La mirada pornográfica
Román Gubern
Los dos motivos estadísticamente más recurrentes en la pintura occidental han sido el paisaje y el cuerpo humano, es decir, el paisaje natural y el paisaje antropológico. Mientras que la civilización industrial se ha encargado de demoler la iconografía paisajística, en la era massmediática ha seguido vivo y en pie el culto icónico a la anatomía humana.
Prueba tal vitalidad, de modo paradójico, el hecho de que para algunas culturas puritanas el desnudo siga resultando ofensivo. Así, el rechazo en julio de 1995, por parte del ayuntamiento de Jerusalén, de una reproducción del David de Miguel Angel que el ayuntamiento de Florencia le había ofrecido con motivo del tercer milenio de la ciudad, alegando que era un desnudo, no hacía más que ratificar su contundente eficacia expresiva.
EL MIRONISMO
En la cultura de masas mercantilizada, el culto a la anatomía humana ha contado con el plus añadido de exhibicionismo para unos y de voyeurismo para otros, que el desnudo no poseía, por ejemplo, en la cultura grecolatina o en el Renacimiento, a pesar de que Tiziano hizo que su Venus desnuda interpelase con su mirada al espectador (recurso copiado más tarde por Goya con su Maja y por Manet con su Olympia).
En el exhibicionismo mercantilizado de nuestro panorama mediático los sujetos públicos, y en particular los sujetos públicos investidos de prestigio erótico, constituyen puntos focales de interés colectivo, sean actrices, cantantes o gigolós (y por eso la revista Interviú propone con tanta frecuencia la sección "Desnudamos a...").
Se trata de un explicable desplazamiento metonímico desde el espíritu (las pasiones del sujeto) hacia el cuerpo famoso que las ejecuta o las pone en escena y, para ser más precisos, hacia ciertas partes del cuerpo que desempeñan un papel privilegiado en tal puesta en práctica de la pasión, creando una jerarquía erótica de las partes del todo, es decir, entronizando la sinécdoque pars pro toto como expresión suprema de la escena amorosa. Así se constata la curiosidad pública hacia ciertos penes célebres de reputada longitud y actividad, como el de Harry Balafonte, o el del diplomático y playboy dominicano Porfirio Rubirosa, o el del conde Alessandro Lequio. Porque todos los genitales parecen iguales al observador poco perspicaz, pero en realidad son distintos y personalizados, como lo son todos los pies y todos los rostros humanos.
Desde un enfoque muy diverso, Jacques Lacan nos ilustró hace años acerca de la pulsión escópica del hombre, de modo que el voyeurismo constituiría un tropismo natural de la mirada ante motivos sexuales, activado por la energía libidinal que está en la base de la reproducción de la especie. Empleando la terminología de la gestalt, se diría que la mirada humana es atraída, en tales casos por un estímulo óptico de alta pregnancia.
No obstante, la tradición psiquiátrica (puritana) ha clasificado en el renglón de las perversiones al mironismo sexual, que recibe nombres clínicos tan abundantes que parecen certificar su extendidísima presencia en la sociedad, lo que negaría estadísticamente su condición de perversión.
En la literatura clínica, en efecto, al mironismo se le llama técnicamente voyeurismo, mixoscopia, escopofilia, escopofilia, escopolangia y gimnomanía, designándose con tales términos la práctica de derivar la gratificación erótica de la mirada depositada sobre un cuerpo desnudo o una escena sexual. Decíamos que esta supuesta perversión está tan generalizada, que un estudio empírico de laboratorio efectuado en Estados Unidos acerca del comportamiento de la audiencia televisiva con el telemando reveló que las imágenes que más anclan su atención son los desnudos erotizados y las escenas de muerte violenta. De lo que se debe concluir que el voyeurismo es una respuesta biológica canónica y no una perversión, a menos que sustituya totalmente la interacción sexual personalizada con otros sujetos.
