"Carlos Gardel"
EN BUSCA DE LA VOZ PERDIDA
Es preciso que el lector se imagine a un chico, nacido en el Palermo montevideano, el barrio de los Negros, cercano a la costa. Y luego que lo imagine mudándose a un segundo barrio, allá por la avenida Italia, para finalmente imaginarlo ya a los doce o trece años cuando ese chico escuchó cantar a Gardel por vez primera.
Vicio.-La voz del cantor ha atrapado a muchos que desde entonces son presa de su canto.
Al oírlo se sienten llevados a un tiempo de instantes eternos que alivian el monótono tic tac de noches y madrugadas.
Unos han optado por el Jazz en las orillas del Dixieland, del Be Bop o del Cool, otros por el Rock and Roll, ya sea Elvis Presley, los Beatles o los Rolling Stones.
Y los jovencísimos optaron por las formas del Rap/Hip Hop.
Hubo muchos de esos auditores -uno fue el chico del que partimos- que llegaron tarde a algunas de esas expresiones y con otras simplemente no pudieron.
Uno de los vicios pues, de muchos de esos escuchas -y por supuesto del chico del origen- estriba en que vuelven, infatigables, a escuchar las canciones de Gardel.
Escándalo.--I like Carlos Gardel-
Las palabras de la frase del núbil aprendiz de Inglés resonaron como pistoletazos aquella tarde en un aula del Instituto Anglo de la Avenida Agraciada, donde el chico del barrio de los Italianos, había ido al cine y se había demorado porque pasaban El tercer hombre en El Polvorín y se quedó a verla de nuevo. Se había retrasado y cuando tardíamente se hizo presente en la clase la profesora lo asedió a preguntas en inglés: si le gustaba el cine. Sí. Y qué más le gustaba. Y aquella respuesta que dio, le suena aun hoy rara, pero entonces secretamente se rió, por el asombro boquiabierto de la profesora y de las alumnas. No eran malas palabras pero parecían serlo, si se guiaba por las máscaras de escándalo sujetas al rostro de las muchachas tan traviesas y frescas como sus palabras.
-I like Carlos Gardel-
Pléyade de talentos.-La voz de Gardel purifica cualquier letra, por deleznable e infame que la letra sea.Coincide que en el esplendor de sus años de cantor,Gardel tuvo a su disposición una pléyade de buenos letristas y músicos. Él también estaba hecho de pies a cabeza de un espíritu musical.
Marcel Proust, autor de presencia infaltable aquí, cuenta en su magna obra En busca del tiempo perdido del deslumbramiento de Marcel, narrador y personaje, por una Sonata cuya autoría pertenece a un agonista de su increíble friso humano, un músico de nombre Vinteuil, y Marcel agregaba que aquella pieza, dotada de una impar imensidad sonora, era admirable porque veía surgir de ella "la plenitud de una música hecha de tantas músicas, cada una de las cuales era un ser". Y Marcel se sentía llevado entonces a Wagner, y a las criaturas de Tristán e Isolda y Parsifal. Y de Gardel se podría decir otro tanto: la plenitud de una voz hecha de tantas voces, cada una de las cuales es un ser, llevan a sagas y personajes no menos patéticos y heroicos que los del músico y poeta alemán.
En una pieza de Enrique Cadícamo llamada La reina del Tango, Gardel pronuncia la palabra melopea, un vocablo que alude a la musicalidad que debe guardar la poesía.
Ezra Pound, el poeta norteamericano, enumeró otras dos: la fanopea y la logopea. Pero Cadícamo (y Gardel) encarnaron la melopea en el corazón y las caderas de una hermosa mujer. Cadícamo sabía de qué se trataba, y la voz de Gardel pasaba todo en limpio, sin una sola falta.
Pero hay muchas más canciones de bellos versos, y quien las escucha no deja de notar la operación hecha por el cantor, justo ahí donde hace una pausa, y la voz demora, suspendida cual convoy parado a la vera de un bosque, y luego parte de nuevo, como pájaro que despega de la rama dejando en quien observa la escena una sensación fugaz de dolor y ausencia. Es como si el cantor derramara su texto desde la escritura húmeda todavía del punzado bloc de sus historias, bloc extraído de una alacena secreta y sagrada. De allí su canto toma lo imprescindible, se apropia del hueso de la fruta, y con el fuego de su voz cocina en un santiamén las palabras que echa fuera de la boca.
