Un episodio del irredentismo vernáculo

EL VERO PASAPORTE DEL TANGO

José Wainer

Las relaciones entre el tango y el Uruguay configuran un fenómeno menos lineal de lo que nos suele parecer. Para condensarlo en una pregunta: ¿puede decirse que el género es uruguayo? Y si se contesta que sí, ¿es uruguayo solo, como el protagonista de la celebrada letra turfística, uruguayo, a secas? O bien, ¿uruguayo y otra cosa, uruguayo-argentino, o argentino-uruguayo, por ejemplo, si las aduanas de la biología abrieran para híbridos semejantes?

¿O, hablando pronto y mal, uruguayoporteño, porteñouruguayo, pero más uruguayo que porteño (3/4, por parte baja, cuarterón), uruguayo y porteño por igual (fifty-fifty), menos uruguayo que porteño? Y para simplificar, todo ello prescindiendo de los cantares de sirena emitidos desde abscisas y coordenadas tan lejanas, tan extravagantes y hasta definitivamente alienígenas, como las del eje Tokio-Hong Kong, Helsinski, París IV-Sorbonne, Múnich, New York Central Park, ¡Varsovia! (el shtetl natal de Simja Bahour, inmortalizado por su solo de Criolla linda, con Stampone-Federico, 1954), Barcelona, Tel Aviv, Trafalgar Square, ¿Riga?, Montreal, ¿de qué alternativas disponemos para estructurar una tabla de posiciones más o menos legítima, convalidable por la FIFA, la Reserva Federal o el Comité Administrador de la Escala Richter? ¿Uruguay über Alles, o bien Uruguay pentacampeón, o a lo sumo primer puesto ex aequo con Capital Federal, fusionados, como se dice en derecho comercial y en derecho deportivo, en un epíteto como el de rioplatense, conciliador y por lo tanto digno de todas las desconfianzas?

Cuestiones implícitas y preguntas retóricas

Pero retrocedamos un paso más, todavía, e interroguemos una pregunta previa: ¿no cabría empezar por ensayar el cotejo, si de eso se tratara, entre gentilicios del mismo rango? Porteño alude a una ciudad-puerto, Buenos Aires, al comienzo Santa María, como la de Onetti, cabeza de un virreinato español, después y aun hoy capital federal de una república, últimamente además ciudad autónoma así nombrada ("¡Al fin, una urbe europea!", exclamó Clemenceau --¿o Poincaré?--). El adjetivo ni siquiera se aplica a la provincia que la contiene, es decir, la provincia de Buenos Aires, que es bien otra cosa. Uruguayo refiere a un país.

Para restablecer la igualdad habría que limitar la confrontación, por ejemplo, a las capitales. Otra ciudad-puerto, Montevideo, en un tiempo, además de Felipe, también Santiago (igual que Compostela, o Santiago de Chile, o los varios Santiagos de Cuba, de modo que también podríamos aspirar al título de santiaguinos, santiagueños o santiagueros, para rimar con sanducero, poronguero, habanero, brasilero, y hasta tacuarembocero, como se decía documentada --o sea, escrito e impreso-- y originariamente), Montevideo contra Buenos Aires, solución que, bien mirada y a la larga, no parece demasiado competitiva para esta orilla izquierda del río que ocupamos. En cualquier hipótesis de conflicto diplomático en que nos inscribiéramos, resultaría harto desaconsejable asimilar los términos de producción de una banda y la otra, la sur y oeste, por un lado, y la norte y este, por el otro. Si bien el género, tal cual se desplegó en la capital argentina, se nutrió del aporte de la inmigración interior y exterior [bonaerenses --de Tandil, Bahía Blanca, Mar del Plata, Luján, Zárate, La Plata--, santafesinos –de Rosario, en primer plano--, cordobeses, tucumanos, santiagueños (pero de Santiago del Estero), italianos, uruguayos, franceses, españoles, brasileros, norteamericanos], el factor Buenos Aires-capital-federal, en cada uno de esos ejemplos, resulta un elemento de juicio no solo no prescindible, sino indefectiblemente clave, y clave excluyente. Salvo el acto de nacer, del que por definición son inocentes, si se omite a los uruguayos del interior, como los salidos de la exótica Las Piedras, por Sosa, de la distante San José de Mayo, por Canaro y Artola, o de la remota San Pedro del Durazno, por Zagnoli, cuyas biomusicografías no registran huella montevideana (ni del resto del territorio nacional) mayormente significativa antes de llegar a la puerta grande y definitiva que todos, por desgracia, sabemos, la presencia del país en el género podría quedar reducida a la casi mínima expresión. A ninguno de esos compatriotas le sobrevino el trance de alcanzar de pleno derecho su respectiva condición histórica de Sosa, Canaro, Artola y Zagnoli, en esta rive gauche.

Identidades, parentescos, parecidos físicos y de los otros

¿Qué hace de una criatura, o de una entidad cultural, un ser uruguayo, u oriental, como prefieren algunos, entre ellos Daniel Granada, gallego de nacimiento y de sintaxis, autor del insigne Vocabulario rioplatense razonado? En guardia contra los advenedizos, su segunda edición (Imprenta Rural, Montevideo, 1890) consigna que "siempre se ha llamado oriental, y no uruguayo… el nacido en el país… Si, preguntando a alguno, ¿de dónde es usted? respondiese: soy uruguayo, daría a conocer que ha vivido muy poco tiempo en su patria. Pero se emplea más comúnmente la voz uruguayo que la de oriental, cuando se quiere dar al pensamiento una forma literaria, usándola a manera de epíteto, como letras uruguayas; sobre todo en poesía, donde el gusto del poeta entra por tanto como las reglas gramaticales: ibero por español, lusitano por portugués, uruguayo por oriental" (pág. 299; las bastardillas figuran en el original citado).

Ergo y por ejemplo, ¿cómo devendría tal uruguayo u oriental un género músico-literario-coreográfico, el tango, sin ir más lejos? Más que en cualquier otro ámbito, la nacionalidad de un objeto como ese, su relación con la asociación humana que lo produce y acoge, es decir, su filiación, se transmite, a mi entender, por quienes lo crean o profesan, se exterioriza por sus hacedores, así como en general, si me urgen una definición, cabe decir que el tango es sus forjadores, grosso modo compositores, letristas, intérpretes instrumentales solistas o de fila, directores de orquesta, arreglistas, cantantes, bailantes, al igual que el cine es sus cineastas, la música --quiero decir, la otra música-- sus músicos, las belles lettres sus escritores, y así sucesivamente, la comunidad en su conjunto y cada uno de sus miembros por separado.

