Una vida fascinante
José Pedro Varela

Tomás de Mattos

En la práctica de la escritura nunca deja de sorprender la irrupción de una historia en la conciencia del autor, respondiendo a fuerzas que se presentan como ajenas a su voluntad. Este artículo sólo pretende describir ese fenómeno, a propósito de un proyecto de novela que, en pocos meses, y por razones que vislumbro pero que no termino de comprender cabalmente, se me ha transformado en prioritario.

No habría otra forma, debo aclararlo, que me atreva a abordar genéricamente, desprendiéndome de algún episodio de su vida en particular, la admirable, polémica y muy compleja personalidad de Pedro José Varela Berro. No la domino enteramente, me falta acceder a aspectos esenciales de su vida, como, para citar un único ejemplo, la historia del amor que lo ligó a Adela Acevedo, quien fuera su esposa y la madre de sus dos hijos.

¿Cómo, de buenas a primeras, me topé con Varela como eventual personaje de una ficción?. Desde hace años que, demasiado esporádicamente para mi deseo, vengo preparando una novela en torno a dos trayectorias vitales que, convergiendo en la misma terrible tarde en la que fueron asesinados por separado, estuvieron influyéndose recíprocamente, durante los treinta años previos, en una extrañísima mezcla de oposición beligerante y aprecio personal, como las de Bernardo Prudencio Berro y Venancio Flores.

Procurando reconstruir la muy densa red de relaciones familiares (sanguíneas y afines) de Bernardo Berro, estudié la muy desordenada enumeración de datos genealógicos de la familia Berro que acumula la señora Aurora Chopitea y Berro de Frías en un curioso libro: "Noticiario de las familias de Berro y de Chopitea". Allí se dice que Benita, una hermana de Bernardo, casó con Jacobo Varela, con quien tuvo dos hijos: Jacobo y Pedro José. ¿Quién sería ese Pedro José Varela? ¿No se llamaba Jacobo el padre del Reformador? ¿O Jacobo era tan sólo un hermano? ¿O padre y hermano se llamaban Jacobo? Si el Reformador fuera sobrino de Berro ¿no me serviría de destinatario de la correspondencia que Josefina Péguy redactaría para alguien, ausente de Montevideo, contándole –y comentándole- los sucesos de 1868? ¿En qué años estuvo Varela fuera del país en su famoso viaje?

Por entonces, y de esto hace unos pocos meses, no tenía en mi biblioteca mucho material sobre Varela. Acudí entonces a un libro que siempre me ha sacado de apuros, el "Diccionario Uruguayo de Biografías)" de J.M. Fernández Saldaña, y allí confirmé que quien conocemos, a secas, como José Pedro Varela se llamaba en realidad Pedro José Varela Berro, porque efectivamente lo había parido Benita Berro y había sido bautizado, siguiendo una tradición de la familia Berro, dándosele la prioridad al nombre de Pedro. Informa Fernández Saldaña que recién en 1865, cuando ya había cumplido 20 años, "para evitar confusiones con un personaje político [Pedro Varela, el torvo financista que se plegó al séquito de Flores], hizo una publicación en la prensa diciendo que en adelante firmaría José Pedro Varela"; y que, entre 1867 y 1868, había transcurrido el prolongado viaje por Europa y Estados Unidos.

Creí entonces –tal como lo creo todavía- que había encontrado para la novela sobre Berro y Flores, un narratario de excepción: ¿qué destinatario, a la vez más lúcido y más apasionado, podrían tener las cartas de Josefina Péguy de la Defensa, al igual que los tres hermanos Varela, porteños que habían venido a Montevideo huyendo de Rosas?

Para hacer más persuasiva la relación epistolar de la narradora con su amigo, me aboqué a interiorizarme en su vida. No tardé, entonces, en rendirme ante la evidencia de que, tras los fulgores de "la personalidad uruguaya más original y revolucionaria de su tiempo", según el juicio de Arturo Ardao, palpita el humus fecundo de una ilusión que se abre dificultosamente paso entre los obstáculos, de una exasperada rebeldía que es encauzada por la serenidad, de una voluntad pertinaz que se va depurando hasta hacerse apta para asumir decisiones insólitas y discutibles, aún hoy, con tanta agua pasada bajo el puente.