Rubato infinitesimal.-Carlos no sabía escribir música pero se las arreglaba con un silbido y un sistema personal para medir la longitud de los versos que acordaba con los tiempos de las notas. El resto iba por cuenta de un rubato infalible en su tempo (destacado por el tenor Plácido Domingo, y por el director argentino-israelí Daniel Barenboim, y también por la incredulidad de Bing Crosby, que no vaciló en pedirle a Carlos que abriera su boca, y el crooner americano mirara adentro y atinara a musitar: -"Sure...sure").
Esa voz, y ese rubato, hacían llegar de modo inmediato, al caracol del oído de quien lo escuchara, una encomienda que transportada por el río de la sangre se depositaba al final del viaje en la estación lluviosa del corazón.
No podía decirse de otro modo lo que pasaba por la intimidad del chico que el lector pudo imaginar al comienzo de esta nota. Pasó que él había tragado con voracidad las canciones de Gardel, él tenía en su casa una habitación "para él solo" -no la tenía, soñaba con tenerla- donde pudiera encerrarse a escuchar al cantor.
El otrora chico, ya muchacho, ya hombre pretencioso luego, que miraba quizás demasiado a Europa, no hubiera rechazado que se lo caracterizara como una especie de contrahecho Proust montevideano a mínima, escuchando una y otra vez aquellos tangos y canciones criollas de Carlos, transfiguraciones, pensaba, de aquella adorable y mágica Sonata que cautivó a Marcel.
El lugar sagrado.-El arrabal era una parte de la ciudad, era el Bajo, lo podía ubicar por la Ciudad Vieja, y era también la periferia. No sabía en verdad si la barriada de clase media de Villa Muñoz, barrio de los Judíos en aquel entonces, podía soportar la idea de arrabal como lo quería un amigo. Este le había contado que Villa Muñoz era por aquellos años un lugar habitado por pequeños funcionarios públicos, y artesanos de la harina, del cuero, de la lata, de la madera y el cobre, trabajadores de la aguja y obreros metalúrgicos, barriada sembrada de bares, cantinas, cervecerías, restoranes y pizzerías. Él, para no ser menos, pretendía algo parecido pero situaba su arrabal en el barrio de los Italianos, su segundo barrio viejo, salpicado de pequeñas canteras, casas quintas y precarias casitas y casillas de una clase media enteca que buscaba aumentar de peso de a poco, haciéndose dueña del terreno donde construir el techo propio. Eran extensiones grandes; en "el fondo" de ellas se multiplicaban veloces las conejeras y los gallineros; se hacían plantíos de lechugas y tomates, y se asistía a la presencia muda de ubérrimas higueras.
Pero donde él colocaba mejor el arrabal era en el Cerrito de la Victoria.
La calle Santana, como la guarda en su memoria, era una calle larga de tierra, con ranchos y bodegones, y adentro de aquellas tabernas, que eran casernas, había luces mortecinas, como cantinas de pueblitos de campaña, atendidas por algún hombre con una pata de palo, pucho en una esquina de la boca, voz aguardentosa y aspecto que inspiraba temor, como si se estuviera ante la visión de un pirata en la cubierta de un barco, que hubiera emergido de entre la niebla, en medio de la noche brumosa y fría.
Gardel precede sus canciones a veces con un exordio en prosa. En uno de ellos dice, a propósito del arrabal :
-"Y el tango, el viejo tango estremecido de pena".
En aquellos tiempos las primeras incursiones en los quilombos-"el paraíso
de los pobres", como dice un personaje de En busca del tiempo perdido- hacían conocer a los muchachos un sexo baldado y triste.
La frase transcrita se prestaba para enrocar las palabras de Gardel con otras palabras inexistentes, jamás pronunciadas por el cantor, pero sí imaginadas por el muchacho:
-"Y el sexo, el viejo sexo estremecido de pena".
