Noulet ¿olvidado?

El fondo deforme

Andrés Crelier y Leandro Paolicci

A esos grandes olvidados por la crítica: Jean–Luc Godard, Pier Paolo Passolini

Nunca faltan motivos para volver a hablar de Jean Claude Noulet, tenido como miembro olvidado de la Nouvelle Vague que ejerció una notable influencia en el movimiento, aunque por pocos reconocida, quizá porque de él se repite a menudo que su importancia estuvo dada no tanto por el propio legado sino por el legado de aquellos a quienes influenció. Como parafraseara un crítico versado en Rimbaud, su legado son los otros.

Es pertinente por lo tanto, una revisión de su obra y de su vida, aunque no sea de manera sistemática o cronológica sino resaltando las instancias relevantes que puedan dar una idea de su importancia soslayada. Para empezar con esa tarea, hay que recordar que la escasa fortuna de la que gozó en vida se debió, al menos en parte, a que fue el perdedor de una interna estética dentro del movimiento. Frente a los que propugnaban el corte irracional como medio de extrañamiento, Noulet buscaba lograr los mismos efectos mediante lo deforme. Ambos bandos (por aquel entonces Noulet encabezaba todo un subgrupo) concordaban en cuestionar severamente los mandatos del guión argumental. Pero mientras que los propulsores del corte desecharon por lo general otros modos de experimentación, los que "confeccionaban" visiones deformes de la realidad aceptaban caminos experimentales alternativos. Es así que Noulet practicó tanto corte como confección.

Hay que reconocer que Jean Claude no fue un niño prodigio, así como tampoco un joven brillante ni un adulto sobresaliente, y a pesar de no llegar a ser un anciano sabio –lo cual no fue posible, entre otras cosas, porque murió relativamente joven- dejó una obra rica (en resonancias y sugerencias). Hijo de la relación casual entre un carpintero pobre y una empleada doméstica, bien pronto demostró un vivo interés por las imágenes, como todos los niños, pero no fue sino a los veintitrés o veinticuatro años –en esto no hay acuerdo entre los biógrafos- que fue por primera vez al cine. Allí vio cómo las tres dimensiones de la realidad se transformaban en dos y volvían a verse como tres dimensiones. Como él mismo recuerda en su autobiografía, la tela de la pantalla de aquel cine de barrio pobre de París no se alisaba nunca por completo. Esa primera visión del cine lo influenció para siempre, constituyendo el paradigma perdido de todos sus experimentos posteriores.

Precisamente su aporte principal al cine se dio en el campo de la experimentación visual. Sus novedosas experiencias estuvieron signadas por la pasión que en él siempre despertaron, siempre tomando como modelo aquel domingo lluvioso de su juventud, las lentes deformantes. Esto lo llevó a experimentar con vidrios rotos, papeles de celofán y finalmente con fondos de botellas. Es con esto último que Jean alcanzó lo que se podría llamar su "madurez experimental", frase que resume su actitud de enfant terrible que anhelaba una cierta madurez, aunque fuera experimental.

El joven Derrida fue uno de los pocos intelectuales que ya en esos días captó la genialidad de Noulet. En uno de sus primeros artículos, La (de)materialización deformante, hace referencia a las imágenes distorsionadas características de sus filmes, poniendo en evidencia la estrecha relación entre estas imágenes y el falo-logo-centrismo Occidental. En el texto se puede leer que "la (de) formidad de las imágenes es otra de las caras de la huida (de) materializante del signo fílmico". Estas palabras aclaran suficientemente la estética de estas imágenes, que de otro modo se nos aparecerían como manchas sin ningún sentido. Gilles Deleuze, por su parte, en un artículo bastante anterior a sus célebres libros sobre cine, habla de la "imagen – fondo", en referencia a los fondos de botella que, como mencionábamos, distorsionaban la visión de la cámara. La "imagen – fondo", sostiene Deleuze con acierto y énfasis, "por lo general precede al guión y lo determina, pero también puede aparecer después". También se dice que Jean Ollier se inspiró en Noulet para su ya célebre texto sobre estética cinematográfica Lo deforme y lo forme.

A pesar de la íntima relación estética que lo uniría con esa corriente, su contacto con la Nouvelle Vague fue un producto del más puro azar –que esta vez jugó a su favor. Sucedió cuando nuestro soslayado autor se encontraba buscando por la zona del exclusivo barrio parisino de Saint Lazaire extravagantes formas de botella para engrosar su colección y dar así a su cine nuevos rangos de experimentación. La fortuna quiso que se detuviera en la basura que se encontraba en la puerta del posteriormente celebrado Demy, quien por esa época preparaba el guión de su aclamada Lola y para ello había recurrido a la ingesta de los más exóticos líquidos. Cuenta la leyenda –y la Nouvelle Vague abunda en ellas- que Demy llegó hasta a ingerir un abrasivo limpiador de inodoros que le produjo una terrible descompensación, dejándolo al borde de la muerte y postergando en meses la redacción del guión.

