Nietzsche, precursor del posmodernismo
H. C. F. Mansilla
Después de un largo periodo dominado por el racionalismo y la Ilustración, por el liberalismo y el optimismo evolutivo, brotaron en el siglo XIX diversas escuelas de pesimismo histórico, realismo antihumanista y relativismo axiológico, cuyos representantes más conspicuos fueron Arthur Schopenhauer y Friedrich Nietzsche.
Los méritos y logros asociados al pensamiento de Nietzsche (1844-1900) son sólidos y bien conocidos. Basta mencionar, por ejemplo, su intento de descubrir la voluntad de poder en las más diversas operaciones intelectuales: detrás de los ideales de objetividad de los científicos, y detrás de las aspiraciones de rectitud de la moral universalista, se ocultan a menudo los imperativos de la autoconservación y los designios del poder desnudo.
Después de Nietzsche no podemos retroceder a aquel estadio ingenuo que trata de ignorar los nexos que frecuentemente se dan entre la voluntad de dominar, las construcciones racionalistas y los preceptos éticos.
UN BARNIZ
Nietzsche y sus discípulos han elevado a la condición de única verdad admisible este enfoque, que es ciertamente promisorio si se lo somete a un régimen diferenciado y se lo contrasta con visiones divergentes de la misma problemática.
La arqueología de la moral y la doctrina de la sospecha sistemática que practicó Nietzsche lo condujeron, empero, a percibir sin matices la vigencia omnipotente de los instintos detrás de todo principio ético, a recelar de la conciencia en cuanto disfraz de apetitos, a conjeturar que toda reflexión encubre una concupiscencia irrefrenable y a presumir que lo bello, lo justo y lo bueno, como también el trabajo, las instituciones sociales y políticas, y hasta las edificaciones de la historia, configurarían un barniz de hipocresía y falsas apariencias del cual se dotan todas las sociedades.
El despliegue sistemático de esta teoría de la desilusión y el desencanto "con su aspecto de un estoicismo aristocrático: el verdadero sabio toma a su cargo el lastre y la pesadumbre que significa la veracidad", termina ineludiblemente en la sentencia de que la realidad es solo el mundo de los apetitos y las pasiones y que el pensamiento es únicamente la relación de los instintos entre sí. (1)
Pensar, actuar y hasta sentir configuran para Nietzsche manifestaciones de una racionalidad instrumental concebida del modo más unilateral: las que él llama las virtudes socráticas, los fundamentos de la moral, las destrezas humanas más diversas y toda forma racional de análisis, especulación y síntesis, constituirían exclusivamente formas y manifestaciones del instinto de autopreservación, meros refinamientos del ímpetu animal consagrado a buscar alimento y protección frente al peligro incesante que es la vida. (2)
El intelecto sería, por consiguiente, una mera reproducción de un impulso vital que estaría allende el bien y el mal; la ética y la política representarían ardides justificatorios de esa propensión vital y de la voluntad de poder que se deriva de ella. La pura inmediatez adquiere así una dignidad ontológica superior a la conciencia; la polémica de Nietzsche contra la conciencia (en cuanto un estado personal enfermizo e imperfecto (3) y, en el fondo, contra la individualidad como tal (4) "solo puede brotar de una conciencia altamente reflexiva que se observa y critica a sí misma con la lucidez del más refinado raciocinio." (5)
La ideología de la desconfianza liminar concluye sintomáticamente en una certeza inconmovible: el impulso vital, los instintos animales y la voluntad de poder conformarían la base y el telos de toda la actividad universal, incluyendo la humana, y tendrían una fuerza normativa omnímoda, ante la cual toda resistencia y toda reflexión serían inútiles.
UNA VERDAD DIONISIACA
Esta deliberada simpleza es la típica de gente ingenua y dedicada a los libros que quiere dar la impresión de ser dura y perspicaz, mundana y cínica, gente que, en el fondo, está poseída por un anhelo avasallador de encontrar una certidumbre a la cual aferrarse y desde la cual explicar la inmensa diversidad del mundo. La "energía destructiva", "la irritante alegría" y "el trabajo en profundidad", (6) con los que Nietzsche intentó la eliminación de la metafísica, lo llevan a una intuición obscura y nada original: a postular la presunta decadencia de todo el pensamiento occidental y a vislumbrar en su lugar, mediante relámpagos ocasionales, una "verdad dionisíaca", un desciframiento del universo, lo que no implica, empero, un conocimiento más o menos objetivo o veraz del mismo, que era, en el fondo, el anhelo nietzscheano.
Una incongruencia similar se puede detectar en sus escritos de madurez. En la esfera de la cultura y el pensamiento todo resulta ser relativo y aleatorio, todo se reduce a estrategias instrumentales e ideologías justificatorias, pero, al mismo tiempo, el tenor general de la obra de Nietzsche es autoritario, categórico y altamente repetitivo al enunciar "verdades profundas": las propias.