El arrabal fue y no será ya más, pero el anhelo de que esa realidad permaneciera, era una pertenencia encontrable en la despensa del universo de los sueños de nuestro personaje, y era para él apenas una mueca de algo real y que continua siendo. Por lo menos así era (es) su deseo: el deseo de que ese arrabal perviva, formando parte de sus jardines interiores de creyente; jardines afectados de la plaga de la melancolía: la mala costumbre de morir que en torno suyo tempranamente comprobaba pero que él no apetecía hacerlo todavía.
Muchos locos como él querrían que ese arrabal volviera; como una pradera negra de un alma deshabitada no menos negra, para retozar en ella con una especie de bienestar en libertad.
Ex-convictos.-El cantor también dijo, también cantó, en un tango llamado Mala entraña que "al final todo cambia en esta vida fulera, y se arruga el más derecho si lo tiran a doblar".
La reflexión está dirigida a un duro, a un tipo duro que parece no haber sido muy buen tipo, o que, mejor pensado, pudiera no haber sido malo del todo.
En los versos de esa canción - más que canción parece un apólogo cantado- todo es máxima, todo es moraleja de la que se encuentra en las parábolas bíblicas, o en las fábulas de Esopo.
Hay otras dos canciones que canta Gardel, y que al oírlas siempre deparan una gran inquietud a quien las escucha. Las fuentes aseguran que están "inspiradas en un caso real", es decir que son verídicas (es decir, que son inventadas).
Pero una de ellas se cierra con un final edificante; la otra, en cambio, con ser más veraz (es decir, más asfixiante), no impide un punto de fuga hacia una inverosimilitud terrible.
La primera se llama "Culpas ajenas". Trata de un hombre que ha salido de la cárcel y ha vuelto al barrio. Este paria ostenta el privilegio de haber matado a un hombre, de haber estado en cana, de salir en libertad, y volver a una realidad irreconocible. Quizás lo haga para luchar, quizás lo haga para regenerarse, quizás lo haga para encontrar a una mujer. Es un hombre que ha errado, y el honor y el coraje lo han enredado más aun, y hoy ya no queda nada de su temple compadre y peleador de ayer.
El narrador, para el caso el letrista, para el caso el cantor, cuenta que en lo más hondo de su alma hay congojas, y que ese hombre necesita reivindicarse, lo que suena poco probable, porque el cantor también cuenta que el acento de ese ex-convicto es sombrío: se ve que sufrió.
Este laconismo resulta insoportable, porque entre líneas se adivina una carga amarga e intensa que el visitante de la noche alberga en su pecho; y que el cantor vierte desde la copa quebradiza de su canto, desde la copa quebradiza de su voz.
Pero en la otra composición, que reza, simplemente, "Una tarde", el tema de la épica del arrabal, con sus duelos a daga en medio de un descontado bailongo de muerte se vuelve a tratar y, como en la canción anterior, el ex -convicto vuelve, en una tarde de otoño, también callada, también en sombras (siendo él una sombra más), a mirar por última vez su casa y el socavón de la calle donde vivió. Allí, en la esquina de esa oscura calle, alguien lo reconoce, se acerca, le da la noticia de que su vieja murió, exangüe ya de esperarlo. Él contesta que lo sabe, que cree que lo sabe.
Gardel, Borges, Perón.-La atmósfera podía ser la de esas situaciones bien captadas por Borges en su lectura de Nathaniel Hawthorne: situaciones extrañas, inverosímiles, que situaban por ejemplo a un hombre atrapado en una circunstancia increíble, donde un nuevo modo de existir hacía volar por los aires los viejos hábitos del personaje. Por ejemplo, llevar a cabo un bizarro operativo de "sacarse" de la rutina de su vida, para inaugurar una nueva realidad de pesadilla. En ella el hombe en cuestión se iba para siemre de su lado y se alojaba en un cuartucho próximo a su antiguo hogar; de ahora en adelante viviría cerca de su mujer, que no sabría más de él, ella no lo vería, sino que ella sería mirada y espiada por él, registrada en sus mínimos movimientos, en el curso de días, meses y años.
