Serie: La Responsabilidad (XCXIII)

¿Está cerrado el debate acerca de la fundamentación de principios morales?

La Ilustración y la fundamentación de la ética

Andrés Crelier

En el famoso texto Qué es la Ilustración, Kant se pregunta si la suya es una época ilustrada, y su propia respuesta es que se trata más bien de una época de "ilustración", es decir, una época que forma parte de un plan, programa o proyecto más amplio. En ese carácter de "proyecto" que Kant asigna a la Ilustración, está implicado el futuro.

Más de dos siglos después, no está aún determinado si compartimos ese proyecto, o si, por el contrario, se nos ha hecho evidente su fracaso.

EL PROYECTO ILUSTRADO DE FUNDAMENTAR LA ETICA

En la Ilustración surge la idea de que el hombre tiene el deber de realizar un "progreso moral", lo cual implica que es libre y que puede determinar su voluntad de manera "racional". La noción de progreso, tan simple como parece, ha exigido enormes esfuerzos teóricos a los filósofos que se ocuparon de la moral. En efecto, ¿cómo establecer de manera segura cuáles son las ideas que señalan el camino de la mejora moral?

Antes de entrar en el debate al que invita la pregunta anterior, resulta conveniente esbozar de manera un tanto más precisa los rasgos generales del proyecto ilustrado de fundamentar la ética.

La Ilustración, que surgió entre los siglos XVII y XVIII y provocó cambios revolucionarios en la cultura y en la sociedad, desarrolló un programa de carácter eminentemente filosófico. En el ámbito de la filosofía teórica, la "gnoseología" buscó un camino de acceso a la Naturaleza a través de la razón y de los sentidos, manteniendo un esquema de justificación que anteriormente apelaba a la autoridad y que ahora intenta recurrir a principios seguros del conocimiento. Resulta paradigmática, al respecto, la duda metódica de Descartes, cuyo fin es evitar todo prejuicio y llegar a un "punto arquimédico" de certeza para el conocimiento.

De manera análoga, en la filosofía práctica surge la exigencia de una justificación racional de la ética. Se busca asentar la esfera moral, que ahora constituye un ámbito independiente, en nuevos fundamentos racionales y seculares. Kant propone como principio moral supremo la autonomía de la voluntad, es decir, la exigencia de que la voluntad se determine por su propia ley. Esto equivale a actuar como lo exige el "imperativo categórico", a saber, según aquella máxima que se pueda querer como ley universal. Sin entrar en temas específicos de la filosofía kantiana, importa señalar que el imperativo categórico es concebido como un procedimiento para juzgar moralmente los actos. Se trata quizás del mejor ejemplo de aquello que la Ilustración aspiró a brindar al debate público, a saber, criterios y métodos de justificación racional para evaluar el carácter moral de las acciones.

La búsqueda de principios universalmente válidos concluyó, a su vez, en la idea clave de que esos principios ya existen y que la tarea de la filosofía consiste en sacarlos a la luz. Su validez es independiente de la sociedad y la cultura, y una vez formulados, ningún ser racional podría negarlos. Al mismo tiempo, deben estar ligados a una clase de racionalidad práctica que no se subordine a ningún fin exterior a ella y que sea de una naturaleza superior a la racionalidad meramente instrumental. W. D. Ross, un filósofo que compartió en pleno siglo XX los supuestos ilustrados, ofrece una analogía que sirve para clarificar la manera en que se concibieron los principios éticos. La mente humana, sostiene este filósofo, "tiene en realidad una visión a priori de ciertos vastos principios de la moralidad", lo cual se debe a que "hay un sistema de verdad moral tan objetivo como debe serlo toda moral."

