Serie: r-Educación (XXXV)

Ortografía, Puntuación, ¿para qué?

Héctor Balsas

Apenas terminada la dictadura, en una reunión de docentes, una maestra, con la voz por encima del tono habitual y medio dominada por un aparente espíritu mesiánico, largó al ruedo la pregunta que provocaría inquietud y desconcierto: ¿Para qué sirve la ortografía?

Reconstituida la vida democrática del país (1985), volvieron, con vigor y entusiasmo, los encuentros y foros entre docentes de Primaria para debatir, como se había hecho hasta el 27 de junio de 1973, sobre temas de carácter didáctico-pedagógico principalmente.

En una de esas reuniones se habló sobre la ortografía y todos los subtemas que derivan de ella. En un momento del intercambio de ideas, aquella maestra lanzó aquella pregunta que pudo haber sido esta otra, equivalente: ¿A quién le importa la ortografía? O una tercera: ¿Para qué enseñar la ortografía?

LA UNIDAD POR ENCIMA DE TODO

No hubo contestación firme y definitiva a tal formulación, como sucede en estos casos de grandilocuencia y aparatosidad, en los que, más que el contenido, importa al emisor una forma de expresión entre agresiva y de perdonavidas. Quienes emplean preguntas de este tenor retórico saben muy bien que es casi seguro que no habrá enfrentamiento para aclarar la duda que se tiene sobre el punto tratado. En un momento de decaimiento del interés y como cierre de un debate que recién debería iniciarse, precisamente por la naturaleza de la pregunta hecha, largan al aire una interrogación y esperan que caiga como un balde de agua fría entre los oyentes. Ansían que la forma domine al contenido y quedan con la conciencia aquietada porque se sacaron, desde su punto de vista, el gusto de decir una idea brillante a la vez que transgresora.

"Para qué sirve la ortografía", tanto hoy como ayer, tiene la misma contestación, muy simple, muy lógica, muy comprensible: la ortografía sirve para mantener la unidad de la lengua escrita. No es poca cosa. Es una meta alcanzable con voluntad y esfuerzo, la cual favorece de modo absoluto el mantenimiento de ese medio de comunicación de las ideas que es la escritura.

Se escribe para trasmitir algo a alguien. Puede hacerse lo mismo oralmente y esto es lo habitual, pero el ser humano tiene también la capacidad de llevar el papel -por decirlo de algún modo hoy, cuando el papel ya no es lo que era- sus pensamientos y sentimientos para dejarlos registrados con miras al futuro, para enviarlos de un punto geográfico a otro, para hacerlos servir de base al estudio de quienes desean ponerse en contacto con ellos y aprovecharlos o rechazarlos, para -también- defenderlos contra una memoria débil o vacilante.

En este proceso de comunicación con otros, el escribiente debe atender varios requisitos ineludibles que le proporcionen solidez a lo expresado y no lo dejen en medio de un tembladeral. Si se pretende convencer, informar, deslumbrar, asediar o atraer al receptor, lo que interesa es que se le den todas las posibilidades para que entre en seguida en posesión de aquello que se le trasmite. El trabajo de derivar los pensamientos de la mente al papel se convierte en una tarea delicada y seria que no admite frivolidades ni desmayos.

En otras palabras: del emisor al receptor existirá una corriente fluida que incapacite para la mala interpretación o la ambigüedad o el hermetismo. Para llegar a este fin se necesita, entre otros medios poderosos -como la coherencia y la cohesión-, la escritura exacta de los vocablos, pues, si no se procede así y se prefiere el arbitrio personal frente al rigor, se andará por un terreno de dificultades crecientes. Quien escribe no debe perder de vista una meta capital: hacerse entender rápida y seguramente. Para ello, en primer término, el desenvolvimiento de las ideas ordenadas y encadenadas debidamente merecerá la máxima atención para hacerlas trasmisibles y, en segundo lugar, la escritura de las palabras se ajustará a lo que se considera normal y válido universalmente. La abundancia de deslices ortográficos entorpece la claridad de un texto, y por ende, su inmediata comprensión. Pueden convertir al lector en un disléxico ocasional por su inseguridad de reconocer lo que tiene escrito delante de los ojos. El acostumbramiento a dibujar las voces con descuido o con desprecio de las normas vigentes acarrea consecuencias graves si se extiende el hábito y alcanza a un número amplísimo de escribientes. No detener la expansión de palabras mal escritas es lo mismo que incitar a escribirlas de cualquier forma. De ello deriva que tanto dé estampar en el papel "vigente" como "bigente" o "bijente" o "vijente" o cualquier otro disparate por el estilo. La continuidad de esta libertad de proceder conduce lisa y llanamente al desorden más absoluto, sobre todo si se piensa que, dentro de las irregularidades, no hay coincidencia, pues cada uno es libre de poner o quitar letras a voluntad.