Además del mero placer de nombrarlo, me permitiré citar Naciones y nacionalismo desde 1780, de Hobsbawm (Crítica, Madrid, 1999), según el título de la edición española, para decir que en ese ámbito es mi libro de cabecera y que sus enseñanzas, colmadas de perseverantes antítesis y volcadas en la prosa insuperablemente irónica que constituye (al modo de ver de un lector común, vale decir un diletante del montón, un amateur polifuncional) una de las señas dactiloscópicas de la historiografía británica, me aportan un dique conceptual del que cuidaría de alejarme. Aparte de que esa fuente intelectual no proviene precisamente de lo que podría llamarse un Herrenvolk, sino todo lo contrario, la extrema Untermenschlichkeit, o para decirlo con mayor afinamiento holístico, la gauche métèque, remoquete que (valga el juego de palabras), lejos de haberse retirado de circulación, tiene todavía entre nosotros usuarios incondicionales, donde era dable pensar y aun últimamente donde menos debería de pensarse (empero, mirándolo bien…), ese origen hace que para algunos sus bondades nos sean dos veces buenas. Aunque anacrónica, tratándose de cuestiones que rozan esas divisorias --nación, nacionalidad, nacionalismo--, la advertencia parece hoy, por paradoja, quién hubiera dicho, más vigente y exigible, menos adormecida, que en las últimas seis o siete décadas.

Desde esa perspectiva, cabría inquirir si la nacionalidad consiste en una figura divisible, si admite fenómenos de solidaridad entre entidades diferenciadas, si solo es compatible con la exclusividad y aun con la exclusión, o si tolera superposiciones, integraciones, formas de acumulación, de entremezcla, de interfecundación. Dicho de otra manera, ¿un mismo sujeto singular puede profesar simultáneamente dos nacionalidades (o ciudadanías, que algunos entienden que es lo mismo y otros que no) o eventualmente más de dos? El contendor de Professor Higgins (deuteragonista, en ese pasaje, dirían los áticos), que dominaba idiomas por decenas, ¿podía acceder a tantas nacionalidades o ciudadanías como lenguas cultivaba? Visto por el reverso, los vectores apuntan hoy hacia el otro lado, parece más frecuente que los índices tiendan a registrar números negativos, en lugar de plurales: no solo inferiores a la unidad, sino bajo cero, como ser ciudadanías de segunda, estatutos de indeseabilidad, regímenes de extranjería, confinamientos, guetificaciones, numerus clausus, amurallamientos, separatismos dinamitescos, tolderías, bantustanes, Konzentrationslager latentes o declarados. En buena parte, la clave o el pecado original de la nacionalidad emana de la respuesta que reciba la disyuntiva inicial, que se la conciba solo como una circunstancia congénita, ajena a la voluntad del beneficiario o, según se mire, la víctima, o por el contrario, se la reconozca como una aptitud o una vocación, una contingencia accesible y superable, en cuanto se accionen la intención y el querer del sujeto.

Como en tantos otros planos de su respectivo sistema legal, Argentina y Uruguay mantienen aquí analogías bastante acentuadas. En los dos casos, los extranjeros pueden adquirir la ciudadanía, por lo pronto, sin necesidad de renunciar a su nacionalidad de origen. Para los dos regímenes, la ciudadanía, congénita o adquirida, propia y ajena, es un derecho (un derecho-deber) irrenunciable e irrevocable, aunque, por vía de sanción, su ejercicio pueda resultar eventualmente suspendido. Las declaraciones que en ese sentido se les impone a uruguayos y argentinos cuando se les permite nacionalizarse o naturalizarse o adquirir la ciudadanía en otras latitudes carecen de validez aquí (quiero decir, aquí y allá, incluida la otra orilla). Uruguayos (y argentinos) in aeternum, gracias al cielo, por lo menos en el primer caso.

Para terminar de marcar la cancha, como se puso de moda decir en la chismografía política (y ya entró, por fortuna, en irreversible desuso), cabría resumir las normas básicas que reconocen y/u otorgan nacionalidad y ciudadanía en este país. Distinción que no todos aceptan, en la medida en que la Constitución solo se refiere a la segunda y recluye en el silencio a la primera. Según el texto fundamental, no podemos incorporarnos a esta asociación llamada República Oriental del Uruguay sino en calidad de ciudadanos naturales o legales. Aquellos, por haber nacido en el territorio nacional [como Isidore Ducasse, (a) Lautréamont, Julio (que así fue anotado) Laforgue y Jules Supervielle], o bien por haber nacido de padre o madre oriental [como Homero N. Manzione, (a) Manzi, Alfredo Julio Gobbi y Libertad Lamarque], siempre y cuando estos se inscribieren [se hubieren inscripto] en el Registro Cívico Nacional. Para llegar a la ciudadanía legal, los extranjeros, vale decir, los sujetos nacidos fuera de ese territorio pero ni de padre ni de madre oriental, satisfechos ciertos requisitos de permanencia y adhesión, están facultados a optar por la misma inscripción. Quienes insisten en diferenciar nacionalidad de ciudadanía, reparan en que, a renglón aparte de la segunda, la primera de las nociones aparece profusamente supuesta, expresa o implícitamente, en toda la extensión del ordenamiento legal, y en que la circunstancia de que en un caso se trate de un vicisitud meramente congénita, y el otro entrañe una necesaria declaración de voluntad, un acto, una manifestación de conciencia e intención, erige una disparidad incurable entre las dos figuras: nacionalidad y ciudadanía, como no sinónimos, por un lado, y por otro, ciudadanía natural y ciudadanía legal.

Una Babel en quince manzanas

La notoria, aunque a la vez olvidada, peripecia de Pedro Centorno puede ejemplificar en carne viva buena parte de los extremos delineados hasta ahora. Conocido por su apodo, El Patrullero, no menos que por su segundo nombre de pila, Ernesto, y su apellido materno, Vidal, integró el once titular de la selección uruguaya que ganó el IV campeonato mundial de fútbol, el único celebrado en Brasil, si bien una afección ósteo-muscular lo privó de disputar el último partido, el único que el equipo jugó en el estadio carioca de Maracaná. A propósito, nuestras amnesias nos han ocultado que el topónimo es una palabra compartida por orientales y brasileros, que designa una especie volátil, residente en nuestros campos. Granada (id., pág. 274) registra el vocablo, y lo exhuma de una mención que le dedica Azara, precursora, como tantas otras de sus observaciones de tantas otras contingencias venideras, aquí, de los desenlaces contursianos: "Al fin murió este infeliz de amores no satisfechos", suscitados estos por una viudita contumaz.

