Mundanalia

El juicio a María, Reina de los escoceses

Roberto PUIG

Se suele rememorar un episodio histórico como el juicio a María Estuardo, ocurrido hace siglos, lejos de nuestro tiempo, bajo la influencia iconsciente de las ideas contemporáneas sobre la justicia y los procedimientos corrientes en el ámbito penal. Por lo tanto, atribuyendo a sus protagonistas sentimientos y conceptos que están muy lejos de los vigentes entonces. Parecería difícil conciliar en los autores del gran desarrollo de las artes y la literatura en la Edad Media y el Renacimiento, la entonces habitual aceptación y pacífica convivencia con la traición, la crueldad y la tortura, que a menudo se veía incluso con indiferencia, y hasta con aprobación. Quienes pintaban santos, madonas y reyes despóticos con la admirable pericia que los haría famosos, estaban tan familiarizados con su arte como con las prácticas para nosotros inhumanas y degradantes de la Inquisición, o con el tratamiento que los criminales o los reos políticos recibían en las mazmorras de los grandes castillos de la época. Ellos o hubieran podido entender quizás, a pesar de su sensibilidad, el porqué de nuestra actitud ante tales fenómenos. Por ello los actos de los hombres de cada período histórico debieran juzgarse a la luz de las costumbres y las leyes de tales períodos. Y probablemente en ningún campo de la actividad humana haya mayor contraste que en la práctica judicial, especialmente en lo referente a los procesos criminales públicos.

LA LEY DE (CADA) TIERRA

La tortura, que siempre ha existido, era entonces parte de la tarea corriente, casi diríamos normal, dispuesta por la autoridad, no solamente como castigo por un delito debidamente probado, sino como forma de obtener confesiones. La disposición de la Carta Magna que prohíbe a los individuos la privación de la libertad, de la vida o de la propiedad ajena "salvo por el juicio de sus pares o la ley de la tierra" no significaba lo que entendemos hoy como fundamento para la protección jurídica de la persona, sino lo que determinaba la ley de la época, se basara ésta en una orden real, una ley del Parlamento o en los usos y costumbres del momento. Y ello reflejaba los puntos de vista del común de las gentes con referencia a la acusación, la prueba y el castigo, y cuya hostilidad se dirigía hacia un lado u otro según el fervor religioso o político.

La visión de los cuerpos quemados de católicos o protestantes era común entonces en el Viejo Mundo, y aun merecía aplauso, toda vez que los sacrificios eran los impuestos por la ley. Y en la época de la "Reina de los Escoceses" -así llamada por una razón afectiva, más que "Reina de Escocia"- no era discernible la distinción que hacemos hoy entre los poderes del estado, que impide se invadan recíprocamente sus campos de actividad. Lo que el Rey y el Parlamento, y habitualmente el Rey solo, decretaba, era the law of the land, literalmente, "la ley de la tierra". El juicio de María Estuardo como proceso judicial, dejando de lado los elementos de atracción o simpatía romántica que lo rodea, es interesante por el contraste que revela comparado con el procedimiento penal actual. No sólo no tienen lugar muchas normas actuales de conducta, sino que ni siquiera se prevé o reconoce su existencia.

Hay, naturalmente, elementos importantes a tener en cuenta particularmente en el caso que nos ocupa. Por un lado, la condición de reina de sangre real de la acusada, a quien la ley otorgaba prerrogativas e inmunidades, siguiendo la teoría tradicional del derecho divino de los reyes. Por otro, los efectos de la controversia religiosa y política reinante entonces, que agitaba a los reinos europeos de occidente; ella inspiró su enjuiciamiento y determinó el método de su tramitación, y finalmente aparejó su condena y ejecución. Considerar la justicia o injusticia de lo actuado, sobre la culpa y las actitudes de sus protagonistas, llevaría a otros desarrollos; aquí deseamos evocar sucintamente, en uno de sus aspectos, en lo tocante al derecho, el panorama de una época de indudable interés.

MARIA E ISABEL

María Estuardo, nacida en 1542, era hija de Jacobo (James) V de Escocia y de su segunda esposa, María de Guisa (Guise). A los cinco años fue prometida en matrimonio al hijo mayor de Enrique II de Francia, y pasó los doce años siguientes en la corte francesa, donde recibió una esmerada educación. En 1558 contrajo matrimonio con el Delfín, un año menor que ella. La muerte del rey colocó en el trono a su esposo, conocido como Francisco II, y el gobierno quedó en manos de los Guisa, mas el joven monarca falleció dos años después. La presencia de la joven reina se hizo entonces necesaria en Escocia, donde la muerte de su madre había prácticamente dejado sin gobierno al país, entonces agitado por la Reforma.