Mientras que anteriormente todo sistema moral se apoyaba en alguna concepción metafísica previa, en alguna base cósmica o religiosa, la nueva concepción de la esfera práctica exige, por el contrario, que esta no derive sus leyes de un ámbito exterior a sí misma. Si ya no se puede apuntalar la moral en la religión, tampoco está permitido hacerlo exclusivamente en las propias cultura y tradición. Precisamente, un aspecto central del proyecto ilustrado es el distanciamiento reflexivo que promueve con respecto al ethos –es decir, al fenómeno multiforme de la moral-, exigencia que configura de algún modo una condición para tener acceso a los principios morales. Si bien quizás no ha habido nunca en Occidente una vida comunitaria sin reflexión, la exigencia de un entendimiento reflexivo es mayor en la sociedad moderna, lo cual parece indicar un camino sin retorno.

En el contexto de la exigencia ilustrada de tomar distancia frente a las normas recibidas, la razón debe reemplazar a la autoridad en la justificación de los principios morales. Como consecuencia, la propia cultura, la propia época y la propia tradición pueden ser juzgadas recurriendo a principios morales racionalmente fundamentados, ya que estos revisten un carácter de universalidad que no puede cuestionarse desde la mera vigencia de normas particulares. Y no solo se trata de que los principios sean universales, sino también –particularmente desde que Kant formulara el imperativo categórico- de que una norma moral debe poder universalizarse.

Hay que señalar, finalmente, que los elementos incluidos en este esbozo no son exclusivos del proyecto moral ilustrado iniciado en los siglos XVII y XVIII. Es posible pensar que se encuentran in nuce en otras culturas y tradiciones, y de manera eminente en la ilustración griega del siglo V a. C. Incluso se puede pensar, junto con Ross, que el progreso moral es posible debido a que siempre ha habido hombres que tomaron distancia de su propia época y practicaron una moralidad superior a ella en algunos aspectos.

DIAGNOSTICOS Y RAZONES DE UN APARENTE FRACASO

Las aspiraciones ilustradas hasta aquí expuestas tuvieron, como todo en el mundo de las ideas, su auge y su decadencia. Es así que el siglo XX se encargó de poner en duda sus fundamentos y sus efectos prácticos desde múltiples perspectivas, y hasta se declaró caduco al proyecto ilustrado en su conjunto.

Muchos autores juzgan a la Ilustración a partir de la consideración de sus frutos, expresados en la cultura contemporánea. La Escuela de Frankfurt, especialmente en la etapa que llega hasta los años sesenta del siglo XX, adjudicó a ese proyecto una concepción de razón instrumental causante de las desgracias más grandes que azotaron a la humanidad en los últimos tiempos. La misma idea es compartida por los autores llamados "posmodernos", que suman desde los años sesenta del mismo siglo una variedad de ataques a una razón moderna que consideran felizmente superada.

Entre la variedad de críticos del proyecto ilustrado, cuya completa reseña excede los límites de esta introducción, se puede mencionar también a los llamados "comunitaristas", grupo de pensadores que surge en las últimas décadas del siglo XX, en el ámbito anglosajón. Resulta apropiado reseñar brevemente la postura de dos de ellos, ya que sus puntos de vista expresan algunos de los reparos más recientes al proyecto ilustrado.

Alasdaire MacIntyre, quizás el más radical de ellos, sostiene que la nuestra es una cultura incoherente, constituida por fragmentos sociales y culturales heredados de diferentes tradiciones y distintas etapas de la modernidad. Esto se expresa en los evidentes desacuerdos que existen en nuestros días acerca de cuestiones morales, políticas y culturales básicas, desacuerdos que se extienden hasta los mismos procedimientos propuestos para resolverlos y se esconden tras una retórica de consenso. Como consecuencia, la imposibilidad de llegar a conclusiones racionalmente justificables coexiste, para MacIntyre, con luchas entre grupos particulares para imponer las propias convicciones.

Charles Taylor, sin ser tan extremo en sus planteos, habla de un "malestar de la modernidad", cifrado en el olvido de las "fuentes morales" por parte de la filosofía y la sociedad contemporáneas. Nuestra cultura es experimentada como una pérdida de los horizontes que en el pasado daban un sentido al mundo y a la vida social; se ha ampliado el alcance de la razón instrumental y se ha acentuado el giro subjetivo que empobrece las vidas y vuelve tentativas e inciertas las creencias morales.

