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Shakespeare y la música de su tiempo

En el siglo XX tuvo lugar un renacimiento del interés por la música isabelina. Ese interés se manifestó entre otras cosas, en una genuina ampliación del marco musical inglés para incluir la música del siglo XVI, tal como se advierte en algunas composiciones evocadoras de Vaughan Williams y en otros músicos contemporáneos.

La época de Isabel Tudor y de los primeros Estuardos fue, sin duda, una de las más fecundas o, sencillamente, la más fecunda de la música inglesa. En realidad esto se debió en gran parte a la Reforma, que, al igual que otros movimientos, comenzó con dudas e incertidumbre, mas al final terminó dando indirectamente un gran estímulo a la música. Sus primeras consecuencias fueron la de terminar con los coros y el canto monástico romano, y la de arrojar al mundo,a un número grande de músicos así como a impresores y a otros artesanos anteriormente empleados en las iglesias. Se estimuló la música profana, del mismo modo que en otro plano se pasó con renovado vigor de construir iglesias a construir casas y mansiones.

OBRA DE LA REFORMA

Desde el punto de vista musical, la época hizo que cambiaran las elaboradas e interminables complejidades de la misa: en la propia Roma tridentina hubo de reformarse también la música de la Iglesia. En Inglaterra surgió el ansia de hallar formas de poner letra en inglés a la música de los servicios religiosos, para que fueran más variados y ágiles que los formales en latín. La polifonía de la Iglesia se había tornado, con el tiempo, sumamente compleja y esotérica, como la Iglesia misma. La Reforma trajo aparejada una simplificación; la sencillez ejerció un impulso vigorizante y surgió un nuevo entorno de usos y vocablos ingleses, que se veía más adecuado para los nuevos ritmos. Con todo esto llegaron también las influencias italianas del madrigal y la música de teclado. Todo se aúna, como en el drama y la literatura, en medio de una gran creatividad, para impulsar a una nueva sociedad a fomentar y apreciar las artes.

Los isabelinos eran sumamente afectos a la música vocal, particularmente el madrigal, cuyo cultivo y expresión consideraban como un mérito social necesario. Junto a la religiosa -de la que el motete como canto sacro para muchas voces es tradicional representante- se escribió también mucha música secular instrumental, ya fuera de la llamada "culta", descriptiva o de baile, sobre todo para el laúd, la viola, la flauta y el virginal. Los instrumentos se combinaban entonces en conjuntos ("consorts") afines, es decir, en familias del mismo tipo, y no como en la orquesta moderna, que se compone de cuerdas, instrumentos de viento, metales y percusión. Así, un conjunto de violas era un grupo de músicos que tocaban instrumentos de diferente tamaño de la familia de la viola. Cuando se mezclaban las familias, como a veces inevitablemente ocurría, lo que hacían se llamaba literalmente "música rota" o "de conjunto quebrado".

Los instrumentos corrientes eran, pues, violas, tiorbas, laúdes, serpentones, trompetas, flautas, órganos y virginales. Estos últimos son evocados con cierto entusiasmo por músicos, poetas y escritores de nuestra época. Muy apreciado en aquel entonces, el virginal no se limitaba a los ambientes aristocráticos; rápidamente se volvió popular. Curiosamente, se le hallaba incluso en algunas barberías, junto con otros más corrientes, como el laúd, que los peluqueros tocaban a la espera de sus clientes, o estos mismos esperando turno. Cuando el terrible incendio de Londres de 1666, las crónicas repetidamente mencionan el presuroso traslado de gran número de virginales junto con otros muebles a través del Támesis, para ponerlos a salvo del fuego.

La propia familia Tudor cultivaba la música. Catalina de Aragón tocaba muy bien el virginal, que era un instrumento de teclado, llamado en otras partes espineta o clavecín, aunque hay quien los distingue por su forma, cuadrada o alada, siendo de menor tamaño el virginal con respecto al clavecín, que fue el instrumento de cuerdas y teclado más importante antes del piano. La particularidad es que el sonido se producía en todos ellos rasgando las cuerdas con plectros, y no golpeándolas con martillos, como sucede con el piano, que se impondría definitivamente más adelante. Los virginales podían tener o no tener pies o patas; se apoyaban sobre algún soporte o sobre una mesa, en el segundo caso. El clavecín, por su parte, y algunos virginales, poseían en algunos modelos doble teclado (se hablaba a veces, por eso, de "un par de virginales": uno producía sonido más fuerte que el otro, según el juego de plumas o plectros que tenía). El tono no podía controlarse, sin embargo. Los nombres de virginal y espineta han sido objeto de análisis, y varias son las teorías sobre su origen. Se dice que el nombre "virginal" proviene del hecho de ser empleado en conventos de monjas, o de la preferencia que por él tenía Isabel, la llamada "reina virgen", pero también se sostiene que el vocablo proviene del latín "virga", que es una tablita suave, empleada a modo de plectro, o incluso del hecho de ser el instrumento preferido entonces para acompañar el himno "Angelus ad Virginem". Espineta, por su parte, derivaría del italiano "spina", espina, con referencia al plectro que poseía para producir el sonido, pero también se dice que derivaría del apellido de un fabricante veneciano del instrumento, Giovanni Spinetti. La cuestión, importante o no, no se ha dilucidado definitivamente todavía.