Pero volviendo a Noulet, algunos de sus detractores sostienen que el descubrimiento del medio para la canalización de su impulso artístico –que para algunos psicólogos lacanianos no fue más que la sublimación de su impulso tanático y el amor frustrado por una maestra de provincia- se debería en realidad a una incurable inclinación alcohólica, que si bien le produjo innumerables inconvenientes –entre los que los rumores malignos incluyen su trágico final- determinó indefectiblemente, a pesar de los detractores, la "plasticidad" de su arte y la de todo el siglo XX. (Algunos especialistas creen que recién entrado el XXI comenzará a refluir esta tendencia)

Cuando se le pidió a Truffaut que dijera unas palabras sobre nuestro autor para la confección de una incipiente biografía, el director manifestó no recordarlo en absoluto. Sin embargo, este "olvido" –producto evidentemente de la feroz interna teórica por las bases del movimiento artístico- puede subsanarse en alguna medida observando detalladamente la producción del autor de El hombre que amaba a todas las mujeres, Los 400 golpes, etc. En dichas obras pueden verse claramente algunos rastros de las huellas de las innovaciones estilísticas de Noulet, a las que el "olvidadizo" de Truffaut nunca hiciera justicia, ni siquiera en sus "Memorias de un director". Resulta evidente para cualquier espectador que todas las escenas de entusiasmados bebedores –escenas que a fuerza de repetición (y aún una mayor cantidad de ensayos) Jean Claude había logrado perfeccionar como ninguno- llevan inevitablemente cuño nouletiano, pero sobre todo aquellas en las que los desperfectos técnicos son elevados a rango estilístico.

En este sentido nuestro autor tiene el récord, aún no superado, de un plano secuencia de la friolera de 80 minutos sin siquiera pegar un encuadre. Esto fue llamado por la más lúcida crítica del momento –autorizados representantes del lacano-heideggerianismo- como "el pre-ser-se del significante en la representación artística". En otros estériles críticos (si es que estas dos palabras no son sinónimos) produjo un sentimiento vomitivo que los llevo a retirarse de la sala.

No podemos demorarnos más en recordar la obra cumbre de Noulet, Sept anns, estrenada en español con el título de Los bebedores de cerveza. Nada ilustra mejor el concepto que Jean Claude tenía del arte como la escena central, repetida cincuenta y cuatro veces a lo largo y a lo ancho del filme, que muestra a un grupo de hombres en un bar de baja categoría. La cámara se dirige alternativamente a uno y otro de los bebedores, y en el momento en que levantan el vaso y se los ve mirando hacia el contenido del mismo, un fundido encadenado –para algunos demasiado largo- hace lugar a una imagen deformada. La genialidad de la escena tiene que ver con su carácter metafórico, ya que lo deforme de la imagen alude tanto a sus cualidades objetivas –lo que se ve o debería ver través de los vasos- como a las subjetivas, lo que ven los bebedores a causa de su borrachera. Poco a poco, como nota el espectador, la imagen subjetiva suplanta a la objetiva. O, como dice Derrida, "la fabricación de la distorsión deja su lugar a la imbricación ebria".

Luego de numerosos experimentos para los que el mismo Jean preparaba los fondos de botella del modo más conveniente, es decir los pulía o distorsionaba según el efecto buscado, el genial director se dio cuenta de que el mundo del cine no advertiría jamás su presencia y resignado se dedicó por un tiempo a la fabricación de envases de vidrio. Por aquel entonces la industria de la gaseosa experimentaba un auge y el plástico todavía no había siquiera intentado desbancar al vidrio. En la compañía para la que trabajaba Noulet inventó numerosas variantes de fantasía para los fondos de botella, que hoy han pasado a ser parte de nuestra vida cotidiana: hasta por vías insospechadas su genio se empotró en la cultura occidental.

En esas condiciones ideales, entonces, lejos de marchitarse, el talento de Jean floreció entre un cincuenta y un cincuenta y cinco por ciento. Pudo probar diversos modos de trabajar el cristalino material burlando la vigilancia de los jefes de sección. Se sentía, según sus propias palabras, "como un niño jugando con un mecano". Desarrolló entre soplidos de vidrio –siempre, lo recordamos, a espaldas del celoso e ignorante vigilante de sección- lo que necesitaba para su nuevo film, que se proyectaba como su verdadera obra maestra, superior en audacia a cualquiera de sus películas anteriores y tan revolucionara que esta vez no podría pasar desapercibida.

Entonces ocurre el accidente en el que, como presagio funesto, muere una docena de obreros sepultados bajo una montaña de vidrios rotos. Jean Claude siente una pena infinita, su ser moral se despierta en la forma de una compasión desmedida por aquellos vidrios que él sentía de su misma especie. Y poco tiempo después el vigilante sorprende a Jean sopleteando excesivamente un envase al que había dado una forma novedosa, y el destino –que odia al genio- se manifiesta incrustándolo en la máquina que manejaba, de modo que su rostro queda fragmentado en distintas e innumerables piezas de vidrio, estrellitas de un talento que se alejaba para siempre. No faltó el fanático sacrílego que propuso filmar una película a través de las reliquias.

Quizás la falta de reconocimiento explícito, el hecho de que una obra que prometía ser aún mayor haya sido trágicamente truncada, los intereses creados dentro de la rama oficial de la Nouvelle Vague o el azar (o Dios) que tanto le jugara en contra, o quizás todas esas fuerzas combinadas –ya que ninguno de esos factores hubiera podido apagar tanto brillo por sí solo- impidieron que el siglo fuera expresamente nouletiano.

En efecto, nadie podrá negar el hecho de que en cada película –desde 1955 hasta aquí- e incluso en cada botella de vidrio –desde 1962 hasta 1995 en que se impone el plástico- está la huella, tan indeleble como una escritura en el vidrio, del genial realizador.


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