Serie: Convivencia ()

Razones y sinrazones 

La crisis en Uruguay 

Rafael Paternain

El presente nos confronta de forma cruda con la crisis. Lo queramos o no. Ante la emergencia, todos somos iguales. Más tarde o más temprano vendrá por nosotros, como la muerte. Es la gran ventaja de este presente, tal vez la única. Nos obliga a tomar conciencia, nos impone la lucidez, luego de unos cuantos años de irresponsable ambigüedad.

De cara al abismo, con el país mutilado, todavía se escuchan argumentos que nos recuerdan que, en comparación y en promedio, al fin y al cabo no estamos tan mal. Nos ayudan la seriedad, las tradiciones y algunos indicadores sociales. Hemos perdido provisoriamente el rumbo, porque otros más grandes se han desbordado y nos arrastran. Los más optimistas creen en una recuperación automática del equilibrio. Los que presumen de realistas, por su parte, advierten un mañana oscuro hasta tanto el Estado no se reduzca, la competencia no se multiplique y los demás no nos otorguen nuevamente su confianza. Nuestro gran capital –vaya paradoja- es sabernos pequeños y buscadores empedernidos de oportunidades en los intersticios. Hemos actuado siempre conforme a las expectativas. El gran poder del mundo nos mira con extrañeza, pero sin recelos. Según una ley psicológica básica, no hay motivos para el desamparo.

Razones imperativas

Si insistimos con razonamientos de esta naturaleza seguramente se nos escapará la única ventaja que nos otorga el presente. Enfrentarse a la crisis supone entenderla. Y para entenderla hay que reconocer que hace décadas que estamos atrapados en sus mallas. Generar principios sólidos para la comprensión del presente exige combatir una doble secuencia de obviedades. La primera nos dice cosas contrastantes: por un lado, la crisis se desencadenó por razones exógenas; por el otro, la dinámica inexorable de la implantación de un nuevo modelo de acumulación capitalista sólo puede terminar en la catástrofe.

La segunda obviedad se vincula con la centralidad de los factores económico-financieros: en el medio del drama, nadie se atreve a discutir que el déficit, la iliquidez y las corridas financieras son las causas de nuestros padecimientos. El capital es el principio y la medida de todas las cosas. Gracias a la buena voluntad de generosos donantes –sin olvidar las divisas que en su momento volcarán los exportadores- nuestro sistema circulatorio recuperará su fluir.

Razones médicas

Cuando una sociedad ingresa en una etapa de crisis profunda, como la nuestra, es muy difícil discernir la gravitación de factores internos y externos. Para ello hace falta una estructura teórica en términos de evolución social que conjugue un diagnóstico de los sistemas sociales con procesos de acción colectiva. En el Uruguay, las ciencias sociales no han madurado hasta tal punto. Sea lo que fuere, es inaceptable la tesis que justifica la crisis del país en función de una serie de contingencias regionales. Es inaceptable, en primer lugar, porque soslaya que nuestra sociedad está inscripta en un horizonte de crisis desde hace cuatro décadas. Del mismo modo, dicho argumento concibe la crisis en su acepción precientífica tomada del lenguaje usual de la medicina: estamos envueltos en un proceso objetivo de enfermedad, y en particular de una enfermedad contagiosa que nos viene de afuera. Han vaciado nuestro sistema financiero y han condenado a nuestra economía. Somos una sociedad maniatada, privada temporalmente de estar, como sociedad, en plena posesión de nuestras fuerzas.

La "teoría del contagio" es un lugar común en nuestros días. Planea por nuestra conciencia colectiva, hace carne en los discursos políticos y es la gran herramienta con la cual el mundo –a través de las agencias de noticias- nos dedica unos minutos de su atención. Dicha teoría debe ser revisada. A lo sumo, admite la siguiente reformulación: la situación socioeconómica del Uruguay se ha agravado debido a que el precario equilibrio construido en los últimos años ha sido severamente comprometido por el colapso o la inestabilidad de los países de la región. La vulnerabilidad del Uruguay ha llegado a un punto sin retorno. Sin embargo, este argumento pierde fuerza si no se contextualiza en el marco de la evolución del "sistema societal" uruguayo.

