La revolución tupamara

Hebert Gatto

Los tupamaros, al igual que la mayoría de los grupos de la izquierda de la década de los sesenta, nunca pusieron en duda la necesidad de la revolución armada como herramienta para imponer en el Uruguay la ansiada sociedad socialista. Su originalidad radicó en que creyeron que las condiciones para su éxito no eran necesariamente preexistentes a la aparición de una voluntad revolucionaria más o menos generalizada. Sostuvieron que ella podía generarse sobre la marcha, en un proceso que se auto alimentaba.

"En la primera mitad del siglo XX la crítica de Occidente fue la obra de sus poetas, sus novelistas y sus filósofos. Fue una crítica singularmente violenta y lúcida. La rebelión juvenil del 60 recogió esos temas y los vivió como una apasionada protesta.(....) Fue un fenómeno que nuestros sociólogos aún no han sido capaces de explicar. Negación apasionada de los valores imperantes en Occidente, la revolución cultural de los 60 fue hija de la crítica, pero, en un sentido estricto, no fue un movimiento crítico. Quiero decir, en las protestas, declaraciones y manifiestos de los rebeldes no aparecieron ideas y conceptos que no se encontrasen ya en los filósofos y los poetas de las generaciones inmediatamente anteriores. La novedad de la rebelión no fue intelectual sino moral. Los jóvenes no descubrieron otras ideas, vivieron con pasión las que habían heredado. En los 70, la rebelión se apagó y la crítica enmudeció."
(Octavio Paz, "Tiempo nublado")

La guerrilla fue el mayor exponente de lo que puede calificarse como el ultra voluntarismo, por más que inscripto en un discurso cientificista-determinista como fue y es el marxismo, en casi todas sus versiones. Su disparidad con otros grupos de izquierda, fundamentalmente con los comunistas, no radicaba, pese a matices, en temas de principio referidos a los fundamentos últimos de la doctrina, ni a la pertinencia moral de la revolución socialista, sino a una cuestión táctica o instrumental: su convicción de que era posible comenzar de inmediato la lucha armada incluso en la pacífica sociedad uruguaya de la década del sesenta.

Una comunidad donde fuera de la breve interrupción terrista regía, desde principios del siglo XX, una democracia liberal estable y una cultura mesocrática y dialogal que con capacidad para integrar la fuerte corriente inmigratoria europea hacía décadas que había enterrado la tradición montonera.

Los guerrilleros pensaron resolver esta dificultad contextual que consideraron menor, asumiendo el rol de una vanguardia poseedora de una novedosa herramienta: el "foco urbano", no ya una base territorial definida sino una presencia ofensiva difusa pero sostenida, desarrollada mediante agentes ocultos en la gran ciudad.

UNA MUTACION CIVILIZATORIA

A partir del foco y de su "efecto demostración" creyeron factible generar las condiciones para un alzamiento popular generalizado. Sumaron a esa táctica su confianza, compartida con toda la izquierda de la época, en la crisis general del capitalismo, exteriorizada en su percepción de la creciente inestabilidad social y económica de ese modo de producción. La ratificaron magnificando la relevancia de las revoluciones socialistas y nacional antiimperialistas por entonces en curso en los márgenes del mundo desarrollado y la coronaron con un aporte teórico propio: un esquema interpretativo vernáculo sobre la debilidad del capitalismo de las periferias, que expresaba en términos "científicos" sus aspiraciones políticas.

Aludimos a la también compartida "teoría de la dependencia", renovación de los viejos planteos antiimperialistas de comienzos del siglo XX que trasladó al lenguaje de economistas, sociólogos y antropólogos de izquierda, no tanto a Carlos Marx -poco necesitado en ese terreno de mediadores- sino a Franz Fanon, y su desgarradora visión tercermundista de lo que él denominó, en apelación que conseguiría difusión universal, los "condenados de la tierra", es decir los pobres entre los pobres.

Este planteo político-económico que inaugurado por Paul Barán en 1956, renegaba definitivamente del capitalismo como instrumento para el desarrollo de las "colonias y semicolonias", sumado a la nueva vía que abría la triunfante revolución cubana prologando las inminentes revoluciones latinoamericanas, resultó del todo irresistible para la intelectualidad uruguaya, enrolada desde comienzos de la segunda guerra mundial en un equidistante pero precario tercerismo entre ambos contendientes de la guerra fría.