Yo tenía de Varela la imagen de un hombre austero y racional. Lo imaginaba un hombre de papeles –que lo fue-; una locomotora de hierro que no había conocido debilidades; un águila de vuelo empinado y vida aséptica, muy por encima del barro que conforman la carne y el hueso. En suma: una persona cuyo legado es sólo accesible a través del ensayo; jamás, si se le procura abordar desde los flancos que requiere la novela. Un personaje monolítico que no dude y que jamás pierda el control de sí mismo tiene la misma vida –desde la perspectiva de una novela- que un esqueleto de esos que cuelgan en los gabinetes de biología. Un personaje tan sólo sumido en conflictos abstractos es una cometa que carece de cuerda que la retenga no demasiado lejana del suelo; es un Fausto sin Margarita.

Pero Varela no es sólo una personalidad paradigmática, que representa mejor que nadie un período decisivo de nuestra historia y cuya estela se percibe ciento veinticinco años después de su muerte, sino también un hombrecito enteco y nervioso, que cuidó prolijamente su barba, como si siguiera una moda de la época, para ocultar la devastación de la viruela en el sector derecho de su rostro; que se batió a duelo, aunque consideraba bárbaro ese pretendido ritual de honor; que fue muy sensible –hoy ya no se puede medir cuánto- a los encantos de las mujeres; que, ya casado, se entretuvo en otra arte de caza, por lo que en los días de la polémica con Ramirez se descerrajó accidentalmente un disparo con su propia arma; que rehuyó plegarse a las prósperas seguridades de la empresa familiar porque no quiso pagar el precio que exige el lucro a quienes lo procuran; que dejó a su jovencísima viuda y a sus dos hijos, sin recursos ahorrados que los amparase; y que, en suma, supo apurar vertiginosamente su brevísima vida consumiéndola con inusitada avidez. Su agonía conmueve y da una cierta idea de la real talla del ser que alcanzó a conformar. Pareciendo un secuaz de Apolo lo fue, sin embargo, de Dionisos. Puede, entonces, respirar en el mundo de la tragicomedia.

Fue, no cabe duda, un hombre con dificultades de relación. Las vicisitudes de la entrañable amistad que desde la infancia lo unió a Carlos María Ramírez, con quien coincidiera en la fundación de la Sociedad de Amigos de la Educación Pública y en la militancia política contra los desbordes autoritarios y los desmanes de la época, pero con quien discrepase tan dolorosamente en temas tan vitales como la valoración que merecía la Universidad de entonces y la eventual necesidad de un nuevo partido político que deshauciara –en el doble sentido de la palabra- a los existentes, quizá sean un signo de la rispidez de su carácter. Otro lo es, sirviendo también como evidencia de la incomprensión social en la que debió moverse, la aguda discrepancia que dividió en dos apasionadas mitades a la intelectualidad montevideana de 1881 la justicia o impertinencia del homenaje que quiso rendírsele al cumplirse el segundo aniversario de su muerte. Pero también fascina el profundo afecto que le profesaron varias de las mayores personalidades de su tiempo. Algo tendría el erizo para que, aunque no por muchos, se lo quisiera y siguiera tanto. Ese juego de luces y sombras sobre un rostro del que él prefería mostrar tan sólo el perfil izquierdo, permite elaborar un retrato narrativamente persuasivo.

