Serie: Memoranda (XXXI)

Panorama del siglo XVI 

Los Derechos Humanos en la Conquista

Daniel Vidart

Los primeros encuentros entre los "bárbaros paganos" del Nuevo Mundo y los civilizados cristianos de la península ibérica se cumplieron bajo el signo de una paradoja moral. En efecto, los indígenas recibieron con generosa benevolencia a los recién llegados y estos, si no en la primera, en la segunda ocasión, pagaron con malicia y desmesura aquella fraternal bienvenida.

La convocatoria de los Derechos Humanos, hoy tan en boga en la letra y tan desconocidos como siempre por los amos del poder, lleva a evocar los encuentros físicos y desencuentros culturales operados entre los españoles y los indios rioplatenses durante los siglos XVI y XVII. Pero antes de referirme al choque de las antiguas humanidades de estas comarcas con los expedicionarios llegados después de Solís, conviene ubicar el tema en el marco general de la invasión de América cumplida por el homo europeus albus y padecida por el homo americanus rufus, según los denominara Linneo en su famosa clasificación cuatripartita de las "razas" humanas.

POR ESPEJITOS

El tratamiento de ambos asuntos, que al cabo son uno solo, demanda dos enfoques distintos y complementarios a la vez. En primer lugar se destacan vivamente las contradicciones existentes entre la teoría legislativa y la práctica colonialista de la conquista española, la una enderezada a amparar los discutibles (y discutidos) derechos y la otra a multiplicar, hasta el agobio, los deberes de los naturales del Nuevo Mundo. En segundo lugar se deben considerar las escalas de valores y códigos de etiqueta manejados por los indígenas rioplatenses en sus relaciones con el prójimo americano, contendiente o aliado según las circunstancias, y con el hombre armado a guerra que descendió de las carabelas. Este fue un perpetuo enemigo de los indios rioplatenses a lo largo de la historia comenzada en el año 1516, si es que no antes, cuando el viaje de Vespucio en el 1502 o la controvertida exploración de Solís en el 1512. Empero, no sucedió lo mismo por parte de los indios, cuyo trato inicial con los extraños recién llegados fue amable y acogedor.

El análisis histórico de los primeros cincuenta años de la conquista permite advertir el foso existente entre la ominosa metodología utilizada por los invasores transatlánticos para el avasallamiento de los pueblos autóctonos, y las ambigüedades de una legislación que vacilaba entre la protección de los derechos humanos de los indios, inspirada en los argumentos de Montesinos, Las Casas, Palacios Rubios, Vitoria y otros frailes y juristas -actitud cristiana de inspiración tomista-, y la reducción de aquellos al estado de animales o, a lo más, de hombres incompletos, condenados por su naturaleza a la servidumbre, tal como sostenían Tomás Ortiz, Sepúlveda y demás partidarios de la mano dura, es decir, de la "guerra justa" contra los indios y la servidumbre de los sobrevivientes a ella -posición jurídica de cuño aristotélico-.

Estas opuestas posiciones respondían respectivamente a la visión angélica y a la visión satánica que se echaron a andar acerca de los nativos de América. La aporía inicial se encuentra en el Diario de Colón, quien por una parte alaba la humilde y amigable condición de unas criaturas que vivían en una retardada Edad de Oro, mientras que por la otra les niega la calidad de "gentes de razón", porque dan "como bestias todo por nada" en el momento de hacer trueque de bienes, cambiando espejitos por oro.(1) En este caso se trataba de los mansos indios arawacos de la América insular.

El indio "bueno" será alabado y defendido por Fray Bartolomé de las Casas, quien decía así: "Todas estas e infinitas gentes, a todo género crió Dios las más simples, sin maldades ni dobleces, obedientísimas, fidelísimas a sus señores naturales y a los cristianos a quienes sirven, más humildes, más pacientes, más pacíficas y quietas, sin rencillas ni bullicios, ni rijosos, ni querellosos, sin rencores, sin odios, sin desear venganza, que hay en el mundo." Son, por lo demás, personas "de limpios, desocupados y vivos entendimientos"... " no soberbias, no ambiciosas, no codiciosas" que serían "las más bienaventuradas del mundo si solamente conocieran a Dios". (2)