Cuando los barbados guerrilleros tomaron el poder, la neutralidad crítica que el tercerismo intelectual había mantenido entre "los dos imperialismos" comenzó a plegarse a las evoluciones del gobierno de la isla para, al cabo, acompañar su condena lisa y llana de la política de los EE.UU, y al mismo tiempo reconsiderar su anterior rechazo a la URSS, transformándolo en una mirada crítico comprensiva –ni entusiasta ni cariñosa- hacia el campo soviético. Un mundo donde, como admitieron paulatinamente, pese a las dificultades y errores, aún así se "construía el socialismo".

El proceso, visto a la distancia, constituyó un sinuoso y no siempre fácil desplazamiento desde el "socialismo independiente", que el tercerismo cultivaba en sus orígenes -nos referimos a un modelo descentralizado, autogestionario o de matriz cooperativa pero con libertades políticas- hasta el socialismo a la cubana con el que, no sin desgarramientos internos, concluyeron el tránsito.

Llegada la década del sesenta y a influjos de lo que ocurría en el mundo este conjunto de convicciones políticas desbordó sus objetivos primarios y se transformó en una hipercrítica cultura renovadora cuyas metas ya no eran únicamente la sustitución del modelo económico capitalista, pese a la importancia de este empeño, sino una mutación civilizatoria que se pretendía de alcance planetario y que ni siquiera se detendría ante la biología. Un empeño de tal intensidad que renovaría las conductas heredadas por centenas de millones de hombres y mujeres en todas las latitudes abriendo paso a una sociedad sin explotación.

Para ello planeaban valerse de un redivivo jacobinismo sustentado en un marxismo crítico que superando el evolucionismo de la línea Marx-Engels-Plejanov-Lenin, se transformara en un huracán –como Sartre, uno de sus portavoces, calificara a la revolución cubana-, que con epicentro en el mundo subdesarrollado arrasaría una civilización corrupta y explotadora para fundar, sobre sus ruinas, un nuevo mundo y un nuevo ser humano.

Esta renovación cultural tendría tal dinámica que ni siquiera respetaría la exangüe realidad del socialismo soviético el que también sería perfeccionado por sus ondas de choque. Tal fue, mirado con la necesaria distancia, la vocación de este proyecto que parecía carecer de límites.

LA TOPOGRAFIA DE LA IZQUIERDA

Interrogarse sobre sus alcances reales o sobre sus posibilidades, en términos de su efectiva inserción popular, no era tema que preocupara a los sesentistas. Ellos, acaudillados por los intelectuales vernáculos, se sentían el pelotón de avanzada, los representantes de lo mejor y más generoso, del pensamiento de Occidente, su más pura conciencia moral; además de quienes, en el caso de los guerrilleros, a riesgo de su vida, concretaba en hechos sus consignas.

De esa matriz, ratificada por la efectiva presencia de Cuba y por el deslumbrante éxito de la gesta vietnamita –por entonces la síntesis más cabal de nacionalismo y socialismo con la que un conjunto de campesinos desarrapados derrotaban a la primera potencia mundial-, surgieron las guerrillas latinoamericanas, entre ellas el MLN.

Una guerrilla que en todo aquello que la relacionó con sus congéneres continentales obedeció a una cultura política epocal que se diseminó por el mundo subdesarrollado y particularmente por gran parte del territorio de América Latina, y en lo que tuvo que ver con sus tonos locales, con sus características más propiamente uruguayas, con las acumulaciones, éxitos, logros y falencias de nuestra coyuntura.

Ambos aspectos, mediados por las particularidades del campo intelectual nacional y su particular percepción y capacidad de refracción de las dos influencias que sobre el mismo incidieron.

En un esquema explicativo, que proyectado en dos dimensiones, nos daría un conjunto de círculos concéntricos, la primera de cuyas bandas constituida por el entorno exterior y su influencia, la siguiente por la coyuntura nacional, ambas incidiendo sobre el círculo de los intelectuales, el que a su vez circunscribe al espacio central conformado por los guerrilleros. Y que, sin desconocer la posibilidad de otras variables de mayor generalidad y menor visibilidad, prioriza la influencia cultural externa, como determinante principal, aunque no única, del fenómeno guerrillero uruguayo.

