Serie: La Singularización ()

Uruguay, ¿sueño de orden o historia de un error?

Hacia los años sesenta, José María Firpo, maestro de escuela pública de la Ciudad Vieja, decidió publicar, en un volumen llamado "Humor en la escuela", los comentrios o conclusiones que sus alumnos efectuaban después de una lección. Su rotundo éxito se debió a la tendencia -tristemente pobre- de leer esta magnífica recopilación de imaginarios como un simple libro de chistes, haciendo una perversa lectura de lo que se suponía era la "ignorancia de niños de origen marginal".

Leer a los niños no es fácil. Saber disfrutar de sus ocurrencias, incorporar la agudeza de sus razonamientos, nutrirse de la pertinencia de sus actitudes, aun menos. Sin embargo, un esfuerzo interpretativo de sus gestos puede resultar -creemos- edificante. Bucear en los itinerarios internos que llevan a un niño a la construcción de un enunciado, además de una tarea grata, suele ser altamente reveladora.

Los indios lo mataron

"Solís se murió cuando los indios lo mataron", sostiene un niño después de la lección de historia. ¿Recordamos realmente los maestros, durante nuestras lecciones, el misterio que envolvía a nuestro imaginario cuando, de niños, veíamos a los charrúas con los rasgos de personajes de historietas, identificábamos inevitablemente el "malón" con "toda la maldad del mundo", y nos costaba visualizar el desembarco de Solís sin los altos edificios que bordean nuestras playas?

Este niño yuxtapone -con una capacidad de síntesis admirable- a los dos "actores" del descubrimiento, reteniendo como esencial el dualismo protagónico: "Solís" de un lado, "los indios" del otro. Opera una clarificación extrema del mensaje: "Solís muere; "los indios" matan. Alcanza el significado del acto en cuestión por acercamiento sucesivo y simultáneo, desde un lado y desde otro.

Lo que aparece detrás de esto, es la tendencia inevitable del ser humano a adaptar lo exterior a la lógica propia para poder entenderlo. El mismo suceso (la muerte) contiene en este caso la dualidad "morir-matar". Es la coordinación simultánea de los dos gestos -el adverbio "cuando" da cuenta de ello. Para entender la anécdota, el niño ha debido desarmarla y reconfigurarla sobre la base de la alteridad que la origina, alteridad disminuida por el lenguaje: los verbos "morir" y "matar" pueden confundir sus participios pasivos ("muerto"): una vez realizada la acción, la diferenciación se vuelve imposible.

Esta capacidad de adaptación a una lógica propia, esta tendencia inevitable a la invención clarificadora, esta necesidad de exponer los hechos desde sus múltiples "lados" al mismo tiempo, nos parecen actitudes saludables, a incorporar por nosotros -adultos- a la hora de intentar lecturas interpretativas del pasado.

Mitos de origen

Cuenta la historia -¿o la leyenda?- que Juan Díaz de Solís, valiente expedicionario español, fue muerto y devorado por los indígenas en una de las paradisíacas playas que bordean nuestro territorio nacional. Después de años de controversias historiográficas, podemos hoy afirmar que los indígenas de la tribu de los guaraníes -porque de ellos se trataba- llevaron a cabo con el cadáver de Solís, un acto de antropofagia ritual.

Si por un lado los españoles, escandalizados ante la barbarie y aludiendo a una lógica -occidental- de venganza, consideraron este inadmisible acto criminal como argumentación más que suficiente para emprender la conquista y el dominio de estas tierras, convendría recordar que por otro lado el mismo acto tenía, para la cosmovisión guaraní, un significado bien distinto.

La antropofagia guaraní no es canibalesca sino ritual, es decir, que sus fines no son alimentarios sino simbólicos. Se trata, por otra parte, de un acto selectivo: el destinatario no es cualquiera, sino un elegido, un jefe, el más valiente de los guerreros. Y si los guaraníes proceden a este tipo de ritual, es porque a través de la ingestión del cuerpo del enemigo, creen incorporar sus valores, asimilarlos, enriquecerse. Cabe agregar que dicha práctica constituye un honor que se hace al vencido.

No se trata aquí de justificar o de condenar este acto, sino de sensibilizarnos ante el inmenso desfasaje que preside cualquier episodio de este mal llamado "encuentro" de culturas, desfasaje dentro del cual debe moverse todo esfuerzo interpretativo. Para ello, quizá fuera interesante rescatar la potente dimensión metafórica que subyace a estos mitos de origen, para poder así, con una voluntad ya no explicativa sino creativa, consolidar espacios desde donde construir una identidad que abra realmente puertas al encuentro.

Con este propósito, y concientes de nuestras filiaciones greco-latinas, será quizás necesario apelar a Hermes, dios traductor, dios intérprete; dios de las fronteras, para pensar en este "país-frontera"; dios de los contrabandistas, para reflexionar sobre este "país de eternos contrabandistas", (expresiones acuñadas por el prof. Hugo Achugar) dios de los umbrales, para abrir espacios al sentido en la rígida trama ordenada de nuestra ciudad.