La visión demoníaca, opuesta a esta pre rousseauniana alabanza del bon sauvage, pertenece al fraile dominico Tomás Ortiz, quien, al describir las costumbres de los indios de Tierra Firme, es decir, los temibles y aguerridos caribes, se despachó con una retahíla de peyorativos conceptos que por siglos se enquistaron en las centrípetas conciencias de los españoles peninsulares y los "españoles de Indias", conocidos más tarde como criollos: "Ninguna justicia hay entre ellos, andan desnudos, no tienen amor ni vergüenza; son como asnos, abobados, alocados, insensatos; no tienen en nada matarse y matar. No guardan verdad si no es en su provecho; son inconstantes; no saben qué cosa sea consejo; son ingratísimos y amigos de novedades... son bestiales en los vicios... son traidores, crueles y vengativos, que nunca perdonan... son haraganes, ladrones, mentirosos y de juicios bajos y apocados... son cobardes como liebres, sucios como puercos... no tienen arte ni maña de hombres".(3) Es decir, si no tenían maña de hombres eran, sin más, bestias de las que dispuso a su antojo el conquistador, en una gama que fue desde la muerte violenta a la esclavitud perpetua de las consideradas malévolas e infernales criaturas.

Ese trato abusivo y despiadado suscitó una saludable reacción en el alma de otros sacerdotes que salieron a defender los pisoteados derechos de los indios. En tal sentido el sermón de Fray Antonio de Montesinos, pronunciado en La Española en el año de 1511, pide cuentas a la conducta que, con pocas variantes y muy escasas excepciones, mantuvieron los españoles durante los siglos XVI y XVII. El dominico, que muy prontamente fue silenciado y devuelto a España, en su reprimenda preguntaba así: "Decid ¿con qué derecho y con qué justicia tenéis en tan cruel y horrible servidumbre aquestos indios? ¿Con qué autoridad habéis hecho tan detestables guerras a estas gentes, que estaban en sus tierras mansas y pacíficas, donde tan infinitas dellas, con muertes y estragos nunca oídos, habéis consumido? ¿Cómo los tenéis tan opresos y fatigados, sin dalles de comer ni curarlos de sus enfermedades, que de los excesivos trabajos que les dais incurren y se os mueren, y por mejor decir los matáis, por sacar y adquirir oro cada día?...¿Estos, no son hombres? ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amallos como a vosotros mismos? ¿Esto no entendéis, esto no sentís? ¿Cómo estáis en tanta profundidad, de sueño tan letárgico, dormidos?" (4)

En realidad los conquistadores y encomenderos no estaban dormidos sino muy despiertos, cumpliendo con la consigna que ornaba la portada de Milicia y Descripción de Las Indias (l599), un famoso libro de Bernardo Vargas Machuca: "A la espada y el compás, más y más, más y más". Se conquistaba y luego se hacía el mapa de la tierra.

Mientras en las islas del Caribe se cumplían los rigurosos y sangrientos trabajos de la conquista, en la metrópoli se advertían las vacilaciones de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, a los que luego se suma Carlos V, sujetos a un doble tironeo: los hombres de gobierno justificaban la matanza y servidumbre de los indios, mientras que los teólogos defendían sus derechos a ser libres e independientes, salvo en cuestiones de religión.

Hay tiempos en que una tendencia se impone y tiempos en que surge la principalía de la otra. Y si bien el Papa Paulo III, presionado por Fray Rodrigo de Minaya, recién en 1537 declara a los indios "verdaderos hombres", Ginés de Sepúlveda sostiene (Democrates Alter. De Justis Bellis causis apud indios, 1547) que los naturales de las Indias Occidentales, tildados desde muy temprano como "idólatras abominables" y "perros inmundos", debían ser sometidos a la voluntad de los hombres de razón, pues "son tan inferiores a los españoles como los niños a los adultos y las mujeres a los varones, habiendo entre ellos tanta diferencia como la que va de gentes fieras y crueles a gentes clementísimas, de los prodigiosamente intemperantes a los continentes y templados, y estoy por decir que de monos a hombres". (5)

En resumen, a medida que el respeto por la vida y las costumbres de los naturales iba en aumento en la legislación española, dicha actitud humanitaria, asumida siquiera en forma declarativa -así se "salvaba la conciencia", tal cual sucedió con el famoso Requerimiento cuyo texto transcribí y comenté en uno de mis libros sobre el tema- (6), se fue decantando en una copiosa y ordenada Legislación de Indias que, justo es decirlo, se destaca solitaria y ejemplar en aquellos tiempos turbulentos de la expansión europea por el mundo.