Se trata, tanto en el caso de Taylor como en el de MacIntyre, de una lectura "en negativo" del proyecto ilustrado, según la cual los valores de la autonomía, la libertad del individuo y el distanciamiento reflexivo con respecto a las tradiciones del pasado, son vistos como las causas de los males de la cultura contemporánea. Esa visión de las cosas habilita a MacIntyre a hablar del "fracaso" de la Ilustración y a adelantar una razón histórica del mismo, relacionada con el rechazo moderno de la tradición aristotélica. Sin una visión teleológica como la de esa tradición, y sin una idea de la naturaleza humana como la cristiana, el intento de descubrir nuevos fundamentos racionales y seculares no pudo, según él, resistir las críticas racionales. Como consecuencia indeseable –recalcada crudamente por Nietzsche-, la moralidad se ha transformado en una máscara y no hay argumentos que oponer al "emotivismo", ya encarnado en nuestra cultura, que considera a toda moral como una expresión subjetiva.

Karl-Otto Apel, desde una perspectiva muy diferente, coincide con los comunitaristas en que hoy domina la concepción weberiana de la moral como un asunto privado, alejado de la neutralidad de la vida pública.

Dicha concepción ha sido provocada, entre otras cosas, por la exigencia de neutralidad que caracterizó a la ciencia moderna. La ley moral ya no pudo ser vista como una ley natural y se impuso un modelo de racionalidad científica, según el cual se empezó a considerar imposible una fundamentación de la ética.

A pesar de que el balance negativo acerca de los efectos de la razón instrumental o la verificación de un malestar en la cultura moderna, a los que estos diagnósticos hacen referencia, no se desarrollan en el nivel de los argumentos propiamente filosóficos acerca de la fundamentación de la ética, existe una conexión entre ambos niveles expresada en la idea de que, si los efectos prácticos sugieren que la Ilustración fue un fracaso, algo debió andar mal en el plano de esos argumentos. En tal sentido, incluso quienes se ocupan de problemas éticos relativamente abstractos no dejan de tener en cuenta sus posibles efectos prácticos, ya que una disciplina que recibe el nombre genérico de "filosofía práctica" no puede desentenderse totalmente de las posibles consecuencias de las teorías.

Sea como fuere, las críticas al proyecto ilustrado también se desarrollaron en el nivel de los argumentos filosóficos. Es posible presentar a Nietzsche como el filósofo que realizó la crítica paradigmática a las pretensiones ilustradas de una ética fundamentada racionalmente. En él abrevan aún los autores posmodernos y con él discuten, entre otros, los comunitaristas. Su desafío radical consistió, como se menciona más arriba, en sostener que toda moral es una máscara, una ficción, un invento fechable que se ha vuelto la carne moral del hombre moderno. Su "genealogía de la moral" pretende justamente rastrear el origen de esos prejuicios, con el fin de mostrar su carácter de ficción.

Si bien esta genealogía confunde vigencia con validez y por lo tanto tiene tan poca conexión con el nivel de los argumentos como quienes critican a la Ilustración por sus efectos prácticos, al proponer que los conceptos morales son una ficción Nietzsche plantea un dilema auténticamente filosófico, que se puede enunciar como "moral o poder". La solución nietzscheana de ese dilema consiste en una promoción explícita de la "supremacía de principio que poseen las fuerzas espontáneas, agresivas, invasoras...", y constituye por lo tanto un fuerte desafío a la moral. Un rasgo poco feliz de esta clase de planteos es su afinidad con ideologías autoritarias en general, ya que si para Nietzsche la fuerza es inimputable, y toda moral una ficción, no hay fundamentos para pelear contra ninguna tiranía pero sí los hay para justificarla.

Lo desagradable de estas consecuencias teóricas, de las que poca conciencia han tomado los posmodernos y los neo-nietzscheanos, no quita el desafío que Nietzsche plantea al proyecto ilustrado, al pasarles la carga de la prueba a los que intentan fundamentar la moral. El tema de la fundamentación se vuelve acuciante y queda en evidencia la insuficiencia de, por ejemplo, los fundamentos intuicionistas que a principios del siglo XX propusiera la ética material de los valores, de Scheler y Hartmann, o el mero reconocimiento de que no podemos vivir sin usar términos morales en nuestra vida cotidiana.