Hacia la interna de la izquierda la guerrilla resolvió por su mera presencia un viejo debate que abarcaba aspectos referidos a las características o fases alcanzadas por el capitalismo; las posibilidades de éste para superar o "desarrollar el subdesarrollo" y las particularidades socioculturales de estas áreas (existencia o no de una burguesía con intereses nacionales, grado de extranjerización de las oligarquías, actores revolucionarios reales o potenciales, etc).

Simultáneamente la táctica revolucionaria desplazaba cualquier alternativa evolutiva, centrando el debate exclusivamente en los medios para el quiebre revolucionario: guerrilla urbana o rural, insurrección, doble poder, movimiento, partido, vanguardia, relaciones con las masas, etc. Con estos planteos los instrumentos (y su problemática), desplazaron la cuestión de los fines.

A partir de estos planteos la topografía de la izquierda quedó claramente delimitada: el culposo "reformismo" comunista -tan parecido a la despreciada socialdemocracia- en un extremo, la izquierda sesentista y su lucha armada en el otro, y un centro indeciso, de progresiva simpatía tupamara, pero no totalmente decidido a la acción directa. Sector que nucleaba a muchos de los votantes y simpatizantes del partido socialista y a grupos de la izquierda independiente que el ingenio de la época definía como los "bocamaros".

En este encuadre, "¿qué hacer?" y "cuándo hacerlo", quedó contestado por las dos opciones tácticas señaladas; "¿por qué hacerlo?", "¿o con qué fundamentos político-morales?", no constituyó una pregunta para ninguna de las izquierdas del período, excepto para algunos sectores minoritarios de su expresión cristiana.

Lo cierto era que en el Uruguay el MLN traducía en hechos concretos lo que hasta ese momento había sido un discurso, una muestra retórica de principios, y en algún caso, una polémica interna de la izquierda. Que, pese a su marcada presencia social, constituía un sector del espectro partidario global de presencia poco más que testimonial.

La guerrilla también expresaba la creciente ajenidad e impaciencia crítica, respecto a los ritmos nacionales, de la parte de la juventud estudiosa más influenciada por sus mentores intelectuales. Malestar originado en la injusticia social que percibían a su alrededor, en la incapacidad, para ellos absoluta, de los elencos políticos tradicionales, en la creciente postergación de sus expectativas y en la certeza, originada por su nivel educativo y su cultura política, de tener medios para superar inacción e injusticia y no poder hacerlo, dada su lejanía del poder. Demasiadas certidumbres para tantas, cotidianas, frustraciones.

Desde tales presupuestos la estrategia del MLN, siguiendo a sus mentores intelectuales, daba definitivamente la espalda a la tradición democrática, que con algunas renuncias, como las "democraduras" de los treinta, se había afianzado en el país desde principios de siglo. Procesaba así un quiebre decisivo con los partidos tradicionales y una radical inflexión respecto a la cultura política liberal -y sus correspondientes sustentos éticos. Con ello se alejaba no sólo de de la realidad política que lo circundaba, que sentía empantanada y triste, sino también del conjunto de principios que la sustentaban y que pese a la crisis, aún se mantenían vivos. Al desconocer, no ya su mala aplicación sino su esencia misma -es decir al ignorar a la democracia liberal-, la guerrilla se afilió, quizás sin clara conciencia de ello, a la gama de teorías éticas perfeccionistas (incluyendo en ellas la mayoría de las morales religiosas y la marxista).

UNA MUTACION CULTURAL

Con ello no sólo se alejó de la democracia:, también lo hizo del liberalismo filosófico-político en el sentido más lato –incluyendo en el mismo concepciones que no se reconocen como estrictamente liberales, como la "ética discursiva" de Apel y Habermas, o el denominado socialismo liberal. Simultáneamente y como consecuencia dejó de lado los tres principios claves para que los ciudadanos puedan desarrollar, en condiciones de igualdad, lo que cada uno de ellos entiende por una "vida buena": el respeto -privado e institucional- a las convicciones de los individuos; la libertad de cada uno para cuestionar y revisar sus propias decisiones; la generación de un ámbito institucional que facilite estas opciones. Es decir como sostiene Rawls, aquello que define al "estado neutral"; el que no prohija (por lo menos en un sentido fuerte), ninguna concepción de la vida buena para sus ciudadanos, ni escoge, sin su concurso, el concepto de justicia que regulará la vida institucional de la comunidad.