POR EL OJO DE LA CERRADURA
Si hace años Guy Debord calificó con pertinencia a nuestra sociedad como sociedad del espectáculo, la pulsión escópica colectiva hace que esta misma sociedad pueda contemplarse al mismo tiempo como una sociedad mirona, en la que ella misma, y en especial sus sujetos públicos, se ofrecen como sujetos de deseo y objetos de espectáculo a la mirada colectiva. Esta misma lógica escópica es la que conduciría al nacimiento de lo que los politólogos llaman Estado-espectáculo.
Si el voyeurismo es una práctica antigua ya condenada en el Génesis, en el pasaje en que Noé maldice la estirpe de su hijo Cam porque éste vio sus genitales mientras dormía, en la era mediática el voyeurismo se ha potenciado con los soportes de información -fotoquímicos, electrónicos y digitales- que contienen reproducciones vicariales de cuerpos desnudos y de actividades sexuales.
Esta explosión escopofílica masiva basada en la iconomanía, iconofilia, iconolgnia e idolomanía, está en la base de la expansión comercial y de la prosperidad de las industrias pornográficas de la imagen, que se basan en la paradoja de que lo que para unos sujetos activos ante el objetivo de la cámara es erotismo y ejercicio sexual de buena ley, y no pornografía, para quien les mira es en cambio pornografía y desviación erótica. Y este juicio moral descalificador deriva de que estas apetitosas producciones icónicas o audiovisuales han hecho del objeto del deseo un mero fantasma, unas manchas de colores sobre papel, o una sombras móviles sobre una pantalla, en sustitución de unos cuerpos reales y, sobre todo, de los placeres de la tactilidad.
Con esta referencia obligada a los medios de comunicación se llega a la analogía de los medios con las ventanas, o ventanucos, a través de los cuales unos espectadores atisban el mundo y sus figuras más relevantes. En esta función de los medios como ventanas o ventanucos sobre el paisaje social reaparece el mironismo colectivo, el voyeurismo propio del peep-show en el que se paga por ver a través de un vidrio, que inhibe la tactilidad, a una persona desnuda o a una pareja fornicando a un metro de distancia, para satisfacer un deseo ajeno.
El cine, que es un espectáculo público de imágenes fotográficas en movimiento, se basa en el voyeurismo congénito y esencial del público, en su necesidad emocional profunda, que en siglos anteriores satisfizo el teatro, de atisbar o espiar vidas ajenas, sin que los espiados parezcan darse cuenta de tal observación ajena. Ya en el cine mudo primitivo se formalizó un elocuente género, al que se le denomina precisamente film-voyeur, en el que aparecía en la pantalla la silueta de una cerradura en primer plano y tras ella se veía a una mujer que se desnudaba, aunque sólo hasta el límite que la puritana censura de principios del siglo XX permitía. Pero este género resulta muy interesante, porque interpelaba a los espectadores con la proposición de una cámara con punto de vista subjetivo, o en primera persona visual, invitándole a mirar aquello que, a fin de cuentas, al final tampoco se le permitía ver. De modo que el film-voyeur primitivo proponía, en definitiva, un excitante pero a la postre frustrante aperitivo erótico, interrumpido cuando mayor era el deseo del espectador.
El cine pornográfico nació en la clandestinidad de los burdeles, para excitar funcionalmente a su clientela masculina. Su designación popular resultó muy elocuente, pues en inglés estos films se llamaban smokers, en un época en que sólo fumaban los hombres, y en francés cinéma cochon, designación que admitía sin tapujos ni atenuantes su condición de excitante de las bajas pasiones masculinas. Su nacimiento en los prostíbulos obedecía a una lógica económica implacable, pues tenía una función promocional para el cliente, para que acudiese al local, y, en segundo lugar, la función de excitarle para que contratase los servicios sexuales mercantiles propuestos por la casa.
Pero, al márgen de los burdeles, el género recibió pronto la atención de las clases altas. Se ha dicho que en la Inglaterra victoriana era de buen tono entre los hombres elegante consumir pronografía, escrita y visual, cuando era escasa y cara, pero que se devaluó y perdió interés cuando el género se popularizó. Sabemos también que la aristocracia zarista era consumidora de pornografía, como lo era el rey Alfonso XIII de España, quien se solazaba con las peliculitas que confeccionaba para él la empresa Royal Film de Barcelona. Y al ser derrocado el rey Faruk de Egipto en 1952 se le encontró en palacio una nutridísima pornoteca con materiales procedentes de diversos países.
