Serie: Convivencias (XLX)

INTEGRACION, GLOBALIZACION E IDENTIDAD

Jorge Larraín

Con los auxilios de la sociología de la cultura, desde una perspectiva cultural, es posible analizar los fenómenos de la globalización y la integración regional. Como punto de partida se pueden destacar, muy esquemáticamente, seis puntos que parecen relevantes en torno a la relación cultura - globalización.

En primer lugar, si la globalización tiene una dimensión cultural muy importante, en parte se debe a la mediatización de la cultura moderna. Esta consiste en que los medios de comunicación están crecientemente moldeando, por un lado, la manera como las formas culturales son producidas, transmitidas y recibidas en las sociedades modernas y por otro, los modos como las personas experimentan los eventos y acciones que ocurren en contextos espacial y temporalmente remotos. Los medios simbólicos electrónicamente creados y transmitidos pueden más fácilmente abstraer del espacio.

En segundo término, aunque uno puede detectar que hay elementos culturales de las más variadas procedencias que tienden a romper con los límites nacionales y espacio-temporales y se van internacionalizando, esto no implica que la globalización vaya a significar una creciente homogenización cultural ni que la cultura vaya a ir progresivamente desterritorializándose. Puede que hoy exista un cierto espacio cultural electrónico, sin un lugar geográfico preciso, pero las culturas locales nunca perderán su importancia y lo global sólo puede actuar a través de ellas. Lo global no reemplaza a lo local, sino que lo local opera dentro de la lógica de lo global.

En tercer lugar, la globalización no es un fenómeno teleológico, un proceso que conduce inexorablemente a un fin, que sería la comunidad humana universal culturalmente integrada, sino un proceso contingente y dialéctico, que avanza engendrando dinámicas contradictorias. Puede dar ventajas económicas de comercio exterior por un lado y producir problemas de desempleo por el otro. Al mismo tiempo que universaliza algunos aspectos de la vida moderna, fomenta la intensificación de diferencias. Crea comunidades y asociaciones trasnacionales pero también fragmenta comunidades existentes; mientras por una parte facilita la concentración del poder y la centralización, por otra genera dinámicas descentralizadoras; produce hibridación de ideas, valores y conocimientos, pero también prejuicios y estereotipos que dividen.

Derivado de lo anterior y en cuarto lugar, es un error creer que la globalización tiene solo aspectos beneficiosos o solo aspectos indeseables. Hay una mezcla. La pregunta que surge es cómo se distribuyen estos aspectos. Para algunos, como Bauman, los efectos positivos y los negativos no se distribuyen equitativamente en el mundo, sino que conducen a una nueva polarización de ricos globalizados y pobres localizados. Se crea una nueva estratificación global que no obedece tanto a criterios geográficos nacionales como a clases trasnacionales. La elite mundial se vuelve extraterritorial, separada de las comunidades locales que permanecen marginadas y confinadas a su espacio. Para otros, como Beck, estas tendencias no operan en forma absoluta. La mentada capacidad de evasión de los "de arriba", su extraterritorialidad, el fin del nexo causal entre la riqueza y la pobreza no son fenómenos que tengan una vigencia total, y es dudoso que puedan llegar a operar con absoluta exclusión de formas de solidaridad y causalidad que todavía existen y que pudieran desarrollarse en nuevas direcciones trasnacionales. En este punto el veredicto no es todavía definitivo.

Como quinto punto, hallamos que frente a la globalización las identidades nacionales no están destinadas a desaparecer. Pero sí son afectadas por ella. La globalización afecta a la identidad en primer lugar porque pone a individuos, grupos y naciones en contacto con una serie de nuevos "otros", en relación con los cuales pueden definirse a sí mismos. En segundo lugar la globalización afecta la identidad porque las grandes transformaciones sociales traídas por ella tienden a desarraigar identidades culturales ampliamente compartidas y, por lo tanto, alteran las categorías en términos de las cuales los sujetos construyen su identidad. Mucha gente cesa de verse a sí misma en términos de los contextos colectivos tradicionales que le daban un sentido de identidad: por ejemplo, profesión, clase, nacionalidad, religión, y comienzan a verse en términos de otros contextos colectivos; por ejemplo, de género, etnia, sexualidad, equipo de fútbol, etc.