Conociendo con más detalle su vida, por más que aún perciba vacíos a llenar, ya no me asombra tanto que le hayan bastado treinta y cuatro años de vida para haber orientado de tal modo, y hasta hoy, la vida de la nación. Más me admira que, en esa vida, la fascinación por la educación haya ocupado tan pocos años. Entre la fundación de la Sociedad de Amigos de la Educación Pública y su muerte hay poco más de un tercio de existencia: doce años apenas cumplidos. Su actuación en cargos públicos no rebasó los tres años y medio: durante un año, cuatro meses y veintiocho días (desde el 27 de marzo de 1876 hasta el 24 de agosto de 1877) fue Director de la Comisión de Instrucción Primaria de la Junta Económica Administrativa de Montevideo; y durante los últimos dos años y cuatro meses exactos de su vida (recordemos que murió el 24 de octubre de 1879) fue Inspector Nacional de Educación Primaria.

En realidad, hasta 1868, cuando recorrió parte de los Estados Unidos y conoció a Sarmiento, no tenía ni vivencias ni lecturas que lo convencieran de que la educación fuera la panacea –limitada pero la única viable- para conjurar los más graves flagelos de la Nación.

En efecto, uno de los riesgos más grandes que corrió fue el de la dispersión. Prescindamos del destino de comerciante barraquero que le quiso predeterminar su familia o de su vocación frustrada de abogado, y quedémonos con la fuerte presunción de que pudo conformarse con cultivar una poesía más de ideas que de imágenes, de ecos perdidos más que encontrados. ¡Bendito Víctor Hugo, el maestro visitado en la isla de Guernesey, por trasuntar sus serios reparos, sirviendo así inmejorablemente a la poesía y a la educación pública! Reparemos también que si no se hubieran frustrado las elecciones de enero de 1875 por los desmanes que segaron la vida de varios de sus adictos, entre ellos, la del muy joven y brillante universitario, Francisco C. Lavandeira), habría sido electo Alcalde de Montevideo y acaso hubiera encauzado sus ímpetus de reforma a través de la actividad política. Añadamos que si José Montero, al ser llamado al ministerio de Gobierno por el dictador Latorre, no lo hubiera escogido como sucesor y si él se hubiese atenido a sus principios políticos y al cuidado de su imagen, no habría podido asumir la conducción pública de la educación nacional. Escrutando su vida, desde el conocimiento de su desenlace, se tiene la irreprimible impresión de que el azar –o la Providencia con la que él tuvo tan quejosa relación desde sus tiempos de poeta- lo fue conduciendo desde su juventud a un destino para el que había sido escogido. Impresión que conviene disipar con Max Weber y recordar que, así como cuando se mira al futuro se debe sortear el espejismo del absoluto libre arbitrio, cuando se contempla el pasado se debe soslayar la simétrica ilusión de la fatal predeterminación.

El otro gran riesgo que, entre otros más, afrontó fue el de ceder a la influencia de su clase y de muchos de sus principales mentores, cercenando el alcance profundamente democratizador de la Reforma. Sobrino nieto de Larrañaga y sobrino de Berro, colorado conservador por definición política, siempre tuvo una mirada muy recelosa respecto de los caudillos. En varios textos suyos, deslizó críticas frontales al artiguismo. Sarmiento fue uno de sus principales mentores; Francisco Berra, uno de sus más cercanos colaboradores. Sin embargo, privilegió celosamente a los desposeídos. Jamás creyó, por principios éticos y por convicciones pragmáticas, en su aniquilación y, por lo tanto, abogó por su inclusión, a través de la educación. "Es una necesidad y un deber [llevar a la campaña "la luz de la civilización y las mejoras del progreso"] porque en el fondo ese odio que los gauchos tienen generalmente a los hombres civilizados, hay algo de justo, de natural, de lógico. Es el resultado de ese abandono injustificable en que se ha tenido siempre a las campañas, de esa posición de parias que se ha dado siempre a nuestros gauchos, de ese egoísmo incomprensible de las ciudades".

No siempre la historia a novelar se presenta con su final. En este caso, lo trae. Varela agoniza. Ya no puede hablar ni escribir (aunque vanamente acaba de intentarlo). Entre sus manos, en endeble gesto de última protección, retiene la mano de Adela. Pero, entre estertor y estertor, contempla largamente, con ostensible angustia, la pared que se levanta casi enseguida de los pies de su cama. En ella, ya sin aliento, busca o indaga el futuro.


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