Serie: Visualizaciones(XCVI)

Los reality-show: ¿Ver sin ser visto o exhibirse sin riesgo? 

Gran(?) Hermano

Jordana Maisian

Los reality-shows que invaden desde la pantalla nuestro espacio doméstico (e íntimo) -con un éxito no despreciable- serían una especie de reformulación de los zoológicos humanos (organizada exhibición de especies afro-indígenas) que tanto clamor suscitaran en la Europa de fines del siglo ante-pasado.

La historia se repite para parodiarse a sí misma. Esta afirmación de Marx parece seguir verificándose y la retoma el filósofo Olivier Razac.

En una entrevista concedida a "Le Nouvel Observateur", para establecer el paralelismo que preside su libro "La pantalla y el Zoo". Razac explica haber encontrado en esta analogía "un dispositivo de poder a través de lo espectacular, sumamente útil para superar las críticas superficiales a los ‘reality-shows’, como por ejemplo: es feo, es vulgar, se trata de voyeurismo, de tele-vigilancia, etc.", y afirma que hay en ambas situaciones "una misma pretensión de exhibir modos de vida certificados como auténticos, mientras que en realidad se están produciendo tipos humanos útiles a una situación ideológica o política."

LA CULTURA DEL ESPEJO

"El programa ‘Gran Hermano’ pretende ofrecer una observación en vivo de la juventud, pero, ¿a qué es llevado un participante, obligado 24 horas por día durante varios meses a ser su propio personaje? A reforzar los comportamientos fácilmente identificables socialmente y a borrar los otros, a ser la caricatura de sí mismo (...) El ‘reality-show’ contribuye a consolidar un sistema normalizado de comportamientos y de opiniones, sin pagar el precio aparente de la violencia, puesto que muestra de manera falsa este sistema como un orden natural, tranquilizador, agradable"... suerte de vitrina que hace atractiva la realidad, distorsionando la percepción de sus aspectos siniestros o sórdidos, para ofrecer de ellos una versión "positiva".

No es que el "reality show" muestre la vida color de rosa: muestra lo cuestionable como si fuera "bueno" y "normal" (previa supresión de todo sistema de valoración ética) porque solo lo bueno tiene derecho a existir, porque lo bueno es incuestionable, y lo unidimensional, bastante más digerible. Reversión de los criterios estéticos que haría retorcerse de disgusto al pobre Baudelaire y que prueba una vez más que, ante la disyuntiva, solemos elegir el fácil camino de la autocomplacencia y la satisfacción a precio moderado. Habría que volver a relanzar el debate acerca del espesor de las cosas, o, en otras palabras, averiguar si el arte debe ser pura afirmación de la vida en su realidad más cruda o si, por el contrario, debe filtrarla para ofrecer de ella una versión soft, narcotizante y estéril.

Pero la identificación no es el final del proceso: ofrecer modelos para atrapar y atrapar para modelar. La televisión no solo expone modelos: los produce. Habría una serie de comportamientos -estereotipos- vehiculados por la imagen, que circularían entre la pantalla y la realidad. No despreciemos el efecto de la cámara: la cámara captura una realidad y la devuelve modificada. La pantalla -su relevo- fascina -y de forma coercitiva- para luego atrapar y así imponer su valor agregado: la revalorización y legitimación de lo que expone.

La pantalla levanta el anonimato: hace de lo ordinario algo singular y de lo trivial algo extraordinario. Pero, mediante el procedimiento inverso, destruye lo extraordinario porque solo acepta lo trivial. Los comportamientos "raros" no son reconocidos por el sistema, que solo lee lo que se expresa en su lenguaje binario, y puede por ende ser insertado en una de las casillas previstas para ello. Lo que no está previsto no tiene lugar. Podemos esperarlo todo, salvo lo inesperado. Destrucción aterrorizadora de toda posibilidad de un afuera.