Por último, la globalización afecta las relaciones interculturales y plantea la pregunta de si es necesario y bueno abrirse a otras culturas o hay que cerrarse y aislarse para defender la especificidad propia. Si la identidad nacional no se define como una esencia incambiable, sino más bien como un proceso histórico permanente de construcción, entonces hay que evitar una reacción de rechazo en bloque a la globalización y una propuesta de aislacionismo cultural que buscaría salvar la identidad nacional de influencias foráneas y que, por lo demás, sería altamente ilusoria, si no imposible. Los rasgos culturales raras veces "son" propios en el sentido de "puros" u "originales" y más bien "llegan a ser" propios de una comunidad en procesos complejos de adaptación. De lo que se trata es de tomar los aportes universalizables de otras culturas para transformarlos y adaptarlos desde la propia cultura, llegando así a nuevas síntesis.

Integración regional y globalización

¿Qué tiene que ver todo esto con la integración regional? Creo que hay al menos dos aspectos relevantes que destacar. Por un lado, la integración regional puede considerarse tanto una manifestación de la globalización como una posible forma defensiva frente a sus aspectos negativos. Por otro lado, la integración regional afecta necesariamente las relaciones interculturales entre países y, por lo tanto, incluye preguntas claves respecto de las identidades nacionales. Pero, por supuesto, la importancia de estas preguntas depende de la manera como se conciba la integración regional. Si por ella se entiende solamente un avance en el libre comercio y la colaboración económico-financiera, entonces el impacto en otras áreas como la educación, la legislación laboral y otros aspectos de la cultura y la soberanía nacional será menor. Si por integración se entiende algo más global, que incluye una delegación de parte de la soberanía de los estados nacionales a los poderes comunes, el impacto en otras dimensiones culturales, laborales y educacionales de cada país va a ser mayor.

Aunque el libre comercio afecta la cultura e identidad nacionales, mucho más lo hace un proceso de integración que supera el margen estrecho de la economía. Con respecto a este tema surge una variedad de preguntas. ¿Cuáles son los condicionamientos culturales de una posible integración regional o transregional? ¿Existe una oposición entre las identidades nacionales latinoamericanas y la integración? ¿Qué consecuencias tiene para la cultura e identidad nacionales un proceso de integración? ¿Existe una identidad latinoamericana que debe desplazar a las identidades nacionales en los procesos de integración regional? Para muchos de nuestros países latinoamericanos la pregunta clave parece ser: ¿cómo vamos a preservar la identidad nacional cuando nos abrimos a la penetración irrestricta de bienes de consumo y bienes culturales extranjeros?; ¿cómo vamos a contrarrestar los eventuales efectos negativos de este proceso de globalización?

Para mí, no es esta la pregunta más relevante y debo confesar que no me inquieta tanto. Adivino detrás de ella el supuesto que las identidades culturales nacionales son algo sacrosanto que hay que preservar a toda costa frente al impacto de lo extranjero. El tema ya se ha debatido en otras partes y han surgido respuestas a esa preocupación. En 1991, en un seminario sobre cultura y Mercosur, el uruguayo Julián Murguía argumentaba que la identidad cultural uruguaya no sería afectada por la integración económica, que la cultura sabe sobrevivir y que no se ha visto ni oído que en la Comunidad Europea exista la menor preocupación por la pérdida de la identidad cultural nacional que puedan sufrir los países. Los ingleses seguirán siendo ingleses y los españoles seguirán siendo españoles y ni los países más pequeños han expresado la preocupación de ser colonizados culturalmente.