No hay en ese hombre de Nathaniel Hawthorne, en ese hombre de Jorge Luis Borges, en ese hombre de Carlos Gardel, ningún miramiento por la verosimilitud, ni por la psicología, ni por la sociología: nada que arrime alguna luz al caso.
Hay una pequeña historia entre Borges, el tango y Gardel. Las cosas algunos las ven así: Borges fue injusto y duro con el tango, lo llamó reptil de lupanar y ante las voces escandalizadas, el escritor -sorprendido él ahora o pretendiendo estarlo, preguntaba:"-Pero... ¿por qué?"-
Él chico, otrora muchacho, ya hombre, etcétera, podía entender esa mezcla de repulsa y atracción que traducía la frase del escritor. La sonrisa de Gardel, dijo también Borges, prefigura la sonrisa de Perón. Un amigo le hizo saber esto, pero con rabia. Es que el amigo no compartía los purismos clasistas de Borges, decía, los purismos incongruentes de un Borges que fue -rezongaba el camarada- al fin y al cabo un hombre de derecha. Entonces el europeísta de marras de esta historia agregaba, para justificar a Borges, que el escritor lloró al escuchar a Gardel cantando el tango "Volver", lo que hizo que su amigo replicara que el escritor si bien admitió el hecho lo hizo a regañadientes.
Los amigos continuaron discutiendo.Sin embargo, el escritor compuso con Astor Piazzolla unas milongas que cantó Edmundo Rivero, en las que este hijo artístico de Gardel, y egresado de su escuela, demostró cómo ese agridulce vino del arrabal también rezumaba en el alma del escritor.
La cruz del puñal.-Los hombres-sombra del tango de Gardel, "preguntan y preguntan", y acechan, lo mismo que sombras ateridas de una humedad lírica y sucia, producto de una épica borrosa, barrosa y pobre.
Una realidad saldada en coda de duelo a daga, como toda épica que se respete, con el saldo lujurioso y lujoso de las muertes sangrientas.
No otra cosa se piensa cuando se asiste al relato de esta historia rematada con una enorme frase musical humeante (y chorreante) de sangre caliente recién vertida a propósito de una muchacha que perdió a su hombre -en un duelo criollo, en el patio de un conventillo- y que Gardel mediando el relato de la canción lo lamenta, lo llora casi, y lo enuncia así:-"Yo no sé qué viento de tristeza/se llevó del patio la alegría"...
El patio es el alma de esa muchacha, y tanto la tristeza como la alegría son las otras formas de nombrar al amado que cayó para siempre.
La canción se extingue detrás de un velo de pantalla negra, como un párpado que cae, como un diafragma que se cierra, como una pesadilla que se acaba (o que recomienza).
S/M.-También enfocó Gardel los Gólgotas interminables de los deseos de sus
mujeres y de sus hombres: una enrostra su amor a un compadrón, que sin embargo ha conseguido engrupirla con el viejo cuento de la tristeza. Ella se apiada y piensa que ese hombre morirá si ella lo deja, aunque después descreída, increpa (ya tarde) a su macho cómo ella se dejó conquistar por él: a pura vanidad, embuste y disimulo.
Hoy la realidad es otra: con cada suspiro que él da, el papel de la pieza se despega de a poco y queda descolgado, como un fleco, como un viejo adorno de aniversario que flota como estandarte ridículo sobre la pena fingida del as de cartón, pero también sobre esta dulce mártir del sacrificio.
Otra versión no menos escarnecida y humillada, pero ahora del macho, es aquella canción en que uno de ellos cuenta, de modo egolátrico, acongojado y conmiserativo, la increíble historia de cómo él se sacrificó para que su amada fuera feliz. Es un tango de Discépolo. Solo él puede escribir sin sonrojarse los versos en que la mujer muestra su renovado odio al hombre por su actitud de huída y el desgraciado dice que así está feliz, por eso se arrincona para llorarla y lame el hueso de su cobardía que tronchó su deseo de amar.
Sueño de midinette.-A la costurerita enferma (que también le cantó Carriego) Gardel la llamó midinette, y cuando él dice "caminito al conchabo, caminito a la muerte, pobre costurerita, camino del taller": no hace falta decir más para trazar una vida, una enfermedad, un final.