LA CULTURA DEL NO-RIESGO

Una razón que podría explicar el interés por este tipo de pasatiempo contemporáneo es que permite formas domesticadas de exultación; ofrece la posibilidad de realizar deseos socialmente inadecuados sin el riesgo que esto comportaría en su vivencia real. El procedimiento no es nuevo. Existe desde que Eurípides, haciéndose cargo de las aspiraciones de Aristóteles, transformó la tragedia sobre la base del proceso catártico, purificación del espectador al vaciar el alma de sus pasiones excesivas.

De ello se trata: de suprimir riesgos.

En primer lugar, el encuentro sin riesgo. La tecnología podría convertirse en un instrumento eficaz para mantener ciertas cosas a distancia. Interactuar sí, pero desde fuera, desde una lejanía prudente. Ponerse a salvo de ciertos encuentros, de ciertos miedos. El efecto de realidad que puede producir la pantalla y la intensidad con que es capaz de hacerlo, los efectos de identificación que permite generar, hacen que el encuentro se viva como real. La inconsolable suspensión del encuentro hallaría un paliativo en la ahora posible ilusión del encuentro. La pantalla posibilita una forma de encuentro a distancia que elimina el esfuerzo de buscar y construir, elimina el peligro del fracaso: atenúa los riesgos del encuentro real.

En segundo lugar, el exhibicionismo sin riesgo: "La multitud de los espectadores cree vigilar la intimidad de otros, pero es ella quien se siente vista." Como vimos, la identificación permite -y de hecho opera- una reversión de los lugares. Instalado en la piel del concursante pero a la vez protegido por el espacio doméstico que lo rodea, el televidente puede por fin mostrarse sin riesgo. El sistema habilita a satisfacer por procuración algunos deseos fantaseados, como el exhibirse, el ser visto, el salir del anonimato.

LA CULTURA DEL NO-SABER

El reglamento interno del programa"Gran Hermano" prohíbe introducir, en el espacio cerrado de la exhibición, libros, lápiz y papel. Interesante metáfora que simplemente traduce la gran ola que ha invadido la cultura contemporánea: desvalorización del afuera que puede ofrecer lo escrito, desvalorización de la producción como acto comprometido, desvalorización de toda actividad que necesite aislamiento, introspección y constituya un territorio de la singularidad. En otras palabras, desvalorización del saber, del conocimiento, de la búsqueda, situación cuyos corolarios no suelen ser demasiado felices.

Entre ellos, quisiéramos destacar la entrada -por la puerta grande- de lo corriente en los medios masivos de comunicación y la defensa demagógica de este nuevo estado de cosas: parece, en una primera lectura, democrático y generoso conceder la palabra a la gente "como nosotros", capaz de producir discursos más creíbles, más cercanos, que se asimilan sin esfuerzo. Porque esta gente "vive como nosotros" y expresa sus vivencias "hablando como nosotros". Así, su discurso se inviste automáticamente de veracidad, y por ende de legitimidad. Cabría preguntarse si tal discurso, que supuestamente nos representa, no estaría en realidad confirmándonos en aquellos estereotipos que creemos nuestros y librándonos de preguntas molestas acerca de su origen, de su pertinencia y de su eficacia.

En los tiempos, hoy denostados, de la Modernidad, eran los intelectuales quienes tomaban la palabra en los medios, para hablar en nombre de los otros (del proletariado, del Tercer Mundo, de los excluidos). Este derecho se les acordaba en toda legitimidad: el valor concedido al saber era garantía suficiente para ello.

Hoy, el saber -teorías filosóficas y prácticas esotéricas, de exotérico origen mediante- se ha vuelto algo despreciable. Operar con el razonamiento se ha vuelto sinónimo de falta de sensibilidad, la palabra "intelectual" ha sido definitivamente descalificada (ni hablemos de su cometido), lo serio ha perdido seriedad y todo lo que denote elaboración es bochornoso.

