mundanalia
El público
Alfredo Zitarrosa
Cuanto más compulsivos los "debería", más profunda la neurosis, dice, creo que K. Horney en alguno de sus libros. No estoy seguro. Mas de todos modos alguna vez leí esa frase y razonablemente, aunque mucho después, también estuve en tratamiento analítico, lo cual me agregó cierto prestigio subalterno.
Pero tenía mis razones. De veras para mí los pluscuamperfectos o en todo caso los "potenciales" más o menos compuestos, en lo referente a mi oficio, son agobiantes.
El viernes pasado por ejemplo, un amigo me decía: "... yo no me explico por qué vos no estás seguro nunca de que (con esa voz) salís y matás". Yo iba a actuar esa noche en la Sala Ollin Yoliztli, y lamentaría que la frase de mi amigo, tan familiar como intrascendente entre nosotros los rioplatenses, sonase irrespetuosa en este contexto; porque en realidad mi amigo sólo intentaba aliviarme de mis tribulaciones habituales a la hora de cantar. Tal como si en cada caso la próxima actuación fuera la última, o como si, por lo menos, en lugar de dar un recital lo que voy a hacer ese día es rendir un examen, pedir una nueva oportunidad, el desafío que reviste cada nueva propuesta de trabajo, cada nueva solicitud, cada compromiso, tiene para mí unas dimensiones tal vez desproporcionadas. Para decirlo con la mayor claridad posible, me siento como debe sentirse un torero en vísperas de la corrida, o al menos como me imagino que ha de sentirse un torero, lleno de miedo y de coraje a la vez, lleno de curiosidad y de orgullo de ser el elegido para eso.
Y es que no hay nada más incógnito que el público, ni, asimismo, por paradójico que parezca, no hay nada más entrañablemente necesario, horrible y amable a la vez. Ese, el de ese día, ese público que irá esa tarde o esa noche a ese teatro, a ese lugar, ese que va a estar sentado (a veces hasta en el pasillo: es el más temible), ese que se pondrá de pie, que saldrá, que se irá cuchicheando, que tal vez entrará en tropel o irá fluyendo lentamente por las puertas de ingreso, riendo, de lentes, con unas barbas, con unos cómplices, con unos carteles, o con grabadoras, con las manos en los bolsillos o leyendo el programa impreso, ese que después saldrá, como un río que se hubiese detenido un momento, otra vez hacia la vida, ruidosamente, a veces en silencio. Acaso aplaudirá con entusiasmo, acaso no; acaso ya conoce las canciones, acaso no las conoce, o tal vez las detesta y precisamente vino por eso, para odiarlas más, o tal vez las compadece, o las ama, las compara con otras, las colecciona, las va a destripar, las quiere aprender, las canta o las quiere rehacer, discutirlas, acaso vino a oírlas por enésima vez, cuyo fenómeno, este último precisamente, es uno de los más incomprensibles para mí.
Será porque estoy del otro lado, porque soy precisamente la imagen en el espejo (así me siento frente al público) y como tal imagen no puedo sino obrar unos gestos inevitables; o será porque de tanto haber cantado la mayoría de mis canciones, para mí ya son casi artificio, un hueco, gesto puro, el caso es que no sé, nunca sabré por qué hay mucha gente que ha ido a escucharme varias veces y que tal vez vuelva. Me siento en estos casos como se sentiría un torero enfrentado nuevamente al toro que ya mató una vez (de hecho, presumo, para un matador el toro siempre es el mismo), con el agravante de que ese toro piensa, cada vez sabe más. Creo que allí está el mayor desafío, el verdadero reto para un cantor. El público más difícil es precisamente el que vuelve, el que está sentado ahí otra vez. ¿Qué hacer ese día? ¿Cómo cantar? ¿Qué decir? ¿Qué sucederá?
