Serie: Los Pliegues de la Lectura ()
Estilo literario y prácticas profanas
Posmodernistas: un vacío repleto
H. C. F. Mansilla
Los intelectuales y los cientistas sociales leen habitualmente textos áridos, enrevesados y poco elegantes y, ocasionalmente, deben transmitir sus conocimientos e investigaciones elaborando igualmente artículos tediosos. Todo esto resulta arduo y trabajoso, sobre todo en esta época de la aceleración permanente y la ligereza obligatoria.
La prosa fina y tajante de Friedrich Nietzsche, su simbología con presunciones de originalidad, el empleo generoso de las paradojas más curiosas y extremas, el uso antojadizo de palabras sencillas -o como se dice según la moda del día: la resignificación de conceptos- y la utilización de expresiones de procedencia arcaica con resonancias bíblicas, todo esto suena a nuestros posmodernistas como un esfuerzo auténticamente liberador y una fuente inagotable de profundas verdades añoradas por todos, expresadas mediante un lenguaje elocuente con reminiscencias aristocráticas.
PROVOCAR A LA OPINION
A la fama actual de Nietzsche contribuyeron factores como la incomprensión que le depararon sus contemporáneos, su orgullosa independencia, su soledad libremente aceptada, su revuelta pubertaria contra las autoridades del mundo adulto y, ante todo, su crítica exaltada de todo y todos, crítica que, en el fondo, no hace peligrar nada. Fue un precursor del posmodernismo por su estilo aforístico, categórico y equívoco, por su inclinación hacia expresiones desusadas y sorprendentes (que lo hacen aparecer como penetrante, novedoso e irreverente), por combinar una forma radical y hasta revolucionaria de expresión con un contenido convencional y conservador (algo semejante intentaron Ludwig Wittgenstein y discípulos).
Anticipándose a la escuela deconstruccionista francesa, Nietzsche empleó vocablos del habla cotidiana y hasta dialectal, insuflándoles nuevos significados y dando a entender así que poseía un conocimiento nuevo y más sutil de la vida humana en general y del lenguaje en particular. El propósito de anular las diferencias entre el habla culta y la común pretende asimismo borrar la distancia entre la cultura superior y la popular, cosa que regularmente emprenden los intelectuales cansados de su poco reconocimiento público y de su escasa popularidad entre las masas.
La intención que posiblemente subyace a estos designios podría ser resumida del siguiente modo. En el fondo hay que conformarse con provocar a la opinión pública (una nueva variante de épater le bourgeois, tan cara a las modas parisienses), sin tratar realmente de convencer a nadie mediante argumentos serios y sistemáticos. Hoy en día esta práctica está asentada sobre una consideración difícil de rebatir: la influencia de un libro sobre el público culto -y el inculto- no tiene mucho que ver con el contenido del mismo, sino con su envoltura y el trabajo previo de relaciones públicas.
Hasta es mejor si nadie entendió la obra, que así cobra una curiosa existencia autónoma. La prosa nietzscheana y posmodernista se asemeja mucho al estilo operístico: nadie entiende bien el texto en cuestión, pero muchos quedan embelesados y dulcemente adormecidos por las salmodias de la nueva liturgia. Los pocos recitativos más o menos inteligibles están opacados por largas y sublimes cantatas, que nadie se atreve a desaprobar como obscuras y confusas para no quedar como ignorante. Con fervor casi erótico todos parecen gozar los pasajes cantados, aunque no los entienden.
Es una corriente intelectual que privilegia las paradojas y los oxímoros por sobre la ahora vilipendiada lógica discursiva; cuanto más embrollados, más valor y significación se les atribuye, independientemente de su contenido específico. La disolución del sujeto sería para Martin Hopenhayn la "fiesta orgiástica de la modernidad en llamas, en la cual la vida pierde su odiosa gravedad y todo se mezcla con todo. El vértigo de la disolución condensa las antípodas: allí se alternan la angustia de la caída y el placer de la auto-expansión. La muerte de ese yo sustancial y continuo puede ser, a la vez, liberación respecto de la densidad acumulada en él".(1)
Por lo demás: los adictos a la literatura posmodernista no son, como los lectores clásicos de épocas ya pasadas, gente que sopesaba y analizaba lo que leía, sino que parecen ser consumidores que se dejan embaucar fácilmente por un texto si éste tiene la característica central de la moda del momento: la repetición incesante de una simple convicción que ellos consideran ahora como la única verdad y que es adorada con la envidiable fe de los conversos, que tienen la conciencia totalmente tranquila porque, por fin, han encontrado algo en lo que creen firmemente. Es interesante observar que muchos posmodernistas se ponen irritables y hasta molestos si uno no comparte sus opiniones, si uno osa distanciarse de los nuevos ídolos y si uno se atreve a dudar de la bondad y originalidad intrínseca de sus teoremas. Como niños engreídos, son de un narcisismo exagerado: no se los puede desilusionar, y si uno lo hace, se expone a su inmediata enemistad.