De hecho, llevada por su utopismo, la guerrilla no asumió la importancia de lo que abandonaba, no sólo porque la política nunca se desarrolla en la asepsia de la academia, sino porque los partidos tradicionales, pasada la segunda guerra, perdieron progresivamente el apoyo de los intelectuales y con ello la capacidad para recordárselo. Enfrentados a las urgencia de la política cotidiana y la guerra fría, con demasiado frecuencia sus argumentos para combatir la insurgencia se redujeron a la histeria anticomunista más burda y a la defensa emocional de las tradiciones, en una estrategia a la larga contraproducente.

Fue en medio de este contexto ideológico, enmarcado por el clima de crisis que afrontaba el Uruguay de los sesenta, que hacía que los principios igualitaristas que pocos años antes todavía distinguían al país se degradaran cada vez más, donde debe situarse la aparición de la guerrilla. Un movimiento que si bien surgió en ese clima de desazón y pérdida de confianza, y que templó sus convicciones con la represión que el autoritarismo pachequista propició, no apareció como herramienta para derrocar ninguna tiranía política sino para liberar al Uruguay de la explotación burguesa-imperialista e instaurar en su lugar el socialismo. Y que, en aras de su necesaria extensión continental, exigió que nuestro país se constituyera en otra muestra del collar de levantamientos que del Cabo de Hornos hasta México alumbrarían la soñada patria latinoamericana de los Próceres.

Es también en relación a este clima de mutación cultural -socialmente acotado, pero muy intenso- que debe valorarse este proyecto que la abrumadora mayoría de los uruguayos rechazaba (y que por tanto estaba muy lejos de dar fundamento a una guerra justa), pero que a ojos de gran parte de los intelectuales aparecía dotado de una necesidad que no admitía réplica. Por ello, como desarrollamos largamente, no puede aceptarse que el sesentismo del MLN, tuviera -aun parcialmente-- objetivos liberales o que sus integrantes profesaran una suerte de reflejo preventivo dirigido a defendernos de una futura e inexorable dictadura de derechas. Esto constituye un sofisma retrospectivo que concluye en una notoria falsificación histórica. La sostenida prédica del MLN, largamente explicitada en una profusa documentación y su toda su práctica histórica, contradicen este anacronismo.

Sí, como efectivamente ocurrió, la aparición de los tupamaros colaboró, aunque no determinó –por lo menos en forma exclusiva-- la emergencia reactiva del autoritarismo de los gobiernos de la época, ello, en los planes del Movimiento, no era una consecuencia a deplorar. Por el contrario, como expresamente manifestó, ayudaba a crear las condiciones para la lucha emancipadora; creaba ámbitos para que las masas asumieran la explotación en que vivían. En este sentido a la guerrilla, en contraposición a lo que sostenía el resto de la izquierda, bastante más prudente respecto a la oportunidad insurreccional, le era esencialmente indiferente la naturaleza política del gobierno capitalista con que se enfrentaba.

Por eso -vale insistir porque el punto es esencial para la valoración del fenómeno- para los tupamaros la guerra era "justa" por la naturaleza del enemigo; porque ella se desarrollaba contra el capitalismo, fuere cual fuere la forma política en que éste se manifestara. Lo era en tanto instalaba una sociedad que suponían libre de cualquier forma de explotación económica. Para los tupamaros la única forma de justicia aceptable sobre esta tierra.

Este absolutismo moral se basaba en un conjunto de prejuicios de naturaleza metafísica asumidos como dogmas que definían la cultura sesentista: a) la existencia potencial de un estado social objetivo de bondad y justicia, inhibido por un orden de maldad socioeconómico que impedía su emergencia; b) un fuerte optimismo antropológico que los inducía a creer que el futuro estado social generaría por sí seres altruistas y despojados de cualquier defecto (el hombre nuevo); c) la convicción que el óptimo social era alcanzable, por lo que todo emprendimiento reformista, que transara con lo menos malo, resultaba desechable, d) la creencia, acríticamente heredada del marxismo clásico, que la historia trabajaba a su favor y e) la certeza que el materialismo histórico y dialéctico, como ciencia de la sociedad y la historia, había descubierto la dirección u objetivo del devenir.

