Malestar global
Eduardo Gudynas
La profundización de los procesos globales suscita cuestionamientos tanto por los conceptos que defiende como por sus consecuencias prácticas. La polémica se profundiza al sumarse la crítica de economistas tradicionales, como Joseph Stiglitz, quien arremete contra algunos… mientras olvida a otros.
La desconfianza a la llamada globalización avanza en muchos lugares, y en algunos ha desencadenado publicitadas protestas. Y si bien dentro del saco de la globalización se arrojan las más diversas cosas, siempre se hace referencia a determinantes externos, a nivel mundial, que condicionarían fuertemente nuestras vidas. Entre las advertencias que más se han difundido en los últimos tiempos se cuentan las que formula el economista Joseph Stiglitz.
Su historia comienza con una larga y rica vida universitaria, desde donde realizó importantes contribuciones académicas que, en buena medida, desembocaron en su reciente premio Nobel. Como funcionario, en 1993 Stiglitz integró el Consejo de Asesores Económicos de la administración Clinton, y en 1997 comenzó a trabajar en el Banco Mundial, como economista jefe primero, y luego como vicepresidente, hasta el año 2000.
Stiglitz cobró notoriedad en el 2000 con un análisis sobre las medidas propuestas por el FMI en especial frente a la crisis asiática. La nota, titulada "Qué me enseñó la crisis económica mundial", se volvió una de esas raras ocasiones en las que un participante de los círculos más internos del poder económico financiero mundial, lanzaba duras acusaciones contra una institución clave de ese andamiaje, el FMI.
Stiglitz prosiguió por el mismo camino, con otros artículos críticos, hasta que hace unos meses presentó el libro "El malestar en la globalización", que ha alcanzado muy amplia repercusión. Este libro se inserta en el ya amplio debate sobre los procesos globales, en especial sobre su vertiente económica.
Algunos defienden la actual globalización económico-financiera, y conciben que ofrece las mejores posibilidades para lograr el crecimiento económico. Los países latinoamericanos se adentraron en reformas que redujeron las regulaciones estatales, derivando parte de la toma de decisiones al ámbito privado, con masivas privatizaciones y hasta cambios en el lenguaje: se pasó a hablar de "gerenciar" y el papel de "consumidor" desplazó al de "ciudadano". Los patrones productivos se volcaron hacia las exportaciones (aunque muy dependientes de productos primarios) y se abrieron las fronteras para recibir bienes de consumo sofisticados. Ese tipo de inserción global recibió desde sus inicios fuertes críticas, tales como las que advertían el peligro de la des-industrialización.
Stiglitz no cuestiona la esencia de la globalización, y mucho menos su vertiente económica. Pero sí eleva varias advertencias, y en especial denuncia la deriva hacia una globalización perversa que acentúa la dependencia y la pobreza. El economista afirma que "los beneficios de la globalización han resultado en demasiadas ocasiones inferiores a lo que sus defensores reivindican: el precio pagado ha sido superior porque el medio ambiente fue destruido, los procesos políticos se han corrompido y el veloz ritmo de los cambios no dejó a los países tiempo suficiente para la adaptación cultural". A su juicio se ha terminado en un orden donde existe "gobierno global sin Estado global", donde los actores claves son el FMI, el Banco Mundial, la Organización Mundial de Comercio y los ministros de economía y finanzas del reducido grupo de países ricos.
Críticas de este tipo se repitieron durante buena parte de la década de 1990, aunque tuvieron poco eco; la mayor parte de las facultades de Economía y las escuelas de empresa las ignoraban, las organizaciones sociales no congregaban a las mayorías detrás de sus cuestionamientos, y los partidos de izquierda no articulaban críticas elaboradas. Los cuestionamientos que hace Stiligtz en temas como el sistema financiero mundial, la gobernabilidad global o el papel del FMI, repiten viejos argumentos.