Cuando el cine pornográfico florecía en los burdeles era, en rigor, un género tolerado por las autoridades, aunque con su tolerancia circunscrita a aquellos locales. En el film norteamericano La noche de los maridos (The Bachelor Party), rodado en 1957 por Delbert Mann en una época en que el cine porno no podía circular públicamente en Estados Unidos, se ve en cambio a unos hombres que, en una despedida de soltero, contemplan una película pornográfica. Es decir, se ve a los contempladores y sus reacciones, pero no se ve lo contemplado, del que se certifica indirectamente que, pese a su prohibición oficial, tiene existencia social, aunque sea una existencia periférica o marginal.
Mientras que por estas fechas en la Cuba gobernada por Fulgencio Batista el cine porno era proyectado en salas públicas, a veces reutilizando películas normales de Hollywood, a las que se les añadían insertos pornográficos anónimos cuando llegaban las escenas de amor.
EL CINE PORNO
La conmoción social y moral libertaria de 1968 resultó decisiva para iniciar la despenalización de la pornografía en muchos países occidentales, en un proceso que se desarrolló a lo largo de los años setenta, coincidiendo, por otra parte, con la segmentación del mercado audiovisual entre cine y televisión, dividiendo sus funciones culturales, con un público cinematográfico más reducido, más joven, menos conservador y más especializado y la televisión convertida en refugio de un amplio público indiferenciado e interclasista, en cuyo seno se albergaba la conservadora "mayoría silenciosa".
En esta nueva situación, los focos de irradiación de la pornografía despenalizada fueron, desde 1969, San Francisco en California y los países escandinavos en Europa. Y paralelamente al desarme censor oficial del cine que, para competir comercialmente con la televisión con mayor permisividad, hacía aparecer en el mercado películas caracterizadas por su ultraviolencia -como Perros de paja (Straw Dogs, 1971) de Sam Peckinpah, o La naranja mecánica (A Clockwork Orange, 1971) de Stanley Kubrick-, bajo la clasificación X empezaron a difundirse también, en circuitos específicos, películas de pornografía dura o hard, como Garganta profunda (Deep Throat) -fantasía sobre una muchacha que descubría que tenía su clítoris en la garganta-, Tras la puerta verde (Behind the Green Door) y The Devil in Miss Jones, que obtuvieron, por su novedad, óptimas recaudaciones, llegando a batir en las taquillas a los grandes títulos del cine comercial de Hollywood.
Si se piensa bien, el cine pornográfico duro nacía de una lógica rigurosa e implacable, generada por las frustraciones implícitas en el cine de ficción tradicional. En las películas tradicionales, cuando la pasión encendía los instintos de una pareja de enamorados, la pantalla mostraba sus dos rostros unidos en un cálido beso y, a continuación, aparecía un fundido en negro que censuraba la visión de la acción que sucedía lógicamente a aquel beso apasionado. En otras ocasiones la frustración era mayor, si cabe, pues la cámara se alejaba púdicamente de los amantes con un movimiento panorámico, para encuadrar el fuego chisporroteante en la chimenea o las olas del mar rompiendo contra las rocas, como socorridos símbolos figurativos de la pasión erótica.
Pues bien, rebelándose contra las censuras ejemplificadas por estas omisiones y estas metáforas, el cine pornográfico se convirtió en un género específico, especializado de modo monotemático en la exhibición de aquello que sucede después del beso apasionado y del fundido, o en lugar del fuego chisporroteante o de las olas rompiendo contra las rocas. Si Freud explicó que el tabú está en el origen de la metáfora, para designar lo innombrable de otro modo distinto, el cine porno nació como sublevación contra la censura metafórica. En este sentido, el cine porno supuso un acto de liberación contra una forma de censura social.
