Serie: Tributos

El legado de John Rawls

Pablo da Silveira

La prueba más dura que debe enfrentar un intelectual es el simple paso del tiempo. Es relativamente sencillo colocarse en el centro de la atención durante algunos años, pero es muy difícil ser reconocido durante generaciones. Y lo peor es que los pronósticos raramente se cumplen. Sartre y Althusser parecían llamados a dejar una huella indeleble; hoy pocos los recuerdan. En sentido inverso, cuando en 1908 Gottlob Frege cumplió 60 años, la Universidad de Jena se negó a concederle una distinción rutinaria porque su actividad carecía de interés académico; hoy Frege es reconocido como uno de los lógicos más importantes de la historia.

La muerte de John Rawls nos obliga a hacernos preguntas acerca de la perdurabilidad de su obra. Todos sabemos que, en el momento de dejar este mundo, era uno de los filósofos más reconocidos del planeta. Sus libros vendían centenares de miles de ejemplares (una proeza, dada la aridez de sus textos) y eran traducidos a una gran cantidad de lenguas (actualmente se prepara la traducción al árabe de A Theory of Justice). Casi cualquier discusión actual sobre ética o filosofía política que tenga alguna aspiración de seriedad incluye normalmente alguna referencia a sus ideas. Pero también Sartre vendía muchos ejemplares y era abundantemente traducido, además de haber obtenido (y rechazado) el Nobel de literatura. El éxito en vida no es una garantía de perdurabilidad. La pregunta, por lo tanto, sigue siendo legítima: ¿resistirá Rawls la prueba del tiempo?

 

Los treinta años de A Theory of Justice

Un primer componente de la respuesta consiste en advertir que eso ya está ocurriendo. A Theory of Justice fue publicado en 1971, es decir, hace más de treinta años. Desde entonces hasta ahora, su influencia y el número de personas que lo han leído no ha dejado de crecer. Esto no deja de ser llamativo porque, en el momento en que apareció, Theory era un libro inoportuno.

Recordemos una vez más la situación. Durante el tiempo en el que Rawls maduraba su obra, el mundo estaba siendo convulsionado por una larga serie de revoluciones políticas y culturales. Cuba había consolidado su revolución, se había comprometido con el marxismo-leninismo y ejercía una enorme atracción sobre muchas personas cultivadas y progresistas. En Vietnam se había iniciado la escalada que conduciría a la mayor derrota militar sufrida por los Estados Unidos. En América Latina y en el Africa post-colonial, los movimientos guerrilleros alimentaban la vertiente heroica de la política. En los países ricos, las protestas estudiantiles se multiplicaban (París y Berkeley son los lugares míticos) e incorporaban el componente generacional a los conflictos sociales. A esto se sumaba una revolución cultural que estaba cambiando la música, las maneras de vestirse, las prácticas sexuales y los hábitos de consumo.

Este clima político y cultural se complementaba con un estado de ánimo muy definido a nivel de las ideas. El final de los años sesenta y el comienzo de los setenta fue un período de hondo descrédito de la democracia liberal y de la perspectiva ciudadana. En casi todo el mundo occidental, el "sentido común" de la intelectualidad era una combinación de marxismo y de estructuralismo que conducía a pronósticos sombríos sobre el futuro de la política.

El marxismo proporcionaba los recursos para la crítica de la "democracia formal", a la que se veía como un teatro de sombras que ocultaba los fenómenos de la explotación y de la alienación. Las libertades formales no tenían mayor valor, porque lo que contaba era llegar a la igualdad sustancial. El Estado no era visto como un referente común para toda la sociedad, sino como un instrumento al servicio de las clases dominantes que, según las versiones, debía ser destruido o tomado por asalto.

El estructuralismo se sumaba a la teoría marxista de la ideología para descalificar el punto de vista del ciudadano. Según esta corriente de ideas, el comportamiento de los individuos sigue pautas impuestas por los sistemas de relaciones a los que pertenecen. Para comprender la realidad no hay que ponerse en el lugar del actor sino justamente en el sitio al que este no puede llegar, es decir, en el nivel de los condicionamientos sistémicos. La racionalidad que importa es la racionalidad impuesta por el sistema. La racionalidad del actor no puede más que justificar las imposiciones que le vienen del exterior.

En este entorno cargado de desconfianza y utopía, Rawls tuvo la personalidad suficiente para lanzar una tesis a contracorriente: las instituciones de la democracia liberal son una construcción moralmente admirable. Lo que tenemos que hacer no es destruirlas, sino volver a su impulso original. La función de estas instituciones no es asegurar el orden establecido ni legitimar desigualdades, sino hacer posible una convivencia social justa en el respeto de la diversidad.

