Desde el puente
Cuando camino por la costa en la noche siento cómo se corta el aire con mis pies de barro, un barro seco, no muy noble, y avanzo y dejo a mis espaldas las cruces de las calles, los últimos ranchos, la avenida de los árboles; me doy vuelta y miro cruces, árboles y ranchos que simulan barcos fantasmas irreales varados en la niebla, con paredes, cubiertas y velámenes que se sostienen de asco y las losas de los techos dejan ver el cielo, y a su través admiro la luna o miro entrar la lluvia que irrumpe en tropel por los ojos de buey abiertos de los llamados barcos.
Los barcos fantasmas sombrearon una infancia que podría pintar de mil maneras. Una de ellas es hacer brotar de la tela a una arpía hermosa de ojos azules que se imponía a la vista y a los demás sentidos, como una carroña aún no acabada de encarroñarse del todo, como una araña de vientre hinchado cuya picadura era un pasaje de apuro hacia la muerte blanca. Y esa infancia cayó asesinada una noche de verano por un chorro de esperma que brotó de lo más hondo de mi vientre lúbrico de entonces y aquella espuma me inundó y me ahogó, y la infancia que yo era, ahí quedó, malherida primero, muerta luego, convertida en una hoja marchita y seca a merced del viento.
Luego la infancia reencarnó en un muchacho al que le sudaba la nariz, tenía granos en la cara, y en la garganta llagas. Ellas le daban un aliento fétido que hacía imposible permanecer a su lado: y un mediodía a toda prisa gigantes enfundados en túnicas blancas como condones, lo tiraron encima de una mesa, con una luz lo cegaron y le arrancaron las rezumantes esponjas de pus de su garganta que depositaron en un sucio paño blanco encima de una mesa. Entonces más luz pidieron pero no había más luz, a ellos no les importó porque si veían o no veían, igual se metían, armados con pinzas de guillotina tantearon a ciegas en lo más hondo de la garganta del guacho y procedieron, mientras la recién estrenada adolescencia sangraba, como una porchetta recién carneada.
La adolescencia fue breve y algo nerd aunque no demasiado, el muchacho era algo guapo, aunque no muy flaco, ni corredor tampoco, aunque sí romántico, y lo tentaban los suicidios, las putas, los tragos y los tangos. Y la adolescencia quedó oculta en la niebla de la noche como la sangre, los mocos, los dientes y la leche, más una aurora de heroísmo, el lirismo, y en los ceniceros del alba hubo cosecha de puchos de cigarrillos fumados a hurtadillas, bajo la mirada de un Quijote que lo amedrentaba y un Sancho que lo codeaba, invitándolo a yantar un buen cocido de palomino.
Y ella se fue sin mucha pena ni gloria, más bien sin ninguna Gloria, y vino la juventud flotando como un barquito, simpática la barcarola, hamacándose sobre las olas de un jugo de naranja en paquebote de vidrio, sostenido por los precoces dedos deformes de su madre.
Y cayó la juventud única, infaltable, inmortal, que mostró una piel que viró del oro de las naranjas al bermellón de las manzanas, pero una tenía el corazón podrido, y le resultó indigesta. En la infancia él se había animado con lombrices de tierra, cangrejos, alguna cucaracha, solo una vez con una rata, pero el banquete más célebre fue con un gato que bajaron con una pistola adecuada al fin del gato. Malhecho. Pero los gusanos de aquellas manzanas batieron todas las marcas.
Y cayeron sus padres pronto, poco tiempo después de presentarse en las madrugadas de invierno el mate con que ellos soñaban mientras cebaban; esa noche también él soñó con azotar a su hermano en un bajel pirata, mientras en otro sueño su hermano soñó con azotar a su hermano en un bajel pirata, y también cayó un pollito agonizante que a duras penas hundía el piquito en una cucharilla de café que su madre le ofrecía para que bebiera de aquella salvación que tan poca realidad tenía, recursos con que la madre y el hijo pensaron ahuyentar la muerte con chirolas.
Y la muerte, la real patrona del quilombo, con un grito gozoso se tragó al pío-pío. Fue tan fútil y tan inútil el gesto de la madre con sus dedos hechos al agua de lejía y a mucha lejanía.
La espesura que me rodea está hecha de gatos, faroles, árboles y noche, no me da ni el tiempo ni el espacio para avanzar, y es como si me metiera en un túnel de amor y terror, que son casi lo mismo.