Pero, lamentablemente, este origen encasilló al género en una selectividad monotemática y redundante, que no tenía que haberse producido necesariamente. Pero la compartimentación del negocio de producción y de distribución cinematográfica, las reglas del mercado y las habilidades especializadas de los actores y actrices contribuyeron a encerrarlo en un gueto sociocultural.
Sin embargo, no cuesta mucho imaginar una película corriente en la que, junto a otras incidencias argumentales diversas, los encuentros de los amantes se escenificaran con plenitud y en detalle, de modo que no se produjera el actual divorcio cinematográfico entre vida y sexo. En la actualidad, tan sólo muy excepcionalmente encontramos películas que repudian esta escisión, como ocurre en El diablo en el cuerpo (Il diavolo un corpo, 1986), de Marco Bellocchio, en donde se escenifica una felación no fingida que practica Marushka Detmers a Federico Pitzalis. El caso de El imperio de los sentidos (1976), de Nagisa Oshima, es bastante distinto, porque en esta película tan atípica y tan castigada por las diferentes censuras, el eje del relato es una actividad erótica obsesiva y, con la excepción del rito sadomasoquista del final, que concluye con la muerte y mutilación del amante, los actos sexuales no están fingidos. Y aunque recientemente la excepción realista ha vuelto a producirse con la película francesa Romance (1999), de Cattherine Breillat, esta amalgama veraz está lejos de ser común.
Pero en el cine porno convencional y rutinario, el divorcio entre sexo y vida se produce, en cambio, porque se retiene sólo el sexo y se excluye la vida, al contrario de lo que ocurre en el cine comercial estándar. Ésta es la servidumbre creada por su selectividad monotemática y excluyente.
Esta selectividad o especialización monotemática del cine porno hace que sea en rigor, más que un género narrativo, un género propiamente descriptivo, en el que los aderezos narrativos son secundarios o irrelevantes. Y es un género descriptivo porque el cine porno es, ante todo y sobre todo, un documental fisiológico y atrae a su clientela precisamente por esta condición.
El cine porno es, en efecto, un documental sobre la erección, la felación, el cuninlingus, el coito vaginal, el coito anal y el orgasmo. Y el público paga su entrada, no para contemplar sus livianos pretextos narrativos (el lechero llamando a la puerta de la casa de la señora), sino por deleitarse con el documental fisiológico, que constituye la esencia y la razón de ser del género.
Tan documental es, que no podemos imaginar a un director en este género pidiendo al actor que vuelva a eyacular otra vez, porque su anterior eyaculación no le ha parecido satisfactoria. Y tanta es la conciencia entre sus profesionales de que se trata de un documental fisiológico, que en su jerga se denomina al primer plano de los genitales en acción medical shot, es decir plano médico. Y las breves escenas de ficción del cine porno no constituyen más que irrelevantes escenas de transición, subsidiarias en relación con el conjunto.
De hecho, la descalificación estética más contundente del género porno se ha basado en poner de relieve su flagrante contradicción entre su hiperrealismo fisiológico y su atroz falsedad psicológica y social, con personajes que son meros muñecos de carne.
La exhibición del orgasmo masculino constituye así la imprescindible autentificación documental de la acción (y de su placer), por lo que es éste un momento culminante de estos documentales fisiológicos. Y como la eyaculación ha de ser visible para el espectador, tiene que efectuarse fuera de sus orificios naturales, en una variada gama de soluciones: eyacular sobre el rostro de la actriz, por ejemplo, supone un acto de dominio del varón, etc.
El orgasmo femenino, en cambio, puede ser fingido, expresado por la convulsión del cuerpo, del rostro y de la voz, con una dislocación facial que nadie ha expresado mejor que Bernini al esculpir el éxtasis místico de santa Teresa. Y cuando se afirma que el género supone una explotación inicua de la mujer debe recordarse que, por lo menos en un aspecto, la actriz resulta más favorecida que los hombres, quienes no pueden fingir su orgasmo, como ella. Traigo aquí a colación una observación de la actriz Sharon, que resulta elocuente: "Es muy extraño", declaró Sharon, "no me di cuenta de todo lo que implicaba un orgasmo hasta que tuve uno en un rodaje. Yo raramente tengo orgasmos cuando ruedo... Y me dije: ¡Uf! Esto ha sido suerte. Y me sentí avergonzada, como vulnerable... Entonces pensé. Mira, estos chicos tienen que hacerlo todo el rato" (The Film Maker´s Guide to Pornography, de Steven Ziplow).
