Silva García: homenaje en el silencio
Pablo da Silveira
No era fácil estudiar filosofía en el Montevideo de principios de los ochenta. El único lugar donde era posible hacerlo era la hoy inexistente Facultad de Humanidades y Ciencias, que formaba parte de la Universidad de la República intervenida y era probablemente uno de los lugares donde lo peor de la intervención se hacía más patente.
El nivel académico de buena parte de quienes estaban dando cursos era penoso. Muchos de ellos no cumplían con las condiciones más elementales que, en cualquier parte del mundo, permiten reconocer a alguien como un universitario. Y luego estaba ese clima de opresión y de arbitrariedad que hacía que todos nos sintiéramos bajo amenaza. Es difícil, a casi veinte años de distancia, reproducir la atmósfera que se respiraba entonces. Lo que sigue siendo visible de las dictaduras una vez finalizadas son sus peores excesos o sus mayores derrotas. Pero mientras las dictaduras duran, lo que afecta cotidianamente a la mayoría de la gente (no ciertamente a quienes sufren sus actos más extremos) es una sucesión interminable de pequeños abusos y arbitrariedades, así como la constante incertidumbre respecto de cuándo van a producirse. Para describir ese clima voy a citar un único recuerdo: tengo presente un día que, al intentar ingresar al viejo edificio de la calle Tristán Narvaja, un portero/vigilante de los que abundaban en la época me prohibió hacerlo porque llevaba un buzo de lana atado a la cintura. Aparentemente, la gente decente sólo podía llevarlos puestos o colgados del brazo. Para quienes no vivieron bajo un régimen autoritario, o eran demasiado jóvenes como para recordarlo, un episodio de esta clase sólo parece ridículo. Pero es la sucesión incontenible e impredecible de esta clase de pequeños abusos lo que constituye la vivencia cotidiana de una dictadura para el grueso de los ciudadanos. Y esta es también la razón por la que la mayor termina odiándolas.
En una Facultad de Humanidades que funcionaba en tales condiciones, el único respiro posible era dado por un grupo de docentes de sólida calidad académica y de buen trato con los estudiantes, cuyos aportes eran suficientemente interesantes como para que tuviera sentido soportar todo lo demás. Y entre esos docentes resaltaba con particular brillo la figura de Mario Silva García.
Uno podría elogiar muchos aspectos de su dilatada carrera académica y decir cosas buenas de cada uno de ellos. Pero, para no ser demasiado largo, quisiera concentrarme en dos puntos: el primero estrictamente académico y el segundo moral.
En lo estrictamente académico, Mario Silva García cumplía una función esencial que alguien debería cumplir en toda buena facultad de filosofía: la de establecer el nexo entre las nuevas generaciones de estudiantes y la gran tradición filosófica. En las clases de Silva uno se sentía casi materialmente en contacto con un legado compuesto por miles de años de reflexión, durante los cuales mucha gente inteligente había dicho muchas cosas que vale la pena saber aun para consagrarse a las formas más actuales de elaboración filosófica. Hasta hoy recuerdo, por ejemplo, el modo en que presentaba a Descartes, a Locke, a Berkeley o a Kant. En años posteriores tuve oportunidad de escuchar a muchos especialistas de primer rango hablando de uno u otro de estos autores, y si bien lo que decían me permitía avanzar hacia mayores niveles de profundidad y de tecnicidad, el mapa básico que me permitía incorporar nuevos elementos seguía siendo el que me había dado Silva. Y vaya si era un buen mapa.