Si hay permiso para usar la letra que se desee ("j" o "g"; "s", "c" o "z"; "b" o "v"; "m" o "n", etc.) o para poner o no poner tildes, las formas que adopta una misma voz son varias y nunca se sabrá cuál de ellas será la elegida por este autor o por aquel otro para expresarse por escrito. Gabriel García Márquez estuvo errado al declarar en Zacatecas (México), en 1997, que había que suprimir las haches rupestres, que había que acentuar de otra manera algunas formas verbales de subjuntivo, que había que librar a la escritura de las palabras de las trabas impuestas por la ortografía. La unidad gráfica es elemento vital en la escritura y se asienta en razones de peso que se descubren recorriendo la etimología, la gramática histórica y la evolución de la lengua. Si "todavía", "salió", "pérdida", "difícil" y "obstáculo" llevan tilde hay razones para que así sea; si "humo", "higo", "hortaliza", "ahijado" y "acahuete" llevan la consonante hache al principio o en el medio también hay razones que lo establecen; si la letra ce va en "cacería" pero no en "caserío" o si la zeta es la terminación de "feliz", "rapaz" y "actriz", está ya de más decir que asimismo se justifica una consonante determinada y no otra. En todos estos casos y en decenas más, los vocablos tienen su figura asignada desde hace siglos, aunque ello no quita que algunos -muy pocos- sufran levísimas modificaciones con el paso de las décadas.

Que cada uno escriba las palabras como le dé la gana es una exageración y un acto de desafío a disposiciones reiteradas siglo tras siglo y que redundan en favor del interés general; que la escuela promueva o tolere el quietismo del maestro frente a la enseñanza de la ortografía es un crimen pedagógico; que se diga que hay que dejar al alumno que escriba como le parezca porque no hay que atentar contra su libertad de expresión es un exceso entre tantos que circulan en la enseñanza primaria. Lo que hay que hacer y defender con energía -la misma que se gasta en superficialidades y esnobismos es comprender que el código escrito tiene en la exacta reproducción de los vocablos un poderoso auxiliar para mantener una unidad de todo punto de vista irrenunciable por los grandes beneficios que presenta para los millones de escribientes del español.

DEFINIR LA ORTOGRAFIA

Definir es difícil siempre. Hágase la prueba de pedir a una persona culta que explique, sin la ayuda del diccionario, qué es "proficuo" o "insuflar" y se verá cómo la vacilación y el desconcierto ganan al consultado. La falta de seguridad -entre hablantes de poca, mediana o mucha preparación- es moneda corriente y a nadie debe asombrar, pues hay conceptos casi inasibles, resbaladizos y verdaderamente escurridizos. Muchas veces, hablando o escribiendo, se emplean términos (sobre todo adjetivos y verbos) que no se ajustan con exactitud al pensamiento que el emisor quiere trasmitir, por la sencilla razón de que él no tiene el dominio semántico de esas dicciones. Se procede por aproximación o contigüidad, por intuición, por imitación de lo leído u oído previamente en fuentes de escasa confiabilidad; de ahí que el significado de una voz sufra alteraciones, que, inclusive siendo pequeñas, deforman el contenido lenta pero seguramente y, a la larga con el paso del tiempo y del uso, conforman una nueva acepción para agregar con validez o sin ella a las existentes. Véase, si no, el caso de "álgido" y "nominar". Por otro lado, el oyente o el lector suele estar en las mismas condiciones del emisor, con lo que se forma un círculo que impide la justa circulación de los contenidos.