Es notable que en un mundo sin sentido ni razón substancial, y sin sujeto con capacidad de autoconciencia crítica, Nietzsche apele incansablemente a la luz, a la claridad, a la sabiduría, al raciocinio y al esfuerzo esclarecedor. Además: la crítica de la razón por parte de Nietzsche se coloca por encima del horizonte del racionalismo, apelando, en el fondo, a criterios estéticos de proveniencia arcaica que estarían allende el bien y el mal. Pero estos criterios, "lo Otro de la razón", no disponen de ninguna legitimidad que pueda ser investigada o menos aun cuestionada; no se basan en una concatenación argumentativa o en principios éticos reconocibles, sino en la circularidad autorreferencial. La actitud concomitante, que no era extraña a Nietzsche, es la de atribuirse una especie de autocreación y auto-invención, que desemboca en una auto-exaltación bastante ingenua; como afirma Rüdiger Safranski, refiriéndose explícitamente a Nietzsche, este egocentrismo agudo no está exonerado de un cierto dogmatismo y puede terminar en tendencias autodestructivas. (7)
VICTIMAS CULPABLES
En la esfera sociopolítica Nietzsche fue, sin duda alguna, partidario de concepciones irracionales, elitistas, antidemocráticas e iliberales, las que carecían, empero, de una dirección y una meta claras o, por lo menos, discernibles.(8) Para él la democracia liberal-burguesa, en cuanto forma de la decadencia estatal, no poseería ninguna substancia.(9). Democracia y socialismo conformarían sistemas despóticos, que transformarían al hombre en un mero animal gregario.(10)
Nietzsche percibió claramente que la sociedad moderna ("la época de la mezquindad") propende a una nivelación de todos sus miembros, incluidas las élites; los grandes dirigentes políticos no dejarían de ser individuos mediocres.(11) Pero esta visión crítica, tanto del socialismo como de la democracia de masas, no lo indujeron a imaginar un sistema de valores o un marco institucional en cuyo seno se podrían refrenar los excesos de la democracia, mediante normativas y mecanismos aristocráticos y meritocráticos, como había sido el caso en las teorías de Aristóteles, Polibio y Cicerón, en la antigüedad clásica. Las víctimas y no los victimarios serían los responsables por las miserias del mundo.
En la Genealogía de la moral, una de su obras más utilizadas por el fundamentalismo posmodernista, se lee esta confesión de fe del nihilismo y cinismo: "Nada es verdad, todo está permitido." (12) Esta sentencia tiene la debilidad de todo pensamiento relativista extremo: si nada es verdad, entonces esta misma frase no puede ser tomada en serio, dado que es una simple falacia. En cuanto declaración doctrinaria denota, empero, otros dilemas. Según Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, esta concepción no es de ninguna manera una superación de los principios de la Ilustración y del racionalismo -como lo creyera firmemente Nietzsche-, sino su exageración y su exaltación. Nietzsche continúa una propensión del racionalismo, al promover la voluntad y la autonomía individuales a la calidad de principio divino.
Otro designio de la Ilustración, la absoluta independencia del hombre con respecto a factores externos, llega a su apoteosis en la obra de Nietzsche, mezclada con la "ley" de los privilegios de los fuertes sobre los débiles. Nietzsche habría tratado de fundamentar una humanidad sin Dios, es decir sin frenos éticos ni limitaciones de ningún tipo, proyecto que no sería extraño a los sueños más virulentos de un racionalismo desbocado del siglo XVIII (contenido, por ejemplo, en los seductores escritos del marqués de Sade), cuyas ramificaciones llegan hasta el fascismo totalitario del siglo XX y a los propósitos de autodestrucción del género humano basados en una tecnología descontrolada.(13)
Las inclinaciones contemporáneas de percibir en los últimos ecosistemas naturales meros recursos instrumentalmente aprovechables, aunque esto implique su aniquilamiento, se inscriben en esta lógica luciferiana, que no reconoce ninguna restricción para su accionar y que no logra reconocer ningún elemento en la totalidad del cosmos que, por ser sagrado, pueda escapar a su voluntad de dominar y explotar.