Esta tesis nos resulta hoy familiar, pero en 1971 era una posición muy difícil de defender. Lo que Rawls se proponía hacer era una defensa no conservadora de la democracia liberal: por un lado escapaba a la tentación de lograr un fácil acuerdo con la izquierda radical, pero al mismo tiempo se mantenía muy alejado de quienes pretendían convertir la institucionalidad democrática en un dispositivo de protección del statu quo. Rawls no vacilaba en afirmar que en todas las sociedades democráticas existen más desigualdades que las que podrían ser toleradas, pero hace esta afirmación sin sumarse al ataque a la "democracia formal" y sus garantías. Su solución consiste en decir que a la justicia se llega por el camino del liberalismo y no por el camino de su negación.

Hoy nos cuesta percibir el componente de ruptura que había en esta afirmación, porque el clima político y cultural en el que vivimos se parece muy poco al de hace treinta años. Pero esta misma dificultad para percibir lo que había de chocante en el libro de Rawls es una prueba de lo bien que ha envejecido. A Theory of Justice se parece poco a la mayor parte de los libros que se publicaban sobre la misma temática en torno a 1971. Cuando hoy volvemos a esos libros, casi siempre experimentamos una clara sensación de distancia. El enfoque y hasta el vocabulario que emplean sus autores nos remiten a una atmósfera que se nos ha vuelto ajena. En cambio, Theory no plantea dificultades de este tipo. Sin duda es un libro difícil de leer, pero eso se debe a su dificultad intrínseca y no al hecho de estar asociado a un clima político y cultural específicos. Desde este punto de vista, Theory podría haber sido escrito no hace treinta, sino hace diez años.

¿Qué pasará en el futuro?

Samuel Goldwyn (creo) decía que es muy difícil hacer pronósticos, especialmente acerca del futuro. Aun así, es un buen ejercicio preguntarse que podrá quedar del pensamiento de Rawls, digamos, dentro de cincuenta años.

Mi convicción es que quien va a seguir vivo dentro de medio siglo es el "primer" Rawls, es decir, el que escribió A Theory of Justice. En cambio, al Rawls más reciente (el que gruesamente se identifica con su libro Political Liberalism) le espera un futuro menos amable. Esta es una manera de ver las cosas que puede causar sorpresa, porque las ideas defendidas en Theory han sido sumamente criticadas. De hecho, el propio Rawls fue tan sensible a esas críticas que decidió introducir modificaciones importantes. Así las cosas, podría parecer que el Rawls más reciente fuera una versión corregida y mejorada del Rawls de hace treinta años. Eso es lo que él mismo parecía pensar y lo que piensan muchos comentaristas. Otros, en cambio, pensamos que las modificaciones introducidas no le hicieron ningún favor al producto.

Una primera razón que me lleva a pensar de esta manera es que las críticas que se le hicieron a Theory perderán parte de su fuerza con el correr del tiempo. Esas críticas atacan lo que se considera un exceso de universalismo y de trascendentalismo en la primera versión de la teoría rawlsiana. Rawls pretendió establecer principios y criterios de justicia que no dependieran mayormente de los contextos en los que pudieran ser aplicados. Su pretensión era responder a la pregunta: ¿Qué es una sociedad justa?, con independencia de las particularidades históricas y culturales de cada sociedad específica.

Esta pretensión fue duramente atacada por quienes enfatizan la importancia de los particularismos históricos y culturales. De acuerdo con este punto de vista, no hay una única respuesta a la pregunta formulada por Rawls, sino muchas respuestas diferentes: un Wasp residente en Nueva Inglaterra no debe aspirar a explicarle lo que es justo a un musulmán residente en Medio Oriente o a un miembro de una comunidad tribal del Africa negra.

No hay duda de que la crítica a las pretensiones universalistas tiene un componente saludable: el universalismo tiene la mala costumbre de derivar hacia el etnocentrismo. Pero también es cierto que, cuando esa crítica se radicaliza, termina destruyendo su propio núcleo de verdad. Un énfasis excesivo en la importancia de los particularismos empieza eliminando toda distinción entre lo fáctico y lo normativo, y termina entronizando la protección a la integridad cultural como criterio esencial de la evaluación normativa, sin aportar argumentos sólidos al respecto. La filosofía política nació hace dos milenios y medio, cuando algunos griegos llegaron a la conclusión de que no alcanzaba con ser un buen ateniense en Atenas y un buen espartano en Esparta. Además hacía falta construir criterios normativos que les permitieran decidir si era preferible vivir bajo uno u otro régimen. Esta sigue siendo una pregunta decisiva, tanto en términos conceptuales como políticos (por ejemplo, es necesaria para decidir cuándo se pueden justificar las intervenciones internacionales de carácter humanitario). Sin embargo, es una pregunta frecuentemente olvidada por los defensores a ultranza de los particularismos.