Admitido por la FIFA como competidor uruguayo, tras obtener la carta de ciudadanía, el caso Centorno repetía, entre otros, el de Atilio García (seleccionado al torneo sudamericano de Santiago de Chile, 1945), el de Alfredo Mañay (seleccionado a las copas Lipton-Newton, Montevideo-Buenos Aires, 1948) y posiblemente el de Marcelino Pérez (al sudamericano de Lima, 1935), y anticipaba el de Juan Eduardo Hohberg (al mundial de Suiza, 1954).

La seudonimia, por su parte, no solo ha prosperado en nuestros medios literario y teatral, incluidos los subterráneos del carnaval y por supuesto las eminencias del tango. Si bien, de conformidad con nuestras usanzas Ernesto Vidal no se llamaba Ernesto Vidal --variante que en modo alguno habría llamado la atención, por ejemplo, en el fútbol brasilero; cuando Alfredo Zitarrosa cantaba "usted no es usted", por Garrincha, en verdad postulaba bien otra cosa--, tampoco Obdulio Varela se llamaba en términos estrictos Obdulio Varela, sino Jacinto Muiño. La eufonía de nombre y apellido parecía, con toda razón, vistos los resultados, un ingrediente insustituible para garantizar la consumación de predisposiciones y predestinaciones. ¿Qué perduración habría aguardado a Aurore Dupin, Frederick Meyer Weisenfreund, Andrei Friedmann o Yeniushka Krupadelnik, si su linaje no se hubiera trocado por los de George Sand, Paul Muni, Robert Capa o Gene Krupa?

Con un módico historial de conquistas no plurales alcanzadas en el plano regional (toda una cadena de adversidades; aparte del mundial del 50, apenas un único triunfo sudamericano, el del 42, dilucidado, por añadidura, en Montevideo), los espejismos de la posteridad lo propulsaron más arriba y más lejos (altus, citius, recitan los seguidores del barón de Coubertin). Aunque en sí mismos altísimos, apenas sin embargo equiparables, dicho sea crudamente, cruentamente, con los registros de Nasazzi, Andrade, Piendibene, Delgado, Romano, Cea, los Scarone, Petrone, Héctor Castro, Lorenzo Fernández, Gestido, Benincasa, que sumaron per capita múltiples trofeos mundiales y/u olímpicos y/o sudamericanos (por no contar los uruguayos). La crónica, el folklore, la mitología, la epopeya, se nutren de heroísmos y sobre todo de eufonías. Con logros sin duda significativos, pero, en pura comparación, de menor cuantía, Jacinto Muiño, gracias en buena parte a ese golpe de transmutación, absorbió (aunque de ninguna manera usurpó, ¡válgame el cielo!) la fortuna que se le retacea a sus antecesores y se le mezquina a sus coetáneos. Digo fortuna, en el sentido que retiene Carlos Martínez Moreno cuando escribe sobre Gardel, aquello con que los antiguos llamaban, "en términos de gloria y posteridad, a la fama perdurable o al predicamento o a la nombradía" (Ensayos, tomo II, Cámara de Senadores, Montevideo, 1994, pág. 402). A esa apuesta precoz también accedió Pedro Ernesto Centorno Vidal, conocido como El Patrullero.

Confundido por ese reduccionismo extensivo que ve gallego a todo español, así provenga de Asturias, Extremadura o Andalucía, carioca a todo brasilero, así viva en Minas Gerais, Pernambuco o Ceará y porteño a todo argentino, así llegue de Chubut, Mendoza o Santa Fe, partió de esta última provincia y desembarcó, cargando el peso de ese embargo gentilicio, precisamente, tras hacerse medianamente conocido en Rosario Central (ex CARCC), para seguir, según promulga maese Pedro, "felicísimamente su carrera" en Peñarol (ex CURCC). Ese largo y venturoso período, lo identificó invariablemente como porteño, estigma del que no fue excusado ni siquiera cuando, como anticipamos, adoptó la ciudadanía legal uruguaya y colaboró en la obtención del bicampeonato.

No era porteño, pero tampoco estrictamente rosarino. Menos, todavía: nacido en Trieste, que para ese entonces había sido sucesivamente y aun, por períodos, simultáneamente, italiana, austríaca, yugoslava, o tan siquiera eslovena, resultaba francamente imposible hacia el 16 de julio de 1950 determinar a qué país pertenecía entonces dicha ciudad-puerto (dubitación que no concluyó sino cuatro años después, y aun así, a cinco décadas, quedan sin resolver cuestiones pendientes).Aparte de ser la cuna de nuestro último número once más o menos inmortal, Trieste puede recordarse porque le dio la espalda a la carrera literaria del gran novelista Italo Svevo (que tampoco se llamaba tal, sino Ettore Schmitz), aunque no impidió que éste prosperara en el comercio, recibiera clases de inglés de James Joyce y cultivara la prolongada amistad de su profesor. Rosarino o porteño, yugoslavo, es decir, esloveno, o italiano, aquel raudo triestino aportó sus oficios ad majorem Uruguay gloriam: qué más daba en este Montevideo, donde en un entorno de quince manzanas podían convivir italianos, españoles y yugoslavos en todas sus variantes, argentinos, paraguayos y brasileros, sefaradíes, asquenazíes y ieques, armenios y libaneses, griegos callejeros que vendían maníes humeantes en invierno y barritas conaprole en verano, alemanes inmigrados, fugitivos, exiliados y/o refugiados, irlandeses, a menudo en el mismo padrón, amasijados con todo el criollaje: en la escuela a la que asistían los sobrinos de Roberto Fugazot (barrio reo, campo abierto), el solo del Himno Nacional, cuya letra, si bien se lee, está dirigida a apostrofar frontal y puntualmente a ningún otro tirano que el emperador don Pedro y sus huestes, ese solo era afinado por una paulista de cuna.

