Serie: Política (II)

EN LA FRONTERA

GLOBO Y NACION

Christian Ferrer

Inmediatamente perfecto: así se expone al entendimiento la figura del globo, tanto como un planeta, un huevo de pájaro o la divina proporción del cuerpo humano en el dibujo de Leonardo Da Vinci. También un mensaje -o un logo- "redondo" logra el mismo efecto en el mundo de la publicidad. Lo perfecto se nos hace indiscutible, pues lo irregular, lo excéntrico, lo anómalo, carecen de aura simétrica, y nos remiten, por el contrario, hacia lo monstruoso o la rareza: el fenómeno de circo y la excepción que confirma la regla. Ya esta preferencia perceptiva, sin duda culturalmente adiestrada, supone un obstáculo para quien pretenda pinchar los lemas de la globalización con un signo de interrogación.

LA FIGURA DEL GLOBO

Como la globalización se presenta a sí misma no sólo munida de rasgos ideales tales como interactividad, totalidad, operatoria reticular, velocidad, sino también asociada a promesas de bienestar colectivo, progreso nacional y acople a todas las posibilidades culturales que vibran en el planeta, difícilmente la conciencia suspicaz disponga de un espacio público de audibilidad para sus dudas y críticas. En un mundo que gusta pensarse al fin reconciliado, sólo se tolera el señalamiento de las consecuencias "indeseadas" -económicas o políticas- de los actuales procesos de mundialización: sus "daños colaterales".

La figura del globo comenzó a circunnavegar el planeta en 1989, cuando se tratoca el tablero en que se jugaban las partidas geopolíticas acostumbradas. Hasta entonces, las metáforas políticas que daban sentido a los acontecimientos mundiales no se condensaban en la fórmula "paz, consumo y amor", slogan de cambio de milenio. La guerra fría, sumada a los efectos perdurables de las anteriores rencillas de las potencias europeas, concedía al mundo la forma de músculos en tensión pulseando sobre la tapa de la bordalesa donde se estacionaba la vendimia atómica anual.

Cuando el imperio soviético declinó la partida y el compás que traza las líneas geopolíticas se asentó firmemente sobre la pierna norteamericana, el mundo adquiere al fin forma redonda y se le envuelve en retórica adecuada: el discurso de la globalización. Con la emergencia histórica de este formateo del mundo las guerras no desaparecen, pero adquieren fisonomía de guerrilla y escaramuza, mantenidas a raya por ejércitos más parecidos a destacamentos policiales de despliegue rápido que a las antiguas divisiones lanzadas al ruedo por un Estado Mayor.

Pero las metáforas de la guerra siguen actuando subrepticiamente sobre los países "emergentes" -antes llamados "en vías de desarrollo"- por otros medios. En Argentina, y desde 1990, una serie de metáforas y reiteraciones discursivas de índole bélica se infiltraron en los lenguajes habituales de economistas, periodistas, políticos y académicos. Ideas como el "impacto" inevitable que las transformaciones políticas mundiales provocarían en el país, desde la creciente difusión de Internet a los supuestos beneficios que traería un mercado liberado de cerrojos anacrónicos; o la "invasión" de inmensas fuerzas benefactoras de la estructura social, desde fondos de inversión y empresas extranjeras hasta la multitud de bienes de consumo que se ramificarían por las góndolas de supermercado; o los inevitables "ajustes de cuentas" -por cierto, conocido lenguaje mafioso- a que sería necesario proceder a fin de garantizar el grácil ensamblaje de las piezas, desde la remoción de posturas independentistas en política exterior hasta el achicamiento del Estado al nivel menos cero de presupuesto público. "Impacto", "invasión", "ajuste": las palabras hacen pensar en fuerzas poderosas que llegan desde un exterior, que no pueden ser desafiadas, y frente a cuyas consecuencias solo cabe estar aprestados.

