Serie: Visualizaciones (XCIX)

LA FORMA Y EL CONTENIDO

Luis Camnitzer

Creo que fue a los 17 años, cuando estaba en el segundo año de la escuela de bellas artes, que se me ocurrió preguntar a mi profesor de escultura qué era más importante, la forma en que hacía la obra o su contenido. Sin vacilación alguna, la respuesta fue: "la forma, ¡por supuesto!" Lo irónico de la situación era que en esos momentos yo estaba modelando una versión realista y académica de la cabeza de un modelo y que mi profesor—un seguidor de Despiau— me hacía sus críticas desde el punto de vista del parecido, una característica que me eludía sistemáticamente.

Lo interesante de la conversación fue que ambos dimos por sentado que forma y contenido son dos términos separados que funcionan como contrincantes. Lo sorprendente de su respuesta y de la ausencia de mi desafío, fue que tanto en Despiau como en su propia obra, si es que había algún mérito, este radicaba justamente en la integración de ambos. Uno y otro eran blanduzcos y mutuamente complementarios.

¿VALE LA DICOTOMIA?

Una década más tarde llegué a la conclusión que desde el momento en que un artista en mis condiciones, es decir miembro de la periferia, empuña un pincel, está condenado a hacer arte colonial. Sin darme cuenta había eliminado la dicotomía forma/contenido, al declarar que todo es contenido. La conclusión en cierto modo era superficial, porque no había tomado en cuenta el sincretismo como instrumento de resistencia. El papel de la atribución de significados y de sobrentendidos a las formas importadas es un proceso típico en las culturas invadidas y utilizado para mantener la salud mental colectiva. Hasta cierto punto, la realización de este proceso volvió a separarme el contenido de la forma. Me retornó al principio, aunque esta vez con un tercer elemento: el propósito. Esquemáticamente hablando, los artistas politizados usan la indignación y la utopía como propósito. El propósito de los artistas formalistas, en cambio, es dejarlas a un lado.

Con tantos vaivenes, cabe entonces preguntarse si la dicotomía forma/contenido es una propuesta válida en los términos que se manejan usualmente.

La complejidad de estas interacciones me fue revelada en forma memorable por el actual presidente de los EEUU, George W. Bush, casi medio siglo después de la pregunta que le dirigí a mi profesor. La ocasión fue más bien política, no exactamente una obra de arte, pero mi generación no se detiene en esas diferencias, y se me ofrecían los elementos necesarios para ayudar mi análisis.

Hace unos meses, Bush hizo una presentación en la que aparentemente trató de expresar su indignación a raíz de las muertes ocasionadas por los ataques suicidas de los militantes palestinos. El propósito y contenido de su performance —su indignación— fue claro, correcto y compartible, aplicable a cualquier muerte de inocentes. La cosa se complicó por la forma en que se expresó ese contenido, porque la ocasión que Bush eligió para expresarse fue una partida de golf. Bush aceptó las preguntas de un grupo de periodistas que caminaban detrás de él, y después de expresarse los invitó a que observaran su jugada.

En sí misma, la situación en que se encontraba Bush no tenía nada de malo. Se dice que jugar al golf es bueno para la salud, la actividad muestra que el presidente de los EEUU es un ser humano, que es accesible, y que no le molesta presentarse al público durante un entretenimiento privado. Es la combinación de ambas cosas la que pareció no funcionar del todo. La indignación expresada mientras ojeaba la pelotita en el pasto podía llevar a dos conclusiones posibles y no del todo positivas. Una sería que Bush no es un jugador serio —la indignación podría distraerlo y llevarlo a dar un mal golpe. La otra, que su indignación no dejaba de ser más que un gesto superficial que- no le impedía concentrarse en el juego. Ambas conclusiones obstaculizaban la vivencia de la indignación por parte del espectador.

Mi análisis, superficial, me llevó a pensar que estaba presenciando un acto de mal gusto en donde se mezclaban dos actividades incompatibles: luto y diversión. Mi segunda reacción inmediata fue pensar que el presidente es un insensible de marca mayor. Parecía incapaz de percibir el significado y peso de las muertes de víctimas inocentes. Pensé luego también que la cancha de golf aquí se había convertido en el envoltorio formal, esencialmente el portador estético, en el cual viene el mensaje. Y pensé, finalmente, en profanación.