Del alcance metafórico del mito relatado, rescataremos esa tradición de "antropófagos" que caracterizara nuestra idiosincracia oriental, "antropófagos" a veces activos, a veces no tanto, ávidos receptores de discursos foráneos (y sobre todo centrales), hábiles ingestores de diversidades cosmopolitas, sutiles re-elaboradores -o no- de un "afuera" siempre presente.

Genealogía de un error

De fundación tardía, baluarte defensivo dentro de la compleja trama de ciudades y fortificaciones elaborada por la metrópoli colonial, Montevideo fue pensada con un objetivo puramente militar: detener las progresiones de la política expansionista de Portugal. Al mismo tiempo, el sistema de "puertos únicos" impuesto por la corona española, acordaba el monopolio del comercio marítimo al puerto de Buenos Aires, todo lo cual llevó a concebir a Montevideo como "ciudad mediterránea", a pesar de sus excelentes condiciones de puerto natural. Existiendo las Leyes de Indias para la fundación de ciudades y poblados, esto significaba la adscripción a un trazado claramente predeterminado.

Mientras en el caso de la ciudad-puerto la rígida cuadrícula en damero estaba orientada a "rumbo entero", es decir, según los ejes cardinales, en la ciudad mediterránea, se disponía a "medios rumbos", lo cual implicaba, con respecto al caso anterior, un giro de 45 grados. Sin embargo, por alguna misteriosa razón, aquellos que implantaron el Fuerte de Montevideo antes de que el trazado de la ciudad fuera aplicado en toda su contundente indiferencia a la topografía y otras cualidades naturales del sitio, lo hicieron respetando las orientaciones de ciudad-puerto.

¿Error, intuición, o voluntaria desobediencia? Nunca lo sabremos a ciencia cierta, a pesar de las muchas interpretaciones esgrimidas por la historiografía nacional. El caso es que, superadas las condiciones político-estratégicas del período fundacional, Montevideo tuvo la ocasión de hacer gala de sus dotes portuarias, y su Fuerte, devenido obsoleto, fue demolido. El espacio así generado se destinó al diseño de una plaza -solución indudablemente más feliz- consagrada al honor de quien, habiendo fundado la "ciudad mediterránea", veló por el respeto de un trazado que contradecía estrictamente el de ese enclave inserto en la trama urbana ya consolidada (hablamos por supuesto de Bruno Mauricio de Zabala).

Es así como hoy podemos, los montevideanos, enorgullecernos del indudable encanto que irradia esta plaza girada en medio de una cuadrícula ortogonal, caso único entre las ciudades de fundación hispana en América. Enorgullecernos, entonces, de poder construir nuestra diferencia a partir de la gracia creativa de un error.

El "sueño de un orden"

Retomamos esta expresión, acuñada por Angel Rama, para referirnos a la actitud que caracterizó la empresa conquistadora en la América Hispana. El proyecto colonizador de una España aún renacentista, regida por las leyes del absolutismo monárquico, requería la imposición de un orden que abarcara todos las esferas del poder, desde la política a la economía, la organización social y la cultura. El vastísimo territorio americano ofrecía la tentadora posibilidad de realizar, por fin, el sueño de la concreción generalizada de ese orden, la constitución del sistema institucional por él requerido. La Corona procedería entonces, como primera medida, a la unificación político-institucional, religiosa e idiomática de un continente que nada sabía de unidad. En efecto, desde el punto de vista étnico, y por lo tanto desde todos los demás, la América precolombina era un territorio predominantemente rural, fragmentado, regionalizado, en el que incluso la mayoría de los grupos humanos ignoraban la existencia de los otros.

En estas circunstancias, el dominio efectivo del territorio habría de asegurarse a partir de la fundación de un red vastísima de centros de poder: las ciudades. Es el comienzo de la América urbana. La ciudad, entonces, sustento estratégico fundamental de la Conquista, debía estar regida por el concepto de orden, a todos los niveles, a todas las escalas. A nivel morfológico, las Leyes de Indias, aunque algo flexibles en cuanto a su adaptación a condicionantes geográficas particulares, eran -estatutariamente- concisas. El elemento generador de la ciudad era la Plaza Mayor, único espacio rectangular, en cuyo entorno se organizaban los edificios representativos del poder civil (Cabildo) y religioso (Catedral). El trazado de la ciudad debía corresponder a un damero estricto, conformado por manzanas cuadradas e idénticas entre sí, que determinaran calles rectilíneas y equidistantes. Se trataba por lo tanto de una trama sin otra jerarquización que la del núcleo central y, en el caso de Montevideo, la de un eje adyacente a la plaza, que asegurara la conexión de esta con el acceso principal a la ciudad (la puerta de la Ciudadela).

Estructurador de un orden riguroso, dicho eje fue acentuándose a lo largo de la historia, por su uso, por la importancia de algunos de los edificios que allí se implantaron, pero sobre todo por los acontecimientos singulares que conformaban sus extremos: extramuros, la conexión con el eje estructurador de la ciudad nueva (18 de Julio), e intramuros, su prolongación en la escollera, acontecimientos estos que refuerzan su carácter longitudinal y por lo tanto axial. Acontecimientos que enfatizan su razón de ser: eje soporte de un orden.