Entonces, él europeísta de nuestro relato dice: Gardel, siempre Gardel, más allá del cuestionamiento que se haga a sus letras, a su voz, o a sus misterios. ¿Era uruguayo? ¿Qué posición política tenía? ¿Era de izquierda? ¿Era de derecha? La pregunta de hoy sería: -¿Era progresista? ¿Era homosexual?; o, aun : -¿Era gay? ¿Era mujeriego? ¿Comía mucho, entrada, plato principal, postre, tomaba vino, whisky, fumaba? ¿Cuántas cajillas? ¿Cogía? ¿Es cierto que se tomaba una botella de vermouth antes de grabar? ¿Iba al dentista? ¿Hablaba como cantaba? ¿Existía en su vida algo más que cantar? Quizás no. Su vida era solo cantar. Gardel era irreal en su vida, como real en su canto. Gardel no es auténtico cuando habla, porque canta al hablar, y es auténtico cuando canta, porque parece hablar al oído de cada uno de quienes lo escuchan.
El hechizo de su voz.-La inefable determinación de la fuerza atrapante de su voz la han hallado unos pocos psicoanalistas (no todos), y algunos poetas que han captado las pistas reales del misterio y las siguieron como bioquímicos del alma. No perdieron las huellas de los signos de la trama y quizás los hayan descifrado.
Esa voz, han dicho, hace las veces de fetiche, de plus metafórico, una cosa verdadera pero muy precaria y parcial, muy de resto, como dicen los agentes del Banco de Seguros, cuando se quema el motor del auto y solo ha quedado el resto -o los restos- para el carajo. Sí, era eso: el fetiche de su voz. Ese feitizo era, es, condición mínima para desear; eso puede pasarle a algunos cuando lo escuchan, cuando quieren escucharlo, cuando necesitan escucharlo. Es que han caído bajo el embrujo del tótem sagrado, han quedado cautivos del brillo de la mirada de la cobra real y erecta de la creación. Entonces, la voz de Carlos vale para quien pueda desear sin término, lo que parece medio loco -o sin vueltas- es loco.
Dicho de otro modo, es el gozar de un instante eterno. Era (es) algo más complicado: quien lo escucha no hace uso de un trebejo en inútil juego, como si meramente alguien fumara un cigarro, apurara un trago, pusiera una ficha: es algo más increíble, inesperado y amplio, como partir al galope sobre las copas de los árboles, entre ramas y hojas de variados colores; es el colmo y el vacío, como es la dimensión irreal de la experiencia estética, al borde de la náusea constrictora o del anquilosamiento real del esqueleto, dimensión venturosa por una parte y menesterosa por otra, o también vesánica por una parte y benévola por otra.
Él así lo piensa y siente, porque no encuentra diferencia entre pensar y sentir.
La canción criolla.-Fue el otro irrenunciable amor del cantor.
El poeta nativista uruguayo Fernán Silva Valdés fue caracterizado como un escritor que sugería más la decoración que la autenticidad en sus tipos de arrabal, en sus paisajes ciudadanos o suburbanos de los años veinte. Pero cuando Carlos canta "Clavel del aire", enseguida se tornan creíbles aquellas palabras de "...y mi ramazón secándose iba/cuando ella una tarde mi sombra buscó"... Mejor suerte tuvo otro inmigrante gallego, uruguayo por adopción, tan uruguayo como el que más: José Alonso y Trelles, que en sus canciones camperas, musicalizadas como valses, muestra a un Gardel con un vozarrón sentencioso, encarnando a un narrador que destrata a una mujer que se ha olvidado demasiado pronto de su hombre muerto, o denuncia la frivolidad de los hacendados en el dispendio con que tratan su hacienda, o habla largo y tendido sobre la maldad de las mujeres, y describe la fuerza del insomnio y los recuerdos de un narrador de fogón. Y el narrador calla cuando caen "las chinas" a curiosear el respeto silencioso con que los gurises escuchan al viejo. El cantor lo cuenta así: "y sin saber por qué sobre los párpados del viejo historiador se echaba el sueño". Es que el narrador del fogón está amoscado, "le ara las frentes con sus rejas el ceño", "y en el oscuro espejo de las pupilas encienden su luz ciertos recuerdos".