Nombres por duplicado

Como tratamos de explicar, la ciudadanía legal uruguaya presupone por lo menos otra ciudadanía "natural" (para adaptarnos a la terminología ad usum) o nacionalidad, que en el caso del Patrullero era por lo menos equívoca. En su región natal, desplegada sobre otras dos orillas con puertos y playas, los del Adriático, convergían o colidían Italia y Yugoslavia septentrionales y se dirimían diferencias étnicas, culturales, idiomáticas, políticas, de palabra y de sangre. Todos sus topónimos, casi sin excepción, como Dalmacia, Istria, Véneto, Trentino Alto Ádige, Trento, Friuli, Fiume, Trieste, nutrieron el mapa de la Italia irredenta, surtieron a la épica de retumbos posrománticos y estridores de sinfonismo operático y alentaron un movimiento que, a partir de la octava década del siglo XIX, enarboló esas reivindicaciones y esos procedimientos, santificó el militarismo y se encolumnó, llegado el momento, en el fascismo.

Según las tipificaciones un tanto simplificadoras de la econometría (por lo menos, para quien no las sabe leer), los italianos predominaban en las ciudades y en los sectores más ricos, y los eslavos en la parte rural y en las capas pobres. Estas reclamaciones centradas en la devolución de territorios supuestamente usurpados suministran un estímulo especialmente enardecedor, que proviene de una fuente o bien ya volcada a priori al autoritarismo o dispuesta a desembocar necesariamente en él, para justificarlo o rescatarlo. El ejemplo italiano tiene su réplica en versión alemana, en cuyo contexto puede contarse una parábola semejante, salvo en las referencias geográficas: Lebensraum se deletrea con nombres polacos como Gdansk, Wroclaw, Oswiecim, salvo que en alemán sonaban (bueno, suenan; también el castellano ofrece traducciones para Hamburgo, Colonia, Frankfurt), en alemán sonaban, digo, Danzig, Breslau, Auschwitz, sin contar los Sudetes y Alsacia y Lorena. Las mismas nupcias contrajeron en el hemisferio sur estos talentos para engendrar la guerra de las Malvinas/Falkland.

La insoportable levedad del patriotismo

El florecimiento de estas tendencias pareció un corolario, por lo menos en la Europa del medio siglo al medio siglo, de procesos tardíos de consumación nacional, si tal cosa puede verificarse en el curso de la creación. Italia y Alemania fueron los comensales tardíos del banquete de las fronteras y en esa dilación se cebaron estas oleadas que atrajeron a las mayores de las masas, aunque Horkheimer terminara llamándolas "movimientos de masa antimasa". El galán maduro que protagonizó tales entregas fue el italiano Gabriele D’Annunzio, distinguido por su prosa y su poesía, afecto a los lances cortesanos, a la morfina y a las letras de cambio constituidas en mora, diestro en movilizaciones callejeras y en exilios financieros, que encabezó, pa- sada la edad de 55, la ocupación de Fiume, en 1919, para enfundarse después, tempranamente, en la camisería negra.

Uruguay nunca anotó un fenómeno de esa exacta naturaleza, aunque probablemente la haya sublimado en otro plano. El paralelo con esas cunas del irredentismo no pasa de algunas coincidencias, que entre nosotros se perciben como un despertar demorado de la personalidad, una identidad inacabada, una voluntad de autonomía inducida, por no decir postiza, porque no en balde, en este hemisferio, el país fue casi el que más tardó en concebirse a sí mismo entidad independiente (o más resistió esa percepción), pero no independiente del imperio español o portugués, meramente, que en eso estaba acompañado, sino además del resto de la confraternidad que integraba y quería. No deja de ser ligeramente hilarante (incluso sobreponiéndonos al afecto entrañable, a la admiración y al respeto que sentimos por nuestros vecinos, alguna vez dominadores) que el imperio del Brasil se haya llamado tal gracias a esta sola colonia que constituíamos nosotros y haya edificado una ciudad imperial llamándola, como San Petersburgo en homenaje a Pedro el Grande, Petrópolis, no por la expectativa de yacimientos de hidrocarburos, como muchos creen, sino en honor del emperador don Pedro, del que éramos súbditos en singular. La de Uruguay, por otra parte, fue la única guerra que el Brasil perdió en casi doscientos años. Las calles que en nuestras ciudades fronterizas apuntan hacia el otro lado aluden a las victorias que en cadena concluyeron con la expulsión de aquellas tropas de ocupación colonial.

Poco antes del desembarco en la Agraciada, de las leyes de la Piedra Alta, de la configuración de la república como estado nacional, Bernardo Prudencio Berro (Larrañaga, por apellido materno), componía este ensayo satírico-político, titulado, en portugués, Muita gravedade: "¡Salud desde una hasta mil veces/heroicos cisplatinos [las bastardillas figuran en el original] que el nuevo imperio sostenéis beidosos!/¡Salud mil veces más! –Sois Portugueses [mayúscula en el original]/y a esta nación hicieron los destinos/la más saludadora/de todas las naciones de la tierra./¡Salud otro poquito, que la aurora,/amables cisplatinos imperiales/, cada día que el Sol esté naciendo,/le entregará en la mano los anales/de vuestro nuevo imperio;/para que el Sol brillante, discurriendo/en sus largas jornadas/a uno y otro hemisferio/tenga que hacer reír a carcajadas./Tan solo por acá los argentinos/no soltamos la risa,/temiendo que vosotros, irritados,/nos tratéis de marotos; […]" (Escritos selectos, Biblioteca Artigas, Colección de Clásicos Uruguayos, Montevideo, 1966, pág. 3).

Fuera de los dardos proyectados contra los beidosos cisplatinos, que, si mal no recuerdo, abarcaban al tío Dámaso Antonio, cabe reparar, primero, que el autor se incluía en una primera persona del plural, un nosotros reflexivo, definido con cristalino desenfado, pero cuyo nombre hoy no osamos decir, y segundo, que esa definición emanaba de un texto cimentado fluida y repetidamente sobre el concepto de nación, acerca del que no delataba ni distracción, ni desmemoria ni confusión, ni forma alguna de negligencia, ni en el plano doctrinal ni en el plano de los hechos. Es una verseada indisimuladamente patriótica, en la medida en que su enunciante protagónico se declara sujeto de valores patrióticos puntualmente deslindados, que, en modo alguno, a mi respetuoso entender, ni sospechaba la irrupción en cierne del estado nacional que brotaría de la Convención Preliminar, a la distancia del lustro, ni mucho menos la convocaba.