En tiempos recientes, el Uruguay padece un "desánimo social", pautado por un descenso –y para muchos un cierre- de las expectativas de movilidad social. En el mismo sentido, se instala una "cultura de la declinación", en tanto percepción recurrente de soportar una crisis que se remonta cuarenta años atrás. Esta dinámica social ofrece dos aspectos complementarios: en primer lugar, la crisis y la declinación se relacionan dialécticamente con la implantación en el Uruguay de un nuevo modelo de acumulación capitalista, mientras que, en segundo lugar, gana terreno una descomposición estructural que afecta directamente los equilibrios más esenciales de la integración social.

En efecto, a mediados del siglo XX, el Uruguay logró importantes niveles de desarrollo socio-económico y un equilibrio del "sistema societal" que dependió de un adecuado intercambio de recursos funcionales (capacidad de satisfacción de necesidades materiales, sistema de creencias de la cultura política, mecanismos de participación social en los procesos decisorios, iniciativas de protección social y una amplia legitimidad) entre los distintos subsistemas (económico, social y político). Este intercambio fue posible cuando las tensiones estructurales se encontraron en estado de latencia (Somma, 1999).

Sobre finales de la década del cincuenta se inició una crisis del "sistema societal", primero como crisis de acumulación (el subsistema económico pierde capacidad de satisfacer las necesidades materiales), luego como desintegración social y, por último, como déficit de legitimidad. La decadencia de aquel modelo de desarrollo puede ser interpretada como una erosión de la efectividad de los principales mecanismos de compensación de tensiones estructurales. La consecuente actualización de dichas tensiones condujo a la emergencia de serios obstáculos para la producción de intercambios fluidos de recursos funcionales y contribuyó a que los tres subsistemas (económico, social y político) entraran en estados internos de crisis (Somma, 1999) .

No sería exagerado observar que la sociedad uruguaya procesa su realidad actual bajo el horizonte de quiebre de aquel "sistema societal". En casi cuarenta años se han producido "reacciones" de diversa naturaleza que han marcado una lenta transición en términos de modelos de desarrollo: "mecanismos democráticos de control socio-político" (1958-1967), "mecanismos autoritarios de control socio-político" (1968-1973) y "mecanismos represivos de control socio-político y dictadura militar" (1973-1984). Las reacciones a la crisis en los últimos lustros se identifican como un conjunto de mecanismos democráticos de control socio-político con "ajuste estructural" de la economía.

Razones internas

Superada interpretativamente la "teoría del contagio", no toda perspectiva interna sobre los procesos de crisis es igualmente suficiente. Existen muchas lecturas que priorizan razones estructurales y objetivantes, inspiradas tal vez en el concepto de crisis sistémica desarrollado por Marx, que deben someterse también a la consideración crítica. En este sentido, se señala que el Uruguay ha aplicado –con ritmos muy cambiantes que lo distinguen en la región- políticas económicas de ajuste, apertura y liberalización de la economía. Entre los objetivos estratégicos de las mismas figuran la valorización del mercado como asignador de recursos, la minimización de la intervención estatal, el control de la inflación y el aumento de los vínculos con el mercado internacional.

Desde un ángulo más ceñido a lo económico, la crisis "societal" se complementa y se reafirma a través de la consolidación de un nuevo modelo de acumulación capitalista. Para muchos autores, el país padece, desde 1968, la instauración de un modelo "liberal, concentrador y excluyente" (Olesker, 2001). Este esquema ha dado muestras, en la última década, de crecer económicamente, de generar riqueza nacional, en un marco de desarrollo de las fuerzas productivas capitalistas. Este desarrollo ha estado asociado a una fuerte dependencia de la acumulación capitalista mundial, en un proceso muy sensible a los cambios políticos, económicos y tecnológico a nivel internacional. Pero la crisis recesiva que sufren países como Argentina y Uruguay desde hace años relativizan seriamente muchas de las bondades del sistema para producir crecimiento. Nuestra primera observación crítica a este enfoque es la siguiente: las claves sociales, culturales, políticas e internacionales condicionan y especifican, en cualquier caso, el despliegue de las fuerzas productivas.