Lexicón gardeliano.-Gardel no pensaba demasiado, no buscaba mucho pero encontraba, y además era rápido, oía la grabación y decía: -"Dejala así"- aunque hubiera alguna suciedad de dicción, o algún error lexical o sintáctico, o algún fonema en decadencia, que él no vacilaba en trocar o trucar: el previsible desliz de la n por la r, por ejemplo. Pero Carlos igual conservaba la limpieza mayor del creador. En ese sentido su canto no es oportunista ni rebuscado, va derecho al grano, apunta al blanco, no se demora en fiorituras, es prolijo, estético, ético.
Así cuando Carlos dice: "barrio", "barro", "arrabal", "bulín", "condena", "de bute", "tajo", "malevo", "guapo", "rango", "reo", "hampa", "ramazón", "ave", "mina", "engrupida", "guaranga", "ingrata", "fiel", "seguidora", "compadre", "compadrito", "compadrón", "matón", "timbero", "otario", "bacán", "plata", "daga", "gayola", "vereda", "conchabo", "midinette", "muerte", "taller", "tano", "zapatero", "tape", "pibe" "viejo", "naipe", "tiburón", "timbero", "rencor", "remendón", "pan", "milonga", "rosa", "rosal", "patio", "barandal", "plenilunio", "varón", "traición", "agonía", "pena", "juventud", "sollozo", "piolín", solo cabe-él piensa- aislarse, oír, quedar callado, y seguir escuchando.
Un Olimpo no tan lejano.-Gardel cantó las lozanías y las decadencias de los jóvenes y de los viejos; cantó al coraje y a la gesta de dandies y niños bien, de gigolós y bailarines de patios y peringundines, cantó a pendencieros de toda laya, compadritos o degolladores profesionales, marcadores y explotadores de minas, minas que decían que sí al reclamo de aquellos machos que se debatían como unos leones, ya fuera entre ellos -en un coraje incomprensible, imbécil, infame- o ante un demiurgo tallador que podía ser Dios, o la muerte, o el rival de turno.
Gardel fue rapsoda y aeda de ese universo del suburbio donde también habitaban los dioses.
Afrodita, madre de Eros, se peinaba à la garçon y le mostraba su tobillo, su botita, su bien torneada pantorrilla a un viejo remendón que la miraba al borde del quebranto de su sexo y de su corazón (la escena parecía haber sido extraída de una película de Luis Buñuel.)
Un guapo cuchillero encarnaba a Apolo en los campos de guerra del dios Marte, que empezaban en lo de Hansen, en Buenos Aires, o en las inmediaciones de la calle Brecha, en Montevideo.
Y Apolo iluminaba de a poco ese arrabal, y se movía de modo ligero y callado, como un malevo que se deslizara furtivo y silencioso en el corazón de la noche.
Y la Aurora visitaba el suburbio a esas horas en que solo las libélulas velaban y llegaban al final de su número de danza en el cabaret. Y esto pasaba cuando todavía se podía decir que la noche era joven y hospitalaria aun, como puede ser de hospitalario un cabaret, como puede ser de hospitalario el alcohol, la morfina o la cocaína.
El malevo Apolo a todos recibía, como si fueran las nueve Musas que por ahí andarían ahora, arracimadas, sentadas a una mesa del Petit o del Julien. Y los contertulios, mezcla de tahúres y fifís, de niñas bien y de putas, formarían una comparsa iluminada a giorno por las legendarias luces malas del Centro, comparsa que iba a rajar tan pronto la Aurora les mostrara sus rosados dedos.
Solo toleraría el resplandor del nuevo día un poeta anarquista y desvelado, o un estoico preso "cumplido" y dispuesto a salir sin chistar, o un guerrero del suburbio, vencido y guardado entre rejas todavía, pero inexorable en sus designios de venganza para cuando viera otra vez la luz del día.