Esta respuesta minimiza el impacto cultural negativo de la integración económica, pero simultáneamente parece asumir la inamovilidad de lo que se considera como patrimonio cultural propio. Yo me pregunto, por el contrario: ¿no sería bueno que en algunos aspectos nuestras identidades nacionales fueran afectadas por estos procesos y tuvieran que cambiar para abrirse a las contribuciones culturales de otros? Pienso que, quiérase o no, ningún proceso de integración va a dejar intactas las identidades nacionales. Necesariamente estas van a cambiar. Y eso es bueno. Para mí la pregunta mas acuciante frente a los procesos de integración es la inversa: ¿cómo afectan las identidades nacionales al proceso de integración? ¿Hasta qué punto ciertas versiones exclusivistas, triunfalistas y desconfiadas de la identidad nacional pueden constituirse en un obstáculo para una verdadera integración?

Identidad nacional, identidad latinoamericana

La formación de toda identidad nacional es un proceso social que supone la noción del "otro"; la definición de la identidad propia siempre implica una distinción con los valores, características y modos de vida de otros que están más allá de las fronteras. La utilización de mecanismos de diferenciación con ese "otro" juega un papel fundamental: algunos grupos, valores, modos de vida e ideas se presentan como fuera de la comunidad. Así surge la idea del "nosotros" en cuanto distintos a "ellos" o a los "otros". Este mecanismo de diferenciación es normal en todo proceso identificatorio, pero algunas veces sufre un proceso de inflación y se transforma en abierta oposición a los otros.

Para definir lo que se considera propio a veces se exageran las diferencias con los que están fuera. Esto es especialmente cierto en algunas versiones públicas de identidad nacional que la conciben como una esencia o alma colectiva que cada pueblo trae al nacer. Existe una concepción esencialista que piensa a la identidad nacional como un hecho acabado, como un conjunto ya establecido de experiencias comunes y de valores fundamentales compartidos que se constituyó en el pasado, como una esencia, de una vez para siempre. Una historia original se congela como herencia, como tradición o patrimonio, y se fija para siempre.

Al fijar el alma colectiva de una vez para siempre y al acentuar los mecanismos de diferenciación y oposición con los otros, las concepciones esencialistas convierten cada identidad nacional en un mundo cerrado e inconmensurable con otros, en un compartimiento estanco que establece una línea de separación definitiva entre lo propio y lo ajeno. Una concepción así no puede favorecer la apertura para aprender de los otros y se constituye en un obstáculo para cualquier proceso de integración trasnacional. Por desgracia, en América Latina, y creo que especialmente en Chile, han dominado versiones públicas de identidad nacional de carácter esencialista y excluyente de los otros externos. El énfasis en un supuesto y privilegiado carácter europeo ("somos los ingleses de América del Sur") o en las virtudes guerreras innatas, en las victorias militares contra vecinos o en la defensa de patrimonios territoriales amenazados es una constante de muchas identidades nacionales en América Latina.

Es cierto que una cierta conciencia de identidad cultural latinoamericana ha existido siempre articulada con las identidades nacionales en América Latina. Para algunos autores esta sería la gran ventaja que tiene América Latina con respecto a Europa: una cultura compartida con una gran unidad linguística. La integración debería ser más fácil aquí porque no se basa en puros intereses económicos, sino también en una comunidad cultural. Pero, si esto es así, surge la pregunta acerca de por qué América Latina ha estado históricamente tan dividida y tan lejana a los procesos de integración con los que Bolívar soñaba. La respuesta obvia está en el predominio que han tenido los discursos de identidad nacional en el imaginario popular.

La idea de una identidad latinoamericana ha estado presente en los discursos públicos subordinados de algunos intelectuales aislados, pero no en el discurso corriente de las clases dirigentes, y, por otro lado, tampoco tiene muchas oportunidades de presencia en la experiencia diaria de la gente. Existe allí también, sin duda, y se manifiesta de vez en cuando como solidaridad en ocasión de algún partido de fútbol, alguna guerra o amenaza continental. Pero indudablemente le falta una base popular más fuerte y, sobre todo, el apoyo efectivo de las clases dirigentes, cuyo discurso público ha sido por mucho tiempo nacionalista y subraya más las diferencias que las concordancias con otros países del área. De allí que por mucho tiempo el discurso integracionista en América Latina haya sido meramente retórico y que tan pocas veces se haya transformado en hechos concretos.