Por otra parte, la aplicación de este modelo ha abierto procesos de exclusión y fragmentación sociales inéditos en la tradición socioeconómica del país. Todo ello se ha traducido negativamente en términos de ingresos, acceso a la salud, calidad de la educación, calidad y localización de la vivienda y derechos de la seguridad social. El resultado final ha sido una mayor dimensión cualitativa de las condiciones de exclusión y una profundización del círculo vicioso de la reproducción de la pobreza (Olesker, 2001).

Una lectura de largo aliento revelaría que la crisis del viejo sistema "societal" ha habilitado una lenta y sostenida gestación de lo que el enfoque denomina el "Uruguay excluyente". Esta acertada visión en términos de proceso histórico no revierte las deficiencias de la perspectiva. La focalización en las dinámicas endógenas –más allá del encuadre en el capitalismo internacional- no reconoce que los reflejos de la crisis histórica no desaparecen y que la implantación del nuevo modelo genera resistencias. El contrapunto entre crecimiento económico y modelo excluyente se saltea las mediaciones institucionales, y por lo tanto inhibe las narraciones en términos de voluntades, desajustes, crisis estructural y pérdida de legitimidad.

Una genealogía del presente no puede apoyarse exclusivamente en una visión economicista que despliegue argumentos funcionales en forma de desarrollo de fuerzas productivas y acumulación capitalista. Hablar de macroprocesos, contextualizar la evolución reciente, etiquetar los últimos lustros como "neoliberales" no alcanza para satisfacer interrogantes profundos: ¿hasta qué punto este modelo de acumulación ha generado una realidad sociológicamente hegemónica?

En definitiva, trascender la "teoría del contagio" no significa la plausibilidad de cualquier interpretación internalista. La crisis económica y financiera de estos días nos demanda miradas que trasvasen las utopías de la modernización.

Razones simbólicas

Una crisis económica y social de tal magnitud es natural que despierte variadas dudas causales: ¿cómo hemos llegado a esto? Del mismo modo, nos devora una legítima ansiedad: ¿cuáles son las salidas? Si el país se halla en una bancarrota financiera y el Estado se debate entre la vida y la muerte, quizá la introducción de otra racionalidad económica nos garantice nuevos equilibrios. Si el desempleo crece y la pobreza también, tal vez la reactivación económica detenga el flagelo de la desintegración.

Como la crisis es económica, las soluciones son necesariamente económicas. Como la crisis es social, los caminos son imperativamente económicos. ¿Tenemos acaso un diagnóstico acabado sobre la crisis en el Uruguay?, ¿la búsqueda de alternativas debe ceñirse a la linealidad de la comprensión económica y a la lógica implacable del capital? Ir más allá de estas fronteras supone la posesión de unas cualidades teóricas que por regla general nos son ajenas. Implica además el planteo de cuestiones esenciales: el Uruguay contemporáneo, ¿asiste a una crisis de hegemonía?, ¿cómo un orden tan desigual, cómo una realidad tan insoportablemente injusta, no han roto en mil pedazos los soportes de la legitimidad?

Muchos dirán que en el Uruguay la crisis todavía puede ser gobernada por un sistema político que no ha agotado sus opciones de recambio. No obstante, nosotros preferimos respuestas más abarcadoras: hay que revisar los contenidos socioculturales de la década del noventa, pues allí se han desactivado muchos de los ejes del conflicto mediante procesos inéditos de racionalización y disciplinamiento. La realidad sociocultural construida en esos años se ha desconectado por completo de las bases de un modelo de desarrollo inequitativo y vulnerable. Esta desconexión es uno de los grandes nutrientes de la crisis, y condiciona severamente los posibles caminos de salida.