NUEVO DOGMATISMO
El estilo posmodernista es similar a una fraseología solemne, ampulosa, desordenada, asistemática y aforística, llena de certezas sobre la incertidumbre, que son promulgadas como decretos imperiales. Habitualmente no existe una argumentación sólida y ordenada que conduzca de la exposición del material a hipótesis provisionales. Es sintomático, por ejemplo, que el ataque de los posmodernistas y deconstruccionistas contra el logocentrismo ocurra mediante nociones logocéntricas, con ayuda de los mismos conceptos e instrumentos de la misma gramática y retórica que tanto censuran.
Los intelectuales adscritos a esta tendencia hacen gala de escasos conocimientos de la historia de la cultura y del pensamiento. Exponen lugares comunes de esa historia como si fuesen descubrimientos memorables e inauditos; se esfuerzan vanamente por sugerir una erudición apabullante y, al mismo tiempo, un espíritu original, contestatario e indagador. A largo plazo el único resultado discernible parece ser una ingeniosa tomadura de pelo al público lector.
Este nuevo dogmatismo aflora en el estilo autoritario e imperioso y en declaraciones casi gubernamentales: "En tiempos posmodernos, la noción de certidumbre está abolida, como lo está también la necesidad de asentarse en ella".(2) No sólo se determina que ya vivimos en "tiempos posmodernos", y, naturalmente, no en otros, sino que con entera seguridad se decreta categóricamente que ya no hay certidumbres. Esto tiene el carácter autoinvalidante de los juicios relativistas extremos: si ya no hay certidumbres, entonces esta frase pasa a ser relativa y se abre la posibilidad de algunas certezas.
Otra afirmación con talante policial señala, por ejemplo, que en la reflexión en torno a valores y normativas sociales "puede olfatearse el llamado desesperado de la ética, aun cuando se convenga de buena gana que tales llamados son sospechosos por definición [...]. Es más que obvio que en tal atmósfera [la posmoderna] cualquier invocación ética es más bien un ruido".(3) La "sensibilidad" posmoderna, tan inclinada aparentemente a la tolerancia, al pluralismo y a la duda, resuelve taxativamente lo que merece ser calificado de mero ruido o de fenómeno sospechoso. A este rubro pertenece también la siguiente orden que prohibe relacionar entre sí algunos fenómenos contemporáneos: la "asociación trivial" entre neoliberalismo y posmodernismo debe ser "fumigada por obvias razones de salubridad intelectual" (4), decreto que no aclara por qué ese vínculo debe ser a priori considerado como trivial y cuál es el contenido de aquellas obvias razones de salubridad intelectual.
En todo esto hay un residuo marxista de vieja raigambre totalitaria: se puede constatar una sintomática irritación frente a toda opinión contraria o sólo divergente de la propia, que en algunos casos exige la prohibición de todo pensamiento diferente y, por lo tanto, peligroso para la nueva ortodoxia posmodernista.
Es muy razonable reconocer que el mundo y sus alrededores son poco claros y que se resisten a una comprensión fácil por la mente humana, pero de eso a proclamar que la ambigüedad argumentativa y textual es la mejor forma de representación del universo, hay un paso muy grande y una premeditada tendencia al obscurantismo, ante el cual el clerical se manifiesta como muy similar. Muchos posmodernistas propugnan "cifrar, no descifrar", "convertir en enigmático lo que es claro, en ininteligible lo que es demasiado inteligible", porque se trata de "la huida permanente hacia el vacío", (5) a la cual la filosofía debería contribuir de modo eficaz. A esto no hay mucho que agregar.