Tan perentoria y obligatoria se presentaba la "integración de socio" de Argentina en la sociedad global como irreversible se lo publicitaba al proceso. Significativamente, los fieles de las ideas nacionalistas que resistían al proceso en curso también recurrían a la metáfora de la invasión, coincidencia que unió a quienes se consideran opositores unos de otros. Esta serie de conceptos pudo circular abiertamente en nuestros lenguajes públicos porque Argentina fue una de las primeras naciones en insertarse decididamente en la rueda de la fortuna global; por ejemplo, ofreciendo a sus fuerzas armadas a modo de batallón de compañía o apostando el futuro en el juego de los flujos financieros internacionales. Pero las palabras que usan los hombres representativos de un país no pasan indemnes por el inmenso cedazo que teje la conversación colectiva: tanto pueden animar como dañar a los pueblos que las escuchan. Hay palabras públicas que elevan y fortalecen las esperanzas comunitarias y otras que ilusionan sin fundamentos y se vuelven, al cabo, estériles e irresponsables por pomposas. Un globo suele estar vacío por dentro. También los espejismos en el desierto.

 

COSMOPOLITAS

Diógenes, el filósofo cínico, parece haber sido el primero en llamarse a sí mismo "cosmopolita", ciudadano del mundo. Sucedió en el siglo V antes de Cristo, mientras el resto de los griegos se autoestimaban superiores a los bárbaros. En su tiempo, se asistía a la proliferación de colonias de las ciudades griegas por las costas del Mar Mediterráneo. En épocas postrenacentistas, los hombres fundadores del "humanismo" predicaron la tolerancia religiosa y el reconocimiento entre pueblos, en la esperanza de suturar los lazos ratos entre credos y naciones. En el horizonte, los Estados-Nación dábanse forma y figura entre campos de batalla y masacres de campesinos. En el siglo XIX los anarquistas difundieron el internacionalismo, ideal de una fraternidad ciudadana transnacional, en el momento en que las potencias europeas reducían enormes extensiones continentales a colonia y factoría. Para el pensamiento anarquista, patrias y fronteras eran el nombre de barrotes de la mente.

En la Argentina de entonces, cuando las guerras civiles licuaban el territorio en sangre, Domingo F. Sarmiento fue el ejemplo viviente de curiosidad enciclopédica abierta a todos los estímulos que el mundo ofrecía. Concebía a la escuela como el laboratorio en donde la razón purgaría de la conciencia al filo del cuchillo y la inclinación inquisitorial. En el siguiente siglo, Ezequiel Martínez Estrada se transformaría en modelo nacional de autodidacta, amante de la cultura universal a la vez que panamericanista revolucionario. Pero no se privó de radiografiar los defectos de la pampa y de la ciudad.

Cada uno de ellos, en los temas que les incumbieron, denunció la futura feracidad de los males políticos y morales que pasaban desapercibidos a los ojos de sus compatriotas, y se transformaron de ese modo en ejemplos de acoso ético a las sociedades de su tiempo. Ninguno dejó de ser griego hasta la médula, o de amar a sus connacionales aunque fomentaran un mundo subvertido, o de ser inmitigablemente argentinos, pero a la vez auscultaron el alma de sus épocas y naciones a fin de no aceptar acríticamente la expansión de un mundo que se promocionaba superior o "más moderno". Cada despliegue de una dominación cultural o política de alcance supraregional siempre ha sido acompañada por su sombra, su negación, y quizás su antídoto.

En buena medida, Diógenes o Sarmiento sufrieron la incomprensión de colectividades embriagadas por el triunfo pasajero, la posición de fuerza o la novedad rutilante. En esencia, la impopularidad de sus recusaciones era causada por haber promovido a la discusión pública, no tanto la cuestión del precio de las mercancías globales -aunque fueran palabras, pues en una ciudad circulan tanto como las monedas- sino la de los valores que ellas transportan. De modo que los vínculos entre cosmopolitismo y globalización son más complejos que los maniqueísmos de la última década a que nos acostumbraron los feligreses del nacionalismo y el primermundismo, del mundialismo o del pequeño pago.