Los años noventa han instalado una suerte de hegemonía precaria. En medio de la crisis de la modernidad, sociedades periféricas como la nuestra mutaron también sus ideas sobre el destino, la libertad, el desarrollo, la biografía, la voluntad general. Un extraño consenso se ha erigido sobre la incertidumbre. Con este talante nos enfrentamos a la crisis, desprovistos como nunca de motivos para la acción, más allá de la desesperación por la supervivencia.

Situarse en este plano implica el riesgo de incorporar un concepto idealista de crisis, el cual puede sintetizarse de la siguiente manera: la sociedad uruguaya ha cambiado su identidad tan pronto como las nuevas generaciones ya no se reconocen en la tradición que antes tuvo carácter constitutivo. Una mirada sociológica debe distinguir aquí entre verdades y espejismos, y lanzarse al análisis de las dimensiones simbólicas de la crisis. Tal vez se encuentre con nuevas concepciones sobre la individualidad y con una consolidada tendencia al privatismo (Beck, 1998).

A lo largo de la década del noventa las voces clamaron por la modernización, la competitividad, la flexibilización y la integración regional. Transcurridos algunos años, el sueño ha engendrado sus monstruos. La estabilidad, el equilibrio sistémico, las doradas utopías del país de servicios y plaza financiera han quedado en derrota. Mientras muchos intelectuales y académicos se burlaban de la pereza del Uruguay batllista, se distanciaban de la mesocracia y arremetían contra el Estado providencia, una legión de conversos probaba fortuna con la moda postmoderna. Rebeldes conservadores, cuyo eco ha quedado absorbido por el estruendo cultural de la época.

De pronto descubirmos la organización empresarial del trabajo. Le dimos bombo y platillo a la figura del empresario, y en este país nada mejor que la pequeña y mediana empresa. Con la celeridad que los tiempos exigen, la buena concienca distribuyó arengas sobre la capacitación de los jóvenes, los fundamentalismos de la informática, las especialidades en administración, los talentos del diseño y las hazañas de la publicidad. El mercado se encargaría del resto, muy a pesar del tamaño del Estado y de la lentitud exasperante de nuestras élites políticas.

¿Qué quedó del aquel Uruguay modernizado y en sintonía con el mundo? Después de una década perdida, un rayo fulminante de progresiva racionalización hizo mella en amplios sectores de nuestro país. Una larga fila de aspirantes a la movilidad social, con sus certificados e ilusiones, se empobreció y se marchó. La sociedad uruguaya tuvo un cambio cultural inusitado, pero no pudo evitar otra década perdida.

La hegemonía modernizadora se construyó sobre arenas movedizas. Afirmamos la democracia, luego de consagrar la impunidad. Postulamos alegres el fin de la historia, apenas caído el muro de Berlín. "Hacé la tuya", escuchamos al principio de la década pasada, mientras la cultura y la televisión menemista se nos pegaban a la suela de los zapatos. Recuperamos nuestra historia, nos sentimos culpables por el exterminio indígena y gritamos a los cuatro vientos que había llegado la hora de la desmitificación. Hubo palos para casi todo, pero nos ensañamos con la sociedad "hiperintegrada" de los cuarenta y cincuenta, tan refractaria, la maldita, a la innovación.

En efecto, le cantamos al progreso, a la empresa y a la tecnología, aunque jamás discutimos las debilidades del modelo de desarrollo, ni reparamos siquiera en la necesidad del conocimiento científico-técnico como camino de independencia nacional. Total, como los nacionalismos cayeron, ¿por qué perder el tiempo? En verdad, nos seducía la imagen y el truco, nos inquietaban el marketing, el posicionamiento y los nichos de ventas. Trabajamos para el mercado y aceptamos sus frutos: nos endeudamos hasta la asfixia, compramos autos, vacacionamos por el mundo, en fin, como raza indómita que somos luchamos a brazo partido por el status.