Los comienzos fueron auspiciosos, pero pronto la situación se revirtió. Contrajo nuevo matrimonio, esta vez con un primo suyo, Lord Darnley, católico, que era uno de los posibles herederos de la corona inglesa, aunque carente de virtudes. Lord Darnley traicionó a los suyos y finalmente, ya enfermo, fue hallado muerto en su jardín, a consecuencia de la voladura de la casa que habitaban. Recayó la culpa del atentado en el ambicioso Conde de Bothwell, pero se sospechó que María no era ajena al episodio. Bothwell fue formalmente juzgado y absuelto –como era de prever, dadas las circunstancias y el poder del imputado, que hicieron del proceso casi una parodia-, y tres meses después de su viudez la propia María contrajo matrimonio con quien había sido acusado del asesinato de su cónyuge. Esto provocó, naturalmente, la ira de muchos nobles. Finalmente la monarca abdicó a favor de su hijo menor. A esto suceden combates y escaramuzas entre partidarios y enemigos, que fuerzan a María a buscar protección en Isabel Tudor, comenzando así un triste período de confinamiento por orden de ésta en distintos lugares, hecho que por momentos llenaba de aprensión a la propia Isabel y provocaba reacciones diferentes entre sus consejeros.

Diversos episodios se suceden entonces, formando una cadena de intrigas y velados pretextos a la que no son ajenas las ambiciones católicas, los intereses españoles y franceses y la política interna –que conjugados con otros importantes sucesos terminarían, no obstante, por dar estabilidad al reino-, hasta que por último María es llevada a juicio en setiembre de 1586. Se pronuncia sentencia de muerte contra ella semanas después, pero habrán de pasar varios meses antes de que Isabel se anime a firmar el decreto de ejecución, la cual tiene lugar el 8 de febrero de 1587.

Nunca se cuestionó la cultura de María, o su belleza, o la dulzura de su voz; tampoco la sagacidad política que a menudo -no siempre- demostró, ni su fortaleza física. Las descripciones contemporáneas no la sitúan en nivel inferior al de Isabel, tan exagerado por sus cortesanos y necesarios panegiristas. Pero las luchas religiosas de la época, los entretelones de la política, tan llena entonces de verdades a medias, marchas y contramarchas, actitudes firmes o vacilantes, fingidas o reales intenciones, formalidades y engañosa retórica, precipitaron su fin, a los 45 años de edad. Las sospechas, la hostilidad de la nobleza, las derrotas militares de sus partidarios, su connivencia, o posible connivencia, en el asesinato de su esposo, las cartas comprometedoras que escribió durante su cautiverio, y muchos velados pretextos, aparejaron su largo encarcelamiento. Las razones dinásticas y las religiosas fueron entonces decisivas.

La masacre de los hugonotes en París el día de San Bartolomé, en 1572, provocó reacciones en ambos bandos –católicos y protestantes- en toda Europa, y contribuyó a exacerbar el odio de los partidarios de la reforma hacia la augusta prisionera, en una época de atentados y violencias como la que se vivía. Con o sin razón manifiesta, el encarcelamiento de hecho había de continuar; los partidarios de María planearían su liberación y el asesinato de Isabel. Del mismo modo, los partidarios de Isabel querían eliminar a María, no ya por medio del veneno -lo cual uno de sus custodias se rehusó a hacer (no obstante, parecería, sugerencias de la propia Isabel)- sino mediante una acusación de delito capital.

CONDENA Y EJECUCION

Y en 1584, después de 16 años de cautiverio sin formularse cargos concretamente -ni siquiera el de "vaga" o "enemiga pública"- un gran número de partidarios de la reina inglesa se propuso quitar de en medio a María de una vez por todas. Se aprobó una ley que permitía proceder contra quienquiera que complotara contra la reina, ley inspirada evidentemente en la situación de la prisionera, que se extendía a los descendientes de ésta, en razón de "corrupción de la sangre", cortándoles sus derechos de sucesión a la corona, medida tan efectiva como lo sería cortarle la cabeza a María. La conspiración de Anthony Babington, que era el devoto destinatario de las reveladoras cartas de aquélla -que no se presentaron en sus originales en el juicio, sino en copias o en versiones en francés, y que pudieron interceptarse sin que María lo sospechara- dio lugar a horrendas torturas a los seguidores de aquél para obtener las confesiones deseadas, sin permitir a los acusados ni a María presentar testigos a su favor, fuera de su propia negación de los delitos que se le imputaban.

La tortura, o la amenaza de tortura -forma extrema de lo que se llama en los países de habla inglesa "el tercer grado"- fue entonces un método regular o corriente de obtener confesiones llamadas "voluntarias". Nada de esto podía dejar duda de que había un plan de invadir Inglaterra -Felipe II lo intentaría más adelante-, hacer desaparecer a Isabel e instaurar allí la religión católica.