D’Annunzio entre nosotros

Enfocado así, este nacimiento puede parecer fruto de una gravidez inesperada y acaso indeseada, no necesariamente ilegítima, faltaba más. Estrujados entre dos presiones más bien desmesuradas (abrazados por ellas, me rectificó un amigo tucumano y creyente), nacidos para ser nadie, abandonados, como José por sus hermanos, en el portal del Foreign Office, la autoafirmación y la heteroafirmación se llevó (y sigue llevando) casi todos nuestros denuedos, de otra especie, por suerte, que la que emprendieron italianos, alemanes y argentinos. Así como Sartre (Réflexions sur la question juive, Gallimard, París, 1946) postuló que las defensas de comunidades rodeadas por el mundo hostil, caso de los judíos, podían cifrarse en la administración del dinero y en el cultivo de las artes, las humanidades y las ciencias, los orientales, mutatis mutandis, nos concentramos en el deporte y en el tango, sobre todo porque, si para los herederos de Roma y de los nibelungos, los contrincantes englobaban a toda la creación, el universo de nuestras enemistades no iba más allá del Riachuelo ni más acá de la costanera norte. Nuestra meta era superar a los argentinos de la capital federal (y de paso a los brasileros) y convencer (a ellos, a nosotros mismos) de esa indiscutible superioridad. Éramos mejores, diáfanamente, en fútbol y en básquetbol, territorios donde la diferencia llegó a ser cuantificable en aritmética elemental, no siempre, y menos ahora, pero sí durante períodos significativos. Éramos mejores, en el otro plano, por Gardel y La Cumparsita. ¿Sí?

Si en el plano de la confrontación deportiva la evidencia de los números desaloja cualquier posibilidad de controversia, cuando se movilizan valores cualitativos las certezas suelen resultar menos asibles. La filiación de Gardel solo atañe a los uruguayos, para manifestarse a favor o en contra. Argentina, que seguramente aporta la demanda más extensa para su producción, en términos rasos de consumo y auditoría de mercado, a lo sumo puede ver ese encuentro (dicho en sentido de match) desde fuera. La alternativa no interesa demasiado siquiera a los franceses, vocacionalmente contrincantes si lo quisieran, no más que al resto de la humanidad, cada vez menos pendiente de la vida y obra del inmortal, en la medida en que el sitio de nacimiento de un artista constituye una preocupación menos que baladí aun en el más epidérmico abordaje de una obra humana. La singularidad de esta rencilla alimentada por uno solo de los contendientes no tiene parangón visible. Los pretendientes despechados deben evitar el ridículo y no suscitar lástima, precauciones que el pequeño papagayo de Azara no observó. No veo a los argentinos, por ejemplo, salmodiar día y noche frente a la embajada de España para reclamar que se aclare que Imperio Argentina nació en Buenos Aires, cada vez que los medios de comunicación peninsulares aludan a ella. Tampoco sé que los italianos mantengan un cuerpo de plañideras que exijan cotidianamente que Francia reconozca en todos los noticieros de televisión que Yves Montand nació en Italia (otro irredento), y que su seudónimo encubre el nombre de Ivo Livi. Otro tanto debería pasar con el belga Jacques Brel, y así sucesivamente. Argentina e Italia, que todavía mantienen incontables elementos capaces de llamar la atención de terceros, prescinden de tales recursos, que por el contrario se encarnizan en el Uruguay, a medida que el estrellato deportivo del país insiste en la perpetuidad de su perigeo.

Tampoco se advierte cuál puede ser el impulso nacional que movilizaría a los beligerantes. Francia, en primera instancia supuesta contraparte, no ha dado la menor muestra de entusiasmo por envolverse en la refriega. Argentina no debería reconocer ningún elemento de interés propio. De modo tal que si Italia, Alemania o Argentina podrían impugnar usurpaciones eslavas (polacas, checas, eslovacas, croatas), francesas o británicas para tipificar con la calificación de irredentas o de Lebensraum las tierras firmes y las islas contendidas, en el caso de Gardel es difícil determinar siquiera en términos vocacionales quién es el presunto usurpador: en jerga procesal, Francia no ha deducido acción --quizá porque entienda a lo sumo que es titular del derecho y que nadie ha refutado válidamente esa titularidad-- y Argentina carece de legitimación para hacerlo.

Aunque falten todos los demás factores de la ecuación, Uruguay tiene, sí, su cabecilla vernáculo de esta variante de irredentismo. Los crédulos defensores del origen tacuarembocero (como anota Granada que debía llamarse a los naturales del departamento de Tacuarembó, nombre guaraní de una variedad de "caña maciza, delgada, uniforme, muy larga, recia y flexible", id., pág 364) que estamos examinando, llegaron "hasta inventar una genealogía a Gardel. Habría sido el hijo de un coronel uruguayo de apellido Escayola, de guarnición" en aquella comarca, precisa Martínez Moreno (id., pág. 411). Los uruguayistas disponen también de su D’Annunzio: "En su delirio, un periodista gardeliano, que se llamaba Silva y tuvo el ingenio de fraguarse en pseudónimo Avlis, pasó a más: Gardel era el padre del gran jockey Irineo Leguisamo, ese sí uruguayo (a quien Gardel exaltó en más de un tango) y Leguisamo era a su vez el padre del cantor Julio Sosa, que se mató una noche, conduciendo su automóvil a excesiva velocidad en uno de los bulevares de Buenos Aires. Julio Sosa sería, en esa elaboración, el nieto de Carlos Gardel, a cuyo estilo --como cantor-- se había mantenido siempre bastante fiel", continúa Martínez Moreno, que a su condición de gran novelista y maestro del periodismo en todas sus variables, unía la de consumado jurista (id., pág. 411), para concluir que "la partida de nacimiento que inicia el expediente sucesorio [del artista, ante la justicia uruguaya, por los bienes que dejó en el país] hace constar que Charles Romuald Gardès (así realmente se llamaba) había nacido en Toulouse, France, y era fils naturel de Berthe Gardès, blanchisseuse, et de père inconnu. Cuando el abogado Carlos Angulo Ruiz hizo publicar facsimilarmente esta partida en Marcha, no faltó quien dijera que, en su empecinamiento izquierdista de anti-patria, el semanario nos quitaba hasta la orientalidad indiscutible de Carlos Gardel" (id, pág. 411).