Muchos de los que recogieron café en Nicaragua en los años ochenta, fueron persuadidos después por un centroamericano que cantó "ojalá que llueva café en el campo…" La cultura clásica nos aburría y no tuvimos empacho en despreciarla: ya no la necesitábamos, pues allí estaban las industrias culturales. El shopping lo tenía todo, incluyendo la seguridad. Como en nuestras casas, debidamente enrejadas, con sensores y con armas celosamente escondidas. Los delincuentes de siempre no tenían derecho a perturbar nuestra paz. Que trabajen, como nosotros.

No obstante, alguna intuición teníamos que la cosa no eran tan sólida. Fueron arranques de pesimismo abortados a tiempo: la "locura uruguaya" pudo más que la desidia, las "buenas ondas" más que la parálisis. La palabra crisis no estaba en nuestro vocabulario. Ningún mal augurio enajenaría ese novedoso y singular proyecto de libertad.

Razones teóricas

Es un hecho incuestionable que hay una crisis regional que nos golpea. Del mismo modo, la consolidación de un modelo de acumulación capitalista está transformando para siempre el perfil de la economía y la sociedad uruguayas. No es menos cierta la existencia de una nueva dimensión sociocultural, fundada en la fragmentación y en el privatismo. Todas estas evidencias deben integrarse analíticamente en un cuadro teórico más exigente, quizá bajo el amparo de la siguiente idea fuerza: los factores económicos producen pleno efecto porque intervienen en un contexto de fragilización del vínculo social, ligado a su vez con los cambios a largo plazo de las sociedades (Fitoussi y Rosanvallon, 1997).

En la medida que los distintos proyectos de país están cuestionados, el Uruguay navega a la deriva. Puesto que hasta la propia idea de desarrollo se halla en crisis (Cardoso, 1980), el modelo de desarrollo implantado en los últimos años presenta todos los síntomas de la inestabilidad. La superación histórica y conceptual de las diversas categorías sociopolíticas que nos permitían entender la realidad latinoamericana –nacional-populismos, desarrollismos, nacionalismos revolucionarios, burocracias autoritarias, etc.- nos colocan ante un nuevo desafío: ¿qué vendrá después de la modernización neoliberal?

La crisis actual replantea con fuerza la discusión sobre la viabilidad de un modelo de desarrollo dependiente, al menos en la acepción teórica trabajada por Alain Touraine (Touraine, 1989). Replantea también la importancia de los factores socioculturales como mecanismos de socialización y como generadores de sentido. La evolución contemporánea de la sociedad uruguaya hay que comprenderla en la intersección de estos dos ejes, sabiendo que una nueva legibilidad de lo social se tramita tanto en lo topográfico como en lo biográfico.

Así, pues, se dibujan dos vías para el análisis: una sistémica y la otra sociocultural (Habermas, 1989). En la primera, hay que incluir la noción de modelo de desarrollo, especificando las múltiples dependencias –globales y regionales- que condicionan al Uruguay. La inserción del país está marcada por los problemas de la globalización, los cuales repercuten sobre el destino de los subsistemas sociales: las economías se reestructuran, el Estado cede terreno en sus pretensiones de regulación socioeconómica y las sociedades se tornan vulnerables, frágiles y cada vez más desiguales.

Una lectura sistémica sobre el Uruguay tiene que incorporar una doble reflexión. Por un lado, está la necesidad de conocer la composición social y cultural de las élites que comandan el desarrollo –es decir, sus pretensiones de transformación- en la medida que éstas determinan el modelo de relaciones entre la modernización, los actores sociales y el Estado nacional. Por el otro, quien pondere tanto la crisis del "sistema societal" como las consecuencias más ostensibles de la aplicación de las políticas recientes, observará que los costos globales de la crisis se transfieren preponderantemente hacia el subsistema social. El Uruguay paga año tras año con la moneda fuerte de su integración social.