Acabamos de mencionar la expresión dislocada del rostro durante el orgasmo y debemos añadir ahora que el rostro constituye la superficie más reveladora de las emociones, la más expresiva, las más desprotegida emocionalmente del ser humano. Y, si se examina con atención, se observa que la focalización visual predominante de la cámara en las películas pornográficas se orienta reiteradamente hacia dos centros de interés protagonista: hacia los rostros y los genitales, relacionados con el vínculo causa-efecto, puesto que estos agentes físicos -los genitales en acción- son la causa de las expresivas respuestas emocionales de los rostros, como los dos polos de una misma cadena, el físico y el emocional.
De ahí, también, la penitud erótica de las escenas de felación, que permiten reunir en un primer plano el miembro viril en erección y el rostro de la actriz, en una interacción muy íntima y activa. Y, como ya hemos apuntado, eyacular sobre el rostro constituye un gesto de posesión o de dominio sobre la mujer, marcando su territorio facial con un signo de señorío; como lo es también eyacular en su boca, lo que supone una aceptación casi incondicional de su pareja por parte de la mujer.
¿PARA QUIEN?
Esta última observación obliga a recordar que el público predominante de la producción porno es masculino y sus fantasías se conciben y diseñan para satisfacer el imaginario sexual masculino. También las parejas heterosexuales consumen cine porno y la revolución videográfica de final del siglo ha trastocado radicalmente este mercado en los veinte últimos años. Las feministas han estado tradicionalmente en contra de este género. Pero, a principios de los años ochenta, inquietas por su involuntaria convergencia moral en este tema con la derecha conservadora y antiabortista, algunas feministas norteamericanas se replantearon a fondo el asunto de la pornografía, como hizo Ellen Willis en su esclarecedor artículo "Sexual Politics" (1982), que preludió el importante libro de Linda Williams, Hard Core. Power, Pleasure and the Frenzy of the Visible (1989).
Es cierto que el porno hard ha sido generalmente descalificado por sus contenidos monotemáticos y redundantes (como muchos westerns), por su esquematismo psicológico (como muchas películas de aventuras) y por su pobre calidad formal. Se ha insistido, para su descrédito estético, en el brutal contraste que ofrecen su crudo hiperrealismo fisiológico y su irreal esquematismo psicológico y social, que hace que los personajes sean puras abstracciones sin personalidad (el negro, la rubia, el semental, la adolescente, la colegiala, el impotente, el perro, etc., entelequias que suelen airear publicitariamente sus títulos).
También se ha afirmado que este cine, a diferencia de otros géneros, es muy directamente utilitario (para satisfacer una necesidad fisiológica) y se ha llegado a observar que la duración de los cortometrajes y la extensión de las revistas ilustradas del género es funcional para la duración normal de un acto masturbatorio. Pero este utilitarismo no es necesariamente negativo y se ha defendido también al cine porno como un cine pedagógico para la educación sexual, para la enseñanza de técnicas y de posiciones y para la liberación de inhibiciones y rutinas. Y los más favorables llegan a elogiar los valores coreográficos y rítmicos de los cuerpos en este género.
Actualmente, la posición cultural ante el porno suele ser menos apasionada y más ecléctica, sobre todo desde que se hizo obvio que existe una pornografía de mala calidad (la mayoritaria) y otra de buena calidad, como ocurre en todos los géneros audiovisules. Por otra parte, pronto pudo descubrirse que el cine porno fue más sádico, perverso y degradante cuando fue clandestino y que su despenalización había contribuido a depurarlo; aunque del porno actual ha derivado la nueva provincia, cruel y clandestina, del snuff cinema.