LA DEFUNCION DEL SUJETO
Los posmodernistas son los que menos actúan según la sentencia de Nietzsche: "Se conoce a un filósofo porque evita tres cosas rutilantes y ruidosas: la fama, los príncipes y las mujeres".(6) Los posmodernistas hablan de la muerte del sujeto, del individuo descentrado, del yo como mera ilusión y de la conciencia en cuanto receptáculo casual de sensaciones aleatorias, pero ellos mismos, poseedores de un ego inmenso, muy vivaz y ultracentrado, adoran el prestigio, el poder, la publicidad, el bello sexo, el dinero y todo aquello que es brillante y bullicioso. Defienden con uñas y garras sus cátedras bien pagadas (con jugosos derechos jubilatorios), se aferran con extraordinaria tenacidad a sus privilegios académicos y practican exitosamente los juegos del poder, precisamente los más mezquinos, en las universidades o la administración pública.
La envidia en sus variadas formas es uno de sus afanes favoritos, y esto sería imposible sin una autoconciencia estable, egoísta y hasta egolátrica. Se puede afirmar evidentemente que la defunción del sujeto es una metáfora que apunta a fenómenos de una dimensión abstracta y alejada de la vida cotidiana, metáfora que no tiene nada que ver con hombres de carne y hueso. Pero cualquier teoría, por más abstracta que sea, puede y debe ser confrontada con la realidad profana. Por otra parte, no podemos suspender el principio posmodernista del anything goes precisamente cuando se trata de examinar la pertinencia práctico-prosaica de uno de los núcleos de esta doctrina.
Puesto que todo vale, hay que emplear el argumentum ad hominem con respecto a los propios posmodernistas, y entonces vemos que los partidarios de la conciencia diluida, débil y descentrada tienen, sin embargo, una percepción extraordinariamente aguda de la oportunidad política, del sentido de las jerarquías y de la presunta valía propia.
Por ello es que su prédica de la muerte del sujeto suena poco verosímil -para decirlo educadamente. El discurso posmodernista de la modestia epistemológica ha brotado de la inmodestia intelectual: se determina dramática y enfáticamente la desaparición del sujeto, la existencia de múltiples identidades disueltas y de meras "prácticas de producción de subjetividad", pero quienes lo deciden así son personalidades egocéntricas, individuos muy concientes y orgullosos de su propio valor y, por ende, de su irreductible unicidad e inconfundibilidad. De otra manera no se explica que firmen sus artículos y mamotretos con su nombre, que se preocupen intensamente de su "adecuada" difusión y que sostengan vigorosamente sus puntos de vista en cualquier debate.
TODO VALE
En el mundo cultural de Occidente y en buena parte de América Latina se ha pasado, casi sin transición, de la prevalencia del marxismo en sus diferentes variantes al predominio del posmodernismo en sus diversas acepciones. Se ha canjeado un dogma por otro: ambos intolerantes y excluyentes, ambos considerados en su momento como la última palabra del intelecto, ante la cual cualquier otra opinión aparecía como anacrónica y con escaso bagaje epistemológico y teórico. Es altamente probable que muchos de los posmodernistas de hoy sean los marxistas de ayer: la marcada inclinación dogmática en la teoría se aviene perfectamente con una admirable flexibilidad en la praxis. Estos señores han hecho sus paces con el sistema capitalista y se han integrado muy bien en el orden burgués, así como anteriormente se hallaban a sus anchas en partidos y organizaciones de tendencia marxista. Así como hoy celebran el pluralismo ideológico, los logros del neoliberalismo y las bondades del indeterminismo y el caos, hace poco tiempo cantaban con igual fervor el advenimiento obligatorio del socialismo, las maravillas de la economía planificada y las verdades indubitables contenidas en los clásicos marxistas.
Se puede aseverar que el dogmatismo del que hacen gala muchos posmodernistas (la absoluta certidumbre al propagar la incertidumbre) tiene más de una conexión con la inmensa influencia que ejercieron hasta hace poco las escuelas marxistas en buena parte del planeta. Porque cayó el muro de Berlín, estos autores suponen que "caen también los últimos muros que circundaban la polis, le daban su forma, su límite y su protección. Difícil seguir inscribiendo las pequeñas obras en los grandes relatos".(7)
La caída de esa muralla conllevó efectos mágicos: con ella desaparecieron "el socialismo, las ideologías, [...] las epopeyas de masas, [...] las utopías globales, la objetividad científica y el Estado-Nación".(8) Sólo marxistas desencantados pueden atribuir tal cantidad de milagros al previsible descalabro de regímenes mediocres como fueron los existentes en las atribuladas tierras de Europa Oriental y, simultáneamente, alabar una "cultura cotidiana" que ya no está determinada por los "imperativos hiperbólicos del deber sino por el bienestar y la dinámica de los derechos subjetivos"(9) y los deseos inmediatos.