A pesar de que Vicente diga y repita la palabra labios a cada página, a cada verso, los labios no aparecen para mí, digo que no aparecen a pesar de que Vicente los encuentre, él labios halla, a cada beso, labios que él llama cómicos, y que yo leo canónicos, cuando debo leer cósmicos, pero nunca lacónico, los sigo y los consigo. Y no encuentro ni cómo, ni dónde posar los míos, ardientes, Vicente. En cambio él encuentra primero una fuente y luego una frente o más de una frente, una sien o más de una sien, unos cabellos o más de unos cabellos, y al final se encuentra con mujeres de pie, con labios como espadas donde posa los suyos, pero yo no encuentro ni cabellos ni sienes ni otros labios que se abran como abras. Y entonces los duelos con bocas, duelos a primera sangre y con puñales, se han suspendido por mi escaso saber en la ciencia del amor.
La adultez vieja ya avanza y aparecen nubes con rostros de dioses y emergen planicies y playas que al retirarse el mar dejan en la ribera dinosaurios y niños con sus padres: hombres y mujeres tan horrorosos como los dinosaurios, si no más, y ahora las figuras de los cielos muestran a hombres trenzados en batallas, y también se puede ver en el azul, gracias a un éxodo de nubes negras, basílicas inmensas y multitud de feligreses que suben por escaleras enormes para entrar en catedrales y recibir las hostias en sus bocas y los santos que están en sus altares se inclinan ¡visión atroz! ante las cimitarras del sol y Dios.
La vieja adultez cruzó calles y plazas y estatuas meadas por perros que olvidaron cómo se aúlla a la luna, y las estatuas se han olvidado de bajar de sus pedestales, como era de esperar que lo hicieran, y si bien es cierto que continúan dejándose cagar estoicamente por las palomas, las pequeñas y mezquinas y ávidas cucurrucucú se niegan a dejarse comer, como me invitó a hacerlo en un cocido una madrugada Sancho, hace ya una eternidad. Bien que lo saben las graciosas preciosas que siempre han sido símbolos de paz, indecentes humanistas, olvidadas ellas.
Pero la adultez ha seguido andando y solo me queda en la boca una solitaria pieza; es mi primera muela podrida sacada por el dentista en un día de sol a la hora de la siesta, una hora perversa apta para que te vuelen una obscena muela en una obscena siesta de un obsceno día.
El viejo que ya soy deja caer la visión de turbios amigos en calzones, visión de maricones, y empiezo a subir por el aire, peón y peatón del aire, desde un asfalto que atrás quedó como mazapán olvidado en astillado plato. El asfalto con olor a alquitrán lo imagino como deshecho lecho pero ¿importa algo eso ahora? Un lecho blanco y blando con almohadas como mejillas donde hundía Marcel su rostro y su cabeza cargada de tantos personajes.
Y camino y camino, y subo y subo, con los dedos de mis pies cuarteados; las sobrevivientes hachas de mis pies que cortan el aire que se deja, como se dejan las gavillas de trigo ante las hoces, y ¿quién espera ahora una impúdica camaradería ficticia o una procesión fulera?
Miro a lo lejos y apenas distingo el agua del mar, ese mar ilimitado, salobre e infernal como el Tártaro, donde te perdés, como una paisanita recién llegada al centro de la ciudad. Pero el agua del Tártaro puede ser tan sólida como si de piedra fuera, y ofrecer una superficie apacible como un mar de azogue, o un mar color malva, o un mar marrón de mierda henchido, con camalotes y víboras de color chocolate. Un mar hecho también de orina, en eso pienso ahora, una orina abundante que cure mis espasmos y mis anemias, que alivie con su energía de desecho mis neurastenias, y me obligue menos con mis calistenias, y me abone con mierda como se abonan los campos. Los lirios del campo tampoco se ven, con sus vacas hinchadas por el trébol, campos de los que el fuego ha dado cuenta achicharrando sapos y culebras, escorpiones y langostas. Gorilas y leones y luces malas ya no se distinguen, como tampoco los aparecidos que pueblan los campos de un modo tenaz y perdurable. Debajo de la superficie de los bañados, sobre los colchones de barro hay de todo: carruajes, muchachas anémicas vestidas con trajes de sombra y atrapadas en jaulas de fango: ahí iban a bailar su último tango, en el momento preciso en que las venían a buscar para la fiesta y ahí quedaron con la portezuela abierta, los corceles inmóviles, y ellas paradas y congeladas con sus atónitos rostros de terracota y tabaco miraban, parecía, a las estrellas de mar, a los corales, a los caballitos de mar interesados, que a su lado desfilaban haciendo mil paradas.