No sabemos en qué fecha exacta -sí sabemos que en honor a una batalla decisiva para la independencia- este eje, que penetra como una cuña en el mar, pasó a llamarse "Sarandí". Lo que sí nos parece interesante es que la voz guaraní "Sarandí" -por alguna ironía casi demasiado perfecta para ser creíble- no significa otra cosa que "desorden". Pareciera ser que la tenacidad de los habitantes autóctonos de estas comarcas había impregnado su locus, había logrado sellar su impronta, de manera de introducir su "desorden" en el orden impuesto. Y esto no de cualquier modo, sino a través del lenguaje, dimensión que, como es sabido, posee un rol singular en la conformación del genius loci. Dimensión que, por otra parte, sobrevivió a la aniquilación de ese grupo indígena, y cuya presencia efectiva es capaz de hechizar aún nuestro territorio mediante una toponimia que pauta fuertemente aquello que nos empecinamos en llamar "identidad nacional".

Introducir su "desorden", decíamos, hacerlo penetrar en el orden como la escollera Sarandí penetra en el mar, cuña que fisura el orden preexistente, y abre así una grieta para posibles interpretaciones. Pero, ¿trátase realmente de un "desorden"? Quizás podríamos aquí acuñar un cruce, cruce entre lenguas, cruce entre culturas. La voz guaraní "cuña", que proviene de la conjunción de dos voces -"lengua" del "diablo"-, significa "mujer". La antigua religión guaraní asocia el personaje del diablo a una divinidad femenina, cuyo rol no es el de imponer la maldad (concepto que será adquirido con el advenimiento del cristianismo), sino nada menos que el de "poner orden en tiempos de desorden". No se trataría entonces de un simple "desorden", introducido con el mero propósito de marcar una presencia, sino de inaugurar la posibilidad de una coexistencia de órdenes diferentes en un mismo espacio.

Es así como podrían empezar a aparecérsenos, debajo de un concepto de orden que solemos asumir como tal, resquicios cargados de sentido, riquísimas eflorescencias de significado, a la espera de ser desenterrados, descifrados, incorporados al fin.

Nominación y lugar

Sin pretender entrar en la querella que, impregnada de neoplatonismo, signó fuertemente la tradición occidental -bajo la sugestiva denominación de Querella de los Universales-, citaremos a Aristóteles, cuya influencia fue singularmente más decisiva en la cultura de quienes emprendieron la Invención de América: Los nombres deben convenir a las cualidades y a los usos de las cosas". Es entonces desde un universo cultural en el que las palabras no son más que imágenes de las cosas, que los españoles emprenden la colonización del Nuevo Mundo, utilizando la nominación como una forma de asegurar el dominio efectivo del territorio. Parecería ser que la superioridad de la fuerza no es suficiente para imponer la dominación: la introducción de la dimensión simbólica -sobre todo a través del lenguaje- se hace necesaria.

Ya desde sus primeros contactos con las islas del Caribe, Cristóbal Colón procede al bautizo de lugares y personas, a pesar de saber que tanto unos como otras, poseen nombres propios antes de la llegada de los europeos. La re-nominación es un instrumento efectivo y necesario para la toma de posesión.

Si -como creemos- el lenguaje es una convención que revela no la esencia de las cosas, sino la forma que una cultura tiene de percibirlas, este ritual de re-nominación no es ingenuo: a través de las palabras, son los valores de una determinada cultura quienes están en juego. Re-nominar es entonces aplicar, sobre las culturas autóctonas, todo el peso del logos occidental.

Algo inverso ocurre en el caso de nuestro país: "Uruguay" es una voz guaraní, no un nombre propio, sino un nombre común que designa una especie de ave salvaje, nativa de la región. No sería descabellado atribuir a la ola romántica que recorrió la joven nación a fines del siglo XIX, las variadas y poéticas interpretaciones de este sustantivo, que confieren una cierta mística a nuestros manuales escolares: "río de los pájaros pintados", "río de los caracoles", etc.

Uruguay es uno de los pocos países en América que posee un nombre autóctono, no occidental. Paradójicamente, es una de las pocas naciones de América que no posee entre su población grupos autóctonos diferenciados. País predominantemente europeo con nombre indígena, en un continente de países predominantemente indígenas con nombre europeo.

No conoceremos, probablemente, jamás las circunstancias históricas de esta paradoja, pero podríamos decir que el nombre atribuido al país es una metáfora, en el pleno sentido del término: signo que ocupa el lugar de otro signo, ausente. Pero en este caso la sustitución no es simbólica sino real: el grupo humano que dio origen al nombre del país ha desaparecido de él, dejando la traza más indeleble, la del nombre, la del lenguaje. Lenguaje que nombra, lenguaje que carga de significación, lenguaje que asegura la dimensión simbólica indispensable -los españoles lo sabían bien- al asentamiento.

Dimensión que hechiza el lugar existencial.


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