Pero las críticas al intento ilustrado de fundamentar la moral no provienen solo de Nietzsche y sus seguidores contemporáneos, sino también de parte de quienes se consideran herederos de Kant, acaso la figura central de ese proyecto. Así, Apel afirma que el propio Kant renunció a la fundamentación trascendental de la ética y postuló, en su lugar, que la ley moral era un "hecho de la razón pura". Y Ernst Tugendhat sostiene que ese filósofo, para no caer en un regreso al infinito, parte de la idea misma de fundamentación asociada con un concepto de razón que no es posible defender, por su misma indeterminación. Finalmente otros filósofos, como Hans Albert, rechazan de plano el proyecto mismo de fundamentar cualquier clase de conocimiento.

A esto hay que agregar la simple evidencia de que, si la Ilustración tenía por objetivo el establecimiento de principios a los cuales toda persona racional pudiese acudir, la comprobación de que ni a nivel político, ni a nivel filosófico, existe un acuerdo acerca de cuáles son esos principios y cómo se fundamentan, constituye, si no un argumento, al menos un sugerente elemento de prueba a favor de la tesis de su fracaso. En ello insiste MacIntyre, quien incluso sostiene la dudosa tesis de que la filosofía analítica ha establecido que no hay fundamentos para tales principios.

La incompleta recensión de estas críticas –expuestas además, por razones de espacio sin el detalle que ellas merecen- tiene como objetivo mostrar desde qué perspectivas y hasta qué punto es cuestionado el proyecto ilustrado. Se ha criticado a la razón ilustrada sus nefastos efectos prácticos, el exagerado individualismo moderno, la ficción moral a la que la Ilustración pretendió dar fundamentos racionales y la existencia misma de esos fundamentos. Y, paradójicamente, los que no hablan de "fracaso" no son menos incisivos, al señalar la desmesura de los intentos de fundamentación, que los que declaran caduco ese proyecto, e incluso proporcionan a veces argumentos más contundentes y con mayor rigor conceptual en favor de un diagnóstico que no comparten. ¿Se trata, en definitiva, de un diagnóstico irrefutable?

Nietzsche o Kant

A pesar de todas las críticas reseñadas, se puede sostener que los diferentes enfoques acerca de la Ilustración configuran un debate que aún no se ha cerrado. Al nivel de los efectos prácticos, la defensa de la razón ilustrada es asumida por quienes, como Ricardo Maliandi, creen que no se le pueden adjudicar todos los males recientes, como si la razón fuera responsable de actos irracionales que ni siquiera son una novedad del período moderno. Y al nivel de los argumentos filosóficos, la discusión acerca de la fundamentación de principios éticos racionales tampoco ha concluido. Tugendhat, por ejemplo, rechaza todo intento de fundamentación fuerte –al que considera como residuo de la moral religiosa-, pero reivindica una moral plausible, cuyo contenido es precisamente el imperativo categórico kantiano.

¿De qué manera se incluyen en la modernidad, en cambio, los que reniegan de ella? Si bien Charles Taylor plantea algunos reparos a algunos de sus aspectos, propone también estar a la altura del ideal moderno de autenticidad. MacIntyre, por el contrario, rechaza todo el proyecto de manera categórica. Sin embargo, es perfectamente posible considerar a este filósofo como un ilustrado sui generis. En particular, es posible sostener que su repudio de las relaciones instrumentales propias del emotivismo de las sociedades modernas se debe a la propia Ilustración, a pesar de su rechazo expreso de la noción de "derechos humanos" como una ficción.