Volviendo a los Tudor, agreguemos que Eduardo VI fue un distinguido laudista; que Enrique VIII poseía una soberbia colección de cientos de instrumentos (incluía algunos que sus amigos músicos tenían en sus casas, contando con la generosidad de éstos), entre los cuales gran número de virginales, y que la pasión de María e Isabel por la música era notoria. Pero Isabel no sólo disfrutaba tocando el virginal, sino que lo hacía admirablemente bien. Un famoso musicólogo inglés de los siglos XVIII/XIX, Charles Burney, escribió: "Como la reina sabía tocar las piezas del "Virginal Book" debía de ser una gran virtuosa, porque algunas de tales obras son de tal dificultad que apenas había músico en Europa que las pudiera interpretar, aun después de un mes de practicarlas". Y en lo atinente al canto, el fasto de los Tudor tiene siempre como telón de fondo la música vocal.

Luego de la Reforma, entonces, la música se escucha y se aprecia de otro modo. Las bibliotecas aportan materiales largo tiempo ocultos, que reviven entonces, y esa música nos da el pulso de la época. Hay sentimiento y belleza en las nuevas tonadas, como en un motete de Thomas Tallis (1505-85), una Misa de William Byrd (1543-1623), un madrigal o un aire de John Dowland (1563-1626). En la producción de estos autores parece percibirse claramente su sentido de la transitoriedad de la vida; en una época tan extrovertida, tan llena de tensiones, esfuerzos y logros, oímos en esas cadencias, en esas perturbadoras armonías, las voces más calladas del lamento, del corazón o el espíritu que busca reposo y tranquilidad tras el trabajo.

Esto es comprensible en Byrd, el más destacado y católico de los músicos ingleses, puesto que conservaba la vieja fe, y advertimos en su composición de la misa el fervor de aquella y la obstinación contra el mundo secular que triunfa, y en los motetes que escribió para el día de la Eucaristía, Ave Verum Corpus, su devoción personal al Santo Sacramento. Sus composiciones, así como las de John Bull, nacido veinte años después (1563-1628), son lo más importante y numeroso que queda de la famosa colección del vizconde Fitzwilliam en Cambridge. Ambos cumplen proezas técnicas en su labor; sus creaciones son de movimiento ágil y continuado, de ritmo robusto y denso; el contrapunto alcanza en ellas sugestivos niveles. Bull es más sólido, Byrd más suave y poético; parece contemplar a la naturaleza con más devoción, y obtiene una sorprendente sonoridad por momentos. Pero existe la misma nostalgia y patetismo -típico producto de la época, reacción del espíritu ante las actividades e intereses materiales- en el austero espíritu de Tallis, católico también, perfeccionador del motete; en las estrofas tiernas y emocionantes de Dowland y los madrigalistas, o en las cadencias de suspiros de una melodía tan popular como "Greensleeves".

El propio Shakespeare menciona a Dowland en un poema incluido en "El Peregrino Apasionado", compilación que vio la luz en 1599 bajo su nombre, aunque es evidente que de los veintiún poemas que contiene apenas cinco son de su autoría. Allí, en el octavo soneto, luego de afirmar, al igual que otros poetas, que la música y el dulce arte de la poesía se complementan, se refiere concretamente a este compositor y ejecutante, "cuyo toque celestial arrebata por medio del laúd los sentidos humanos...". La amistad entre ambos hizo suponer a algún crítico que un viaje de Dowland a Dinamarca pudo incluso haber inspirado a Shakespeare algunas escenas del castillo de Hamlet en Elsinor.

Alrededor de los nombrados hay, naturalmente, toda una cohorte de autores, algunos anónimos y otros conocidos, como Giles Farnaby, John Munday, Thomas Morley, Martín Peerson, Ferdinand Richardson, en todos los cuales podríamos decir que hay algo de Shakespeare. Los músicos ingleses del siglo XVI sabían expresarse; pero sabían también recibir las impresiones del exterior, guardarlas en sí, madurarlas y cantar su emoción con cautivante sencillez. Como sus congéneres del resto del Viejo Mundo, siguen la corriente del Renacimiento florentino y se ponen a pintar: brindan sus imágenes en música, plenas de poesía y sabor. Quizás no debiéramos decir llenas de ingenuidad, porque... ¿no se hallarán ingenuas en el siglo XXII las páginas de un Wagner o de un Stravinsky?