La dimensión sociocultural, por su parte, absorbe la crisis del individuo moderno, la erosión de las instituciones que garantizan los vínculos sociales y la solidaridad, los dramas de la precariedad laboral y la fractura de las identidades colectivas. La sociedad es cada vez más opaca, se debilitan los lazos de representatividad y se destructuran normativamente los espacios institucionales. A las desigualdades más insoportables que sobrevienen con los procesos de exclusión y marginación, se le suman nuevas desigualdades que socavan las viejas lógicas de equidad y que alteran intersubjetivamente las percepciones sobre los criterios de justicia.

El miedo al mañana, la culpa, las angustias y las inseguridades vertebran una individualidad moderna que ha mutado sus concepciones sobre el tiempo y el espacio. Atomizada la sociedad, desgastados los vínculos de inserción comunitaria, revalorizados los principios de la autonomía y la autenticidad, las fuerzas de la integración social quedan a merced de la lógica del mercado y del repliegue privatista.

Demandamos un orden público y político a la medida de las experiencias y de los imperativos personales. A su vez, dichos imperativos son moldeados por una nueva moral social que nace de la capacidad integrativa del capital. Ya no hay un espacio, sino múltiples. Estamos aquí, pero también en todos lados. No hay límites para reproducirse y crecer. Las únicas barreras son el azar, la contingencia, la intuición, la vigilia esforzada, la desmemoria y el interés. Nunca antes como ahora, la "racionalidad del capital" se vuelve necesidad colectiva y sinónimo del "interés" general. Para escapar de la pobreza, generada por la lógica de la reproducción estructural del capital, hay que transferir todo el poder al capital.

En el Uruguay contemporáneo la crisis es sistémica y subjetiva. Ambas se retroalimentan. Ambas son imprescindibles para cualquier aproximación interpretativa. En este país pequeño, envejecido y vacío –una nada a los ojos del mundo- la crisis es política, económica y social. Política, porque, sin perder centralidad el sistema político, el Estado en su conjunto se desprende como puede de sus compromisos de regulación de la economía y fracasa en sus rendimientos sociales y en sus mecanismos de protección colectiva. Económica, porque las fuerzas productivas tienen un desarrollo condicionado por la dependencia, ostentan una inserción estratégica en contextos económicos regionales también en crisis y carecen de instituciones que articulen las relaciones de producción en el marco de un modelo de desarrollo autónomo capaz de generar consenso distributivo y satisfacer las necesidades materiales de la población. Social, por fin, porque las desigualdades se han incrementado, la exclusión se ha vuelto estructural y los sistemas de status se reproducen bajo formas destradicionalizadas de vida (individualismo, inmediatez).

En el Uruguay la crisis es "societal" y de larga duración. La hegemonía de la modernización neoliberal atenta contra su propia existencia desde el momento en que coloca a la economía en el centro de la dinámica sistémica. Surge así un orden injusto cuyos potenciales de protesta están desactivados por el temor, la culpa y el pesimismo. Nuestra sociedad demanda seguridades para sus ahorros, su integridad física y su trayectoria laboral. Pero los horizontes se cierran y se tornan incontenibles la despolitización, la irracionalidad, la anomia y la violencia. Si la desconfianza es capaz de aniquilar en dos días un sistema financiero, otro tanto podría hacer con las reservas de la legitimidad democrática. Llegar a ese extremo es condenarnos para siempre.

Razones prácticas

Enfrentarse a la crisis supone entenderla. Pensar alternativas y rumbos colectivos exige otras lecturas sobre lo social, a una buena distancia de la simplificación política, el sociologismo descriptivo y el economicismo autorreferido. Desarrollar un sentido crítico que trascienda las obviedades y revise los conceptos implica, de alguna manera, contradecir el parecer pragmático, según el cual con diagnósticos refinados –y hasta intrincados- no se cambian las realidades. Sin embargo, las propuestas deben fundarse en visiones que favorezcan los principios de complejidad y heterogeneidad.

