al caer la silla cruje, como si una de sus patas, al menos una de ellas, se astillara. Nada puedo hacer en tales circunstancias. Y prosigo con el rito.

De pronto alguien me llama por mi nombre. No es el extranjero, que no habla nuestro idioma, y no conoce cómo me llamo. Tampoco son las jóvenes, que prosiguen soñando, e indudablemente tampoco es el Cardenal, al que no se lo espera hasta la próxima semana. Oigo, nuevamente, la voz que susurra mi nombre seis veces, siete veces.

Mis padres están a cargo del castillo. Cada vez que el Señor se ausenta, aunque en forma breve, mis padres se encargan de que todo se mantenga bien. Pero no todo está bien. No lo digo por la silla, que cayó, estrepitosamente, y crujió. Lo digo por la voz que me reclama. Ellos no la oyen. Ellos no saben mucho de mí.

Bajo mis brazos, entumecidos por el rito, y los paso por mi regazo. Aún puedo decir que llevo vestido y puedo pasar mis manos, una y otra, por mi regazo. Aún puedo decir "Sí, soy yo", soy la muchacha que cuida el castillo del Señor.

Pronto otros serán mis menesteres. Muy pronto todo será distinto. Añoraré los momentos en que estaba frente a la puerta, practicando el rito.

Yo lo sé. Lo oigo. Me lo dicen. Dicen: "todo va a ser distinto, muchacho". Dicen: "todo va a ser distinto, Señor". "Lo hiciste, Nuestra Señora".

¿Por qué se empeñan los primeros en olvidar que soy una doncella? ¿Por qué los otros, más lejos me llaman Señora? ¿Y por qué persisten en dormir las tres muchachas? Sus sueños son horriblemente vulgares. Los sueños vulgares no pueden ser oídos por nadie. A nadie importa si cae una silla. Si su madera se quiebra, se astilla, o si arde. Es sólo una madera.

El Cardenal es un hombre completamente obeso, y eso retrasa su llegada.

Yo estoy firme, mis brazos ahora cruzan mi pecho.

Detrás de la puerta me llaman. El extranjero tiene los dientes de madera. Dos al menos. Creo que alguno más. Su acento es grotesco. Las jóvenes nunca dejan de soñar y todos piden que yo no sueñe.

Todos tienen algo que decir de mí y yo no les he hecho nada. Por eso es que dedico parte del día al rito. Pero ahora estoy de pie, con los brazos en cruz, frente a la puerta.

Otra silla cae en la habitación contigua. Y luego cae otra. Ya hay bastantes astillas en el suelo, que es de piedra porosa.

La voz me llama otra vez. ¿A quién debo obedecer? ¿A aquellos que me gritan: ¡Eh! Muchacho, trae el rebaño? ¿O a la voz que susurra detrás de la puerta?

Camino no más de dos o tres pasos. Los pasos que hay hasta la puerta. La abro, cuidadosamente. La oscuridad es absoluta. Tengo miedo y sollozo. Quedo paralizada. Pero una luz, como una fina lluvia azul, cae del techo de repente, e ilumina el centro de la sala. Hay un hombre completamente desnudo, clavado a una cruz, con sus piernas dobladas pero no quebradas, sediento, sangrante, con la cabeza erguida, observándome.

Me dice algo en voz baja. Me acerco y lo veo en toda su gloria. En su pestilencia y soledad, en su suplicio.

Acerco mi cara a su boca y espero.

Me pide algo que yo no comprendo. Me dice que los arroje al mar. Y otra vez: "Por favor, Juana".

Su cabeza ahora cae sobre su pecho.

- ¿Y después?

Ya no lo recuerdo.

Duilio Luraschi



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