En el conjunto de mis fantasías previas a cada recital, los pluscuamperfectos andan en pleito con los fantasmas de cada rostro percibido con nitidez en otras actuaciones, con el contenido de las canciones que pienso cantar, con las malas costumbres de las que no podré omitir, con los resultados del último ensayo. Y entre tales "hubiera debido", el más frecuente es "hubiera debido decir que no", esperar hasta poder presentar un estreno, por lo menos ensayar un poco más. ¿Debo agregar que, en suma, se trata de desear que el público no esté, que no haya público, que en todo caso haya muy poca gente, vayan sólo unos amigos, que por lo menos cante alguien más, que en lo posible no sea tan necesario, tan imperativo "cantar otra vez"?
Proseguiré con esto. Hasta el próximo domingo.
De verdad yo no sé qué interés revisten estos apuntes para el lector de Excelsior. En el correr de estos casi tres meses, la nota que debo entregar semanalmente faltó dos veces. La primera vez porque estaba enfermo y la segunda porque no tenía ganas de escribirla. Y creo que se trata de hablar de eso ahora. No tenía ganas. No quería escribir sobre este asunto, no quería sencillamente, ese domingo también, ponerme a considerar mi oficio, y menos por escrito. De paso -y esto más bien va dirigido a la secretaría de redacción- he de decir también que me gustaría escribir sobre cualquier otra cosa, al menos de vez en cuando.
Porque este tema, "el público", acaso sea el tema por excelencia, al que tal vez no debí llegar tan rápidamente, pudiendo ocuparme, en esta serie, de tantos otros asuntos. En realidad y para decirlo de una vez, estoy cansado de cantar, exhausto, fatigado. Tal vez debo tomarme unas largas vacaciones, por no decir que a veces sueño con que soy aviador o dibujante y vivo de eso. Porque es duro cantar sobre la barca que zozobra y en medio de un motín (así veo yo la realidad presente) y el que sienta otra cosa o está muy joven o no se ha tomado en serio este oficio desde el punto de vista social.
Llevo veinte años cantando profesionalmente y canto desde niño. Voy a cumplir 45 y siento que no voy a llegar al próximo siglo, en el que mis hijas tendrán hijos y yo "hubiera o hubiese podido" -tal vez- gozarlos, si asimismo "hubiera o hubiese dejado" de fumar, pensar, luchar, cantar. ¡Esos pluscuamperfectos subjuntivos, que quedan fuera de todo análisis y hasta de cualquier psicoanálisis factible!
Recuerdo a mi psicoanalista de Madrid y no me la imagino sentada en una platea mexicana, formando parte del público. En todo caso, me pregunto qué pensaría, qué sentiría ella en primera fila de la sala Ollin, con su pierna cruzada, con su libreta, apoltronada entre gentes que concurrieron a escucharme, juzgando mis canciones a partir de mis confidencias pretéritas, por las que, además, hube de pagar entrada. Porque esta digresión es sólo aparente. Yo también soy público, y más, cuando durante largo tiempo -en España- estuve si cantar, y tres veces a la semana pagaba boleto para asistir al espectáculo de mis congojas, iluminadas con "luz de ensayo", amarillas y desnudas, por la simple y grave necesidad de "descansar" un poco, hallar un aliado contra mis jaquecas.
Soy jaquecoso desde hace doce años. Sin embargo -y lo menciono porque viene a cuento- jamás tuve jaqueca frente al público, en un escenario. Sólo una vez, pero aquél no era un público, eran unos borrachos españoles. Lo mismo -y ya me había referido a eso en una nota anterior-, nunca fui rechazado por el público, en ninguna parte, excepto una vez, y ése no era un público sino unos motociclistas adoctrinados por el párroco de la ciudad de Míguez (Canelones-Uruguay). Ambas cosas tienen una gran importancia para mí. Y he de decir también, hablando de aquel incidente en Míguez que fue por entonces que empecé a considerar seriamente la necesidad de afiliarme a un partido político, a un partido revolucionario, porque esa noche también tuve un público absolutamente excepcional. Sucedió que las motocicletas y los huevos podridos que arreciaban desde hacia diez minutos, de pronto cesaron, se interrumpieron, como brujas asustadas se esfumaron en la noche, cuando por las cuatro esquinas de la plaza irrumpieron unos camiones y de esos camiones empezaron a descender veinte, sesenta, ciento cincuenta compañeros de peso completo, puro músculo entrenado en los andamios, en los frigoríficos. Y fue esa también la primera vez que me enojé con el público; y lo discutí con los dirigentes que me habían llevado a Míguez en la culminación de una gira anti-fascista (a nombre de nuestro Frente Amplio y en vísperas de elecciones), y afirmo que esa noche yo hubiera querido morir de un balazo en aquel escenario, porque ése era mi compromiso adquirido con la canción y con nuestro Pueblo que me mostraba su afecto desde mucho antes. Dejo para otra nota la inolvidable lección de moral revolucionaria que recibí esa noche, después, en torno a la mesa de un bar montevideano.