Es esa, precisamente, la gran época -años finales del siglo XVI- de la música secular inglesa, particularmente vocal, por la reciente introducción del madrigal, descrito alguna vez como un motete secularizado, que acusa en algún sentido la influencia de la música de los Países Bajos. Se adaptan asimismo letras en inglés a madrigales italianos (la primera colección de esta índole se editó en Londres en 1588), y poco a poco estas composiciones se van haciendo menos polifónicas: se tiende a enfatizar el canto y a simplificar el acompañamiento. En su apogeo, el madrigal es a menudo interpretado simplemente por un solista; hacerlo parece un imperativo de toda persona culta.

La vida de Shakespeare, por ende, coincide en el tiempo con lo mejor de la música del período.

En un cierto momento, sin embargo -probablemente por un resabio del prejuicio medieval de la nobleza, que veía entonces a la música con cierto desdén-, los que ejecutaban interludios por su cuenta, los trovadores o juglares, eran susceptibles de ser tratados como "pícaros", "vagabundos" y "vulgares mendigos", a menos que tuvieran algún empleo más o menos fijo. Lo buscaban por ello preferiblemente al servicio de un Barón del Reino. Isabel, naturalmente, tenía sus músicos, como le ocurre al Duque Orsino en "Duodécima Noche" (o "Noche de Epifanía"). Lord Chamberlain Hunsdon, protector de una compañía teatral, contaba con músicos que sin duda cubrían las necesidades del conjunto de actores de Shakespeare, y en 1624 Sir Henry Herbert, "Master of the Revels" -importante cargo oficial cuyo titular supervisaba y organizaba espectáculos y celebraciones públicas, pero que también ejercía la censura no solo del teatro sino también de publicaciones- menciona a los músicos adjuntos a la compañía de los Hombres del Rey. Alguno de los actores-accionistas de la misma eran también músicos, como probablemente Augustine Phillips (mencionado en el primer Folio entre los veintiséis actores principales), que legaría luego diversos instrumentos a sus aprendices.

Todo indica que el propio Shakespeare -importante accionista también- sabía bastante de música, que parece ser lo que más le atraía después de la poesía, y es razonable suponer que podía tocar por lo menos un instrumento. Estaba enterado además de las creaciones musicales de sus contemporáneos, muchos de los cuales eran amigos personales suyos. No solo hace uso dramático de música vocal e instrumental sino que sus obras están llenas de referencias e imágenes musicales. Así, por ejemplo, en "El Mercader de Venecia" Lorenzo dice a Jessica: "El hombre que no tiene música en sí, ni se emociona con la armonía de dulces sonidos, es proclive a las traiciones, las estratagemas y las asechanzas. Los movimientos de su alma son lúgubres como la noche, y sus afectos oscuros como el Erebo. No puede confiarse en un hombre así". (Acto V, escena única). (Cervantes, su gran contemporáneo, también expresa opiniones parecidas: en el Capítulo XXXIV de la 2a. Parte del Quijote dice, por boca de Sancho, que dialoga con la Duquesa: "Donde hay música no puede haber cosa mala"). Pero también en el Soneto CXXVIII Shakespeare invoca directamente a la música, cuando al dirigirse a una joven mujer ejecutante describe con precisión los movimientos de los dedos sobre el virginal y el mecanismo de éste.

No obstante, el empleo que Shakespeare y sus contemporáneos hacían de los instrumentos era, por otra parte, más o menos convencional; así, además de anunciar el comienzo de la función, las trompetas indicaban la aparición de la realeza y agregaban verosimilitud a las escenas de batallas, con sus toques de alarma y de retirada. El tambor y la gaita sugerían un ejército en marcha, y los cornos una escena de caza. Las canciones se emplean para escenas más dramáticas, particularmente en las tragedias, donde enfatizan estados mentales anormales, como la canción de la locura de Ofelia y la canción del sauce (que representa el desencanto amoroso) en Desdémona. La música instrumental puede requerirse para momentos de quieta tensión, como cuando Lear se recobra de su locura, y se asocia a menudo con la magia, como en "La Tempestad". No parece, sin embargo, haber sido compuesta la música especialmente para la escena; se tocaban melodías populares, en general, y se escribía la letra para adecuarla a las melodías existentes. Las canciones utilizadas con efecto dramático, por ejemplo en las últimas tragedias, por ser en su mayoría populares en el momento resultaban más eficaces, al estar el público familiarizado con ellas. En las obras de su último período Shakespeare volvió nuevamente a la lírica pura de sus comedias iniciales. Sus principales alusiones a la música, que por momentos parece apasionarlo, se hallan en "El Mercader de Venecia", "Ricardo II", "Duodécima Noche", "Enrique VIII", "Sueño de una Noche de Verano" y en "La Tempestad", pero también hay referencias aisladas en otras obras. G. Wilson Knight considera la música y las tormentas como elementos dominantes y símbolos contrapuestos en su teatro.