LA PROFANACION

Me di cuenta que fuera del arte, por tradición y por educación, tendemos a esquematizar los mensajes y a limitarlos a la zona del contenido. Como consecuencia de esto, la "propiedad" de la presentación, su buen tono, pasa a un segundo plano. En esa comunicación simplificada se nos ha ido perdiendo, entre otras cosas, la sensibilidad con respecto a la "profanación", un concepto que normalmente tendemos a relegar al campo de la religión.

Una profanación ocurre cuando el contenido se desarrolla dentro de un envoltorio inadecuado. En ese sentido, los que usan el término "arte de víctima" para minimizar o descartar un arte comprometido con una causa política, sienten que la introducción de temas éticos o políticos en el arte produce su profanación. No soy un entendido en rituales religiosos, pero se me ocurre que dentro de la religión una profanación ocurriría tanto con los actos sexuales ejecutados en el local de una iglesia -para tomar un ejemplo ocurrido recientemente en la catedral de St. Patrick en Nueva York bajo el patrocinio de una emisora comercial de radio- como con las misas celebradas en el local de un prostíbulo. La profanación no es una parte integral de un contenido ni de un lugar. Es algo que se encuentra en el pasaje, en el tránsito, en la idea de lo inadecuado. Es un concepto que surge de una relación fallida entre forma y contenido.

Sería simple si pudiéramos reducir la profanación a una mera discrepancia entre forma y contenido. Pero la fuerza de la indignación religiosa con respecto a la profanación no se basa en una claridad del esquema forma/contenido, sino en su imprecisión. El local de la iglesia o del prostíbulo —o, para el caso, la cancha de golf— no se limita a ser un envoltorio, tiene también (o es) su propio contenido. No hay, en realidad, forma sin contenido (o contenido sin forma), hay siempre un sub-texto o una intención ideológica que hace que la solución formal no sea neutra y que por lo tanto se convierte en parte de un con-texto. El contenido del discurso se refería a un acto de fe, el respeto por la vida humana. A su vez, la cancha de golf daba un contexto de trivialidad. Es por ahí que la jugada de golf podría ser interpretada como un acto de profanación con respecto a las víctimas del terrorismo que Bush estaba atacando, y lo que generó mi primer reacción. En una situación que no incluyera elementos de alta moral, casi religiosos, uno hablaría de impertinencia, que es una versión laica de la profanación.

CREAR IMAGEN

Pero pensando más sobre el asunto me di cuenta que estaba analizando todo esto atado a la vieja dicotomía de forma y contenido. Si en cambio incluía la posibilidad de un propósito, el mismo espectáculo—inesperadamente—podía ser interpretado como una maniobra políticamente brillante. Porque, desde otro punto de vista, Bush creó una situación que extranjeriza y aleja la violencia poniendo (simbólicamente) una cancha de golf de por medio. Usó la situación de modo manifiestamente "explotador de las circunstancias enajenadas de otros"— como alguien que criticara unos ejemplos de arte político en la revista Artforum—, pero no por falta de sensibilidad o ineptitud, sino como un ejemplo de refinamiento político. Como comprobante de mi interpretación, diría que Bush nunca se habría permitido el mismo lujo para expresar su indignación por la demolición de las Torres Gemelas o para ofrecer sus condolencias a los familiares de sus víctimas, casos que por la dimensión local tienen una dimensión religiosa aun más grande, y que por razones de supervivencia política requieren una inmediatez total.

Pero la jugada de Bush fue aun más allá. Sirvió también para (quizás) transmitir su enorme capacidad intelectual y eficiencia como gobernante. Según esta interpretación, Bush se presentó como un líder capaz de manejar problemas internacionales de enorme complejidad sin prácticamente tener que prestarles atención—le queda tiempo mental más que suficiente para ojear la pelotita. Así visto, como planteos de la ajenidad y de la calidad de su liderazgo, el contenido manifiesto de la operación—la indignación—fue usado solamente como una forma, una que a su vez sirvió para transmitir los otros contenidos subyacentes.