El segundo elemento que me importa señalar es de carácter netamente moral y tiene que ver con la generosidad docente de Silva García. Uno de los rasgos más terribles de este país (el de aquella época y el de ahora) es la abundancia de intelectuales especialistas en esconder la leche. Intelectuales que no le transmiten a sus estudiantes todo lo que saben (porque los ven como futuros competidores y no tienen suficiente confianza en sus propias capacidades) o que caen en prácticas tan necias y provincianas como el esconderse mutuamente bibliografía. No digo que la mayoría sea así, pero hay muchos que son así. Y en un contexto semejante, Silva aparecía en el extremo exactamente opuesto: sentía verdadera pasión por transmitir, disfrutaba cuando percibía que sus estudiantes entendían y avanzaban por sí mismos, recomendaba lecturas, alentaba.
No quiero incluir en este texto demasiadas referencias personales, pero no puedo dejar de decir que a él le debo un oportunísimo apoyo en un momento de desaliento en el que me preguntaba si valía la pena terminar mi Licenciatura en Filosofía. Si Silva no hubiera estado allí para alentarme a seguir a pesar del entorno poco estimulante, quién sabe cuál hubiera sido mi decisión.
Si Silva sólo se hubiera destacado por estos dos rasgos (dejando de lado su inmensa erudición, la amplitud de sus intereses, su caballerosidad) sería motivo suficiente para que se lo recordara y se lo homenajeara abundantemente. Y lo que me choca es que casi nada de eso está ocurriendo. La muerte de Silva pasó casi inadvertida para la prensa (con alguna excepción importante, como el artículo de Leonardo Guzmán incluido en las páginas de relaciones) y ciertamente no ha tenido la repercusión que hubiera debido en los ámbitos institucionales en los que pasó la mayor parte de su vida. La muerte de Silva ha pasado en silencio por muchos ambientes de los que se mantuvo alejado en el último tramo de su existencia.
Creo que lo mejor ante esta situación es hablar con claridad. El silencio que ha rodeado a la muerte de Silva no se debe a que se lo haya olvidado o a que no se perciba el valor de sus aportes. Todo el mundo tiene muy claro lo que valía y lo que nos dejó. El silencio se debe a que alguna gente no le perdona una única decisión que tomó en el período de pasaje de la dictadura a la democracia, que consistió en aceptar un cargo de transición ofrecido por las autoridades interventoras. Esa y no otra es la causa del silencio.
No quiero abrir aquí un debate acerca de si Silva hizo bien o mal en aceptar ese cargo. Nunca lo hablé personalmente con él y no tiene mayor sentido dar la discusión en su ausencia. Lo que sí me importa decir es que es sencillamente ridículo servirse de ese único episodio para presentar a Mario Silva García como un hombre de la dictadura. Silva no era profesor de la Facultad de Humanidades porque las autoridades interventoras lo hubieran puesto "a dedo" sino porque les pareció inconcebible sacarlo. No les debía nada a ellos, ni ellos podían ofrecerle nada que le pudiera interesar. Lo más que puede decirse es que Silva García siempre se mantuvo extremadamente ajeno a la política. Tal vez esa misma ajenidad lo llevó a tomar una decisión sin calibrar adecuadamente su significado. Pero fue también esa ajenidad la que lo mantuvo lejos de aquellos que, en los años previos al golpe militar, se dedicaron a apostar sistemáticamente contra la estabilidad de las instituciones y a despreciar las "libertades formales", como lo hicieron muchos de los que hoy presentan impertérritos sus credenciales de lucha contra la dictadura.
El silencio en torno a la muerte de Silva confunde lo esencial con lo secundario, y refleja una sensibilidad moral profundamente desequilibrada, capaz de registrar minuciosamente los errores cometidos por algunos al tiempo que oculta o diluye los inmensos errores y las gigantescas responsabilidades que recaen sobre otros. Pero, además, este silencio pone una vez más en evidencia una de las carencias más típicamente uruguayas: nuestra dificultad para celebrar y homenajear, para reconocer grandeza en aquel que hemos tenido cerca y con el que hemos convivido. Somos los maestros del "no es tan así", del "sí pero", del "naides es más que naides".
Y eso nos hace ser frecuentemente injustos con quienes merecen nuestra admiración y nuestro agradecimiento.
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