Escribir…

Mónica Salinas

Redactar un texto junto con otras personas me enfrenta a la irritante lentitud con que mi mente traduce en palabras las ideas, escasas, que soy capaz de concebir. En esas ocasiones, me deslumbra la facilidad con que los demás erigen eficientes estructuras verbales. Sólo puedo explicarlo mediante un símil: es como si ellos trajeran desde otro lugar partes prefabricadas de un edificio y las fueran ensamblando con la destreza de un constructor avezado, mientras yo -puesta a albañil por la necesidad urgente del lugar donde habitar- coloco ladrillo sobre ladrillo, para unirlos después con la mezcla que mis manos torpes no saben distribuir en forma pareja.

Así supe que la conciencia de nuestra propia ineptitud puede llevarnos al conocimiento. En lugar de lamentarme por la ventaja que ellos tienen sobre mí, decidí buscar la causa de tal disparidad. Comprendí, finalmente, que no se trata de que no pueda trabajar, sino de que no puedo escribir en colaboración. En cuanto respecta a la escritura de textos, soy individualista, pero no por exceso (de talento, de creatividad, de erudición) sino por defecto.

¿En qué consiste esa deficiencia? No me faltan ideas, aunque apenas se las pueda calificar de sensatas. Tampoco me faltan conocimientos del uso del idioma... El problema reside en la relación falaz que solemos establecer entre el pensamiento y el lenguaje. El primero es para nosotros la masa primigenia, tosca e indiferenciada, que debemos parcelar, distinguir, ordenar y clasificar mediante ese artefacto de validez instrumental que denominamos lenguaje. Como practicante habitual de la escritura he descubierto, sin embargo, que al producir un texto no elaboro, coordino y transcribo pensamientos desmañados, de modo tal que resulte un todo dotado de cohesión y coherencia, versión limpia del borrador mental que le dio origen. No ocurre de este modo: por un lado el pensamiento; por otro, el lenguaje. ¡Claro que ya lo dijo Ferdinand de Saussure! En la palabra conviven el pensamiento y la expresión del pensamiento.

 

Confesiones de una cazadora

Escribir no sería, entonces, más que exponer palabras, desplegar conceptos y signos gráficos -que remiten a sonidos- poderosamente enlazados. Tal vez aquellas personas con quienes redacté textos en el pasado tuvieran ya listas las palabras. Es sabido que quienes ejercen ciertas profesiones disponen de fórmulas lingüísticas que seleccionan según la circunstancia, el interlocutor y otras variables discursivas. Mi situación es distinta (he aquí el defecto al que aludí en un párrafo anterior). Yo rastreo las palabras, persigo sus huellas y su olor, como una fiera, por largo tiempo, hasta que caen en mis fauces. Pero no se trata tan sólo de atrapar una presa, sin importar cuál sea. A veces sigo a través de fatigosas sabanas a un venado; otras, acecho entre las matas a un pequeño conejo. El ritmo de la cacería nace en la concertación de los movimientos del cazador y el animal deseado; imposible predeterminarlo; inútil intentar hacerlo más vivo o despacioso. Es difícil alcanzar un acuerdo semejante cuando se caza en grupo. Como los felinos, prefiero hacerlo en solitario.

Demorada en la construcción de metáforas, descuidé la argumentación: si escribir es exhibir palabras, ¿cómo se logran la cohesión y la coherencia? Me limitaré una vez más a referir mi experiencia en la producción textual. A esos efectos, retomaré la metáfora de la cacería. No quisiera que el lector pensara que el lugar de exhibición de mis trofeos de caza es uno de esos suntuosos salones, con cortinas adamascadas de color borgoña, en cuyas paredes alternan los retratos de rígidos ancestros con las cabezas ciegas de animales. No hay coherencia, cohesión ni armonía en un vernissage de cuerpos despedazados. Procuro, en cambio, que las presas se reúnan como en un bodegón: enteras, deleitables, tibias aún, olorosas, enlazadas entre sí por su común apelación a los sentidos.

A cada cual lo suyo

Seguramente, acabo de defraudar las expectativas del lector al caer nuevamente en el vicio de la representación por medio de imágenes. ¿Pero no se debe a esta inclinación "deficiente" de los escritores que la obra literaria sea un medio de acceso al conocimiento? Nunca he estado en París; aun así, recuerdo con Proust la noche sin brisa cuando, al mirar el Sena "corriendo entre sus puentes circulares, formados por su estructura y su reflejo", descubrió en el agua una réplica exacta de la luna que acompañaba a Harun Al Rashid por "los barrios perdidos de Bagdag".

Sin embargo, no sólo se escribe literatura. Desde hace varios años, intento que mis alumnos aprendan a redactar informes, memorandos y cartas comerciales. ¡Para qué negar mi falta de afecto hacia esos ceñidos formatos textuales que enseño en cumplimiento de un deber, aunque me resulten ajenos! Mis alumnos y otras personas entre quienes me incluyo, podemos escribir con corrección un memorando; nunca podremos hacerlo con belleza.

De todos modos, para la mayoría de nosotros la labor literaria es excepcional, mientras que son usuales otras modalidades de escritura, como la administrativa y la periodística, por ejemplo. Precisión, claridad, concisión son tres pilares sobre los que se asientan estas formas textuales "útiles". La primera debe atenerse a modelos inflexibles; la segunda, puede entregarse a la creación con mayor o menor libertad según el género, la política editorial del medio, el público objetivo y otras variables que los manuales de redacción periodística saben enumerar.

Sería un grave error ignorar la lección que ofrecen estas realizaciones prácticas de la escritura: cada cosa en el mundo tiene un nombre; no hay palabra más adecuada para referirse a una cosa que su propio nombre.

 

Voces amigas

¿A dónde me conducirá este vagabundeo por las tierras de la escritura? Desde el principio me he aferrado a las palabras. Precisas, concisas, claras, en ciertas ocasiones; opulentas, magníficas, clamorosas, en otras. Escribir consiste, a mi entender, en traerlas a un espacio común para que se relacionen del modo que la naturaleza de cada una reclama. Por eso me incomodan las fórmulas verbales: "el marco regulatorio de las actividades vinculadas al quehacer productivo", por ejemplo. Es necesario recurrir a la fuerza para vincular la palabra "marco" con el resto de la expresión; como si la tomáramos por el cuello y la situáramos, rígida, entre las demás, lista para la foto instantánea.

Ya sentamos a las ideas y los objetos en sus tronos respectivos. Ya les ofrendamos textos áridos y, en muchos casos, prescindibles, nacidos en y para el grupo. Pero la escritura es el triunfo de la palabra libérrima en diálogo íntimo con quien escribe. Esa palabra escapada de la tribu conoce el camino que nos lleva a la idea; en ella está también el objeto, dotado de cualidades nuevas, singular, evidente.

Tal vez sea hora de acercarnos a las palabras y prestar oído a sus voces verdaderas, percibir su olor áspero o fastuoso, sus colores tímidos o radiantes. ¡Es tan bueno sentirse a gusto en su compañía! Pueden dar testimonio de ello hombres y mujeres ilustres cuyos nombres el lector evocará sin mi ayuda. Y otros menos encumbrados que al nombrar cada día el pan, el dolor, el tiempo, los hijos, la alegría, redescubren su propia, victoriosa condición humana.

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