El relativismo ético de Nietzsche y los posmodernistas se basa en la noción altamente especulativa de que el sentimiento de culpabilidad sea solo la vulneración del narcisismo humano, una hipotética consecuencia de su violenta separación del pasado animal.(14)
LA LOCURA LIBERA
En este caso se trata probablemente de una construcción intelectual, a la que es proclive la gente supercivilizada y muy alejada de la naturaleza y de los animales. El teorema en torno al nacimiento del cristianismo a causa del resentimiento(15) de los débiles frente a los fuertes y talentosos es una concepción estrechamente ligada a la anterior, e igualmente unilateral y exagerada, que descuida premeditadamente el hecho de que la moral cristiana representa también una voluntad que niega el poder grosero, en una instancia que no es de naturaleza originaria, como sí lo son la razón y la conciencia. (16)
A menudo estos ejercicios teóricos provienen de personas sensibles a quienes no les ha ido muy bien en la vida, viven en las esferas de la cultura, el intelecto y el arte, y no quieren pasar como ingenuos; al contrario, quieren ser considerados como realistas implacables. Hay ciertamente un conflicto entre la valentía ejemplar de Nietzsche en el campo del pensamiento puro y una angustia profunda, de una naturaleza delicada, casi infantil. Trató, sin duda, de hallar una identidad sólida, pero la búsqueda de este encuentro consigo mismo también le producía miedo. La locura fue como una liberación para él. (17)
En el marco del culto de Nietzsche -y de las perversas modas del día- se llega ahora a postular que su enfermedad debe ser vista como una posibilidad de liberación: el sufrimiento iluminaría el alcance de la ruptura que se vive cotidiana y permanentemente y daría la medida de la irreversibilidad de la fractura con ese mundo profano, y de la vivencia de lo irreparable como resultado inexorable y anhelado: "El cansancio en el cuerpo habla del cansacio en la cultura". Aquí se argumenta como si la salud o la cordura impidieran una mirada y un raciocinio correctos y profundos.
A la apología de la enfermedad sigue indefectiblemente la celebración de la locura: "El delirio no es distorsión, mentira ni error. Es el pensar mismo que se expande más allá de las fronteras de la razón." (18) Todo esto tiene el sabor de las ideologías clásicas justificatorias, que tratan de hacer pasar una desventaja propia como una genuina ventaja a largo plazo, o en una esfera presuntamente superior.
LA MUERTE DE DIOS
Finalmente hay que mencionar de modo somero la metáfora nietzscheana de la muerte de Dios, que ha cobrado renovada actualidad. La expresión significaría ahora, por ejemplo, que el racionalismo instrumentalista habría matado el sentimiento religioso en el corazón de los hombres, dejando al universo sin sentido, aunque los hombres se siguen comportando como si el mundo, la historia y la vida social continuaran poseyendo un sentido, pese a que Dios nos haya abandonado completamente. O, por otro lado, la muerte de Dios anunciaría que ha desaparecido toda posibilidad de establecer bases para juicios morales, para diferenciar lo bueno de lo malo y que, por tanto, la civilización del presente estaría condenada tarde o temprano a la aniquilación.
Nietzsche habría hallado intolerable ese mundo sin sentido, y su vida y su obra serían un esfuerzo para encontrar sentido en una existencia estrictamente humana: el Hombre, según Albert Camus, debería ahora ocupar el puesto dejado por Dios, buscando y encontrando en su propio esfuerzo vital -pese a fracasos también repetidos-, una nueva ética, similar y noble como la de Sísifo. (19).
Es una concepción que resta relevancia a los objetivos de un proyecto y que más bien atribuye una enorme significación a los estados transitorios de ánimo y a las actuaciones del instante. Cada momento tiene valor por sí mismo y ninguno es más importante que otro... lo que también puede ser interpretado como el autoconsuelo de existencias mediocres y obscuras.
La metáfora de la defunción de Dios querría señalar también "la muerte de la metafísica, entendida como perspectiva que establece la distinción categórica entre conocimiento verdadero y falso, entre lo esencial y lo aparente, entre el sujeto y el mundo, y entre pensamiento y fenómeno; la muerte del principio que garantiza la certeza y la posibilidad de la unidad interna en el sujeto, llámese ese principio Razón o conciencia"; [...] "la muerte de las cosmovisiones estables, de la temporalidad ordenada, de todo centro en torno al cual sea posible articular nuestras ideas; en fin, la muerte de la certeza y autoconfianza del yo".(20)
Esta visión tiene una índole ciertamente popular, porque contiene una función aparentememte liberadora que, en el fondo, nos exime de pensar mucho y de realizar esfuerzos intelectuales desagradables. "La muerte de Dios libera y dispersa. Coloca al sujeto entre ambivalencias cruzadas. Le provee de autonomía, pero le sustrae fundamento y continuidad".(21). Esta convicción es cómoda, porque parece prohibir el hacerse preguntas elementales como la distinción entre lo esencial y lo aparente, entre lo verdadero y lo falso; es ciertamente laudatorio mostrar las dificultades inherentes a estas cuestiones y evitar las respuestas ingenuas, pero también tiene algo de agradable y distentido evitar gradaciones y diferenciaciones entre lo importante y lo secundario, entre el yo y el mundo, precisamente cuando las relaciones entre estos elementos se vuelven insoportablemente complejas.
REFERENCIAS
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