Él imagina ahora que bien podía Crono reencarnar en Dioniso, dios de la inspiración o en Momo, deidad del sarcasmo, y así ataviados se le aparecerían un día al muchacho -¿quién sino él era el muchacho aquel- que tenía ladeado el yelmo de sus ilusiones y apenas se sostenía de pie, borracho como estaba, apostado en la guarida de Dioniso, también llamado Baco. Momo le recordaba al muchacho que junto con Crono volverían a verlo en -digamos- unos tres lustros, y entonces conversarían. El joven podría contemplar entonces imágenes del futuro, el azogue del tiempo le mostraría la estampa hostigada del hombre cincuentón en que se convertiría, vería el avance de una probable tos rebelde y una queja, porque ya no podría afilar muchachas, descubierto hacía ya un tiempo el horror de mirarse al espejo y medir la extensión del blanco color de sus cabellos. Es que nunca pensó que aquellas nieves del tiempo, un verdadero asalto llevado a cabo por las Furias -llamadas embustera y poéticamente las Erinias- también conocidas como canas fueran a caer un día sobre su cabeza y la infamaran de ese modo.Y algunas de aquellas Erinias podían empezar temprano a cernirse implacables sobre las melenas azabaches de los cráneos peinados a la gomina de los apuestos y tiernos garabos
Moiras en Colombia.-Dioses que moran más allá del ruego/ lo abandonaron a ese tigre, el Fuego. (Susana Soca, poema de Jorge Luis Borges).
Gardel se despidió para siempre del Río de la Plata -¿o sería mejor decir de Buenos Aires? ¿o sería mejor decir de este mundo?, en momentos en que otros cantores buscaban desalojarlo en el favor del público, y cuando la crítica como un pertinaz aguacero arreciaba doblemente sobre su cara y sus espaldas:-"¿Por qué está siempre tan cerca de los uruguayos?-"¿Por qué no es más claro en sus decisiones políticas? -¿"Por qué? -¿"Por qué? -¿"Por qué?"Gardel no la peleó más, se dijo, les dijo: -"Cartón lleno"- y ese fue su adiós definitivo al Plata, al Río de la Plata, a la Reina del Plata, para ir al encuentro de la muerte en el aeropuerto de Medellín.
La voz recobrada.-Un destino que no fue definitivo porque Gardel es como el hígado de Prometeo, crece a cada picotazo de las águilas, o renace, ave Fénix, en cada nueva vuelta de sus discos de pasta de 78 con el ruido de la púa incluído. El registro de su voz, que fue en los orígenes, atenorado, viró luego a un registro abaritonado.Las primeras grabaciones -primero nombradas acústicas, luego eléctricas, hoy podrían llamarse unplugged- no son inencontrables pero tampoco se ofrendan con facilidad; son objetos (casi definitivamente) perdidos, incunables, aunque -afortunadamente- no del todo. Se desprende de ellas no solo el perfume envenenado de la matriz arrabalera originaria, sino que también se eleva la voz, atiplada, chillona, apurada casi, de un Gardel juvenil, punteando laboriosamente la guitarra. Esa voz primera, resultaba quizás de las primitivas grabaciones que los cantores fijaban empuñando las trompetas de acero de las bocinas frente a las cajas de registro del sonido.
Esa voz perdida que vuelve ahora como metralla de lenguaje sembrando a su paso esquirlas de experiencia ética y estética ya habían saltado en su tiempo ante los ojos de aquel chico cuando escuchó por primera vez su voz, y lo vuelve a hacer ahora (en un retornante tiempo frío hecho de carámbanos que se condensan en la nariz, en la punta de los dedos, en las orejas de hombre-viejo- adolescente en que se ha convertido) como palabra recobrada y transformada en palabra íntima y personal, palabra que sigue desgranando mitos envenenados y trágicos de un arrabal de ensueños, como en París lo hiciera la sonata de Vinteuil en los oídos de Marcel
Juan Carlos Capo
Esta nota no hubiera sido posible sin la información aportada por José
Wainer, a quien mucho agradece el autor su ayuda. (Los yerros del texto, claro
está, son responsabilidad de la vacilante escritura de JCC).
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