Entender las identidades nacionales

Los procesos de integración requieren por lo tanto una actitud diferente y más crítica frente a las identidades nacionales. No se trata de eliminarlas sino más bien de entenderlas en otra forma. Doy cuatro ideas centrales a este respecto.

Primero, es necesario afirmar que las identidades nacionales son construidas históricamente y no están ya dadas como un esencia fija de una vez para siempre. Esto implica un proceso permanente, que nunca se detiene y que está abierto a nuevas contribuciones.

En segundo lugar, la identidad nacional no solo existe en la esfera pública como un discurso articulado y altamente selectivo, construido desde arriba por una variedad de instituciones y agentes culturales, sino que debe tomar en cuenta también las prácticas y significados sedimentados en la vida diaria de las personas, que expresan sentimientos muy variados, a veces no bien representados en las versiones públicas. No se trata de dos mundos separados y sin relación. Las versiones públicas de identidad se construyen por selección y exclusión a partir de los modos de vida de la gente, pero, a su vez, influyen sobre la manera como la gente se ve a sí misma y como actúa a través de los medios de comunicación y de la educación.

Hasta cierto punto es posible decir que la identidad nacional se enseña. Por mucho que la influencia de los medios de comunicación y de la educación no sea automática o mecánica, no debe subestimarse su importancia y, frente a las necesidades de la integración, cabe preguntarse: ¿qué tipo de identidad nacional le estamos enseñando a nuestros niños? ¿Es abierta o cerrada, receptiva u oposicional? ¿Cómo contamos nuestra historia y la de nuestros vecinos? ¿Qué hechos destacamos y cuáles omitimos?

En tercer lugar, es importante subrayar que la identidad nacional no solo debe mirar al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados los elementos principales de la identidad, sino que también debe mirar hacia el futuro. Tal como Habermas argumenta, "la identidad no es algo ya dado, sino también, y simultáneamente, nuestro propio proyecto." La pregunta por la identidad es entonces no solo ¿qué somos?, sino también ¿qué es lo que queremos ser? En ese horizonte que se proyecta hacia el futuro debe inscribirse una perspectiva latinoamericanista e integracionista. En cuarto lugar, en la construcción del futuro de acuerdo con ese proyecto no todas las tradiciones históricas nacionales son igualmente válidas y buenas. Como lo ha planteado Habermas, es necesario mantener un espíritu crítico frente a la identidad nacional para decidir políticamente si continuar o no con algunas tradiciones nacionales.

La globalización económica y la constitución de megabloques mundiales, como la comunidad europea y el NAFTA, parecen estar influyendo para que las clases dirigentes latinoamericanas estén empezando a entender que la integración es económicamente necesaria. Pero esto se topa con años de suspicacias y de concepciones nacionalistas más bien estrechas, en las cuales se ha sistemáticamente educado el imaginario de nuestros pueblos. De allí la enorme importancia de una educación y unos medios de comunicación con perspectiva regional y abiertos a lo internacional, que acentúe el carácter latinoamericano y que no entienda la identidad nacional como un mundo culturalmente cerrado y en oposición a otros.

QUIEN ES QUIEN

Jorge Larraín es sociólogo chileno, profesor en la University of Birminghan (Inglaterra) y en la Universidad Alberto Hurtado (Chile). Autor de numerosos artículos y libros; su obra más reciente es "Identity and modernity in Latin America", publicado por Polit Press, Oxford.