Cabría preguntarse entonces cuál es la razón por la cual logró tan enorme repercusión. Varios factores arrojan luz sobre esa cuestión. En primer lugar, la percepción pública sobre la marcha de las naciones y su inserción global se ha vuelto más negativa y, en especial, el caso argentino contribuye a esa desconfianza. A veces exagerando, se le ha achacado a la "globalización" la culpa de todos los males. En segundo lugar, la crítica de Stiglitz no es la de un "outsider" ni un militante social de pelo largo y campera, sino que proviene de un participante activo del pequeño grupo de personas que toman decisiones claves a nivel global; no es un economista renegado, sino que es un liberal tradicional (en el sentido anglosajón).
El acento de Stiglitz está puesto en su muy duro cuestionamiento al FMI. El economista afirma que "medio siglo después de su fundación, es claro que el FMI no ha cumplido con su misión", concibiéndolo como una institución que recibe "tributos", y que aquellos que los pagan no tienen representación en las decisiones. Severamente sostiene que el "sistema internacional de la globalización" está en buena medida controlado por el FMI, y comenta cada uno de sus errores de los últimos años. No cree en "mercados perfectos", y recientemente, en Buenos Aires, sostuvo con ironía que "la mano invisible del mercado es invisible porque no existe".
Muchos de esos cuestionamientos son agudos y desnudan un sistema perverso a partir de un conocimiento de primera mano. Pero el libro también recuerda una batalla entre dos catedráticos rivales; Stiglitz llega a un tono casi personal contra el Fondo y algunos de sus personajes, como Anne Krueger. Por otro lado, si bien denuncia la falta de éxito del FMI en terrenos como la reducción de la pobreza, no aplica ese mismo análisis a las otras instituciones globales que hacen más o menos lo mismo, y son igualmente responsables de muchos desbalances mundiales. Entre ellas se destaca el Banco Mundial, del cual Stiglitz fue durante años un alto jerarca, sobre el cual hace casi siempre la vista gorda, y que medio siglo después de su fundación también enfrenta sobrada evidencia en el incumplimiento de la solución de los problemas del desarrollo y la pobreza.
El economista, incluso, cae en disociaciones notables. Es el caso de su análisis de los préstamos de ajuste estructural, con los que el Banco Mundial también empujaba hacia las reformas de mercado, un hecho que Stiglitz minimiza y que termina achacando a las condicionalidades del FMI. Lo cierto es que buena parte de las reformas en sectores como energía o educación, donde ocurrieron privatizaciones y se buscó un gerenciamiento de mercado, fueron diseñadas por el Banco Mundial.
Stiglitz reconoce en algunas líneas esa responsabilidad; afirma que la "sacralización del libre mercado en los ochenta" fue parte de un nuevo consenso, pero no profundiza en las implicaciones de esa confesión sino que, rápidamente, vuelve a la carga contra el FMI.
Otro tanto sucede cuando Stiglitz sostiene que el Banco Mundial ha aprendido la importancia de la participación, cuando en realidad buena parte de sus negociaciones siguen siendo secretas y no siempre se puede acceder a sus documentos. Un claro ejemplo fue el descubrimiento de la carta confidencial que el entonces ministro uruguayo A. Bensión firmó con ese banco, comprometiendo reformas en los más diversos sectores estatales.
Finalmente, el tono de Stiglitz es autosuficiente: él propuso las mejores soluciones, el FMI le desoyó, y todos vemos las consecuencias. Al mirar este panorama desde los países endeudados del Sur, uno podría caer en cierta desolación, ante tener que optar entre la suficiencia economicista de una Anne Krueger, o la suficiencia reformista de un Stiglitz. En uno y otro caso las soluciones son técnicas, con poca o nula participación ciudadana, y decididas desde mullidos sillones en lujosas oficinas ubicadas al otro lado del ecuador. Que así se defina buena parte de nuestro destino, es justamente otra consecuencia del malestar por la globalización.
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