Me permitiré ensayar dos o tres acotaciones a este impecable esfuerzo conclusivo, publicado originariamente en la revista de la Universidad (¿Nacional Autónoma?: la compilación no lo aclara) de México, volumen XL, número 417, octubre de 1985, al que el tiempo transcurrido ha otorgado más vigencia, si cabía. De menor a mayor: aunque el punto de vista de Martínez Moreno satisface todas las exigencias de legitimidad, no estaría de más, para mi gusto, aclarar que Gardel dejó una estirpe de voces masculinas y femeninas más fieles a su estilo (él dice, prudentemente, "bastante fiel") y más creativas en su fidelidad que las de su supuesto nieto, tanto en Buenos Aires como incluso en Montevideo. Sin mengua para nadie, la genética no corrobora las llamadas "tesis Avlis". A su propia muerte, el portaestandarte de la teoría uruguayista dejó un ejército de terracota, poblado de guardianes armados, profetas de sus consignas, novelistas que cobran por adelantado, cineastas de ficción o ficción de cineastas, cronistas de fantasía, empacados en una suerte de parafrenia colectiva, de la que se han dedicado no obstante a depurar los ripios más escalofriantes y a retirar de los bocadillos que ingieren todas las astillas de vidrio en que se solazaba el faquir fundador. En una versión original, que ya no se frecuenta hasta sus últimos recovecos, esta anécdota equiparable a las peripecias de los atridas o a las andanzas de Krimhilda, más allá de lo que se atreven a reflejar las comparativamente pálidas, reprimidas, visiones de Sófocles, Wagner y O’Neill, el protagonista empezaba naciendo, combinatoriamente, hijo ilegítimo, adulterino e incestuoso, hermano de su madre, nieto de su padre y acaso cuñado y sobrino de sí mismo, todo de un trago.

Más allá de las conclusiones que debamos asumir sobre el tema de fondo, creo que la opción, tal como se presenta, aparece contaminada de un sentido lúdico mal entendido, que solo acoge como prueba idónea la sospecha, la suposición y la presunción, en ese orden, además del testimonio de oídas de cuarta o quinta o innumerable mano. Con tal de superiorizarnos y magnificar nuestra estatura se bendicen todas las inconsecuencias metodológicas. En nombre de esa idea fija se desatienden las evidencias más obvias y apremiantes, por ejemplo, las que emanan del epistolario del artista, de los cronistas inopinados, no para hacerlas objeto de refutación, sino para desecharlas de antemano y en bloque. Un impecable ejercicio de indagación debido a Juan Carlos Esteban, que registra, en poco tiempo, dos ediciones relativamente disímiles una de la otra (Carlos Gardel: encuadre histórico, Corregidor, Buenos Aires, 2001/2003), pero congruentes, rigurosas, originales, terminantes, especialmente en episodios en que la invención uruguayista se comprometió en sus lances más temerarios, como el del doble nominalismo (es decir, el reverso de la doble personalidad, que entraña dos identidades para una sola criatura; aquí se pergeñaron inverificablemente dos criaturas para una sola identidad) y la imposible convalecencia en Valle Edén, pasó casi en silencio (el vero Silencio de Tacuarembó, Ediciones de la Plaza, Montevideo, 1996, como se llamó a una de las aportaciones más descaminadas, si cabe, que ensayó la iniciativa tacuarembocerizante).

Si bien la comprobación que sigue aparece acabadamente adelantada en la cita de Martínez Moreno que reproduje, creo del caso, por la gravitación que Marcha ejerció en el contexto cultural uruguayo, añadir mi testimonio confirmatorio. Y aunque firmado por el jurista Carlos Angulo Ruiz, que no integraba la redacción, el artículo sobre el nacimiento de Gardel fue confiado al principal colaborador del director del semanario en su estudio jurídico. La coincidencia de ese director con las conclusiones del texto, reiterada cada vez que se abordaba el tema, su relación personal con el departamento y la ciudad de marras (que compartía con Julio Castro) justifican incluir ese punto de vista, aunque a escala, poco menos que en la línea editorial de la publicación, equiparable, siquiera en el grado de compromiso, a la posición adoptada ante asuntos de seriedad grado diez, como el derrocamiento de Jacobo Arbenz, la guerra de Vietnam, las tropelías del gobierno Pacheco Areco, el cuatrosietismo, la intervención de la Universidad o la guerra de las Malvinas.

Otros datos censales

Me demoraré en la más reciente marejada provocada por este movimiento, que ahora procura demostrar (bueno, demostrar no es el verbo aplicable a estos ejercicios; más bien suscitar la sospecha de) que si los mortales solemos frecuentar a nuestros connacionales (¿solo a ellos, mayoritariamente a ellos, parte sí, parte no?), y que si Gardel mantuvo, a lo largo de su vida artística y de la otra, encuentros de toda clase con uruguayos, no puede caber duda de (mejor dicho, privarse de suponer) que el inmortal nació en Tacuarembó. Este ejemplo de silogismo clásico, aunque sea pro forma no más, que ha empezado a suscitar atención si no creciente, por lo menos repetitiva, en publicaciones uruguayas, tropieza con impedimentos insalvables, desde que nadie ha establecido cuál fue el total de personas que frecuentó el artista, como se determina la idea de frecuentación, cuántos en ese total fueron uruguayos. No sería sorprendente que el Instituto Nacional de Estadística y Censos escrutara, a instancias de alguna bancada parlamentaria particularmente sensible y activa, esta alternativa.

Según testimonios venidos de todo el mundo occidental que visitó, el inmortal gozaba de una desmesurada aptitud de seducción, de los que, a título de ejemplo más que significativo, cabe enfocar el de Rafael Alberti (La arboleda perdida, Seix Barral, Barcelona,1987) al que difícilmente se le pueda agregar alguna observación más reveladora en ese ámbito. Algunos corresponsales de la prensa montevideana han tratado de contabilizar por lo menos la parte uruguaya de esas amistades, censar sus nombres, apellidos y profesiones, como en las actas judiciales. Martínez Moreno, con propósito dispar, agrega algunas figuras, que tampoco corrigen el panorama.

Entre esos uruguayos, y para refrendar la afirmación que no se pone en duda y que se invoca solo para confirmarla, se enumera a su compañero de dúo José Razzano, a su jockey favorito Irineo Leguisamo, ya contado por Martínez Moreno en la cita precedente, al entrenador de caballos de carrera Francisco Maschio, al guitarrista José Ma. Aguilar, al director de orquesta acompañante Francisco Canaro, además del fotógrafo José María Silva, que mantuvo un estudio comercial en Montevideo. ¿Eso es todo?