Como expresábamos, cualquier teoría de la justicia edificada sobre exigencias tan fuertes no puede eludir el perfeccionismo ético. Ni soslayar sus consecuencias: la arrogancia moral y el radicalismo político, aquel que transforma sin mediaciones ni evaluaciones de su factibilidad principios abstractos en proyectos ignorando las reales preferencias de sus "beneficiarios". A la vez que practica una voluntad intervencionista que fácilmente --como ha ocurrido en todos los ejemplos históricos conocidos-- se desplaza al totalitarismo.

LA MORALIDAD POLITICA

Por iguales razones no puede aceptarse la operación que acota el fenómeno tupamaro, reduciéndolo a las características sicológicas y morales de cada uno de sus integrantes y a la pureza de sus intenciones, por sobre las características, objetivos e ideología del grupo insurgente como tal.

Mediante este procedimiento los guerrilleros aparecen adornados de compartibles virtudes cívicas: un grupo de hombres y mujeres empeñados en la lucha por una patria regida por la voluntad libérrima de sus habitantes. Pero tal interpretación histórica, que confunde las partes con el todo, es doblemente falsa. Lo es como método de análisis y evaluación del fenómeno y lo es en sus propias afirmaciones respecto a los guerrilleros individualmente considerados. El MLN fue un grupo revolucionario socialista, ni mejor ni peor que los tantos movimientos armados que al influjo de la revolución cubana florecieron por varias partes del continente latinoamericano en el período. Algunas de ellos –como ocurrió en la Argentina durante la dictadura de Onganía- insurgieron contra regímenes políticamente despóticos y autoelegidos (lo que en cierto modo los legitimaba), pero siempre con la finalidad última de imponer un régimen similar al que imperaba en la isla caribeña (con lo que empañaban esa legitimación). Otros, como fue nuestro caso, contra democracias liberales no siempre ejemplares en su práctica, pero en cualquier caso más atentas a las reglas de Bobbio que el modelo que se ofrecía para sustituirlas.

Determinar en el caso uruguayo si esta insurgencia era o no política y éticamente correcta, depende -como arriba argumentamos-, del tipo de patrón de moralidad política que se escoja para juzgarla. Para los que creían que el socialismo tupamaro era, o es, un "bien en sí " y por tanto ajeno en su implantación y en su posterior desarrollo, a la voluntad de sus ciudadanos, el MLN tuvo razón en promoverlo y su guerra con esa finalidad estuvo justificada.

Si como decía Rousseau, la felicidad es un estado objetivo del espíritu, resulta legítimo forzar a los hombres a ser felices. Y ello por tanto tiempo como sea necesario para que lo sean. Por el contrario, si los regímenes político sociales requieren ser validados por la ciudadanía -porque ningún orden moral, aunque se encarne en instituciones presuntamente virtuosas, puede ser impuesto-, no cabe duda que el MLN desconoció frontalmente la voluntad soberana de los uruguayos y sus objetivos aparecen como ilegítimos. En cuyo caso bien puede sostenerse que la guerrilla fue prisionera de su dogmatismo ideológico y de la particular visión de un grupo generacional que guiado por los mejores propósitos poco entendió del país en que vivía. Un grupo que pagó tributo al comprensible impulso de transformar una realidad que, para los convencidos jóvenes del período, no otorgaba alicientes ni esperanzas de cambio.

LO GENERACIONAL, LO CULTURAL Y LO POLITICO

No obstante, como dice Octavio Paz, la crisis de los sesenta fue mucho más que una insurgencia política estudiantil, estalló, casi sin noticias previas, condensando contradicciones provenientes de muy diferentes ámbitos sociales. En los hechos supuso la repentina puesta en cuestión de valores, tradiciones, costumbres, ritos e instituciones heredados desde muchas generaciones anteriores; un corte que dividió épocas para recordarnos que el tiempo no es lineal, que admite meandros, embalses, lapsos de autorreflexión pero también súbitas aceleraciones que cuestionan autoridades y jerarquías pacíficamente admitidas hasta entonces.

La crisis ya pasó y ya costó, pero cuarenta años más tarde nos sigue interpelando para advertirnos que hay pasajes en el curso de la historia en que la fatiga, el hastío, el rechazo profundo al entorno y a sus mandarines genera inesperadas resistencias. Revueltas grupales o generacionales que intentan, con éxito variable, borrar el pasado, pergeñando reemplazos que sólo se explican por la intensidad del desprecio al legado recibido.