Pero mientras desde lejos se proclamaban y defendían los derechos de los aborígenes, no obstante los distintos tipos de servidumbres que se les imponía -encomienda, tributo, mita- y la confinación a la que se les obligaba -reducciones, corregimientos-, en el escenario social de las Indias Occidentales el indio era avasallado y robado de modo sistemático y escandaloso, cuando no brutal. Las normas jurídicas peninsulares se acataban pero no se cumplían. Y es dentro de esta historia de abusos e impunidades que debe ser contemplado el arribo y asentamiento de los españoles en el Río de la Plata.

EL ESPACIO VITAL

El Diario de a bordo de Juan Diaz de Solís, quien llegó a nuestras costas en el viaje oficial de 1516 -quizá realizó otro secreto algunos años antes-, está aún perdido. Pero de lo que cuentan cronistas posteriores -uno de ellos, Herrera, conoció dicho Diario- se desprende con claridad que los indios, desde lejos, ofrecieron a los navegantes piezas de caza y abundante pescado, y que los españoles, al descender a tierra desde el bote que conducía a nueve de ellos, incluyendo a Solís, "para tomar algún indio de quien informarse del país", como dice el Padre Lozano, fueron castigados, salvo el grumete adolescente Francisco del Puerto, por querer aprisionar arteramente a uno de sus cordiales anfitriones.

Como se verá, esta respuesta fue una constante en las relaciones entre los conquistadores y los indígenas de estas latitudes. Transcribo lo que anteriormente expresé en un libro sobre el tema: "Pero a los compañeros de Solís, luego del acto de toma de posesión, sin duda que se les fue la mano y quisieron llevarse por la fuerza a uno o más indígenas, execrable conducta que repitiera Torres a su regreso al robar una mujer en costas del Brasil -escalofría imaginar lo que pudo sucederle en el viaje a la pobre indiecita- y mercarla en España por 7.500 maravedíes junto con las pieles de 66 lobos rioplatenses que le rindieron otros 2.250, amén de lo ganado con la venta de los árboles tintóreos." (7)

Acerca de las intenciones de los viajeros que llegaban a estas regiones nos informa el caballero italiano Antonio Pigafetta, acompañante de Magallanes en su viaje de circunnavegación del mundo, allá por las primeras semanas del año 1520: "Acercósenos a la nave capitana uno de estatura casi como de gigante, para garantizar a los otros. Tenía un vozarrón de toro. Mientras este permaneció en la nave, los otros recogieron sus enseres y los adentraron más en tierra, por miedo a nosotros. Viendo lo cual, saltamos un centenar de hombres a tierra en busca de entendernos algo, trabar conversación, por lo menos retener a alguno. Pero huían, huían con tan largos pasos, que ni con todo nuestro correr podíamos alcanzarlos." (8)

La gran talla de aquellos indios hace pensar en los charrúas, y más aun de los chaná - timbú - beguá, todos de "estatura prócer" -así decía Larrañaga al referirse a los minuanes- según el testimonio de Schmidel. Para garantizar a los otros que están en tierra, un indio sube a las naves como diciendo: "aquí estoy yo; tómenme como rehén y dejen libres a mis hermanos." Se desconoce el destino sufrido por este guerrero, tal vez un jefe, que se sacrificó para salvar al grupo. En cuanto a la persecución de los indios, el texto de Pigafetta es por demás elocuente: se trataba de "retener", de aprisionar algunos indígenas. Quizá corrieran detrás de las mujeres.

En lo que se refiere a las relaciones de los indios rioplatenses entre sí, Gaboto, que vino al Plata en 1527, le cuenta al rey lo siguiente: "Que la más principal generación de indios de aquellas tierras son los guaranís, gente guerrera, traidora y soberbia, y que llaman esclavos a todos los que no son de su lengua, con los cuales siempre andan en guerra, en la cual eran muy sangrientos y crueles, matando a cuantos podían, sin tomar hombre con vida…" (9)

En realidad tapuya, la voz a la que Gaboto se refiere, no significaba esclavo sino desconocedor de la lengua de los guaraníes, llamada avañe´é, o sea "el habla de los hombres verdaderos". Eso lo convertía en extranjero, y, por extensión, en enemigo.