OBJECIONES
Las relaciones del feminismo militante con el cine porno han sido más complejas y tempestuosas, como ya hemos indicado antes. Se ha sostenido durante décadas que el equivalente funcional de la pornografía para la mujer era la novela rosa, que había sido disfrutada por el público femenino durante años como protesta fantasmática contra la rutina de la vida cotidiana en la pareja monógama, en un mundo emocionalmente pobre. Incluso se habló en los años ochenta de la "revolución romántica" aportada por las telenovelas, las revistas del corazón y las novelas rosas (la Editorial Harlequin vende en Estados Unidos 200 millones de ejemplares al año), como contrapeso de la "revolución pornográfica" en los medios audiovisuales.
Pero en la misma década empezaron a aparecer en Estado Unidos empresas productoras de porno dirigidas por mujeres y con películas escritas y realizadas por ellas (como la compañía Femme Productions), dando un vuelco a la cuestión. Se ha observado que estas películas tienen más "argumento" y más "psicología" que las producciones masculinas hechas y pensadas por y para hombres, lo que constituye un dato revelador, en la medida en que confirman que el sexo no está tanto entre las piernas como dentro de la cabeza.
El antes citado film Romance, de Catherine Breillat, confirma esta tendencia psicologista. Por otra parte, el vídeo doméstico trastocó el mercado, incluyendo en su público a parejas heterosexuales y a mujeres solas, e Internet colocó a la pornografía en la plaza pública: el 68 por ciento del comercio electrónico actual es de contenido pornográfico. La cuestión reside, por tanto en las diferentes estrategias utilizables para estimular eficazmente la libido masculina y femenina, pues el imaginario erótico no tiene fronteras.
Pero mientras la pornografía genital se oficializaba en los mercados públicos, la pornografía de la crueldad alcanzaba también nuevas cotas. Freud ha estudiado el sadomasoquismo como un "placer asociado al displacer" y es raro el espectador de noticiarios y de telediarios que no haya sentido alguna vez la fascinación hipnótica de algún espectáculo cruel. El sadismo espectatorial ha sido cultivado desde hace muchos años por la industria del cine con las películas de terror y hasta el famoso ojo cortado de Un perro andaluz (1929), responsable de tantos desmayos, pudo tener su origen en el ojo saltado de una dama durante la violenta carga de la policía zarista en las escalinatas de Odessa de El acorazado "Potemkin" (1925), de Eisenstein, que fascinó a los surrealistas.
Tras muchos años de sustos cinematográficos de guardarropía, quien primero planteó con lucidez autorreflexiva el tema del placer voyeurístico de la muerte fue el cineasta británico Michael Powell en su película El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, 1960), en la que un joven cineasta rueda los rostros de sus modelos-víctimas femeninas en el momento de asesinarlas con una espada acoplada a su cámara. Pero esta nueva fase de espectacularización sádica en las pantallas se asentaba en una larga tradición, que en nuestra cultura arranca de los gladiadores y mártires inmolados en el Coliseo romano y llega hasta las ejecuciones públicas de nuestra era, pasando por los combates de boxeo y las peleas de gallos, que han proporcionado a las masas lo que Shakespeare definió como violent delights.
HASTA LO MACABRO
Algunos cineastas se sintieron pronto atraídos por la muerte real, no la muerte fingida de los estudios de cine. Así, el francés Lucien Hayer rodó en 1930, escondido en los lavabos de una cárcel, una doble ejecución. Pero las guerras proporcionarían su gran cantera macabra, cuyas imágenes las censuras nacionales impedirían con frecuencia que llegaran al público, para no desmoralizarle o invocando el argumento del buen gusto. Todavía en fecha reciente, la censura japonesa hizo cortar los planos documentales de las ejecuciones niponas en Manchuria en 1931, utilizados por Bernardo Bertolucci en El último emperador (1987). Pero la ejecución intencional de la muerte ante el objetivo de la cámara, para hacer de ella un espectáculo comercializable, ha sido obra del llamado snuff cinema, un género del que las primeras noticias arrancan de 1977.