En lugar de esto se valora la espontaneidad (tan ingenua como sea), las referencias individuales cortadas de todo anclaje colectivo (tan estúpidas como sean), la sensibilidad personal (tan burda como se presente) y los lugares comunes que, por una especie de zoncería generalizada, nadie reconoce como tales. Paradójica reivindicación de singularidad y diferencia (palabras que el discurso de lo "políticamente correcto" ha vuelto cursis, al punto que resulta ya imposible utilizarlas) en una cultura que no hace sino huir de lo que no está en la norma.

Por qué el saber ha sido de este modo desplazado, es una cuestión compleja que amerita reflexiones profundas y largas disquisiciones. Cabe invocar la herencia nefasta del hedonismo que ha difundido una alergia al esfuerzo y olvidado que no hay placer posible sino el que se construye pacientemente; que ha publicitado un "estar a la espera de" sin ninguna preparación para la recepción, y habilitado un lanzarse de lleno y sin remordimientos en el consumismo más empobrecedor. Pero existen múltiples puntas más que escapan a las posibilidades de este artículo.

Decíamos que en tiempos de la Modernidad eran los intelectuales quienes tomaban la palabra en los medios, y que lo hacían para hablar en nombre y en lugar de otros. Hoy, en vez de dar el lugar a esos otros para que por fin puedan hablar de sí, se refuerza aun más el procedimiento: ahora se llama al "hombre de la calle", pero para hablar a su vez de otros. Los mismos temas de sociedad son planteados, con sus actualizaciones correspondientes: ahora son los homosexuales, los drogadictos, las minorías. Y otros son -por más "de la calle" que sean- quienes de ellos hablan. Y a nadie esto sorprende. ¿Por qué será que cada vez más se trata al espectador (devenido televidente) como a un niño tonto, por qué se procederá a esta infantilización del público, infantilización cómplice y gran hermana de la que se realiza en la enseñanza, reformas absurdas mediante?

Nadie parece cuestionarse acerca de la gravedad de poner en el mismo plano a un especialista y a un hombre "de la calle", de simplificar los discursos despojándolos de todo alcance teórico, de rechazar las "palabras difíciles" en lugar de ver en ellas una posibilidad de apertura de la experiencia. ¿Será porque es la experiencia misma lo que está quedando manca, tuerta y renga? ¿Por qué sucumbimos cada vez más al demagógico terrorismo de la ignorancia?

LA PELIGROSIDAD DE LA IMAGEN

La gran lección del arte, desde sus orígenes, es que la relación de distancia que se instaura entre el espectador y la imagen, permite a su vez la aparición de una relación de alteridad con el mundo.

La capacidad de instaurar esa distancia con la imagen es la especificidad que permite la existencia del fenómeno estético. Esa distancia que la obra hace aparecer es el espacio donde se producen el desdoblamiento y los transportes de la experiencia estética, la fusión efímera y rudimentaria con el todo y la posterior reintegración de los límites del individuo. Fenómeno que construye sentido y concede sentido a la existencia. La vida ha inventado el arte para que el arte la sostenga.

Pero este proceso involucra un rol activo del individuo y ocurre solo si este tiene la posibilidad de construir su lugar de espectador. Y esta posibilidad no es ajena a otros tantos aprendizajes -hoy minusválidos- a los que hiciéramos referencia aquí.

Asistimos, en estos tiempos, a un fenómeno generalizado de reducción de la experiencia estética a experiencia televisiva. Y, paralelamente, a una reducción del espesor de la distancia entre la imagen-pantalla y el televidente. La eliminación de esa distancia, o su aproximación a un punto de indiscernibilidad, produce un estado de fusión permanente entre el espectador y lo que le es mostrado, estado por el que se desaprende la capacidad de desdoblamiento, la separación para con lo que se muestra -para con lo otro- y por ende, la alteridad. Con la retina pegada a la pantalla (lo que Baudrillard diera en llamar mirada táctil), quizás estemos lejos, incluso, del "hombre de la calle", porque, sin poder separarnos del mundo, ya no formaremos parte de él.

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