Pedro Ramírez, un marino que viajaba con Gaboto, fue auxiliado en un momento de apremio alimenticio por los indios del lugar, casi seguramente los chaná - beguá - timbú (a los que se puede también denominar "litorales"), quienes, desafiando un terrible temporal y poniendo en peligro sus vidas, intentaron llevarlo hasta el campamento tribal para conseguir comida.

La narración es tan dramática como expresiva: "En fin, nuestra necesidad llegó a ser tanta que de dos perros que allí teníamos matamos uno y lo comimos... Igual comimos ratones cuando los alcanzábamos, y de gordos que estaban parecían capones [es posible que fueran apereás]. Estando en esta necesidad... me fue forzado de ir a doce leguas del Real [el campamento de San Lázaro] con unos indios hasta sus casas a conseguir carne y pescado. Por el camino se levantó un temporal que nos tomó la noche en la mitad del río de manera que hube de echar al agua cuanta ropa llevaba y los indios sus pellejos [mantas de piel, lo que hace suponer que eran chaná - timbú] y así aportamos a una isla que está en la mitad del río con la canoa llena de agua, y escapar de aquello fue el mayor misterio del mundo. En aquella isla estuvimos desde el domingo hasta el miércoles siguiente a causa de que el río andaba todavía muy soberbio y no nos dejaba salir. En todo ese tiempo ni los indios ni yo comimos un maldito bocado, ni de hierbas ni de ninguna otra cosa, porque no la había. A Nuestra Señora le plugo amansar el río y volvimos a tierra más muertos que vivos." (10)

El espíritu de este fragmento va más allá de las palabras. Los indios querían sacar a los españoles de su terrible necesidad alimenticia. Y no tuvieron reparo en afrontar el peligro con tal de servir al prójimo. En esto estaban más cerca del Jesucristo de los Evangelios que los mismos españoles.

La generosa actitud indígena se repite cuando los hermanos de Sousa, al frente de una flotilla portuguesa, llegan al Río de la Plata en el año de 1531. En el Diario de Navegación de Pero de Sousa, un capitán de veinte años y notable observador de los extraños hombres y las nuevas cosas del mundo transatlántico, éste cuenta que cuando navegaban frente a una costa que todo indica que era la del actual departamento uruguayo de San José "vinieron desde la tierra hacia nosotros cuatro almadías [debe entenderse canoas; almadía es una voz que proviene del árabe al - mi - diya y significa barca; por otra parte, en español, la almadía es una balsa] cargadas con mucha gente; remaban con tal velocidad que parecía que volaban. Entonces hice capear [disponer las velas para aminorar la marcha] al bergantín para aguardarlos. Enseguida estuvieron conmigo: llevaban arcos, flechas y venablos de palo endurecido al fuego. Estaban coronados con penachos de plumas y el cuerpo pintado con muchos colores. Llegaron a nosotros sin temor alguno y nos abrazaban. No entendíamos su lengua [¿cómo podrían entenderla?] distinta a la del Brasil [el tupí o ñeengatú, un dialecto del guaraní] pues era de papo [gutural, salida del fondo de la garganta] y sonaba como la de los moros… Nos invitaban por señas para que los visitara y nos prometían muchos alimentos. Como no quise desembarcar fletaron una canoa para ir de pesca. Fue a pescar y regresó en tan poco tiempo que nos quedamos maravillados. Nos regalaron mucho pescado y yo les regalé muchos cascabeles, espejos [y no cristales, como algunos traducen] y cuentas de colores. Tan felices los hizo este presente que parecían locos de contento" (11)

Los indígenas agasajan a los recién llegados una y otra vez. Y estos, una y otra vez pagan con ingratitud. Cuando llega el Adelantado Pedro de Mendoza, al frente de 1500 hombres y 72 caballos embarcados en l4 navíos, al sitio donde se levantó la primera Buenos Aires (1536), el cronista alemán Ulrich Schmidel cuenta que no bien desembarcaron los indios querandíes les ofrecieron carne y pescado. Pero no paró allí el gentil servicio de aquellas "salvajes" criaturas. Durante catorce días seguidos abastecieron a los recién llegados con "sus miserias de pescado y carne", como escribe el quejoso cronista, sin reparar que se trataba de quitarle el hambre a todo un ejército. A los quince días ya no había abastecimientos. Mendoza entonces monta en cólera y les pide cuentas a los amistosos y sacrificados querandíes. Los comisionados, sin duda alguna, se desmandan: "cuando llegaron al sitio donde estaban los indios se comportaron con ellos de tal manera que fueron puestos de oro y azul [apaleados] y luego los dejaron volver a nuestro real."