Sirva esta larga exposición para pensar en que "ortografía" (como cualquier otro vocablo) requiere transparencia conceptual. Hay que definir "ortografía", pues.

Dos fuentes se imponen, además de la propia experiencia de cada uno: el Diccionario de la lengua española (Espasa. Madrid. 2001), cuyo autor es la Real Academia Española y que se conoce corrientemente como DRAE, y Ortografía de la lengua española (Espasa. Madrid. 1999), libro que contiene la doctrina académica sobre la ortografía del español o castellano.

El DRAE, en la primera acepción de la voz "ortografía" -que es la que interesa entre las varias que registra- dice: "Conjunto de normas que regulan la escritura de una lengua". El libro Ortografía se inicia con esas mismas palabras definidoras.

La clave de ese enunciado está en la voz "escritura". Apenas se inicia el acercamiento a ella, comienzan las dificultades para entenderla. Hay que volver al DRAE para aclarar el significado de "escritura". La acepción inicial del lema ("acción y efecto de escribir") conduce al verbo "escribir", el cual, también en la primera acepción, aclara: "Representar las palabras o las ideas con letras u otros signos trazados en papel u otra superficie".

Hay una igualación del escribir con el representar. Para representar hay que dibujar formas que contienen signos integrantes de un código conocido por quienes cumplen ese proceso, aunque no necesariamente por todos los que tengan el resultado en las manos.

Tales signos son letras en la lengua española. Pueden ser otros caracteres tratándose de otros idiomas, como el chino, el árabe, el egipcio de los jeroglíficos y el griego antiguo. Que a cada componente se le diga letra queda a criterio de cada cultura: así, alfa y beta son letras griegas, pero un jeroglífico, por su composición gráfica, es una figura o símbolo.

Según el DRAAE, se representan las palabras y las ideas. De acuerdo con esto, "mesa", "perro" y "blanco" son palabras, como sabe cualquier escolar; pero expresiones más complejas, que forman una unidad, como "alimentar vanas esperanzas" (de empleo consagrado por el uso) y "correr hasta la esquina para ver si llega la persona esperada" (de empleo ocasional y circunstancial) son ideas, aunque en español necesitan la existencia de letras para reproducirlas por escrito.

Pese a todo lo dicho, "escritura" continúa inquietando. Obsérvese que se dice "la escritura de una lengua", donde habría sido mejor poner "la escritura de las palabras o los símbolos de una lengua". Y así es porque "escritura" lleva también a pensar -queda dicho en la definición de "escribir"- en las ideas. Volcadas las ideas al papel, entra en juego el engranaje de la gramática, que está ligado indisolublemente a la morfología y la sintaxis. El escribiente (piénsese en quienes se valen del alfabeto de base latina, entre ellos, el alfabeto español) apunta en dos direcciones cuando ejerce la función que le es propia: hacia las palabras, y debe cuidar que cada una esté escrita, y hacia la construcción y la concordancia de las ideas, y debe cumplir con los requisitos básicos del buen redactar. "Escribir" es, en consecuencia, mucho más que dibujar en el papel las voces usadas para componer un texto; es, asimismo, el desarrollo de los pensamientos y los sentimientos (las ideas), originadores de la composición o creación de un texto. El DRAE no olvida estas consideraciones y, en la segunda acepción de "escribir", dice: "Componer libros, discursos, etc.".

SIGNOS DE PUNTUACION

Hasta el momento, el tema tomó el camino de la defensa de la ortografía y de la definición de este aspecto del idioma. Muchos lectores, quizás más interesados en la segunda parte que en la primera, aunque ambas se complementan, ya advirtieron que en ningún momento del desenvolvimiento del tema se mencionó la puntuación. Se harán esta pregunta: ¿Cómo es posible que, al explicar el concepto de ortografía, no se haya incluido la puntuación? Y el lector que tenga la buena idea de consultar el canon ortográfico de la Academia descubrirá que la ortografía española está estudiada y dividida en varias secciones: a) la referente a la escritura de las palabras (letras y tildes); b) la relativa a los llamados signos de puntuación; c) la atinente a las abreviaturas. Y, si ese lector va al DRAE, verá, como ya se estableció en estas explicaciones, que la definición de "ortografía" no incluye mención de los signos de puntuación. Alguien podrá recordar que en la explicación de "escribir" se asegura que ese proceso o hecho consiste en representar las palabras o las ideas con letras u otros signos. Así es, pero tales signos no son el punto, el punto y coma, la coma, los dos puntos y demás conocidos, muy usados o poco usados, sino los signos que más arriba se identificaron con las figuras y los símbolos, pensando, por cierto, en los jeroglíficos y demás dibujos a los que recurren o recurrieron algunas lenguas.