Por lo pronto, hay que ir tomando nota que en los países desarrollados el desenvolvimiento económico y el progreso social se disocian y se excluyen. En nuestras sociedades es impensable una superación mínima de la crisis sin crecimiento económico e inclusión social. Pero la desintegración social no se frena sólo con reactivación productiva. Las desigualdades no se reducen con recetas distributivas. Hacen falta instituciones y estructuras normativas que aseguren la integración social en sentido amplio. Y para ello, el desafío es eminentemente político.

Se dice que las crisis son oportunidades. No estamos de acuerdo. Lo que es válido para la psicología individual no tiene por qué serlo para el equilibrio de la sociedad. En la actualidad, la crisis es franca regresión: debilidad del impulso endógeno, desestructuración institucional-normativa, pauperización cultural, asimetrías territoriales y regionales, comportamientos violentos y criminalidad. Los buenos sentimientos de la política y el voluntarismo de raíz empresarial no dejan de ser gestos que están a un paso de la impotencia.

La política –como lugar y como acción- debe ganar el centro de la dinámica "societal". La lucha contra la exclusión y la desocupación, la generación de igualdad de oportunidades, la credibilidad de la movilidad ascendente, necesitan vigorosas políticas públicas y eficaces sistemas de protección social. Las instituciones económicas tienen que privilegiar una ética productiva, del mismo modo que hay que apostar por el conocimiento científico-técnico para la resolución de problemas complejos.

La política debe fundar un nuevo consenso, en donde las demandas sociales se transformen en diálogos resolutivos. Limitarse a observar las consecuencias sociales que producen las economías de la globalización es renunciar a la política. Al contrario, la gravedad de la hora exige un proyecto político-estatal que discipline al mercado y al capital. Dicho proyecto debe movilizar los impulsos socioculturales y evitar las fantasías –tan propias de la crisis- de un retorno arcaico a un orden impuesto. Cuando el desencanto gobierna, el discurso del "orden" ofrece la ilusión de una eficacia inmediata sobre la realidad. La política no es una calle de dirección única, mera gestión cuyo cometido consiste en la reducción de opciones. La política es libertad –o sea, democracia- siempre y cuando su centralidad se traduzca en la producción incesante de oportunidades para una vida digna.

Quizá con un poco de ingenuidad, pensamos que el Uruguay todavía conserva algunas ventajas comparativas para emprender un proyecto de esta naturaleza. A mitad de camino entre el escepticismo y la esperanza, se trata de jugar una vez más con las armas de la razón. Sólo en ese caso la histórica crisis de nuestro país llegará a ser una oportunidad.

REFERENCIAS

Ulrich Beck (1998), La sociedad del riesgo, Paidós, Barcelona.
Fernando Henrique Cardoso (1980), El desarrollo en el banquillo, Revista Comercio Exterior, pp. 846-860, México.
Jean-Paul Fitoussi y Pierre Rosanvallon (1997), La nueva era de las desigualdades, Manantial, Buenos Aires.
Jürgen Habermas (1989), Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, Oficina de Publicaciones del Centro de Estudiantes de Sociología, Montevideo.
Daniel Olesker (2001), Crecimiento y exclusión. Nacimiento, consolidación y crisis del modelo de acumulación capitalista en Uruguay (1968-2000), Trilce, Montevideo.
Nicolás Somma (1999), La crisis del neobatllismo y la emergencia del autoritarismo: una aproximación desde la teoría de sistemas, Facultad de Ciencias Sociales, Monografía de Licenciatura, Montevideo.
Alain Touraine (1989), América Latina. Política y sociedad, Espasa, Madrid.

Volvamos al comienzo del texto


Portada
Portada
© relaciones
Revista al tema del hombre
relacion@chasque.apc.org