En todo vale, el postulado de que la ética es una convención aleatoria, el teorema de la disolución del sujeto y la devaluación de la historia en general les brindan ahora la mejor ideología justificatoria para esta metamorfosis. La aceptación del horizonte del momento dado como el único posible (o el único aceptable) y la negativa a discriminar racionalmente entre diferentes modelos de praxis socio-política contribuyen a legitimizar cualquier forma de oportunismo y a tranquilizar las conciencias que se amoldan fácilmente a las corrientes en boga en un momento dado. Después de todo estos intelectuales han demostrado tener un envidiable olfato para acoplarse sin muchos miramientos y menos escrúpulos aun a la marcha victoriosa de la doctrina en auge. En esto han continuado una tradición secular de los estratos cultos a lo largo de la historia universal: siempre con la moda, nunca con el espíritu crítico. Los hábitos cotidianos son los mismos; mantienen el bolsillo a la derecha, mientras el corazón puede -muy ocasionalmente- tomar posiciones de izquierda. Por ello es que confraternizan tan íntimamente con los gobernantes y los regímenes políticos de turno, independientemente de su carácter ideológico. El carácter premeditadamente caótico de los textos posmodernistas y la verbosa arbitrariedad de sus conclusiones calzan perfectamente en este ambiente de un alegre y desenfadado cinismo.
LA CALIDAD NO CUENTA
Un mundo como lo suponen estas teorías -constituido sólo por intereses materiales o por meros signos semánticos de carácter enteramente fortuito- no provee la base para experimentar o entender siquiera lo que es belleza o bondad o solidaridad, y tampoco posibilita la genuina creación artística e intelectual. Este horizonte de tedio y vacío está ocupado por la inflacionaria producción posmodernista y deconstruccionista de textos que tratan precisamente de demostrar que no existe lo que critican.
Es probablemente exagerada la opinión de George Steiner de que estas corrientes sólo han producido una avalancha de lo accesorio, retórico, contradictorio y baladí, cuyo valor intrínseco es cercano a cero, aunque no hay duda de que los escritos más importantes de las mismas están llenos de tecnicismos superfluos, detalles desdeñables y largos capítulos consagrados a cuestiones insubstanciales. Según Steiner estas obras han engendrado el "predominio de lo secundario y parasitario", la tiranía del comentario hipertrófico, la prevalencia de la pedantería burocrática y de la mediocridad preciosista, y una marea de informaciones banales pero bien empaquetadas y mejor digeridas por un mercado insaciable de trivialidades, culminando el proceso iniciado por el alejandrinismo y el bizantinismo.(10)
El periodismo contemporáneo hace otro tanto: se dedica con voracidad a lo marginal y lo insignificante, no sabe discriminar entre lo relevante y lo superfluo, no puede entender, que son actos dignos, logros cimentados en el esfuerzo creador o jerarquías basadas en la distinción. La posibilidad de la reproducción técnica de millones de tonterías y futilidades suscita el mundo actual del vacío repleto, la retórica de la simulación, el paraíso de los astutos charlatanes.(11)
Los artistas que hacen un verdadero culto del mero experimento y esbozo, los escritores que consideran las primeras palabras balbucientes como poesía de primer rango, los pintores que declaran que cualquier trazo propio es un cuadro logrado, los pensadores que celebran toda pequeña ocurrencia -cuanto más hermética, mejor- como filosofía original y progresista, todos ellos han aportado su grano de arena para llegar a la actual estulticia cultural, donde precisamente la calidad es lo que menos cuenta. Todos ellos han querido extirpar el "significado" de sus obras y han proclamado que la superficie lo es todo, y el público y los medios masivos de comunicación les han tomado en serio, tan en serio que hoy en día el medio se ha convertido en el mensaje: el recipiente se ha transformado en el contenido, o mejor dicho, lo ha vaciado de contenido y se ha puesto en su lugar. Y todos tan contentos...
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