Claro que, apenas entrado el lector en la parte 1. 1. de Ortografía, lee lo siguiente: "Como en otros muchos idiomas, la escritura española representa la lengua hablada por medio de letras y de otros signos gráficos". Y, más adelante, en 1. 3. se dice: "Junto con las letras, se usan en la escritura otros signos que sirven para indicar la pronunciación de las palabras y la entonación de los enunciados, así como para facilitar la comprensión de los textos escritos. La Ortografía establece cómo se han de emplear las letras y los signos auxiliares de la escritura".

Si la ortografía contiene todo lo dicho, la definición debería ser mucho más explícita. Ahora bien: ¿la puntuación debe incluirse en la ortografía? Parecería que no porque no afecta a la palabra ni a las ideas, las que, ya se dijo, se representan con palabras.

La puntuación, según Ortografía (pág. 55) es valorada de esta forma: "La puntuación de los textos escritos, con la que se pretende reproducir la entonación de la lengua oral, constituye un capítulo importante dentro de la ortografía de cualquier idioma. De ella depende en gran parte la correcta expresión y comprensión de los mensajes escritos. La puntuación organiza el discurso y sus diferentes elementos y permite evitar la ambigüedad en textos que, sin su empleo, podrían tener interpretaciones diferentes".

Según esta posición, es la columna vertebral de la expresión escrita. Organiza y sostiene el discurso para evitar dudas de comprensión y malas interpretaciones. Parece, pues, que se vincula directamente con la parte de la Gramática que atiende a la coordinación y unión de las palabras para formar las oraciones y expresar conceptos. Esa parte se llama sintaxis y de su definición y en el DRAE se tomaron las palabras inmediatamente anteriores.

Así vistas las cosas, lo más sensato es abogar por la separación de puntuación y ortografía. Según esta posición, la ortografía lleva a pensar en la palabra, y la puntuación, en el armado oracional y conceptual.

La lista de signos que se incluye en Ortografía merecerá, por lo tanto, una atención muy particular. Sin consultarla y recurriendo a la memoria, se notan desde el principio algunas irregularidades que no permiten una tajante división como la expuesta. Esto es así porque los signos se agrupan en un solo bloque, pero todos no tienen la misma importancia a los efectos de la misión sintáctica que les cabe.

Hay que hacer un recuento de los signos de puntuación, que, según la Academia, son los siguientes: punto (.), coma (,), punto y coma (;), dos puntos (:), puntos suspensivos (...), signos de interrogación (¿?), signos de exclamación (¡!), paréntesis (), corchetes ([]), raya (--), comillas (""), diéresis ("), guión (-), barra (/), apóstrofo (´), párrafo (§), llave ({}) y asterisco (*). Se señala que los siete nombrados en último término están separados de los otros, en Ortografía (5. 11), con el título "Otros signos ortográficos".

Si la puntuación se vincula con la sintaxis (recuérdese que esa premisa es la sustentada aquí), hay varios signos para desechar, porque no tienen ninguna relación con ella. Son los signos de interrogación y de exclamación, los corchetes, la raya (parcialmente), las comillas y los que la Academia pone aparte bajo título especial: diéresis, guión, barra, apóstrofo, asterisco, párrafo y llave.

Lo curioso del caso es que la diéresis y el guión sí tienen que ver con la ortografía (escritura exacta de las palabras). Al escribir "ideas político-partidarias" y "concurso infantil-juvenil, el guión es elemento constituyente de los adjetivos ocasionales "político-partidarias" e "infantil-juvenil" que complementa, respectivamente, a los sustantivos "ideas" y "concurso". Al escribir "cigüeña" y "pingüino", la diéresis o crema no puede faltar si se quiere decir lo que las palabras expresan; no poner la diéresis es como no poner el tilde en "colección" y "dúctil".