Mi sospecha es que, en un futuro no demasiado lejano, la actual popularidad de los enfoques culturalistas va a dejar lugar a una actitud mucho más crítica. Y en la medida en que esto ocurra, muchas de las críticas que se han dirigido contra el Rawls de A Theory of Justice van a perder su atractivo.

Mi primera razón para pensar que el Rawls que va a sobrevivir es el de Theory es, entonces, una razón que tiene que ver con las debilidades de sus críticos. Mi segunda razón tiene que ver con las debilidades del propio Rawls: la formulación de 1971 alcanzó unos niveles de solidez y de rigor filosóficos que ya no se encuentran en sus formulaciones posteriores.

Esto es algo que se percibe a nivel del propio estilo de escritura. A Theory of Justice es una verdadera proeza de elegancia y de economía argumentativa. Se trata de un libro de ideas nítidas, presentadas mediante una arquitectura conceptual admirable. Political Liberalism, en cambio, es poco más que una colección de artículos que defienden en conjunto una posición tal vez demasiado cargada de matices y cualificaciones. Al comparar un libro con otro se tiene la misma sensación de pérdida de elegancia que se percibe, por ejemplo, cuando se pasa del Tractatus a las Investigaciones Filosóficas de Ludwig Wittgenstein.

Pero esta es una forma de evaluación casi estética a la que no debería prestarse demasiada atención. Una teoría puede ser muy elegante al precio de ser excesivamente simplificadora. Por el contrario, una teoría menos límpida puede ser más rica y poderosa, en el sentido de hacerse más debidamente cargo de las complejidades de la materia considerada. Si este fuera el caso de Political Liberalism, no habría demasiado de qué preocuparse.

El punto es que existe un inconveniente mucho más grave. El último Rawls parece haber quedado a medio camino entre su universalismo y trascendentalismo originales, y un contextualismo al que de ningún modo quiere llegar. Ya no es el autor kantiano de 1971, pero tampoco es un contextualista como lo son muchos de sus críticos. Y no es para nada seguro que esta sea una posición defendible en términos teóricos. Dicho brevemente, su riesgo es el de quedar a medio camino entre Immanuel Kant y Richard Rorty.

La apuesta del "último" Rawls consiste en dirigirse a los ciudadanos de las democracias liberales con argumentos que tengan fuerza normativa para ellos y solamente para ellos. Esto implica una renuncia a justificar la democracia liberal como un régimen político globalmente preferible a otras opciones. Rawls se dirige ahora a quienes ya han admitido esta idea o, al menos, a quienes defienden tradiciones institucionales perfectamente compatibles con ella. Y no parece exagerado afirmar que esta es una actitud poco filosófica.

Esta insuficiencia conceptual puede ser señalada hoy como pudo haberlo sido hace miles de años. Pero a ella se suma una segunda carencia más directamente ligada al contexto específico de este cambio de siglo: la nueva teoría rawlsiana se vuelve especialmente insuficiente para unas sociedades que se enfrentan a una creciente globalización de los intercambios (culturales, comerciales), a un aumento constante de los flujos de información y a una creciente vulnerabilidad mutua. Ahora más que nunca necesitamos principios normativos que nos permitan evaluar y justificar decisiones que tendrán efectos sobre contextos culturales diversos. Esta es una pretensión a la que podía aspirar la primera versión de la teoría rawlsiana (cualesquiera fueran sus dificultades y defectos), pero que parece estar fuera del alcance de la última.

¿Quiere esto decir que los desarrollos del Rawls más reciente atentarán en el futuro contra la perdurabilidad del propio Rawls? Este es el punto de vista de Brian Barry, quien lo formula de una manera brutal: "Creo que, a medida que pase el tiempo, A Theory of Justice se destacará con creciente claridad como, de lejos, la más importante contribución a la filosofía política producida en este siglo. Sólo una cosa amenaza con oscurecer este logro: la publicación de Political Liberalism" .

No hay necesidad, sin embargo, de compartir un juicio tan violento. Cualesquiera sean las debilidades de sus desarrollos más tardíos, sigue siendo cierto que Rawls trabaja en el único espacio teórico en el que probablemente se puedan encontrar respuestas interesantes a los problemas planteados por la coexistencia social contemporánea: aquel que queda delimitado por el rechazo a toda forma extrema de trascendentalismo o de objetivismo, y el rechazo igualmente firme de toda forma de relativismo moral. Más aun, muchas de las ideas que avanza son exactamente el tipo de útil conceptual que necesitamos para ocuparnos seriamente de estas cuestiones. En consecuencia, el desafío que tenemos planteado quienes asignamos un gran valor a su esfuerzo filosófico consiste en ir más allá del punto al que él llegó, sirviéndonos justamente de todo lo que nos enseñó.

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