Babington y unos trece acusados más fueron juzgados por alta traición en setiembre de 1586, y ejecutados tras prolongadas crueldades, cuyas crónicas son estremecedoras. Se les acordaron los escasos privilegios de un juicio por jurados, en que fueron maltratados por jueces y acusadores, y prácticamente se les exigió que ofrecieran pruebas en contra de ellos mismos. No se ve qué presunción de inocencia puede haber existido, máxime cuando no sólo no se proveyó de defensor a los acusados sino que se les negó el derecho de testificar.

Las ejecuciones, frente a numeroso público que gritaba y aclamaba, que se hubiera sentido defraudado si se hubiera omitido algún requisito, duraron dos días. Y en contraste con la sordidez de todo esto, debe recordarse que el período fue de gloria para Inglaterra: es la época de Drake, de Hawkins y Frobisher, de Sir Philip Sydney, Edmund Spenser y Walter Raleigh; de la derrota, mediante una exitosa combinación de mal tiempo y buena táctica, de la Armada Invencible; tiempo de Shakespeare, que a la sazón andaba por la veintena y habría de escribir las obras más notables de su época.

Ello no obstante, corriendo el segundo día de las ejecuciones, se dijo que la reina, ante el tratamiento de las víctimas y mostrando que la misericordia también existe, "Siendo informada de la severidad utilizada en las ejecuciones el día anterior, y detestando tal crueldad, dio órdenes expresas de que aquéllas fueran realizadas más favorablemente; y de que, de acuerdo con ello, se dejara a los ahorcados permanecer colgados hasta que estuvieran completamente muertos, antes de ser cortados y destripados".

SIN DEFENSA

Todo lo anterior nos permite ver cómo ocurrían las cosas entonces, para juzgarlas con la debida perspectiva. Para el juicio de María se emitió una orden, basada en la ley recientemente aprobada contra ella, en que se nombraba a 46 comisionados y hombres prominentes del reino, quienes eran así autorizados a investigar y juzgar "según buen material probatorio".

Algunos, con todo, tuvieron escrúpulos al cumplir la tarea. Las crónicas e informes del caso aportan interesantes elementos de juicio, que dicen que quizás la propia María, así acusada, resultó la mejor abogada de los presentes, poseedora de una concepción más clara que los demás acerca de las reglas procesales y de la prueba que ahora entendemos esenciales para un juicio justo. Por momento fue un choque de ingenio el ocurrido entre las partes, que emplearon todas sus artes de persuasión. Ella mantuvo su inocencia en todo momento y defendió su derecho real absoluto de oponerse a que ellos la juzgaran, ya que en su caso sólo Dios estaba por encima y podía hacer lo propio. El Lord Canciller se negó a reconocer la validez de tal protesta, pero permitió que quedara registrada en las actas.

Después de estas famosas audiencias, que tuvieron lugar por último en Fotheringay, localidad del centro del país, se trasladó el juicio a la Cámara Estrellada ("Star Chamber"), antiguo tribunal londinense de Westminster, donde se completaron actuaciones sin noticia de María, y sin darle oportunidad de ser oída, aunque se presentaron ulteriores elementos de prueba.

Tiempo más tarde uno de los comisionados designados para juzgar a la acusada dijo que "finalmente y al efecto, no tenía otra defensa que alegar en pro de sí misma que una mera y desnuda negativa", pero reconoció que el aplazamiento de las sesiones y su traslado a la Cámara Estrellada, por cuanto el proceso afectaba a una persona de su calidad, "se estimó conveniente para que el asunto se pudiera tratar con mayor consejo y deliberación".

Los juzgadores, a pesar de que algunos veían que María no carecía de razón en algunas de sus afirmaciones, entendían necesario que el fallo fuera satisfactoriamente unánime, lo que no pudo ser, pero se negó a la acusada la posibilidad de oírlo y continuar refutándolo. La prueba no resultó, entonces, totalmente fehaciente, pero la presunción fue decisiva. El Parlamento confirmó la sentencia, mas los escrúpulos de Isabel demoraron la firma del último decreto, como anotamos anteriormente, durante varios meses.

El notificársele a la acusada, ésta demostró gran entereza, rehusó los oficios de un ministro protestante, y declaró que moriría como había vivido, en la fe católica.

Cuando el hacha del verdugo puso fin a sus días, en acto público celebrado en el salón mayor del castillo de Fotheringay, cayó la cabeza que había ostentado la corona de Francia, la corona de Escocia y era heredera de la corona de Inglaterra, hecho de repercusión internacional, sintomático de una época de inclementes y prolongadas contiendas en los países del Viejo Continente.

Roberto PUIG

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