Vista desde nuestra geografía, bastante diferente a la atalaya norteamericana o europea, pero también a la asiática o africana, la década conllevó la confluencia, ni armónica ni congruente, de tres grandes afluentes: la rebelión generacional de los estudiantes; una revuelta cultural más general en el ámbito de las costumbres, las normas y los modos de vida y concomitantemente, la insurgencia política de la "nueva izquierda" enmarcada y sostenida por los procesos de descolonización y liberación tercermundista.

La revuelta universitaria supuso en el plano político un fenómeno de límites precisos –pese a su poder de difusión geográfica como ocurrió con el mayo francés- que concluyó con la misma celeridad con que comenzó. En lo que al Uruguay atañe fue impulsada mayoritariamente por adolescentes preuniversitarios y nunca trascendió a la revuelta callejera. Ello no quiere decir que la presencia de estos jóvenes en la calle, especialmente en el año 68, no fuera vivida por muchos sectores, fundamentalmente de izquierda, como la prueba de la inminencia de cambios trascendentales; algún dirigente tupamaro llegó a creer incluso que la inminente revolución sería protagonizada por los estudiantes. El movimiento contribuyó así a crear un espejismo.

Eso no quita importancia a su protesta: en el mundo desarrollado ellos emergieron como uno de los vectores de la rebelión cultural y, en América Latina, como el principal campo de reclutamiento de la guerrilla. Desde una visión más general sus integrantes, aun cuando no mantuvieran más tarde la pureza, y la urgencia, de sus exigencias juveniles, fueron factor fundamental en la generación del estilo cultural –decepcionado pero también descontracturado e irreverente- que a partir de los ochenta, para bien o para mal, marcó los tiempos que aún vivimos.

El segundo fenómeno, solapado con el anterior pero más amplio y de consecuencias más perdurables, fue la revuelta contra la herencia cultural, moral y estética vigente, o con más precisión, contra el orden burgués heredado. Los sesenta visualizaron al poder como una potencia hostil oculta en cada uno de los pliegues de la sociedad, desde la familia al orden público institucional y reaccionaron cuestionándolo a todos los niveles. Se problematizaron todas las jerarquías: la relación padre-hijo; hombre-mujer; blanco-negro; obrero-patrón; profesor-alumno.

La crítica llegó tan a fondo, se vivió como tan decisiva, implicó tal discontinuidad –el hippismo y la droga de las sociedades desarrolladas parecieron cuestionar incluso la inserción futura de las generaciones de recambio- que hubo quienes pensaron que lo que peligraba era la sociedad occidental en su conjunto, capitalismo incluido. Nada de eso sucedió, la ruptura del orden establecido, como siempre ocurre en la historia, mucho menos dramática que lo que las crisis hacen suponer cuando se juzga desde ellas, no logró transformar las variables básicas de la civilización occidental.

Pero no fue inútil ni se borró sin dejar huellas; algunas de ellas muy profundas y duraderas.

La cultura de esos años en mucho de lo que tuvo de contestaria hoy es patrimonio, callado pero presente, de nuestras actuales formas de vida. "Somos siux, somos gay, somos negros, somos judíos alemanes", dijeron aquellos jóvenes, asumiendo la identidad de las grandes víctimas del despliegue de Occidente. Hoy esa reivindicación de los más postergados se ha generalizado y hasta resulta mala palabra, incluso para los más conservadores, desconocer abiertamente la dignidad de las minorías culturales. Así como no se discute la igualdad de la mujer, los derechos de los niños o la preservación de la naturaleza.

Por más que orden económico, instituciones y costumbres, más persistentes que los valores, todavía no hayan cambiado, ni de cerca, lo que sería menester. En ese sentido no es posible olvidar si se mira al mundo en su conjunto –un ejercicio que al Occidente opulento cada vez le cuesta más practicar-, que las diferencias económicas entre naciones y las disparidades culturales -incluyendo la reacción feudal de gran parte del mundo musulmán-, son hoy mayores de lo que eran en el siglo anterior. Por lo que llevan razón quienes conciben a la modernidad como un ejercicio inacabado.