Lo mismo sucede con su apelación constante a la "argumentación racional" –como si esa noción no estuviera conceptualmente ligada a la idea moderna de criterios racionales de justificación, que él rechaza de plano-, o incluso con su crítica de algunas creencias metafísicas contemporáneas y su alarma frente a la barbarie que se avecina. Finalmente, también se aprecia la herencia moderna en su intento de encarnar la investigación racional en la tradición –lo cual equivale a querer recuperar a la tradición como una condición de posibilidad de la razón-, y en su análisis cuasi universalista acerca de lo que hay de común en todas las tradiciones.

Como se ve, muchas de las posturas más críticas no dejan de ser ilustradas, de modo que es posible afirmar que el debate no solo no se ha cerrado sino que se desarrolla dentro del espacio abierto por la Ilustración. La conclusión puede parecer algo apresurada, pero se hace más evidente cuando se considera la dificultad de renunciar a ciertos ideales modernos. Si bien se discute fuertemente la posibilidad de demostrar un fundamento sólido para la ética, nadie rechaza la importancia de la libertad encarnada en instituciones o el valor de la tolerancia, así como nadie deja de repudiar la injusticia y la manipulación de los seres humanos, por citar algunos ideales que están presentes en quienes supuestamente rechazan el proyecto ilustrado. Es posible concluir, al respecto, que existe un mayor consenso acerca del contenido de la Ilustración que acerca de cómo justificarlo racionalmente.

El hecho de que hasta los críticos del proyecto acepten esos ideales y discutan una constelación de temas típicamente modernos, sugiere asimismo que es correcta la interpretación de la Ilustración como el comienzo de un camino al que ya no se puede recorrer en sentido inverso, de modo que ya es imposible anular la distancia reflexiva y la autonomía que ese camino posibilita y exige. La Ilustración, según esta visión de las cosas, nos dejó un legado al que no podemos renunciar, entre otras razones porque renunciar implica elegir desde una distancia reflexiva, típicamente moderna.

Solo parece haber una perspectiva, que parece situarse afuera de este debate, en una oposición total. Se trata de Nietzsche, quien reconoce como un valor, por ejemplo, la crueldad de la "bestia rubia" encarnada en pueblos históricos que han ejercido la violencia sobre otros pueblos. Ni siquiera hay por detrás de la fuerza, para este filósofo, un sujeto libre que decida actuar o no actuar, ya que "el agente ha sido ficticiamente añadido al hacer, el hacer es todo". De este modo, "quien puede mandar, quien por naturaleza es ‘señor’, quien aparece despótico en obras y gestos - ¡qué tiene él que ver con contratos! Con tales seres no se cuenta, llegan igual que el destino, sin motivo, sin razón, consideración, pretexto, existen como existe el rayo, demasiado terribles, demasiado súbitos... no saben lo que es culpa, lo que es responsabilidad". La fuerza resulta doblemente inimputable, porque es fuerza y porque no hay un sujeto responsable de ella. Nietzsche no sólo plantea una vez más el dilema "fuerza o moral", sino que justifica la fuerza y se regodea en las consecuencias de esa opción.

A pesar de que tanto él como los autores posmodernos que lo siguen parecen oponerse de manera rotunda al proyecto ilustrado, si se toma en cuenta que una de sus actividades características es el desenmascaramiento de las ficciones morales, hay que considerarlos como autores modernos, que también participan del debate en cuestión. En verdad, los intentos por establecer fundamentos firmes de la ética fueron siempre acompañados de intentos por derribar lo construido, muchas veces con el justificado objetivo –típicamente moderno- de desenmascarar quimeras. Se trata de dos actividades que se requieren mutuamente.

En suma, es posible pensar que, bajo las posturas más moderadas, el debate ilustrado propone un agudo dilema, constituido por dos opciones extremas. O bien, siguiendo a Nietzsche, se piensa que todo fundamento moral es una ficción y se adopta un escepticismo destructivo, o bien, siguiendo a Kant –una de cuyas obras sobre ética se llamó justamente Fundamentación de la metafísica de las costumbres- se hacen los esfuerzos por construir un fundamento válido de manera universal. Los riesgos del fracaso de esta última opción incluyen, por lo pronto, la caída en el emotivismo, la reducción de los valores morales a una elección subjetiva e incluso la justificación de la fuerza.

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