 

TRES

Inexistente hasta comienzos de los noventa, la palabra de orden "globalización" llegó a la manera de ciertos productos importados, con instrucciones de uso especificadas en idioma inglés en el manual correspondiente. Su inclusión -o su injerto- en los lenguajes públicos ha sido rápida, rampante, e imperativa, y pronto se dispuso ante la opinión pública como desideratum "humanista" y funcional, cuya naturalidad sería indiscutible. Pero el proceso de globalización no solamente reorganiza espacios sociales y modifica los tiempos antropológicos -o los aplana-; también despliega una imagen de mundo al interior de cuyos confines ciertas formas de vida se hacen posibles y otras cancelables e incluso informulables. Que la globalización sea primordialmente empujada desde usinas norteamericanas significa que hace medio siglo al menos que le ha sido arrebatada a Europa la capacidad de imponer un sentido a la historia.

El golpe de mano que lo impulsó era causa y efecto del desencadenamiento de poderes tecnológicos. Consecuentemente, la globalización actual, desde un punto de vista cultural, representa la antípoda del iluminismo racionalista que acompañó a las potencias europeas en el despliegue de "lo mundial" en el siglo XIX. Es evidente que las diferentes expansiones europeas (evangelizadora, mercantil, imperial, obrerista, migratoria, cosmopolita, tecnocrática) han seguido las mismas rutas y se articularon unas con otras.

Pero la actual es impensable sin su matriz tecnológica, y el intento de diferenciar un movimiento de sístole -bueno- y otro de diástole -malo-, quizás sea ilusorio. En verdad, la pregunta por el tipo de valores que genera ese despliegue atañe tanto a la política como a la ética y la estética. La técnica -osamenta del proceso- no puede ofrecer valores, sólo nos conduce a otro nivel de organización de tiempo y espacio. ¿Puede diferenciarse nítididamente un impulso saludable -cosmopolita- y otro damnificador -económico- en la marcha de la globalización? Postular la diferencia misma puede conducir a respuestas interesadas o erróneas.

La propagación de imágenes inmaculadas, equivalentes a la del globo, no es nueva, y siempre trajo aparejados cambios en los referentes políticos y culturales. Ya los primeros globos terráqueos, contemporáneos a Colón, reorientaron la mirada de la gente cultivada. Por entonces, los mapamundis dejaron de incluir el paraíso y el infierno como "lugares" a ser tenidos en cuenta por el viajero, y Jerusalén dejó de ser ubicada en el centro del Atlas, como era costumbre. En otras palabras: las metamorfosis de las imágenes del mundo suponen un reparto del mismo y prerrogativas para unos en desmedro de otros. La historia enseña que la cresta de ola anterior de los procesos de mundialización asumió la forma del imperialismo a fines del siglo XIX.

El impulso no se ha detenido, aunque quien sólo perciba el retorno de los flujos que han rebotado contra los confines del mundo puede perder de vista que el punto de impacto de la piedra donde se inició la marea sigue en el mismo lugar. Ahora son grupos económicos y financieros los que desembarcan, saquean y zarpan, de ser necesario, en un instante. Antes lo hicieron los normandos en Sicilia, los cruzados en Medio Oriente, los vándalos en el Mar Negro, los españoles en América, los ingleses en casi todo el mundo. Pero es lo mismo. La sutilización de la artillería hace perder de vista las continuidades históricas.

Por cierto, la tierra gira, los planetas rotan alrededor del sol, y la historia no se repite igual. En el siglo XVI las caravanas de la seda que peregrinaban desde la lejana China tardaban meses en llegar a Samarkanda. Hoy, la imagen de una mercancía tarda un instante en hacer impacto sobre audiencias internacionales. El estilo populista norteamericano transporta al mundo sus mitos del consumo, tan poderosos como los emblemas religiosos lo eran en una época ya olvidada. Una de las causas de su exitosa difusión reside en ofrecer un modo banal de acceso a la trascendencia, pues la necesidad humana de consuelo es insaciable. Mediante el "packaging", el diseño y la publicidad comercial de la mercancía los pueblos participan de formas degradadas del consuelo -la mercancía también supone una moral-.

Y justamente, porque la globalización no sólo expande la modernización tecnológica sino también formas de vida acoplables a ésta, también puede enviar a su ocaso a oficios, modos de relatar historias, creencias tradicionales, y a pueblos enteros. La aurora y el ocaso de las tradiciones locales deben ser sopesados en balanzas cuyo fiel haríamos mal en confiarlo al comerciante. Pues mercancía, en el mundo globalizado, no quiere decir, tal cual se publicitó ampliamente en Argentina, más productos tecnológicos y culturales al alcance del consumidor; significa por el contrario que todos los bienes humanos del mundo están siendo tasados y formateados como mercancía.