Por otro lado, los signos abiertos y cerrados de interrogación y de exclamación determinan claramente la entonación que debe dársele a la oración que los contiene.

Como se ve, el englobamiento que efectúa la Academia parece responder más que nada a una razón de comodidad que a una adecuada observación y valoración de cada signo.

SOLUCION FINAL

Acá no cabe otra solución que desgajar la ortografía de los signos de puntuación. Cada tema tendrá su propio terreno de estudio y, en la enseñanza - que se graduará de acuerdo con la edad de los alumnos-, recibirá tratamiento por separado. Ambas parcelas de la lengua escrita tienen importancia reconocida por la experiencia de cada lector y escritor, aunque pesa muchísimo más en la conciencia individual la escritura exacta de las palabras (ortografía) que la distribución racional de los signos (puntuación).

Sobre esta aseveración no hay duda alguna: una persona cualquiera, consultada sobre qué es ortografía, dará respuesta inmediata diciendo que es un conjunto de conocimientos que se relacionan con la escritura de los vocablos. Lo expresará así o con términos equivalentes, con mejor o peor sintaxis; pero, en la respuesta, por lo menos en una primera instancia, no incluirá ninguna referencia a la puntuación.

Esta reacción es suficiente, por su repetición ad infinitum, para afirmar que la ortografía y la puntuación van por vías separadas. Tanto es así que muchos profesores de lengua española, al evaluar los trabajos de creación de textos de los alumnos, dan una calificación para la escritura de las palabras y otra para la puntuación. Parece bien despertar en el alumno la idea de que una y otra son independientes y que tiene la misma importancia dentro de la expresión escrita. Así como se recomienda con insistencia la necesidad de dar a cada voz la forma que tiene realmente, también se debe insistir en el valor de los signos de puntuación, en particular de los básicos, que no pueden faltar en ningún texto que quiera ser entendido e interpretado por el lector. Desde los primeros momentos de contacto del niño con la lectura y la escritura, es conveniente -aunque muchos maestros no lo sienten así, quizá porque nunca pensaron en ello- que se señalen los signos imprescindibles en el escribir corriente y diario. Uno, el primero en orden jerárquico, es el punto, que no falta en los breves trozos de lectura que el niño de seis años de edad tiene en su libro (cuando llegue el momento en que lo emplee o lo vaya construyendo por sí mismo o en estrecha relación con los condiscípulos), en el cuaderno de labor personal y cotidiana o en el pizarrón bajo la atenta mirada de la maestra. Otro es la coma, aunque este signo, por la complejidad de usos que encierra, solamente merecerá atención inicial para constatar su existencia, presencia y repetición en varias partes de un texto. Como al pasar, como si no tuviera importancia, la maestra se referirá a ellos y creará en la mente del lector niño una atención dirigida en el sentido de mirar no solamente las palabras sino también esas marcas que se llaman signos de puntuación.

Quien desecha el rigor del puntar también desecha la sintaxis consagrada; de ahí el asombro y posteriormente la repulsa o la aceptación que esa actitud estilístico-gramatical asumida por escritores revolucionarios de la forma, vanguardistas o meramente veleidosos promueve entre los lectores. Resulta evidente en infinidad de casos que estas manifestaciones de desvío parten de la base del conocimiento de cuáles son la realidad y la verdad. Cuando Cortázar y Vargas Llosa rompen el desarrollo sintáctico aceitado y fluido, proceden a sabiendas de que adoptan un proceder nuevo con la intención de crear textos atípicos que serán motivo de discusión o enfrentamiento. La ignorancia de los principios sintácticos no es la dominante dentro de esos textos literarios, sino que se actúa con una finalidad removedora del espíritu del lector, quien es llevado y traído por caminos que no frecuenta y que posiblemente le producen desagrado. Lo es, en cambio, si el autor, poco instruido en el uso de los signos, los desparrama liberal y alegremente a lo largo de la exposición de las ideas. En estos textos, la puntuación inexistente o llevada a un grado de irregularidad muy grande para quienes miran con ojos tradicionales, así como la sintaxis dislocada o sacada de quicio son una prueba palpable (visible al leer en silencio, audible al leer en voz alta) de que ambas se vinculan mucho más de lo que se supone.