Los invasores, de ofensores que eran, se proclamaron ofendidos. Entonces arremetieron contra los hasta ayer serviciales indios, con las consecuencias por todos conocidas. Luego de un combate inicial, en el que les fue muy mal a los europeos, cayeron sobre la recién fundada Buenos Aires los furiosos integrantes de una alianza de tribus formada por querandíes, guaraníes, charrúas y chaná - guaná - timbú, quienes "con gran ímpetu y poder", sitian a los desagradecidos intrusos e incendian la naciente ciudad.(12)

TRATO DE GENTES

Demos ahora un salto en el tiempo. Trasladémonos al 1573, año del arribo del Adelantado Juan Ortiz de Zárate a las playas del actual departamento uruguayo de Colonia, al mando de cinco navíos en los que venían marinos, soldados, varios matrimonios de gentes de labor y una veintena de padres franciscanos. El contingente entero sumaba 600 almas.

No bien desembarcan, los charrúas los reciben cariñosamente con una copiosa ofrenda de venados, ñandúes, sábalos y dorados. Las cosas en un principio rodaron bien, hasta que se produjo lo inevitable. Un grumete español, maltratado por el Adelantado, roba una canoa y huye hacia el campamento de los charrúas. Estos lo reciben con su habitual hospitalidad, ejercitada hasta los días anteriores a la hecatombe de Salsipuedes, acaecida en el primer tercio del siglo XIX, y lo integran de inmediato al cuerpo social indígena. Ortiz de Zárate lo reclama con furia e insistencia, pero los indios no ceden. Entonces, para forzar el canje, toman prisionero a Abayubá, un joven guerrero de 16 años, sobrino o primo, según distintas versiones, del cacique Zapicán. "Los charrúas, consternados y alarmados a un tiempo, procuran parlamentar. Zapicán reúne a veinte hombres de consejo, es decir, un grupo de jefes que representan el poder tranquilo y el espíritu deliberante de la tribu, los hace acompañar por un lenguaraz [intérprete] guaraní, y envía esos embajadores al Real [el campamento] español. Procurarán explicar a los extranjeros recién venidos que la ruptura de las normas de hospitalidad supone una transgresión moral, y que el secuestro de Abayubá, a quien reclaman, configura una represalia no merecida.

Ortiz de Zárate permanece irreductible. No escucha las razones indígenas, despide a los emisarios de modo destemplado y, por añadidura, para rematar sus desaciertos, toma prisionero al lenguaraz guaraní. Los charrúas se exasperan, aunque insisten con la vía diplomática, y esta vez a mayor nivel representativo. La cosa será de jefe a jefe. Zapicán en persona se entrevista con Ortiz de Zárate, pide la libertad de Abayubá y acompaña su pedido con una gran cantidad de víveres, producto de la caza y de la pesca. Los hambrientos españoles se ablandan y se avienen a entregar el muchacho cautivo, que es muy amado por los suyos. Pero insisten en el mecanismo del canje. Devolverán a Abayubá si los indios hacen lo mismo con el marinero desertor y la codiciada canoa. Metidos en un brete, los indios acceden al trueque, aunque cambian de talante y actitud. Se acaba la pacífica convivencia de los intrusos con los dueños de la tierra. Luego de cortar el envío de provisiones se realiza un consejo de notables y, de acuerdo con su resolución, Zapicán y los suyos toman el camino de la guerra." (13)

A la distancia, resulta muy instructivo señalar con qué tacto manejaban aquellos menospreciados indios las normas del Derecho de Gentes, fundamento de la modernas doctrinas acerca de los Derechos Humanos, al cual desconocían de jure pero practicaban de facto. Y, como contracara, se destaca la torpeza y el orgullo de los españoles, que en el primer combate librado luego de la ruptura de las relaciones amicales son derrotados de modo humillante y absoluto por los charrúas.