Las compañías, sobre todo las principales, entonces, ofrecían a su público música vocal e instrumental en sus representaciones, que los ejecutantes, a diferencia de los actuales, tocaban para la audiencia desde diversas ubicaciones en el local, aunque subsisten dudas al respecto: posiblemente ocuparon en algún momento una galería detrás del escenario; luego se colocaron en algo así como un tablado o escenario superior permanente, o por encima de éste, inmediatamente debajo del techo. Solo a fines del siglo XVII, cuando el escenario dejó de proyectarse hacia los espectadores, ocuparon los músicos la posición intermedia entre el público de la platea y los actores, como ocurre hoy. Los teatros abiertos y el ruido que hacían los "mosqueteros" o espectadores de pie en la platea no alentaban, con todo, a tocar música antes de la obra o durante los intervalos, cuando los había. En esto los niños y jóvenes actores de Blackfriars tenían una ventaja: su teatro era cerrado, y los integrantes del coro podían ofrecer a un público más educado música incidental, así como la que correspondía a la obra. En un caso muy conocido, "The Malcontent", obra de un dramaturgo llamado John Marston que se representaba en local cerrado, el texto tuvo que modificarse para compensar la música que los Hombres del Rey no podían o no estaban acostumbrados a tocar. Cuando la Corona tomó a su cargo el teatro, en 1608, parece haber continuado la tradición musical. La música fue un elemento corriente en las obras a partir de entonces, tanto para las escritas por Shakespeare como para las tragicomedias de Beaumont y Fletcher. En 1634 se consideraba que la de Blackfriars era la mejor música teatral de Londres.

Y junto a la música está la danza, que forma parte íntima de la vida de la época. Diversos cuadros y pinturas ilustran el fervor con que la Reina Isabel la practicaba. ¡Con qué pasión habla Shakespeare de ella! Pero lo hace también con conocimiento de causa, porque se nos ocurre, sin acudir demasiado a la imaginación, que debió haber sido buen bailarín, y se sirve a menudo de la danza para elaborar metáforas e imágenes para su teatro. Así, por ejemplo, en "Mucho Ruido y Pocas Nueces" (o "Mucho Ruido para Nada") desarrolla la teoría de que "cortejar, casarse y arrepentirse es como una giga escocesa, una "measure" (danza lenta) y un "cinquepace" (danza de ritmo vivaz)".

Agreguemos, para finalizar, y a manera de síntesis, que la música inglesa que Shakespeare conoció, brotada de corazones como los nuestros, nutrida de elementos populares, serena o apasionada, tímida o patética, canta a la naturaleza, al amor, a la vida; cuando mística, glorifica a Dios. Es espontánea, audaz por momentos, y hasta diríamos que en alguna de sus manifestaciones nos resulta moderna.

La música descriptiva es tan antigua como el mundo: los murmullos del bosque, de las aguas, el canto de los pájaros, el retumbar del trueno, pero también el estruendo de la guerra y el horror de las catástrofes, han llamado siempre a la imaginación de los compositores, que con mayor o menor acierto procuran trasladarlos al pentagrama.

Hasta las primeras décadas del siglo XX se consideraba en general que Inglaterra no había tenido jamás músico original alguno fuera de Henry Purcell, que floreció breve pero significativamente en el siglo XVII (1659-95), y aparece varias décadas después del apogeo de la música a la que nos hemos venido refiriendo.

¿Por qué se la olvidó o desconoció durante siglos? Probablemente la explicación resida en las fluctuaciones del gusto. El interés que en muchos de nosotros se despierta al escuchar la música de los virginalistas se debe a que posee una extraña belleza, casi exótica; es creación derivada del motete y del madrigal, por lo que representa un incomparable dominio del contrapunto. El resultado armónico fluye del movimiento melódico. Es música rica y compleja, a la que la animación de las partes y la vivacidad de las respuestas confiere un particular relieve. Si se agrega a esto la impronta de los cantos populares, que constituyen la base de toda la producción musical inglesa del siglo XVI, y el empleo casi exclusivo de los modos antiguos, se comprende la atracción que justificadamente ejerce, razón por la cual el genio de Shakespeare no pudo prescindir de ella.

Roberto Puig


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