Como gran paradoja, el cine snuff inmortaliza la muerte, al retener su imagen sobre un soporte duradero, permitiendo renovar el placer de su contemplación. Su emergencia ha corrido paralela con las muertes reales que nos presentan con tanta frecuencia los telediarios en nuestros hogares (guerras, atentados, catástrofes y suicidios ante las cámaras, convertidos en un nuevo género narcisista-televisivo).
Al llegar a este punto es pertinente plantearse, a la vista de obras artísticas tan abaladas como el Laocoonte o la foto de un miliciano español alcanzado por un disparo que nos ofreció Robert Capa, la pregunta de si existe una estética de la muerte violenta. De la escultura citada se dirá que es una obra de ficción, y que por consiguiente no representa una muerte acontecida realmente. Pero la segunda es una fotografía documental, un testimonio de una muerte auténtica, aunque nadie podrá negar su belleza trágica. Las investigaciones sobre audiencias potenciales de cine snuff revelan, en efecto, que el momento más excitante de la muerte para sus mirones reside en el espasmo corporal, en el calambre somático, en la sacudida física que desorganiza la resistencia muscular y se convierte en metáfora letal del orgasmo.
Al examinar El fotógrafo del pánico se observa de nuevo que el rostro humano es la parte más desprotegida del cuerpo y por ello la más susceptible de convertirse en una superficie obscena, ya que desvela sus más íntimas vivencias, sean de dolor o de placer: a nadie le gusta que le miren la cara cuando llora, pero tampoco cuando tiene un orgasmo, como recordaba la actriz Sharon hace un momento. La obscenidad suprema no está en los genitales, como quiere la tradición puritana, sino en el rostro, en su condición de sede expresiva de las emociones más íntimas, delatadas contra la voluntad del sujeto.
Avala cuanto llevamos dicho el hecho de que en las películas clandestinas del snuff cinema, en el momento del asesinato, la cámara no encuadra tanto el arma blanca que penetra el cuerpo de la víctima, en una singular metáfora sexual, sino a su rostro descompuesto por el dolor: se trata, en realidad, de una caricatura sarcástica de la expresión del orgasmo. Tres películas modélicas, como El fotógrafo del pánico, Hardcore. Un mundo oculto (Hardcore, 1978), de Paul Schrader, y Tesis (1996), de Alejandro Amenábar, que han abordado en contextos distintos el tema del snuff cinema, han demostrado cómo la opción del cineasta en el momento de la muerte se dirige hacia el rostro de su víctima, sede suprema de la expresión de las emociones incontroladas. De ahí su tremenda potencialidad obscena, que tuvo primero su manifestación institucional en el cine de porno duro (en el dislocado instante del orgasmo) y desde hace algunos años en el clandestino snuff cinema, convergencia última del cine de terror (que goza de tanta popularidad social) y el porno duro, del que constituye su frontera final, ya insuperable.
A veces se tiene la falsa impresión de que la cultura del snuff es una cuestión de delincuencia común, de perversión clandestina y de represión policial. Nada más falso. Desde abril de 1992, con la ejecución de Robert Alton Harris en California, transmitida por la televisión en directo, la cultura del snuff ha entrado en el ámbito de las costumbres públicas y respetables. Se dirá que una ejecución es una muerte legal, sancionada por los tribunales de justicia.
Pero la curiosidad o el placer morboso de la audiencia televisiva poco tiene que ver con estas justificaciones formales y la fruición y vivencia de sus espectadores al contemplarla eran poco distintas de las que sintieron los espectadores del Coliseo romano.
Desde esta fecha crucial en la historia de la comunicación de masas, las sucesivas propuestas de transmitir por televisión ejecuciones en directo han abierto polémicas en la prensa, con la sesuda intervención de juristas, pedagogos, psicólogos y moralistas.
Pero no hay que engañarse, no se trata más que de astutas estrategias de la industria y del negocio televisivo para tantear los techos de permisividad social en cada momento y aumentar así su audiencia y sus beneficios, cosquilleando los instintos más inconfesables de su público.
FUENTE: "El eros electrónico". Por Román Gubern. Ed. Taurus.
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