Por fin ¿quién es el público? ¿Qué es? ¿Cómo pueden diferenciarse unos y otros públicos? ¿Cuál es el mejor, el apropiado, el peor?
Me hace gracia, por no decir que es baldía, insustancial, la pregunta -muy frecuente- que suelen formularle a uno: ¿qué le pareció nuestro público, éste, el venezolano, el japonés? [...] Porque aunque suene metafísico y divagante, en ningún otro caso me parece más clara la diferencia entre lo verdadero y lo aparente. Con el ya mencionado Parménides (el único filósofo que verdaderamente he leído y tal vez el único que he podido entender) yo diría que "(el público) es y no puede no ser, que es uno y siempre el mismo, infinito e indivisible...". Como el toro para el torero, además de estar ahí y ser ese, el de esa tarde, es, también, abrumadoramente, el toro, uno e idéntico al de todas las lides; representa y acumula los toros del pasado y también el "futuro" toro a cada instante en cada latido de su poderoso corazón que uno debe traspasar y ¿silenciar?, ¿matar? En el caso del cantor, por lo menos se trata de llegar a ese corazón, tocarlo y comprobar que sigue siendo igual, fuente y espera, clamor y silencio, pausa, impulso. Si tal no sucede, entonces puede pasar cualquier cosa.
Porque si en algo difieren los públicos es en su estado de ánimo. Por cierto a un cantor pueden ocurrirle dos cosas muy malas frente al público: que se aburra o que se enfurezca. Pero hay una peor: que se burle. Porque a la vista de lo malo, de lo superfluo, ese público puede convertir una tragedia en una hecatombe de mofas y también al revés: el que pretenda hacerle reír, si cae en la burla, puede acabar protagonizando una tragedia. En una palabra, el público es el verdadero protagonista de cualquier espectáculo. [...] en diferentes coyunturas, culturas, lugares, tal vez, intento decir, en ningún otro acontecer podrían ponerse de acuerdo los eleatas y los jónicos de Heráclito a Parménides, para bien y para mal. Porque si es verdad que nadie se baña dos veces en el mismo río, también es cierto que el público-torrente es siempre uno y está inmóvil, como detenido, a la hora de la canción, cuando el cantar no sube a "hacerse oír" sino a cantar. En síntesis, el público es un Orfeo permanente y el único que jamás bajará a los infiernos. Los cantores somos su voz y su rostro provisionales. Tránsito y espera, inspiración e indolencia, presencia y ausencia, uno, dos y tres, es decir todo y lo único que justifica la existencia de ciertos profesionales que somos los cantores, depositarios, por cierto -o al menos eso deberíamos ser-, más que de unas canciones, de unos modales, unos gestos, unas culturas en las que nuestros pueblos -que no los públicos- están representados. Y claro, esta representatividad de los cantores populares es provisoria; porque si con Parménides el público es uno y eterno, con Heráclito los pueblos son ríos que van al mar y eso me parece tanto más importante cuando estos pueblos nuestros -eventualmente constituidos en público pasivo- van torrencialmente al socialismo, hacia una nueva forma de organización social, que generará una nueva cultura, otras canciones y cantores, esos sí verdaderamente "nuevos". ¿Es necesario mencionar a la Nueva Trova Cubana?
FUENTE: "El
oficio de cantor" y "Canciones".
Montevideo, 2001. Ed. Banda Oriental y Herederos de Alfredo Zitarrosa.
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