El tercer fenómeno, el de la insurgencia política que aquí nos ocupó, es el que genera más interrogantes. Hablamos de la forma en que ella se planteó en Latinoamérica y en el Uruguay en particular, donde se asumió como la gran corriente en la que desembocaban y a la que se subordinaban las restantes reivindicaciones. Creyendo -como la izquierda tenía que hacerlo a la luz de su visión economicista y de sus urgencias rupturistas-, que la lucha política era el campo privilegiado para los restantes cambios sociales y culturales asumió que las teorías que había heredado del siglo XIX eran adecuadas para modificar las sociedades de fines del siglo XX. Seguramente no le faltaba cierta razón en sus propósitos finalistas, pero para tarea de tal magnitud no podía valerse de un instrumento que ya había perdido su filo cuando se propuso aplicarlo. El sesentismo, deslumbrado por Cuba, quiso cambiar el mundo mediante una teoría y una práctica que habían probado en cada una de sus aplicaciones históricas, que generaba efectos contrarios a los que prometía.

No es empero su metodología genérica, sus principios básicos, ni siquiera su caudalosa confianza en el quiebre revolucionario, lo que aquí pretende descalificarse. Bien puede sostenerse que la historia de las revoluciones y de los revolucionarios es una parte insoslayable de la modernidad, de su cultura más lograda, de sus sueños de liberación más arraigados. Un tema recurrente y abierto que exige prudencias, matices y que no puede abordarse como una dogmática. Menos utilizarse en defensa de un conservadurismo que concibe la historia como el ordenado culto de las momias.

Tampoco es nuestro propósito una descalificación "a priori" de toda violencia, con harta frecuencia el único recurso disponible para rescatar la dignidad de los pueblos. Lo que se rechaza es la violencia asumida como destino, la muerte como heroicidad, la "Libertad o Muerte Venceremos" como consigna de la mistificación de la fuerza –del estado y de la guerrilla- que concluyó en encerronas ideológicas, muertes gratuitas, voluntarismos ciegos, cárceles eternas, monumentales errores estratégicos. Se repudia en síntesis la lucha armada contra el capitalismo como modelo económico, asumida como necesidad, como fatalidad ineludible, cualquiera sea el marco político en que el mismo opere.

EL DRAMA

Por aquí asomó en toda su estatura el drama de la izquierda revolucionaria de la década. Se propuso ser novedosa pero para ello recogió acríticamente la tradición de lo que había acontecido desde 1917 en adelante. Discutió los detalles, aún cuando asumió lo sustancial de una vieja ideología, aceptando como un dogma lo que verdaderamente importaba repensar. Quiso innovar, más no fue capaz de salir de la lectura de Marx y sus discípulos. Discutió con pasión, rechazó al stalinismo y se dividió en corrientes: maoísmo, castrismo, guevarismo, fanonismo, titoísmo, aunque siempre, como prisionera de recuerdos y tradiciones insuperables: todas variaciones de una misma sinfonía.

Pretendió romper moldes pero fue incapaz de superar ortodoxias. "Se rechazaba de la izquierda comunista o maoísta la concepción del marxismo-leninismo como verdad revelada, que cristalizaba los principios en dogmas, canonizaba ciertas interpretaciones y condenaba otras como herejías. (.....) Los fundadores y primeros militantes del MLN conocían, se inspiraban u divulgaban las corrientes del marxismo heterodoxo. Sendic fue un lector y admirador de Rosa Luxemburgo, el curso del marxismo preparado en Punta Carretas para la formación interna incluía textos de Marx, Engels, Mao, Mandel. "Hemos tomado de todos lados –observa Marenales- de Lenin, de Mao, de Rosa Luxemburgo, hemos leído a Kautsky, Pléjanov, Trotsky.....Los tupamaros no se casan con nadie" (Aldrighi).

Cambiaron de textos, pero ninguno ajeno a su iglesia. Como si fuera del marxismo se acabara el mundo. Sin tales limitaciones ideológicas, su probada generosidad y entrega y su enorme interés en el país y sus problemas, pudieron haber contribuido a la urgente renovación de la democracia del período. Tan necesitada de hombres como de ideas. No lo hicieron. Sin quererlo –o queriéndolo a medias- contribuyeron a su derrota y al dolor y a la vergüenza que siguió.

LA PUBLICACION DE ESTE TEXTO constituye un adelanto del libro "Asaltando el cielo", de Hebert Gatto, de próxima aparición en Editorial Alfaguara.

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