En dicho combate un joven y valiente espadachín español, solitario en medio de sus muertos camaradas de armas, luchó con denuedo hasta que un tiro de bolas, quizá, le partió el brazo. He consultado tres versiones acerca de este suceso. La primera es la del arcediano Del Barco Centenera, la segunda pertenece al Padre Lozano y la tercera al historiador uruguayo Bauzá. Aunque parezcan variaciones sobre un mismo tema, cada una de ellas revela la carga subjetiva dejada en libertad por los narradores. Del Barco Centenera, en su poema Argentina, una Ilíada indiana en tono menor, expresa que "Aquel Domingo Lares valeroso/En sangre, en valor y en valentía/Anduvo con esfuerzo y animoso/Reprimiendo del indio la osadía/Y viéndolo ya andar tan orgulloso/Los indios acudieron a porfía/ Y a puja a cual más puede lo hirieron/Y quebrado el un brazo lo prendieron". (14) Pero no lo prendieron para rematarlo, sino para llevarlo al campamento, curándole allí sus heridas y atendiéndolo solícitamente, como a un huésped distinguido.

Lozano, ducho en el arte del barroquismo sentimental, ofrece una pintura dramática del asunto y, apelando a la exageración, presenta al diestro español con un brazo de menos. (15) Finalmente Bauzá, el historiador uruguayo, al explayarse con fruición sobre un episodio ejemplarizante a dos puntas, agrega color y emotividad al hecho, haciendo resaltar la conducta noble de los indios, si bien olvida que era la habitual en todos los casos: los charrúas no remataban a los heridos sino que los llevaban a sus tolderías para curarlos y devolverlos a la salud. Respetaban de tal modo el derecho a la vida, contrariamente a lo practicado por los españoles en iguales circunstancias. (16)

 

LAS ORDENANZAS

Es imposible seguir paso a paso la historia los encuentros y desencuentros, tanto físicos como culturales, entre los indios y los españoles durante los dos primeros siglos de la conquista y colonización de las comarcas rioplatenses. Dichas relaciones, como vimos, estaban aleccionadas y justificadas por disímiles códigos políticos, religiosos, éticos y jurídicos, lo que daba lugar a débiles avenimientos y violentas fricciones, resultados fatales para los indios, cuya organización tecnológica, económica y política era muy inferior a la de los invasores.

Sin embargo, cabe insistir en que a medida que avanzaba la marea militar española y se constituían las células coloniales, se multiplicaban las leyes que, desde la lejana y decantada pulcritud de las bibliotecas y las oficinas metropolitanas, velaban por los derechos humanos de los indios. En la realidad de los hechos, esas leyes se atendían apenas o, en la inmensa mayoría de los casos, se desconocían abiertamente por parte de los señores hacendados, los poderosos mineros y las jerarquías administrativas de la América española, y digo así porque, ni jurídica ni políticamente, según lo entendía la Corona, estos territorios constituían colonias: se consideraban, sin más ni más, como integrantes del gran cuerpo planetario de la España de ultramar. Por consiguiente, los indios resultaban ser súbditos de los reyes.

Un personaje señero de la cuenca del Plata, el paraguayo Hernando Arias de Saavedra, que fuera por tres veces Gobernador de "esta tierra a la que le debo el amor de patria", como una vez expresara aquel excepcional criollo, se preocupó grandemente por el destino de los indios.

No fue el único en manifestar esta preocupación. Se le habían adelantado Domingo Martínez de Irala en el 1556 y Juan Ramírez de Velasco en el 1597. Este último, embanderado en la corriente filoindígena inaugurada por el Virrey Francisco de Toledo y aplicada por Gonzalo de Abreu en Tucumán, denunció los abusos de los encomenderos, quienes solo redoblaban las obligaciones del indio sometido, sin cuidar de sus derechos, que al cabo eran inexistentes. De tal modo dictó una serie de ordenanzas, introduciendo mejoras para remediar la hasta entonces penosa situación de los indios explotados y vilipendiados, a saber: la reubicación de los poblados indígenas en los valles de tierras fértiles y bien irrigados, la prohibición de los castigos corporales y de cargar a los indios como bestias, el alivianamiento de los días de trabajo -solo cuatro a la semana- y, para no despoblar los campos y conservar el equilibrio sexual y afectivo de los hogares, la reglamentación del envío de los hombres a las ciudades y de las mujeres al servicio doméstico.