Por lo pronto, Francisco Maschio no puede tildarse de uruguayo, ni por el forro: nació cerca de Concordia, provincia de Entre Ríos, República Argentina, en un paraje llamado Puerto Yeruá. Maschio veraneó, como tantísimos argentinos, durante muchos años en Malvín (donde, por otra parte, en 1945, murió Orlando Goñi, a unos metros de la esquina en que estoy escribiendo esto) y edificó allí un pequeño chalet, que todavía está en pie, en la esquina de Rimac y la rambla. La construcción, justamente, tiene por visible nombre "Villa Yeruá", no en homenaje a un potrillo o potranca memorable, como algunos vecinos han dado en creer, sino a su lugar natal. También su stud porteño portaba y por las mismas razones ese nombre.

El fotógrafo Silva, del que parece por lo menos abusivo titularlo, como se hace en la prensa montevideana, "Su fotógrafo", en tanto no fue sino uno de los que por decenas recogió la imagen del inmortal, tampoco puede figurar como uruguayo, puesto que nació en Galicia y de allí fue traído por su madre.

Razzano y Canaro siempre remaron contra la corriente uruguayista y afirmaron incansablemente que Gardel nunca incurrió en otro lugar de nacimiento que no fuera Toulouse, al sudoeste de Francia (medio vecino del suelo natal de Charles Trenet, Carcassonne, entre otros ilustres, dicho al pasar, sobre todo para quienes ponen la música y el pabellón nacional en el lugar debido. Cada cosa en su sitio.) Creo que si los adalides de la nacionalidad oriental hubieran tenido a tiro los mausoleos de Razzano y Canaro habrían sentido la misma tentanción que el presidente Batlle le manifestó al gobernador de Rio Grande do Sul respecto de la Torre ANTEL y el hospital universitario.

En cuanto a Canaro en particular, no le proporcionó a Gardel, ni con mucho, el único acompañamiento instrumental extra guitarrístico de que el todopoderoso disfrutara. Apareció, por el contrario, con Roberto Firpo, Osvaldo Fresedo, Rodolfo Biaggi, el trío Julio De Caro-Francisco De Caro-Pedro Láurenz, Juan Cruz Varela, Eduardo (¿Eduardo?) Solsona, todos argentinos (si alguno de ellos no era español, por añadidura), y en fin, con el también argentino Terig Tucci, cuya orquesta, probablemente, grabó su acompañamiento en más oportunidades que la de Canaro. Entre sus grabaciones francesas, figuran orquestas acompañantes de esa nacionalidad, integradas por ejecutantes franceses y no franceses, una de las cuales fue dirigida por un músico de apellido armenio. Espero que nadie reivindique, a partir de ese dato, el monte Ararat como lugar de nacimiento del inmortal.

Aguilar tuvo un papel funcional en el acompañamiento guitarrístico: hacía lo que el inmortal necesitaba y estuvo donde estuvo no por uruguayo, sino por eficiente. Creo que es lo mejor que de él puede decirse: era sobre todo bueno para Gardel, aparte de uruguayo. Sin perjuicio de que estuvo desvinculado por períodos significativos del dúo, trío o cuarteto de guitarras de acompañamiento, nadie podría afirmar que haya sido el mejor guitarrista de la historia del tango, y probablemente, en términos estrictos, tampoco el que mejor tocó en ese agrupamiento. Pero todos los demás, que llegaron a ser entre ocho y diez alternados no fueron uruguayos, ni franceses, sino... Algo análogo puede decirse de Leguisamo, que corrió para muchos, muchísimos patrones argentinos: en él se buscaba una garantía de victoria, no al ser nacional compartido. Nuestra cantante Lágrima Ríos recuerda la visita del artista al inquilinato en que ella vivía de niña, en la vecindad del guitarrista Carlos Portela. Gardel se hizo invitar a una audición para evaluar su candidatura para llenar una vacante en el conjunto de acompañamiento. Portela era un instrumentista distinguido, de lo que el cantor dejó expresa constancia, aunque precisamente ese destaque lo vetaba: más que virtuosos, que distrajeran al auditorio y pudieran confundirlo a él mismo, buscaba acompañantes idóneos, es decir parcos, serviciales, segundones voluntarios. Esa fue la señal distintiva del conjunto.

Frente al enorme contingente de amistades que cultivó Gardel en Europa, Estados Unidos, Argentina, ¿pueden llamar la atención tres uruguayos tres, ninguno de los cuales vivía en Montevideo, ni en el territorio nacional, y transformarse en una prueba concluyente --bueno, siquiera un estímulo a la suspicacia-- de su nacionalidad? Espécimen más o menos (seguramente muchos más), parece una vía de investigación que no lleva a ninguna parte, el callejón con menos salida que se ha intentado recorrer.

La exégesis talmúdica

Queda por delimitar el papel histórico que desempeñó La Cumparsita, atribuida al joven estudiante montevideano de arquitectura Gerardo Matos Rodríguez. La pieza representó, efectivamente, una bisagra en el proceso de concebir al género y desarrollarlo. Es una verdad recibida, un artículo de fe. Palabra más o menos, según Jaurès Lamarque Pons (El tango nuestro de cada día, Ediciones de la Plaza, Montevideo, 1999), "a partir de 1917, año del estreno de ‘La Cumparsita’ y de la primera letra propiamente de tango, es decir de ‘Mi Noche Triste’, el tango canción que vendrá entonces junto con el tango para piano, tipo romanza y otras variedades, que convergerán en el tango actual o moderno, se marcará en ‘cuatro’…Los compositores …se decidieron por el ‘cuatro por ocho’ o por el ‘cuatro por cuatro’, ya que en cualquiera de las dos se marca nítidamente el ritmo en cuatro tiempos. Eso ya no se discute más. ¿Quieren un ejemplo bien fácil? Recuerden las cuatro notas de la melodía con que empieza ‘La Cumparsita’. Ellas nos darán claramente los cuatro tiempos aludidos" (págs. 45-46).