El peligro de esta estructura telescópica y ambigua está en que la posible inteligencia de la maniobra solamente se hace evidente en caso de éxito, es decir, un propósito logrado. La definición de éxito aquí se basa en la aceptación del público. Si el público se indignara frente a lo que podría ser interpretado como una falta de respeto hacia la vida humana del extranjero, la conversación en la cancha sería calificada de estúpida y de mal gusto. En este caso parece que hubo inteligencia porque el público no se indignó. Se habla entonces de estilo "presidencial" en lugar de estupidez y los índices de aprobación popular se mantienen o incluso aumentan.

Es en este punto —el de la precisión en la forma de llegar al público— donde se termina definiendo el éxito de la obra, la existencia o no de la profanación, y el mérito o demérito de la operación. Pero la lectura dual de la presentación de Bush también me hizo ver otra cosa. En su operación había una convivencia de dos nociones contradictorias. Por un lado se podía afirmar que en su intercambio con la prensa la forma—el contexto físico—y el contenido aparecen como entidades claramente separadas, tratadas distinta e independientemente, donde el contenido tiene primacía absoluta y una lectura independiente.

Superficialmente importaba qué es lo que Bush estaba diciendo, no cómo y dónde. Por otro lado, subrayando la estructura telescópica y las funcionescambiantes entre contenido y forma, se podía deducir que la forma y el contenido están tan entrelazados entre sí que es casi imposible definirlos independientemente y encontrar la frontera que los separa.

PUNTOS DE VISTA

Cabe notar, sin embargo, que esta contradicción no se debe a que la presentación de Bush—si la estuviéramos discutiendo como una obra de arte— sea contradictoria. No se debe a la obra sino a cómo la vemos. La misma obra es vista simultáneamente desde el punto de vista del artista y del consumidor, sin que hagamos o se nos pida un esfuerzo para diferenciar los casos. La primera interpretación, la de la separación, se da en el artista: hay un propósito y hay una manera de presentarlo, y ahí está la obra para probarlo. Con una arrogancia típica, si no se entiende la obra es por culpa del público. La segunda interpretación se da en la lectura: el propósito, si es claro y legible en la presentación, invade y determina su absorción como algo coherente con ese propósito. En otras palabras, el público trata de descodificar lo mejor posible. En términos de funcionalidad, es la segunda interpretación la que termina teniendo más importancia, y es por eso que es fundamental que el artista tenga claridad sobre cuál es el público al que se dirige.

La razón de que estas dos versiones puedan coexistir es que se nos ha acostumbrado a consumir la obra de arte como un objeto que es obviamente terminal. La responsabilidad del artista hasta cierto punto termina en ella, y la del público solo empieza donde termina la del artista. Si el público es la audiencia apropiada, hay una buena posibilidad que se efectúe la comunicación y la terminalidad de la obra no se nota. El propósito la trasciende.

Al centrar la actividad en el propósito y no en la relación de forma y contenido, se aclara la función del arte como un ejercicio de poder, no importa cuán limitado. Al hacer arte, el artista lo ejerce. Produce algo que no existió antes, tiene la posibilidad de decir cosas que otros no dirían, opera en un campo en el que teóricamente no hay control y donde tiene libertad absoluta. O sea, el artista usa su poder para producir y presentar la obra. Pero con el ejercicio de poder, automáticamente, hay peligro de abuso. En la creación de objetos terminales el artista no se responsabiliza por los efectos que la obra puede tener en el público. Se desarrollan así dos procesos que no necesariamente encadenan correctamente. El posible poder del público queda reducido a la interpretación y posesión del objeto y, más allá del boicot o de la no-compra, no hay una posibilidad de diálogo. El proceso se puede comparar a un corredor que se abre desde el artista hacia el observador, pero nunca llega a ser un pasillo con libertad de circulación.

EL RECEPTOR CUENTA

Suponiendo que la presentación de Bush fuera maquiavélicamente planeada, la obra recién se completa una vez que el público lee lo acaecido en la forma deseada, y el propósito se cumple. En este caso sería una lectura donde la profanación pasa sin ser percibida. Es más, la idea de profanación provendría de una escala de valores completamente externa a ambos, artista y público. Se podría decir que en el ejemplo de Bush soy yo el que está introduciendo esa idea, porque me sirve para interpretar la relación forma/contenido a mi manera. Y es verdad, lo estoy haciendo con toda mala fe y en la presunción de que el que me escucha en estos momentos está de acuerdo y simpatiza conmigo y no con Bush o con su público.