Y el fuego se lo llevaba el aire y desde el aire yo caía convertido en lluvia, en gota, en piedra, aterrizando sin un rasguño merced a un paraguas volador, deforme y oxidado. El basurero de una casa opulenta y lujosa que parecía un castillo escoltado por unos leones de granito que daban miedo, fue quien donó el paraguas con restos brujos que eran un lujo. Un cervatillo, un venado devorado, yacía a los pies de los reyes de piedra y de hiedra, y los escasos restos del venado fueron una carnaza pétrea, cuando yo me creía un felino robusto todavía y también paso de largo sobre esto.
Y avanzo hacia las escaleras del cielo y atrás va quedando la noche y las claraboyas y las azoteas: todavía hay azoteas en mi habla y asciendo y atrás dejo cosas que aún existen en el armario de mis palabras: cruces y guardapolvos, tizas, y pizarrones y drogas como el incienso, y una visión viscosa, y una creencia aún fresca.
Pero hay más cosas: la violencia de mis creencias: bicicletas, muchachas, una de ellas rubia como una reina de los bosques, aunque el bosque fuera de asfalto, porque otro bosque más misterioso y noble no se pudo conseguir, pero ella era afanosamente hermosa, suave y gentil como un mandil, leve como un gel, y discreta como un angel, pero no duró mucho porque fue hecha pomada, vaciada, por un camión de mucho tonelaje y con sus caballos de fuerza, que no fueron caballos alados como los de ella, y la pequeña reina del bosque de asfalto voló por los aires y al suelo cayó y allí se quedó, reina de macadam sobre el alquitrán, desangelada y rota, sangrante y callada, mientras las lágrimas de mi hermano eran peldaños húmedos y blandos que llegaban al cielo, o a lo que nosotros llamábamos cielo, y él lloraba a troche y moche, en la noche. El silencio que él hacía con su llanto a rayas mantuvo la danza procaz de Satanás. Hermano no quería que prendiera la luz, mientras mis padres dormían, porque ellos no sabían, y mi hermano no quería por nada del mundo que supieran, no lo quiso nunca, ni cuando estuvo el Angel vivo ni cuando estuvo el Angel muerto.
Y había más: los barriletes, las agujas góticas de las iglesias presuntuosas, y las cruces y los pararrayos como papagayos, todo, todo queda para atrás, menos Vejexia, ni tampoco la brisa ni el frío que arriba se empieza a sentir. Lo que enfría el cráneo es el hielo en las sienes, y los pies de barro que se han empezado a disolver y una linfa ha empezado a fluir de este viejo besugo que soy, es un líquido fósil que desprecio, es un líquido barato, ¿tendré para rato? y fluye como insurgente agua furtiva que ya no es más sagrada.
Hay solo una primera visión del neón, melón, y una última lagaña no engaña.
Telón, tolón.
Y la linfa bizarra empuja y obliga a decir que sí o decir que no: tirarme o no tirarme, y debo apurarme, porque suenan las sirenas de la policía, y se encienden los ojos rojos de las ambulancias y ahora reparo que estoy encaramado sobre las barandas de mármol del puente de los Locos, y está cercano el parque urbano y estoy junto al resto de otras muchas marionetas que no han encontrado a su autor. Y juntos estamos acurrucados y fríos, los tíos, todos juntos, contagiados por el tentato suicidio, o el mismo homicidio, por eso hemos subido, donde estoy yo ahora: nosotros contritos, pesarosos malditos, quejosos culposos, los envidiosos, nos tomaremos los vientos violentos, blasfemos, amigos de Polifemo, morir o matar podremos sin tino, por eso el florentino divino, al Averno nos destinó, y en un círculo fueguino, el séptimo, allí nos dejó.
El Tártaro me ha de tragar, lagar.
No culpo ni disculpo, ni a la noche ni al vacío le temo; ni quiero vuestra lastima. Tima.
Y nada más, esta historia ha terminado, hasta la vista.
Y no insista.
Juan Carlos Capo
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