Estas sabias y humanitarias ordenanzas fueron desobedecidas por los encomenderos. Entonces Hernandarias dicta las famosas Ordenanzas de 1603, en cuya introducción comprueba "que ha habido un gran desorden y descuido en los encomenderos en lo que toca a la doctrina y buena enseñanza y conservación de los naturales a ellos encomendados... a cuya causa la mayor parte de los indios de dichas provincias se han muerto, consumido y acabado." (17) Luego, a lo largo de los 31 artículos de dichas Ordenanzas, establecía con claridad los derechos y deberes recíprocos de los encomenderos y los indígenas, insistiendo en una serie de medidas que evitaban los anteriores abusos de aquellos, a los que imponía duras penas si perseveraban en su despotismo. En cuanto a los indios, alivianaba sus duras faenas, facilitaba su instrucción y cristianización, cuidaba por su alimentación y salud, defendía a las vilipendiadas mujeres y velaba por el mantenimiento de sus desdichadas vidas y menguadas haciendas.

Debe advertirse, empero, que Hernandarias protegía solamente a los indios mansos y cristianizados, dedicados a la agricultura y por ende sedentarios. A los indios bravos, a los "infieles" de a caballo, los enfrentaba con dureza y "pacificaba", entendiendo por pacificar, según la semántica guerrera de los conquistadores españoles, su sometimiento a sangre y fuego, combatiéndolos sin descanso.

REFERENCIAS

( 1 ) Cristóbal Colón. Diario de Viaje. 5 tomos. Edición y anotaciones de Daniel Vidart. La República, Montevideo, 1992
( 2 ) Fray Bartolomé de las Casas. Doctrina. Ediciones de la Universidad Nacional Autónoma. México, 1951
( 3 ) Francisco López de Gómara. Historia general de las Indias(1552) Calpe, Madrid, 1922
( 4 ) Lewis Hanke. La lucha por la justicia en la conquista de América. Editorial Sudamericana, Buenos Aires, l949.
( 5 ) Daniel Vidart. Ideología y realidad de América. (Cuarta edición corregida y aumentada) Nuestra Tierra, Montevideo, 1990
( 6 ) Id. Los muertos y sus sombras. Cinco siglos de América. Editorial Nueva América, Bogotá, 1996
( 7 ) Id. El Uruguay visto por los viajeros. Tº 1º, Paranaguazú, el río como mar. Banda Oriental, Montevideo, 1999
( 8 ) Id.
Ibid.
( 9 ) Sebastián Gaboto. Relación que dirigió al Rey. In: Vicente Sierra, Historia de la Argentina, tº 1º,Editorial Científica Argentina, Buenos Aires, 1956
( 10) Daniel Vidart.
Op. cit.
( 11 ) Id. Ibid.
( 12 ) Ulrich Schmidel. Viaje al Rio de la Plata ( 1534 - 1554). Prólogo, traducción y anotaciones de Samuel A. Lafone Quevedo. Cabaut y Cia. Buenos Aires, 1903.
Id. Derrotero y Viaje de España a las Indias. Traducido y comentado por Edmundo Wernicke. Universidad Nacional del Litoral, Santa Fe, 1938.
Id. Wahrhafftige Historien. Einer Wunderbaren Schiffart, 1602, Akademische Druk und Verlagsantsalt, Graz,1962. Los fragmentos citados figuran en la nueva versión que ofrecí de dicho cronista en mi libro El Uruguay visto por los viajeros. Tº 2º, "Tierras de ningún
provecho"
( 13 ) Daniel Vidart. El Uruguay visto por los viajeros. Tº 2º, " Tierras de ningún provecho".Banda Oriental, Montevideo, 1999
( 14 ) Martín del Barco Centenera. Argentina y Conquista del Rio de la Plata. Pedro Crasbeeck, Lisboa, 1602
( 15 ) Pedro Lozano. Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán (1745). Imprenta Popular.Buenos Aires, 1874 - 1875
( 16 ) Francisco Bauzá. Historia de la dominación española en el Uruguay. (1895 - 1897 ) Talleres Gráficos El Demócrata, Montevideo l929
( 17 ) Juan María Rubio. Exploración y conquista del Río de la Plata. Siglos XVI y XVII. Salvat editores, Barcelona, 1942

 

ESTE ARTICULO es el primero de una serie sobre los Derechos Humanos en tiempos de la Conquista, escrita especialmente para relaciones por el Prof. Daniel Vidart.

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