DESPERTAR EL INTERES

El dominio de la ortografía lleva mucho tiempo. A nadie se le ocurrirá pedir que el alumno de doce o trece años de edad que sale de sexto de Primaria y entra en primero de Secundaria cumpla ese pasaje (a veces doloroso y traumático) sabiendo al dedillo la ortografía de su lengua materna. Hay que exigirle, eso sí, el conocimiento de los temas básicos (como los usos del tilde, para citar uno muy importante y generalmente descuidado) y dejar que, en su nueva experiencia pedagógica, complete ese todo que es la ortografía dominada o sabida.

De la misma forma se verá el problema de la puntuación. Abarcarla plenamente es imposible en los seis años escolares, sobre todo si se piensa que su enseñanza no debe valerse de procedimientos que busquen equiparar la velocidad de adquisición del saber con ese mismo saber en su totalidad. Precisamente, el estudio del puntuar normal requiere paciencia, dentro de la cual la observación de textos desempeña un papel decisivo. Sin observar y sin el impulso del maestro no hay modo eficaz de alcanzar la meta a que se aspira.

Estas reflexiones, pese a su obviedad, deben hacerse, ya que aquello que es más evidente se suele olvidar y dejar aparte por su condición de cosa que rompe los ojos. Así comienzan las dificultades para muchos niños y adolescentes que, una vez terminados los estudios básicos (a los quince años de edad, por lo general) se ven enfrentados a una carencia asombrosa de nociones esenciales de ortografía y puntuación. Su discurso escrito (y no se diga nada del oral) adolece de fallas que lo hacen por momentos muy poco comprensible y que lo llevan por derroteros erráticos, con el consiguiente resquebrajamiento de la comunicación. Es lamentable comprobar que el medio circundante de estos niños y jovenes no ayuda a mejorar sus deficiencias. Se ven cercados de imposiciones viciosas en cuanto a puntuación y ortografía, expuestas en carteles, anuncios, volantes de propaganda y muchas otras manifestaciones que los rodean en la vida de relación. Basta entrar en una casa de comercio y detenerse a leer avisos a los clientes o recomendaciones sobre cómo se debe proceder en el interior del lugar, para recibir una impresión que hace pensar más mal que bien sobre la eficacia y la idoneidad de quienes prepararon esos mensajes. Hay gente que dice que no importa tanto esta falla general del escribir, pues, si se entiende lo trasmitido, ya se alcanzó la meta deseada. Podría justificarse esta posición mental para casos mínimos pero no para la generalidad de las situaciones que les tocan vivir a los lectores.

Aquí no hay vuelta de hoja: las palabras se escriben como lo establece la norma, y la puntuación se ajusta a los cánones vigentes para todos por igual. No comprender esta verdad implica descuido, desprecio, desconsideración o ignorancia. Lo menos malo es la ignorancia: a nadie se le exige que haga bien lo que nunca aprendió y habrá que ofrecer a cada uno que incurre en errores la oportunidad de modificar su desconocimiento. No tiene perdón quien echa en saco roto lo asimilado alguna vez en la infancia o adolescencia y deja correr con impunidad errores que, a la larga, conducen a perjudicar la lengua escrita, que no es propiedad de quienes la destratan, sino de todos en todas partes donde se ponga en práctica.

Siempre se buscan culpables. Los hay. Los errores de escritura (ortografía y puntuación) no aparecen solos, por sí mismos. Trágico es echar sin mucha reflexión la culpa a los encargados de la enseñanza de la lengua: padres, maestros y profesores. Ahora bien: si de ellos provienen los defectos que pululan en los lugares del vivir diario y en sociedad, se entró ya en un tobogán que lleva en forma directa al desorden generalizado. También trágico, además de doloroso, es comprobar que sí tiene su cuota de culpa en el desastre que hay en la ortografía y la puntuación dentro de la lengua de Cervantes.

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