De modo que las sociedades de los países "pobres" -el índice lo confeccionan las naciones "ricas"- no solamente deben pensar en su inevitable encastre a las formas que asume la economía del mundo, sino también proceder a un análisis estratégico de sus propias fuerzas y capacidades para hacerlo a su favor; no solamente ha de estimarse la celeridad en los procesos de acople de culturas y modelos económico-políticos, también la imprescindible desaceleración del movimiento, cuando éste damnifica los intereses colectivos. Integrarse al mundo es una necesidad que han experimentado la mayoría de las culturas del planeta, pero este mundo no es, como muchos suponen, una Jerusalén liberada y gratis, sin regulación de poderes terrenales. Su significativo sosías, Internet, que también se desplegó en los años noventa, parece un bien celestial en su semiinmaterialidad, pero por detrás de su modelo ideal de conmutador telefónico superdemocrático se ocultan los organigramas de grandes corporaciones. Tampoco los estrategas que se ocuparon del trazado de la red ferrocarrilera del siglo XIX tenían en cuenta únicamente la comodidad del pasajero.

 

EL SENTIDO DE LO LOCAL

Argentina (y quizá todo esto valga también para Uruguay) siempre ha sido el nombre de un territorio de frontera. Espacio de encuentro de Europa y América, más tarde de criollos e indígenas, y luego principio de esperanza para millones de seres empobrecidos o perseguidos. Tanto en la etapa de la conquista, como en la de la gran migración, como en las más cercanas experiencias de los migrantes internos y las de los países limítrofes y de algunos de las antípodas, en cada una de ellas prosperaban los procesos osmóticos: intercambios de lenguajes, de costumbres, de religiones, de expectativas, de cuerpos. De allí que las defensas cerradas de lo "local" ante lo global resulten ser, en este país, una curiosa pretensión que desconoce el modo en que sus propias raíces se han enlazado bajo tierra.

Además, el sentido de lo "local" necesariamente se juega en el eje señalado y orientado por lo "global". Inevitablemente también, su uso teórico y político es defensivo. La imaginación argentina fue macerada con ideas europeas en la fragua geográfico-espiritual americana, y vuelta a cocinar a fuego rápido por oleadas de inmigrantes pobres, españoles e italianos, polacos y sirio-libaneses. Un delta de colectividades y singularidades que se superpusieron a la pasión preexistente devotada a las novedades de la escena europea. Miami y Los Angeles han sustituido a París y Londres como luciérnagas urbanas, pero el modo de orientación de la mirada "local" no ha cambiado.

Siendo Argentina zona americana, Buenos Aires, su mascarón de proa, se transformó en fenómeno psíquico singular: las pugnas entre las imaginaciones europea y latinoamericana establecieron un espacio de irresolución en el que germinaron la angustia y la frustración colectivas, y que se enfatiza actualmente como impulso autodestructivo y desamor de los argentinos por sí mismos. Pero lo local nunca ha sido antropológicamente puro, ajeno a influencias de un afuera, sino efecto de tensiones terribles. Lo propio, entre nosotros, ha sido un poco impropio -mas bien, perplejo-, y lo ajeno, inevitable.

Distinto es el sentido de la pregunta por el modo de apropiación del mundo desde una lengua y una experiencia locales. Mientras la "globalización" fue un proceso en cuarto creciente y mientras la idea de nación seguía siendo obsesión política, la creación cultural absorbía los influjos externos y los maceraba en el círculo vital de las pasiones argentinas. Pero los "impactos" sociopolíticos de los años noventa encontraron al país tan ansioso de apreciar experiencias novedosas como desguarnecido y cegado ante las consecuencias del frenesí modernizador.