Si la situación construida por Bush fuera una obra de arte sería una obra que funciona correctamente para su público, pero no para el mío, y viceversa. En ambos casos, el pasillo está abierto en una sola dirección. Bush y yo hablamos, el público escucha y con suerte aprueba. Con mala suerte vota en contra, abuchea o masculla insultos. En ambos casos solamente se permite expresar aprobación y desaprobación. El poder real no es compartido, porque son obras terminales. Si esta situación se generalizara a una interacción social más vasta, diríamos que el proceso es uno que esencialmente ignora la posibilidad de una democracia participatoria.

EL PODER ES LA CUESTION

Es en la participación del poder, donde pienso que se ubica, para nosotros, el problema de la relación del arte con la ética. El artista, miembro de una sociedad democrática, demuestra su libre albedrío para crear dentro de un proceso que esencialmente es no-participatorio y se expresa a través de objetos que simbolizan una concentración del poder. Esos objetos, que sacrifican la posibilidad de liberar, quedan como testimonio de una cultura demócrata liberal. Con el arte definido alrededor de estos objetos terminales damos preponderancia a las cualidades fetichistas inherentes a la mercancía y a aquellos a quienes ese fetichismo sirve, al mismo tiempo que minimizamos la dinámica cultural. Nos dejamos atrapar en la relación forma/contenido sin realmente llegar a identificar el propósito y, por lo tanto, somos vulnerables a la manipulación.

Así como en la política tradicional la intención es clara: el poder está para ser acumulado, en el arte la situación no es tan nítida. Quizás aun más que en otras disciplinas, la mercancía artística tiene efectos culturales mientras que, simultáneamente, afecta a la cultura. Los efectos culturales son historiables, analizables e interpretables. La afectación de la cultura cambia actitudes y percepciones. La diferencia entre estas dos características es la que implícitamente permite una elección en la posición que el artista puede asumir frente al poder. En el primer caso se ejerce y se deja un reguero de documentos. Se aumenta el acervo cultural. En el segundo se comparte y se ayuda a expresar. Se transfiere energía a la cultura.

El plantear estos problemas políticos en términos restringidamente artísticos, fuera del contexto social, no hace más que distraernos de nuestro trabajo ético o de nuestra exploración de lo que puede ser ético. Ya no es entonces un problema de forma contra contenido, sino (como me dijera Ana Tiscornia después de leer una primera versión de esto) un problema de contenido contra contenido, que solamente adquiere sentido una vez que se entiende a qué propósito ellos sirven. Es por eso que limitarse a politizar el contenido narrativo no ayuda. Es por eso que el arte tiene que ser utilizado como un instrumento político, en lugar de una representación política. Es solamente así que nos podemos conectar con nuestra ética en lugar de ilustrarla. La lección fue clara. Gracias, presidente Bush.

Claro que todo lo que precede fue escrito mucho antes de la amenaza de una guerra inminente. Hoy podría seguir analizando las actividades de Bush en términos artísticos. De que hay un sentido artístico en todo esto ya no cabe duda: de otra forma no habrían tenido que tapar el tapiz del Guernica durante la presentación de Powell en las Naciones Unidas. Nos encontramos frente a dos posibilidades. Una es que mi presentación actual pueda quedar como famosas últimas palabras, las que luego podremos seguir discutiendo en el infierno. En este caso nos podríamos haber ahorrado el tiempo aquí invertido, y es ese el sabor que tengo en la boca. La otra, que Bush está experimentando con otra jugada brillante, una que ilustra los peligros del abuso de poder para, a último momento, retornar a la realidad. Aunque el segundo caso es más estético, en ambos casos se subraya la importancia de una conexión ética y los peligros que pueden presentarse al dejarla de lado. Así que, una vez más, gracias, presidente Bush. Y en el segundo caso no tanto por la jugada, sino por la posible magnanimidad de permitirnos seguir con vida.

 

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