Esta es la visión de la posteridad. Cuando Matos se postuló con su pieza, La cumparsita era, sin embargo, una especie de no tango. Primero, porque lo que lo hacía original, su cuadratura, no coincidía con los cánones vigentes entonces. El "tango primitivo", como lo moteja discutiblemente Lamarque (id., pág. 45), es decir la forma anterior a lo que resultó La cumparsita, "…se escribía y se marcaba en dos tiempos", como la habanera (id., pág. 46). Segundo, porque carecía de la segunda y la tercera parte, infaltables en los ejemplares del género en ese momento (que más tarde se redujeron en total a dos, en términos generales). Tercero, porque la primera parte (y única) estaba incompleta, circunstancia que sugirió a alguno de los profesionales que la escucharon en ese momento que la calificaran de pieza rabona: las cuatro notas que destaca Lamarque, si bien se atienden son claramente tres más una, puesta por dedos y oídos para completarlas. En realidad, ni sonaba tango ni lo era, stricto sensu, para el tiempo en que apareció, sino, como la tipificó quien se cuenta que la estrenó en Montevideo, Roberto Firpo, toda una luminaria en Buenos Aires, "una marchita", solo que, como lo demostró el tiempo, el tango necesitaba incorporar lo que hacía marchita a la marchita, si quería crecer y multiplicarse, consumar su destino.

Ninguno de los entendidos que escuchó o leyó la pieza omitió subrayar sus carencias y sus desaciertos y sus ofertas de redimirlos. El árbitro fue, por la razón del artillero, Firpo, que tuvo a su cargo el estreno, circunstancia que le permitió subsanar esas falencias y restituir, vía injerto, las extremidades en déficit con sus propias opciones. Para dotar a la criatura de segunda y tercera partes, transcribió literalmente fragmentos de composiciones suyas, bien conocidas y ya grabadas, La gaucha Manuela, de 1911, por ejemplo. Ofreció firmar la obra conjuntamente, gesto que, bien mirado, no obedecía a ninguna vocación de rapacidad sino a una propuesta generosa, que cualquier principiante habría saludado: Matos no aceptó. Si bien fue grabado por un cuarteto uruguayo que por cuestiones de propiedad intelectual no tenía acceso a otros títulos menos riesgosos (el de Alonso-Minotto), inscripto en las líneas epigonales de Firpo, y luego, casi en seguida, por el propio maestro, la aprobación del mercado se hizo esperar muchísimo. ¿Amor a primera vista? Qué va. No menos de siete años, cuando Pascual Contursi le atribuyó una letra, Si supieras…, que un actor uruguayo, Juan Ferrari, estrenó a su vez, en el marco de un sainete, de donde por su parte lo tomó Gardel, lo incorporó a un repertorio famélico de estrenos del género y lo grabó sin más demora. A partir de entonces, la historia se hizo conocida, gracias en gran parte a la literatura de quien fue negado por el autor de la música y en el resto por los músicos porteños.

Los diversificados enfoques estilísticos del género encontraron en esta pieza engañosamente elemental un estímulo para desplegarse hasta el límite de sus posibilidades. La propia pieza exploró, a través de esas disparidades, sus propios contenidos y alcances, en una especie de proceso dialéctico que revela y confirma a la vez su condición inequívoca de clásico. ¿Cuánto recibió de Buenos Aires este producto montevideano? Firpo nunca se proclamó coautor, y en verdad no hizo más que transplantar organismos ya crecidos. Tampoco reclamó compensaciones económicas, cuando es innegable que el resultado final se consumó con fragmentos creados por él, nunca tratados como cuerpo extraño por el organismo original ni repelidos por él. ¿La cumparsita sería igual a sí misma si las grabaciones de Maffia-Láurenz, Piazzolla-Troilo-Goñi, Fresedo-Vardaro, Piazzolla-Vardaro-Gosis, por citar solo una parte de las que a mí me gustan, no hubieran desentrañado su ser íntimo?

Que el tango uruguayo no sea necesariamente un logro de pentacampeones tampoco significa que su contribución sea deleznable. Ni mucho menos, Por poner una cifra arbitraria, en los 150 hacedores fundamentales del tango diría que hay por lo menos quince uruguayos tan imprescindibles como los demás 135. No es todo, no es lo más, y sin embargo, proporcionalmente, es mucho, sobre todo porque entre los supremos nadie prescinde, sobre todo esos supremos, de Zagnoli, Artola, Canaro, Sosa, Mastra, Matos, Lasca, Di Matteo, Guardia…, de a uno y en lo suyo.

En Montevideo, por lo menos en Montevideo, persevera una contradicción distintiva: se venera el tango y se aborrece simultáneamente la sustancia que lo produce. Para que el tango prospere hace falta la masa crítica que asegura una ciudad del volumen de Buenos Aires: el mínimo de ingredientes necesario para que la reacción físico química, la fisión nuclear se consume. Recuerdo la desazón con que Oscar Desándalo bajó los brazos. Era un pianista y director que seguramente no le iba en zaga a sus coetáneos porteños, los jóvenes brillantes de los años 40, Piazzolla, Balcarce, Spitalnik, Medovoy. Solo que chocaba, baudelairianamente, contra la indiferencia, el desafecto, la empeñosa chambonería del ambiente, el estamento de los bandoneonistas uruguayos, sobre todo. ¿Qué quedó en Montevideo de un pianista precoz y superdotado, tal cual se muestra en escasas grabaciones para otros, generalmente fuera de estilo o de género, como Ruben Pérez? Pongo estos dos ejemplos, ya lejanos, de malogro y desintegración, que ilustran el grado de subdesarrollo al que, a pesar de todos los aportes de posibilidades personales, hemos caído. Incluso los más lúcidos, o aquellos de quienes más lucidez podía esperarse, no cejan de tensar ese desencuentro, que solo nos menoscaba a nosotros mismos. El país está cada vez más lejos de alcanzar el nivel necesario para ingresar en esa masa crítica, de la que llegó a ocupar parte del primer plano y me temo que el esfuerzo de conciencia que se exige como paso previo para neutralizar ese proceso hemorragíparo de extinción ya está fuera de nuestras posibilidades (y en cierto modo exigente, de las argentinas o porteñas también, aunque de muy otra manera y posibilidad).

Como en los ejercicios de exégesis talmúdicos referidos al Libro de los Reyes (que al fin eso son productos de la modernidad tan eminentes como el cine de Chaplin o el teatro de Brecht, El pibe o El círculo de tiza caucasiano), el derecho de los uruguayos se equipara más al de Edna Purviance, que comparece al principio para dejar al protoJackie Coogan en el portal del vidriero ambulante y retorna al final, para despojar al padre hecho y derecho de su obra.


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