El ingreso de mercancía de todos los puntos cardinales fomentó tanto un consumo "moderno" de bienes perecederos u obsolescentes como desestimó cualquier pensamiento que insistiera en la urgencia de resguardar y proyectar la vida industrial de la nación. A su vez, la deuda externa, que crecía como una cabeza de tormenta, se transformaba en un tema tabú en la misma medida en que sus efectos asumían la forma de un cepo continuo cerrándose sobre el país a la manera de las contracciones de la boa constrictor. El balance de la experiencia argentina con la globalización de los años noventa es, por el momento, ambiguo, típico ejemplo de la ambidextralidad nacional, y quizás termine dando números negativos, al menos en lo que concierne al endeudamiento público. Los slogans globales que tomaron por asalto a los lenguajes públicos pudieron circular dúctilmente en tanto y en cuanto se empobrecían los lenguajes argentinos tradicionales capaces de dar cuenta de lo que en el país ingresaba en su ocaso y de lo que era aún posible ensalzar vitalmente a favor.

De otra manera: en los noventa la fortaleza de los símbolos globales y del consumo de bienes internacionales estaba en relación directa a la endeblez de los emblemas nacionales y de su flora fabril. Llegará el momento en que será necesario analizar el rol que cumplió nuestro snobismo acrítico y agresivo en la aceptación de espejos coloridos (cuyo origen habría que rastrear en las matrices de consumo de la década del 60), y nuestra falta de previsión ante la introducción acelerada de políticas económicas, exitosas quizás en otras partes pero problemáticas aquí. Hubiéramos necesitado una Casandra de primera agua que nos alertara sobre el peso enorme que se descargaría sobre los últimos de la fila. Pero los argentinos nos creíamos sitiadores y no troyanos.

El debilitamiento de los "lenguajes públicos argentinos" también ha sido efecto del declive de la hegemonía cultural del plebeyismo en política. Por medio siglo la mentalidad dominante en el país se sostuvo en la disposición de derechos laborales y sociales a granel y garantizados por el Estado. A diferencia de otros países de América latina, en Argentina se promovió una imaginación social cornucópica: todo recién nacido crecía en el convencimiento de su derecho al trabajo garantizado, el sueldo anual complementario, al hambre saciada, a las vacaciones aseguradas, a la salud protegida, a la obra social sindical. Nada de esto caía del cielo: era el fruto jugoso de duras luchas sociales anteriores. Su correlato político suponía una situación de tablas, un empate incesante en la lucha de posiciones entre pobres, clases medias y privilegiados.

Pero esta lucha irresuelta se desequilibró en los años noventa a causa de acontecimientos y transformaciones por todos conocidos. Un Estado depredado, personal público encanallecido, ristras de mafias picarescas cobrando peaje en los puentes que articulaban Estado, sindicatos, bancos y empresas. Encanallecimiento y mafia fueron metáforas centrales de los años noventa, y más aún, la red arterial del funcionamiento del Estado, de los acoples de éste mismo con los grupos de poder, y de sectores de la población con el aparato estatal. Todas las intensas y ocultas tensiones de los años noventa, acicateadas por las abruptas torsiones generadas en estos años de encastre argentino al ciclo de la globalización y superpuestas a los dramas nacionales del último medio siglo, estallaron al fin hace pocos meses, cobrándose un diezmo de treinta vidas, y dando cauce a los espasmos "facúndicos" que de vez en vez emergen en Argentina con violencia tan inesperada como impensada. Como un géiser. Pero esas napas han venido trabajando subterráneamente por mucho tiempo.

Ahora, la figura de la nación se ha vuelto anómala, a mitad de camino entre el balbuceo incomprensible y la agitación turbulenta. Argentina es Babel y es también un muñón dolorido de sí misma. Se ha traspasado el nivel de daño tolerable por una población, se lo ha acumulado hasta hacer rebalsar el umbral en que lo cuantitativo se transforma en cualidad. La superposición de daño moral, daño político, daño íntimo, daño de la memoria histórica y daño carnal se interconectan, como por un tendido de cables telegráficos secretos, volviendo a la relación entre sufrimiento y política una maraña difícil de desenredar.

Las preguntas que ahora nos hacemos los argentinos se despliegan con forma de líneas quebradas, como parte de una gramática fisurada y amputada, como si un escrito hubiera debido sobrellevar una tormenta o inundación y sólo hubieran resistido algunos fragmentos legibles. Nos vemos forzados a reconstruir las preguntas en el contexto de nuestras empobrecidas posibilidades existenciales.

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