Convivencias

Artículos publicados en esta serie:

(I) La democracia como proyecto (Susana Mallo, Nº 126 )
(II) Nuevas fronteras -lo público y lo privado (Gustavo De Armas Nº 127)
(III) Refeudalización de la polis (Gustavo De Armas, Nº 130)
(IV) América Latina: entre estabilidad y democracia (H.C.F. Mansilla,132)
(V) El Defensor del Pueblo (Jaime Greif, Nº 133)
(VI) Crimen, violencia, inseguridad (Luis Eduardo Moras, Nº 137)
(VII) ¿"Fin" de la Historia? (Emir Sader, Nº 139)
(VIII) Democracia y representación (Alfredo D. Vallota?, Nº 140/41)
(IX) Discusión, Consenso y Tolerancia Habermas y Rawls (Jaime Rubio Angulo, Nº 140/41)
(X) Irrupción ciudadana y Estado tapón (Alain Santandreu - Eduardo Gudynas Nº 142)
(XI) Moral y política (Hebert Gatto, Nº 146)
(XII) Un señor llamado Gramsci (Carlos Coutinho, Nº 148)
(XIII) La reforma constitucional (Hebert Gatto, Nº 151)
(XIV) Un poder central (Christian Ferrer, Nº 158)
(XV) Antipolítica y neopopulismo en América Latina (René Antonio Mayorga, Nº 161)
(XVI) La inversión neoliberal. Marx, Weber y la ética cotidiana en tiempos de cólera (Rolando Lazarte, Nº 164/65)
(XVII) Nazismo, bolcheviquismo y ética (Hebert Gatto, Nº 166)
(XVIII) Marginalidad. Frente a las ideas de pobreza y exclusión (Denis Merklen, Nº 167)
(XIX) La invención anarquista (Christian Ferrer, Nº 170)
(XX) Violencia en el espacio escolar (Nilia Viscardi, Nº 172)
(XXI) El ciudadano dividido, (Pablo Ney Ferreira, Nº 173)
(XXII) Terapeutas, ciudadanos, criminales y creyentes (Christian Ferrer, Nº 176/77)
(XXIII) Utopía y esperanza (Damián Mozzo, Nº 181)
(XXIV) Un politicidio en el siglo XX (Hebert Gatto, Nº 181)
(XXV) ¿Fahrenheit 451 para la democracia? (Joseph Vechtas, Nº 182)
(XXVI) ¿Razones para el genocidio? (Hebert Gatto, Nº 183)
(XXVII)Intelectuales y política en Uruguay (Adolfo Garcé, Nº 185)
(XXVIII) La izquierda como proyecto (José Portillo, Nº 186)
(XXIX) ¿Qué socialismo? (José Portillo, Nº 188/89)
(XXX) Economía y sistema de valores (Joseph Vechtas, Nº 192)
(XXXI)Pena de muerte (Héctor Caraballo Delgado, Nº 195)
(XXXII) Poder sobre la vida (Michel Foucault, Nº 197)
(XXXIII) Pena de Muerte. El abolicionismo (Héctor Caraballo Delgado, Nº 198)
(XXXIV) La sociedad civil global (Alfredo Falero, Nº 199)
(XXXV) Violencia en la familia (Arnon Bentovim, Nº 200/201)
(XXXVI) La conciencia colectiva en América Latina (H. C. F. Mansilla, Nº 202)
(XXXVII) Teoría política ¿para qué? (Pablo Ney Ferreira, Nº 204)
(XXXVIII) Violencia, inseguridad pública y desigualdad social (Luis Eduardo Moras, Nº 206)
(XXXIX) Dos expresiones del imaginario social: ideología y utopía (Paul Ricoeur, Nº 207)
(XL) La democracia electrónica. Internet, gobierno y sociedad (Pablo da Silveira, Nº 208)
(XLI) "Los pobres", esa cuestión (Zygmunt Bauman, Nº 209)
(XLII) Una revolución inocua. La tercera vía de Giddens (Alejandro Ventura, Nº 210)
(XLIII) Liberalismo, ¿una visión anacrónica? (Roland Corbisier, Nº 211)
(XLIX) El malestar en la política, hoy (Juan Carlos Portantiero, Nº 214)


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